viernes, 27 de septiembre de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (32)

[El Ampay]

            Cuando estábamos a punto de acabar la primaria, nuestro profesor nos llevó de excursiones a la laguna grande del Ampay. Como buenos "puric-allccos" (perros callejeros) que éramos, subimos sin mayor cansancio la hermosa montaña. Lo que resultaba increíble de aquel ascenso era que como si estuviéramos viendo plácidamente una bella película, a cada cincuenta o cien metros nos encontrábamos con un paisaje muy diferente al anterior y siempre más bonito, y era porque estábamos caminando entre altos y hermosos árboles de intimpas y por un caminito apretado por helechos, musgos y un sinnúmero de yerbas y arbustos que estaba dibujado sobre el filo de una cuchilla.

Si en algún momento parábamos era para que el profesor superara su cansancio y cuando el descanso se estaba prolongando más allá de nuestra cuenta, lo animábamos diciendo: “¡Vamos profe!”. De repente como a las cuatro horas de aquella caminata llegamos a una planicie que después supe que se llama "Turrumpampa", de allí vi como una mágica aparición, por primera vez el mismísimo nevado del Ampay. ¡Ahí estaba! Blanco, puro y majestuoso, montado sobre una rocosa montaña, que mantenía como en suspenso una gigantesca lengua de nieve que parecía que quería caerse o estirarse más y más abajo. Toda esa espectacular maravilla estaba rodeada  por un infinito cielo azul. Aun cuando estaba paralizado por una muy especial emoción, sentía que debajo de la piel me recorría una corriente eléctrica y los ojos se me llenaban de agua de pura alegría.

Bajé la mirada y vi un inmenso cono que parecía la boca de un antiguo volcán, hasta que alguien dijo que dentro de él estaba la laguna grande, entonces me dieron ganas de correr a su encuentro como si se me pudiera escapar. “¡Todos en fila de a uno!”, ordenó el profesor agregando que nadie debía adelantar a nadie, ni mucho menos retrasarse. “¡Todos juntos hemos partido, todos juntos vamos a llegar y todos juntos vamos a volver!”.  Entonces todos caminamos llenos de contento hasta la base de aquel boquete  y luego a pesar que nos faltaba el aire porque estábamos a un pelín de los 4,000 msnm, sin embargo como si nada subimos aquella escarpada formación, hasta que por fin llegamos a una grande e  increíble laguna rodeada de queuñas con aguas a veces  azules, otras verdes y otras turquesas, según el lugar desde donde la veíamos.

“¡Que nadie se mueva de este lugar!”, ordenó el profesor y agregó: “¡Después que descansen, vamos a almorzar!”, y así lo hicimos hasta terminar nuestro "ccoccau" (refrigerio). Después de un momento que nos dejó jugar o simplemente repantigarnos para mirar el cielo que nos parecía más cerca que nunca, siempre mirando su reloj, nos dijo: “¡Vamos a dar una vuelta completa a la laguna, con calma y sin correr para tratar de ganarle a nadie, porque si todo sale bien, todos habremos ganado y pronto podremos volver!”. La vuelta alrededor de aquel enorme estanque, fue toda una aventura pues nos dimos cuenta que estaba rodeada de unas enormes piedras a las cuales parecía  que les hubiera caído una lluvia de pequeñas candelas, pues tenían un montón de pequeños agujeros de donde se levantaban como cuchillos unas puntas filosas.

Alguien dijo: "En estas piedras los incas entrenaban sus mágicas pociones para derretir las rocas y luego moldearlas a su gusto", pero alguien más conocedor del campo le replicó: "Aquí cagan los ccakacllos y eso derrite la piedra". Yo le pregunté que eran los "ccakacllos" y me respondió "los pitos", pues sonso", y me quedé más ignorante todavía. Ya después en casa me explicaron que son los hermosos, grandes y gordos pájaros carpinteros andinos que tienen un pico muy largo y filudo, y un color gris acero con plumas rojas a la altura de la nuca. Ya de adulto los avisté cientos de veces en las numerosas punas que recorrí, siempre parados sobre una piedra.

Después de ese minucioso y charlatán paseo, el profesor pasó una vez más la lista porque íbamos a iniciar el camino de retorno. A medida que iba bajando volvía una y otra vez los ojos para ver nuevamente el maravilloso nevado, porque sentía que si no lo miraba todo podía convertirse en una simple ilusión. Cuando por fin se perdió de mi vista pude atender otros paisajes y entre ellos vi decenas de montañas azules que como las olas de un mar interminable se sucedían una detrás de otras y que detrás de la última montaña había otras y otras más hasta el infinito. Cuando le señalé al profesor lo que estaba viendo, me dijo: “Es la inmensa cordillera de los andes que empieza en la Patagonia argentina y termina en el istmo de Panamá”. Después volví mis ojos a esa inmensidad que me decía que el mundo era demasiado grande como para acabarse nunca, y que si se acabara, continuaría en las estrellas.

Siempre bajando nos internamos en un camino que cruzando lo más espeso del bosque nos llevaría a la laguna chica y al cabo de una hora estábamos cara a cara frente a la Intimpa más grande, más ancha y más antigua de todo ese reino forestal, era la “Cápac Intimpa”, que necesitó de más de diez excursionistas agarrados de la mano para rodear su grueso tallo. Después llegamos a la pampa que está encima de la laguna chica, y a menos de un kilómetro más abajo alcanzamos el pequeño estanque donde a muchos nos dio ganas de bañarnos, deseo al que nuestro profesor respondió: “¡Ni en sueños!”. Allí nos sentamos para ver como sus aguas reflejaban los árboles que la rodeaban, verde claro por donde todavía alumbraba el sol y verde oscuro dónde ya había llegado la sombra. A pesar de que ya la había conocido, me pareció también fabulosa, porque formaba parte de un todo: El nevado, la laguna grande, el bosque y la laguna chica. "¡Solo me falta llegar al nevado", pensé aquella vez. Después subí hasta el glaciar hasta en tres oportunidades y antes de morirme llegaré una vez más para despedirme de mi amado "Apu".

Noté en la cara del profesor un aire de alivio y satisfacción, porque como a las cinco y media de la tarde, todos habíamos llegado sin novedad hasta el local de la escuela, así que: “Calabaza, calabaza, cada uno a su casa”, pero antes me despedí del profesor dándole la mano en señal de gratitud por haberme llevado al paraíso. En mi casa narré aquella aventura hasta quedarme dormido como a eso de las siete.

000ººº000

Gracias a la visión que me ofreció esa primera visita que jamás pude olvidar, es que al frente de la Asociación Cultural Apurímac, luego de cuatro años de ininterrumpida gestión, logré que mediante Decreto Supremo Nº 042-87-AG, del 23 de julio de 1987, que un área de 3,635.50 hectáreas, situada al norte de la ciudad de Abancay, que comprende el Nevado del Ampay y el bosque natural de sus estribaciones, fuera oficializada como Unidad de Conservación dentro de la categoría de “Santuario Nacional” e integrada al Sistema Nacional de Áreas Naturales Protegidas por el Estado (SINANPE) entidad pública que contribuye al desarrollo sostenible del Perú, a través de la conservación de las muestras representativas de la diversidad biológica.

            Han pasado 32 años y de eso nos felicitamos, porque durante todo este tiempo el Santuario Nacional de Ampay ha cumplido con su objetivo legal, cual es conservar con carácter intangible el bosque natural de "Intimpas" (Podocarpus glomeratus), conífera sudamericana única en su género y en proceso de extinción, además de otras especies de flora y fauna silvestre endémicas. También ha cumplido con proteger los recursos suelo y agua dentro de la cuenca hidrográfica del río Pachachaca, garantizando la estabilidad de las tierras y el normal aprovisionamiento de agua para los asentamientos humanos de las ciudades de Abancay y Tamburco y el desarrollo agrario de las tierras de cultivo de los sectores de Illanya, Pachachaca, Patibamba, Tamburco, Huayllabamba, Umaccata, Kerapata, Sahuanay, Maucacalle, San Antonio, Ccorhuani, Antabamba Baja, etc.

            De otra parte, la protección y conservación de los bosques del Santuario Nacional, ha permitido proteger a nuestra ciudad de los gigantescos deslizamientos de tierras que podrían haberse producido en estos últimos tiempos, si la zona boscosa, siendo lo que era, tierras de propiedad estatal, se hubiera parcelado y adjudicado en propiedad privada; entonces a la fecha sería cotidiana la caída de enormes huaycos sobre la ciudad. Esta no es una gratuita conjetura, sino que está basada en hechos concretos que ahí dónde se ha talado y retirado el área vegetal del Ampay, es donde se han producido significativos corrimientos de tierras, como fue el caso de Sahuanay (1951 - 16 muertos y desaparecidos), Cocha-Pumaranra (1997 - más de 100 muertos y desaparecidos) y Sahuanay – Tamburco – Chinchichaca y El Olivo (2012). De modo que tenemos sobre la ciudad una amenaza evidente y para conjurarla solo nos corresponde persistir en la conservación del bosque y en la urgente reforestación de las áreas denudadas de la floresta ampayasana.

La parte más valiosa del Santuario Nacional de Ampay es su riqueza forestal, la que está calculada en aproximadamente 1,500 especies, de las cuales 340 han sido registradas entre los 2,900 a 3,500 msnm. En este piso húmedo, la floresta está dominada por la "Intimpa" que ocupa una extensión aproximada de 600 hectáreas, (41% de la masa forestal del bosque del Ampay y el 19% de extensión total del Santuario), con unos 60 árboles por hectárea, formando un rico ecosistema con gran número de plantas endémicas. Otro valor natural es su riqueza ornitológica que lo sitúa en una de las principales rutas de los estudiosos y observadores de aves por contar con especies endémicas.

Lo que no podemos dejar de valorar es la belleza paisajística del Santuario expresada en formaciones geológicas, bosques, lagunas y el nevado Ampay, que ya desde tiempos preincaicos recibía la devoción de los antiguos peruanos desde el usno de "Osnomocco" del distrito de Tamburco como uno de los principales "Apus" de la cordillera del Vilcabamba o la "sierra nevada" como la llamaban los españoles, y que ha permitido situar a la ciudad de Abancay en un importante destino eco turístico.

[Despedida]

Estas memorias las he escrito conforme las iba recordando, pues la mente no las tiene ordenadas y más aún cuando se refieren a experiencias vividas en los primeros años de la infancia, y por eso algunas de sus escenas se me aparecían como entre sueños, pero gracias a los comentarios de los lectores, pude darme cuenta que sí los había recordado efectivamente, cosa que de verdad a mí también me dejó muy admirado respecto del raro modo cómo funciona la mente.

De otra parte, debo aclarar que no ha sido mi propósito narrar en detalle, quién era quién, por eso no he nombrado a casi nadie,  sino rememorar las impresiones de un niño de los años 50' del siglo XX con relación a su experiencia infantil en un suelo, pueblo, ciudad, patria o paraíso llamado: ABANCAY. Como han visto, en todo momento he tratado que está crónica del ayer temprano, no solo se trate de mi persona, sino de las vivencias de mi generación, y si entre sus líneas he nombrado a mis padres o hermanos es porque todos hemos nacido, crecido y seguimos viviendo dentro de una familia. Pero a pesar de que no se puede recordar exactamente todo, no por eso vamos a dejarlo enterrado. ¡NEGARSE AL OLVIDO, ES PARTE DE SENTIRSE VIVO!

Después vino la despistada adolescencia y la loca juventud en tierras extrañas y el resto de mi vida hasta hacerme viejo, la pasé en esta tierra milenaria que aún no acabo de conocer en toda su dimensión geográfica, social y cultural, así como su espiritualidad y su cosmogonía andina.

Pero en fin como dijo el poeta: "Confieso que he vivido" y el cantante: "A mi manera" a lo que puedo agregar: "A tumbos, levemente muriendo", y para presentarme ante quienes sin haberme conocido me han leído y alentado, sólo sabré dejarles esta pequeña nota:

"Soy de la gente simple que despierta
cuando el sol levanta el día.
Con el afán que devoran mis horas
siembro la semilla que eleva la alegría.

No traigo ideas que amenazan
como punzantes metales
o que brillan como el cristal
que se quiebra con sangrante ruido letal.

No se han hecho mis sentimientos
de los cortos pensamientos
que el estúpido parloteo inventa,
para darnos cuenta, que algo intenta.

Soy de la gente simple
que termina el día
persiguiendo sueños."

¡GRACIAS POR HABERME LEÍDO, PERO SOBRETODO POR HABER COMENTADO Y COMPARTIDO ESTE PUÑADO DE RECUERDOS TEMPRANOS, QUE QUIZÁ MÁS TARDE LOS REÚNA EN UN LIBRO, PARA QUE COMO YO, SE LO PUEDAN CONTAR A SUS HIJOS Y NIETOS! 


















De izquierda a derecha o de derecha a izquierda, da igual: 
Ciro Víctor Palomino Dongo y Hugo Víctor Palomino Dongo

   Aníbal Palomino Dongo, QEPD +

martes, 24 de septiembre de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (31)

[Las supersticiones]

Existían muchas supersticiones que habían ingresado a mi infancia desde mi propia casa o por las noticias de mis amigos. Por ejemplo, cuando se te perdía algún objeto pequeño como una moneda, un tiro, un lápiz, etc., o no recordabas donde los habías puesto, lo que hacías era escupir en la palma de tu mano izquierda, hacer tres cruces sobre la saliva con tu mano derecha y con la misma mano meterle un golpe de karate y allí donde saltaba la saliva, seguro que encontrabas lo que se te olvidó o lo que estabas buscando.

Cuando veíamos en la casa o en el campo caminar a una apasanca (Tarántula), todos sabíamos que de seguro iba a llover en pocas horas.

Cuando por la noche, que por esos años era muy limpia y plagada de luceros, aparecía una estrella fugaz surcando el cielo, especialmente las mujeres, pedían en silencio un deseo y al final exclamaban: “¡Pronto voy a tener lo que quiero!”.

Cuando en el almuerzo servían la "cancha" (maíz tostado), era nuestra costumbre tomar un puñado de ellas, ponerlo sobre el mantel y contar de dos en dos. Si la cuenta salía par, entonces eso que estabas dudando, “¿Voy a ir a ver la película de Tarzán el domingo?”, se iba a cumplir, pero si la cuenta arrojaba impar, no pasaba nada.

En las paredes y árboles de cualquier lugar, una especie de avispa (avispa alfarera), construía su nido como una pequeña ollita de barro a la que llamábamos el “Apaychicchi”. Muchos nos advertían, especialmente los campesinos, que si reventábamos esas ollitas nos saltaría en toda la cara un líquido que nos provocaría un montón de sarnas incurables.

Para que los niños no andemos curioseando como se mataban las gallinas, los patos, los cuyes, los pavos o los chanchos de la casa, nos decían que nos alejáramos o mejor ni siquiera viéramos, porque si la sangre de esos animales nos llegara a salpicar en la cara, las manos o los brazos, de allí mismo nos saldría un montón de "tictis" (verrugas). “¡Váyanse si no quieren tener "tictis" en la cara y después, aunque chivateen de dolor, se los cortamos con un guillete!”, nos advertían.

Si te ponías o dejabas que  te pusieran una pepa de lúcuma en la parte del cuello que está debajo del mentón, lo más seguro es que te volverías un “ccoto”, es decir una persona con bocio.
   
Cuando por las noches cantaba una "Pacpaca" (lechuza) por las inmediaciones de tu casa, era un anuncio de que alguien del barrio iba a morir. Pero en el campo cuando cantaba el "Huacaquillla" (Phalcoboenus sp) que es una especie de ave rapaz,  era muy seguro que alguien muy cercano tuyo estaba muriendo en tu casa o en otro lugar.  O cuando aparecían las "Chiririncas" (moscas de la carne) de color tornasol, grandes y gordas, haciendo su maléfico runrún, también era un signo de malagüero relacionado con la muerte de una persona.

Otra superstición muy difundida era que para que pudieran caer las lluvias, de un manantial llamado "Urcopuquio" (Manantial macho) salía el "cuichi" (arcoiris) para dirigirse a otro manantial lejano llamado "Chinapuquio" (manantial hembra), con el objeto de procrear los aguaceros, pero si cuando se estaba produciendo esa cópula celestial, te atrevías a bañarte en cualquiera de ambos manantiales, se te hinchaba la barriga y te morías de unos dolorosos cólicos, o si te reías o mostrabas tu dentadura al "cuichi", muy pronto se pudrirían tus dientes hasta caerse.

Otra antigua superstición que encontré en la campiña abanquina era la tarea de un pájaro que los naturales llaman el "Chilchilco", cuyo oficio es pastar las almas que salen a penar por las noches. Este avechucho se encarga de contarlas y ver que antes que llegue el alba retornen todas, sin que falte ni una sola,  al lugar de los muertos, por eso muy de mañana se le escucha gritar su "Chil, chil, chil, chil", dando aviso a los penitentes que llegó la hora de retornar. Cuando los campesinos escuchan al "Chilchilco", no se atreven a salir de sus casas, porque los muertos deben estar por ahí todavía, y si te topabas con uno de ellos podían darte un susto mortal.  

Cuando íbamos a comprar sal o cuando la manipulábamos, no podíamos derramar ni un poquito siquiera, porque eso era de muy mala suerte, pues en la última cena de nuestro señor Jesucristo, Judas el traidor, por esconder sigilosamente las monedas que le habían pagado por la traición del Señor, derramó la sal sobre la mesa, y bueno, ya todos sabemos lo que le pasó.

Por aquellos tiempos también existía, como seguirá existiendo, un gran número de creencias acerca de la interpretación popular de los sueños. Seguramente esta costumbre existe desde que el hombre es hombre, y así tenemos que en mi infancia abanquina, especialmente entre las mujeres adultas era muy común contarse sus sueños para interpretarlos, y cuando los varones se soñaban con algo muy feliz o muy perturbador, generalmente consultaban con sus madres o esposas. Pero lo popular y de respuesta automática, era: Soñar con perros: “Te van a robar”. Soñar con pulgas o piojos: “Pronto vas a tener dinero”. Soñar que se te caen los dientes: “Alguien de tu familia va a morir”. Soñar con cuchillos, navajas, tijeras o agujas: “Traición". Soñar con caca: “Buena suerte, cómprate la lotería”. Soñar con Jesús o los santos: "Sufrimiento". Soñar con pescados: “Estás deseando a la mujer de tu prójimo”.
El sueño más temido era soñarse uno mismo viendo su imagen en un espejo, una fuente de agua, etc., porque soñarte a ti mismo era sólo tu imagen en los sueños, pero soñar una imagen de tu imagen, era tu mismísima alma y quien llegaba a ver siquiera una mínima parte de su alma significaba que muy pronto iría a morir. Sobre esto último mi madre solía contarnos “Mi tía Alejandrina se soñó que estaba en el horno de su casa y en sus sueños vio que su imagen se reflejaba en la lata de manteca, y de lo que estaba sanita y feliz al tercer día se murió. ¡Había visto su alma!”.

[La cárcel y sus obras]

Cuando mi madre acumulaba algunos pellejos de ovejas, luego de esquilarlo  con un pedazo de vidrio de las botellas gruesas y escardarlo como solo ella sabía hacerlo, llevaba esa lana a la cárcel para que los presos, que en su mayoría eran campesinos (nas) o comuneros (ras), lo hilaran. Después de hacer teñir los ovillos con una mujer especialista en ese arte, volvía a la cárcel para que los tejedores le hicieran dos o tres coloridas frazadas. Esos mismos artesanos podían tejerte unos ponchos, chullos o llicllas. Por su parte mi padre les encargaba a los carpinteros de la prisión para que les hicieran algunas pequeñas obras como las cajas para lustrar zapatos, para sus herramientas o que fabricasen escobillas para los zapatos o la ropa con la cerda que el mismo les llevaba.

[La fiesta de los adultos]

Memorable eran los cumpleaños de los adultos de mi casa o del vecindario, no solo porque el dueño del Santo era un abanquino a carta cabal, sino también porque a la gente de antaño le gustaba festejarse y "echar la casa por la ventana" cuando llegaba esa memorable y querida fecha. Entonces aquello era un acontecimiento que movía personas, animales y dinero, pero "¡Ay Dios mío!" exclamaban las mujeres de la casa, porque el compromiso era mayor cuando los amigos se aparecían con una serenata, hay sí que las gallinas pagaban el "pato", porque debía correr los sabrosos y calentitos caldos "como cancha" y los infaltables vinos, piscos, rones  y cerveza.

La fiesta familiar empezaba al mediodía con un suculento almuerzo donde no podían faltar los cuyes. El otro plato podía ser unos chicharrones o lechón, pero también unas gallinas con sus papas al horno o unos tallarines hechos en casa con estofado de gallina y rocoto relleno, o un "cancacho" (asado de cordero) con papas nativas sancochadas o al horno. Todas estas delicias eran acompañadas con abundante uchucuta, cancha, mote y unos vasitos de cerveza. Para acabar el convido se servía sendos vasos de vino y a quien se le antojara se le alcanzaba medio vaso de “compuesto”, para “matar el  chancho”. Recuerdo que cuando los niños éramos también parte de los invitados, nos servían con igual comedimiento, pero generalmente lo decente era que los niños no asistiéramos, para no dar más trabajo a la cocina. 

Después los caballeros se servían la abundante cerveza que no debía faltar y a medida que caía la tarde los invitados comenzaban a bailar las guarachas, sones y cumbias de moda que salían de los altavoces de un tocadiscos. En alguna parte de la fiesta y a pedido de los invitados una pareja bailaba su bien entrenado pasodoble que podía ser: "España Caní" o "El gato montés" o un tango que no podía ser otro que "la Cumparsita" que culminaba en un admirado aplauso. Luego a medida que el licor hacia sus efectos comenzaban a bailar vals criollos, marineras limeñas y norteñas y cuando los humos del licor habían alcanzado su objetivo, solo los carnavales abanquinos y los huaynos bailables  interpretados con guitarras, acordeón, mandolinas, quenas, charangos, tinyas y cascabeles, que todos cantaban a voz en cuello con mucho júbilo y orgullo. "Arriba niña bonita / flor de margarita / mucho me gustan tus besos / en la madrugada / en la madrugada /....."

La fiesta terminaba como a eso de las diez de la noche, pero al día siguiente el dueño del Santo pasaba por mi casa a invitarles a mis padres a un calentado de desayuno, pero después de eso para los varones llegaba el “curacabeza”, supuestamente para quitarse la resaca, pero en realidad era otra borrachera.

[Las mascotas]

Desde que tuve uso de razón, he conocido a los "chacus", o lo que los españoles llaman perro de agua o turco andaluz. Son de varias razas, pero su principal características es ser de tamaño pequeño o mediano y tener el pelo lanoso, rizado y de color blanco, marrón o negro. Esta raza de perros llegó con los primeros colonos españoles que ocuparon los valles de Abancay y Pachachaca, y como los abanquinos desde siempre somos sus fieles amantes, hemos venido sumando a nuestra colección de "chacus", a caniches, shitzus, bichon frise y otros, y de tanto mezclarlos ya creo yo que hasta debe existir un genuino "chacu" abanquino.

No había familia que no los tuviera o los tiene. La principal razón es porque son bastante bulliciosos y por eso durante las noches pueden advertirnos de la presencia de un extraño dentro de nuestra casa, pero lo cierto es que los queremos desde siempre, aunque sean unos malditos “chiki allccos”, es decir, fregados, renegones y hasta mordedores. Pero también debemos reconocer que son muy inteligentes y por eso resultan una excelente compañía para los niños y los ancianos y porque además son muy fáciles de criar, solo hay que servirles un plato de lo que comemos y bañarlos una vez por semana.

            Otra de las mascotas favoritas de mi infancia eran los loros cabeza roja que en los tiempos de lluvia, llegaban volando desde las selvas altas a los valles de Abancay y Pachachaca, para alimentarse de los "gallitos" o flores de los pisonaes y de los choclos de las chacras descuidadas. Recuerdo que en mi niñez venían por millares gritando en coro y sobrevolando toda la cuenca del río Mariño y del río Pachachaca, y que por decenas se posaban en el gran pisonay que crecía en la casa de mi vecino, y que ingenuamente yo y mis hermanos los llamábamos con cariño ofreciéndoles mote o choclos, creyendo que se nos aproximarían.

            Algunos de mis vecinos tenían uno y hasta dos en su casa y en las chicherías no debía faltar uno, que sabía decir algunas palabras como “lorito”, “papá”, “carajo”, "saca la pata" o el nombre de sus dueños. También sabían silbar, cantar o imitar a los perros y las gallinas. Eran muy divertidos, pero también de cuidado porque si te picaban te podían sacar una buena lonja de los dedos. Si no eras su dueño, mejor ni meterse con el malcriado "weccro".

Las “tuyas” o las calandrias de cabeza, alas y cola negra y cuerpo amarillo, también eran otras de las mascotas preferidas de los hogares abanquinos de aquellos tiempos. Los tenían en jaulas bien amplias y en un plato su infaltable rocoto para que cuando le picara cantasen todo su maravilloso repertorio. Sobre esta ave José María Arguedas en su novela “Los ríos profundos” cuya trama se desarrolla en Abancay, ha escrito: “Los naturales llaman tuya a la calandria. Su canto transmite los secretos de los valles profundos. Los hombres del Perú han compuesto música, oyéndola, viéndola cruzar el espacio, bajo las montañas y las nubes.”

Otra de las mascotas eran las chayñas o jilgueros andinos de cabezas, alas y cola negra y pecho amarillo, que se reproducen en los maizales que crecen en las faldas del Ampay y que cantan muy bonito.

            No sé sí podrían llamarse mascotas, pero en mi niñez vi que los padres de algunos de mis amigos criaban en jaulas de una dimensión de casi un metro cubico, muchos gallos de pelea de diferentes colores y tamaños. Después me enteré que a esta costumbre se le llamaba "afición", (gusto o interés por una cosa).

          Un día acompañé a mi padre a un coliseo de gallos que quedaba por el Jr. Arequipa, y de la puerta me envió a casa porque estaba prohibido el ingreso de menores de edad, ya que se trataba de un lugar donde corrían las apuestas y  la sangre de esas aves, mientras los aficionados gritaban como enloquecidos y se emborrachaban con muchas ganas por haber ganado limpiamente o por haber perdido sonsamente, sin embargo hoy es una fiesta familiar donde hasta las "wawas" (bebés) pueden entrar y divertirse con la masacre de esos nervios emplumados.



















viernes, 20 de septiembre de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (30)

[Los gitanos]

En la pampa de la quinta Fano de la Av. Núñez, en la pampa “Valer” del Jr. Huancavelica o en terreno de la municipalidad donde ahora está construido el Parque Centenario, de pronto se aparecían las vistosas carpas de los gitanos. Entonces la curiosidad por esas extrañas gentes hacía que poco a poco todo el pueblo fuera a verlos. Pues llamaba la atención las extrañas vestimentas de las mujeres que eran unas largas y coloridas faldas de seda o algo parecido que les llegaba hasta los tobillos, una blusa igual de llamativa y un gran pañolón cubriéndoles la cabeza y acababan calzando unos zapatos calados de vivos colores. Tenían la boca bien pintada de rojo. Las muñecas y los tobillos adornados con argollas de plata. Buenos anillos en varios de sus dedos. Ricos collares en sus cuellos y unos grandes aros dorados colgando del lóbulo de sus orejas. Las más jóvenes eran muy bonitas, pero las viejas hasta bigote tenían. Yo iba a verlos todos los días.
En cambio los gitanos vestían más campechano. Tenían zapatos de caña baja de esos que ahora llamamos de vestir, un pantalón negro, una camisa blanca cubierta con un chaleco oscuro y un sombrero negro de ala corta tipo Borsalino adornado con la colorida pluma de algún ave extraña, es decir, vestían casi igual a los abanquinos de la campiña, pero tenían colgado del cuello una gruesa cadena de oro de la que pendía un lujoso crucifijo, para decirnos que creían en nuestro señor Jesucristo. Cuando se ponían a trabajar en lo que sabían, solían ponerse un largo mandil de cuero.
Hicieran lo que hicieran, todos los gitanos fumaban sin parar, pero lo que más llamaba la atención a las gentes que los visitaban, es que igual lo hicieran las mujeres, pero a los campesinos ese hábito les parecía muy exótico y hasta increíble. Que las gitanas viejas tuvieran unos pelos largos debajo de la nariz, me confirmó que si fumabas te crecerían los bigotes. Comían fino, pues compraban muchas gallinas, patos y buena carne en el mercado y cosas caras en las tiendas y tal vez por eso sus ollas olían bien, entonces no eran pobres. Mi madre comentaba: “Solo les falta una buena casa”, y mi padre refutaba: “Ni falta que les hace. Su casa son los caminos y su techo el cielo”.
Dentro de la tienda más grande las gitanas murmurando y rezando en su idioma, leían el destino de sus clientas en la palma de la mano. En el día atendían a las mujeres y muy entrada la tarde a los varones. Exhibían un vistoso cartel que en un lado decía: QUIROMANCIA y debajo el dibujo de la palma de una mano extendida con las líneas de la vida, del amor, del cerebro y otras más; y, en la otra parte del mismo cartel, decía: CARTOMANCIA y más abajo el dibujo de los naipes de una baraja española. Los primeros días pasaban las mujeres más humildes del pueblo y a medida que crecía el rumor de que eran muy buenas adivinando el destino, comenzaban a llegar algunas más distinguidas.
A propósito de ello, mi madre comentó durante el almuerzo que doña fulana había mandado a su sirvienta a que le lean la suerte y cuando esta volvió le contó que la gitana le había dicho “su vida” como si fuera su madre o vivido con ella, y que le había adivinado cosas que prometió no confiar a nadie, porque si no su suerte no se cumpliría. Entonces fue cuando su patrona se animó a visitar a las adivinas. Pero lo curioso era que a su cocinera le habían cobrado un Sol y a ella cinco. Cuando por curiosidad mi madre le preguntó por qué aceptó esa diferencia, la doña le respondió: “Porque mi vida y mi futuro es más importante que la de mi chola”.
Los gitanos se dedicaban básicamente a vender pequeños peroles de cobre y a reparar los usados, las herramientas del campo y otros enseres que la gente les traía. También fabricaban toda clase de productos de hojalatería como baldes y bateas de todos los tamaños, regaderas, mecheros, torteras, bandejas para hornear, embudos, etc. También podían producir, siempre a base de metal y soldadura, algunas cosas especiales a pedido de sus clientes, siempre y cuando supieran hacerlo, porque los gitanos se jactaban de ser gente íntegra y honesta. “No puedo hacer lo que no sé”, le dijo uno de ellos a mi padre cuando le sugirió un pedido. Además comentó con admiración y respeto: “Saben soldar toda clase de metales. Esos secretos no se aprenden, se heredan”.
Como mi afán por ver a los gitanos estaba distrayendo mis tareas. Un día mi madre me dijo que como los gitanos no podían tener hijos por fumar demasiado, solían robarse a los niños, que como si no tuvieran casa se iban todos los días hasta sus carpas para mirarlos incansablemente, entonces los gitanos piensan que haces eso porque no tienes padres y como ya los quieres mucho porque te han hechizado, quieres irte con ellos. “Así que si no quieres que los gitanos te lleven para ser su sirviente, no andes mucho por ahí, como si fueras un perro sin dueño”.
A propósito de eso, uno de esos días en que todavía estaban los gitanos en el pueblo, un amiguito de esos tiempos al que hacía pocas horas lo habían zurrado dizque “por gusto”, me confió: “En otro país yo era un príncipe, sino que de bebito unos gitanos me robaron y me vendieron en Abancay”. Lo miré con mucha incredulidad, porque cómo podía acordarse que lo habían raptado, pero no de qué país era su príncipe. Cuando ocasionalmente me lo encontraba en las calles de Lima se me extendían los labios en una sarcástica sonrisa, al tiempo que me decía: “Ahí viene el prínsapo”.
“Mamá el padrecito ha dicho en la misa que todos los que están yendo donde las gitanas para que les lean su destino, están cometiendo un pecado mortal, porque según la biblia eso es abominable a los ojos de Dios”, le dijo mi hermana mayor.
Esos prejuicios, más el agotamiento de la clientela en el pueblo, le decía a los gitanos que era tiempo de marcharse a otro lugar.

[Acerca de lo oculto]

Cuando encontré tirado en la puerta de una casa un bonito y misterioso atadito de hilos de colores, felizmente alguien me advirtió que no lo tocara porque eso era una brujería que le estaban haciendo a los dueños de esa casa. Cuando le conté eso a mi madre, ella me dijo que menos mal que no lo había tocado porque eso era una maldición. “¿Y qué pasaba si lo tocaba?”, le pregunté lleno de curiosidad. “Todas las desgracias que por medio de los brujos maleros sus enemigos le están pidiendo al diablo para los dueños de esa casa, hubieran caído sobre ti”. “¿Y porque lo hacen?”, “¿Qué les va pasar a los embrujados?” “¿El diablo vive con los brujos?”, y así comencé una andanada de preguntas hasta que ella me aconsejó que se lo contara al padrecito de la Capilla del Señor de la Caída o a las monjitas del Catecismo, entonces fue que me callé para siempre por temor a que creyeran que yo ya estaba embrujado.
Y anduve con ese temor por algún tiempo, hasta que le confié a un amigo mayor esa mi mala suerte, y este me dijo que era un sonso por no haber tomado y abierto ese atado, porque eso hizo él con una de esas “laiccas” (bujería) y se encontró un billete de diez soles y una monedita de plata y varios huayruros y no le pasó nada, porque si eso era una brujería, acaso era para él, y que además su abuelita le había dicho que esas cosas solo le hacen los malditos a otros malditos, porque a los buenos no pueden hacerles nada malo. “¿Qué tal si en ese atado había un billete de cien soles?”, me preguntó. A partir de ese día quedé curado de esa incertidumbre y de todas las de esa naturaleza.
También escuchaba hablar entre murmullos, como si se tratara de un secreto solo para los adultos, acerca de la existencia de los "Camacguagias" o "Apusuyoc", que eran los poderosos adivinos andinos que sabían convocar ante su presencia a los ángeles que viven en los "Apus" o altas montañas, para pedirles un consejo, para conocer quién te estaba haciendo una “laicca” o daño o para que les recomiende una curación natural para sus males. Más adelante me enteré que desde mucho antes de los incas, el “Camac” era más o menos una versión andina del alma judeocristiana, pero más amplia, porque esta es la fuerza primordial que mueve a todos los seres vivos y todas las cosas materiales que existen en el universo.
Lo que en síntesis quiere decir que: "¡Todo está vivo, todo se mueve!", incluso las montañas, el agua en todos sus estados y funciones, las chacras, las piedras, etc., porque todo tiene su propio "Camac", (su energía primordial). ¿Serán las moléculas, los átomos o las partículas subatómicas? y algunos de estos objetos tienen propiedades benéficas muy particulares para los seres humanos, a esas entidades los antiguos peruanos les llamaban "Huacas" y cómo no podían explicar humanamente su función las consideraban sagradas y que solo los sacerdotes andinos, grandes conocedores de las plantas maestras, podían saber su cabal funcionamiento. Y que el "Camac" o espíritu andino funcionaba más o menos como el gato de Schrödinger de la superposición cuántica, que mientras no exista un creyente puede estar entre dos posibilidades, que sea lo que tú crees o que solo sea el objeto que representa para el mundo tridimensional, como por ejemplo una simple imagen, una estatua de yeso, una alta montaña, una roca, un madero, etc.
Sobre estas creencias ancestrales he venido indagando entre los viejos comuneros de los pueblos originarios de Apurímac, y he recibido una serie de testimonios parciales, entrecortados y muchas veces mesclado con las creencias judeocristianas, que los he podido unir a mi modo, pero como todavía no aparece como un sistema religioso, me he remitido a expresarlos en un libro de cuentos al cual me falta agregarle dos historias más.
Otra de esas cosas ocultas que me encantaba escuchar era acerca de los "tapados", es decir los tesoros escondidos que después de saquear todo el oro de los templos y palacios del Cusco, los conquistadores españoles no pudieron hacer llegar hasta Europa, porque se les había muerto su caballo o porque los indígenas que los cargaban se habían dado a la fuga. O aquellos que los jesuitas habían escondido cuando el rey de España en el año 1767 había decretado su expulsión del virreinato del Perú, o simplemente porque algún hacendado había muerto en soledad y para asegurar su fortuna, lo había escondido. O porque alguien escarbando un usno o una construcción pre-inca o inca había destapado un valioso tesoro que se lo vendió a los gringos que visitaban el Cusco. Y por eso decían que fulano de tal había encontrado un enorme “tapado” y que gracias a esa buena suerte era ricachón.
Otros decían que “Ese indio se ha vuelto rico cazando vicuñas y vendiendo su fina y costosa lana a los gringos”. O que los antepasados de esa o tal familia se habían hecho de casas, solares y chacras, gracias al contrabando de alcohol que producían las haciendas cañaveleras de estos valles interandinos o, simplemente que algunos habían llegado a ser ricos porque eran unos avezados "huacachutas" (abigeos). O unos tinterillos sinvergüenzas que pagando a los jueces y falsificando documentos con los notarios mañosos se habían adueñado de las tierras de los indígenas, para convertirse en terratenientes y gamonales.
         Jamás nadie podía ser rico por su esfuerzo personal, trabajo y ahorro. Era como si dijeran: “Si yo no soy rico, tampoco podrías serlo tú”. Por más de cuatro siglos, esta mi gente se había acostumbrado a que sólo los hacendados podían ser ricos y poderosos, y ese criterio prevalecía, porque aún no podían percibir que, poco a poco, el capitalismo estaba llegando a estas tierras.