martes, 10 de septiembre de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (21)

[La religiosidad  y lo religioso]

La religiosidad  y lo religioso fue algo entre sagrado y misterioso que estuvo presente durante toda mi infancia, expresado materialmente en las iglesias de hermosas fachadas, los suntuosos altares, los altos campanarios con sus toques de arrebato, de fiesta, de muertos y de gloria y sus demás tañidos, piques y repiques. En las imágenes de los cristos especialmente de los martirizados y los crucificados. De las bellas y maternales vírgenes, de las dolorosas con espadas de plata en el pecho camino al calvario o al pie de la cruz y las otras Marías. De los rechonchos, graciosos y lindos niños jesusitos. De los apóstoles especialmente de Santiago Matamoros o Mataindios, el mismo que fuera patrón de la antigua villa de los Reyes de Santiago de Abancay y bajo cuya advocación se fundó este pueblo, pero también las pilas de bautismo y las piedras altas que al final tenían una especie de fuente con agua bendita para que nos santiguáramos al entrar a las iglesias, altares con voluminosos libros, las estampitas, las medallitas, los escapularios,  los rosarios, los sahumerios, velas encendidas y más.

De los milagrosos santos de la Iglesia, los ángeles, los arcángeles, los serafines, los querubines y el diablo que podía llamarse Satanás, Lucifer, Belcebú, aunque eran contadas sus representaciones, las noticias de sus terribles maldades daban pie a la necesidad de tener siempre metida en el fondo de nuestras almas la fe en nuestro credo, acciones y oraciones, porque siempre debíamos estar preparados para confrontar sus tentaciones, que eran algo así como una invisible, sutil y hasta gentil inducción a que cometiéramos maldades y pecados, y que nosotros debíamos rechazar tenazmente con todas las armas de nuestra alma, pues eso era parte de la eterna lucha entre el bien y el mal.

En sus ritos, como son las misas solemnes, las cantadas, las rezadas, las de los muertos y la misa pontifical, que era la celebrada por el mismísimo Obispo, las procesiones, el rezo del rosario, el catecismo, la confesión, los bautismos, la primera comunión, la confirmación, los matrimonios por la iglesia, los entierros con el cura por delante, las bendiciones de las personas, los animales y las cosas, las oraciones dentro y fuera de las iglesias, de pie, de rodillas o caminando, los responsos ante la tumba de los muertos en los cementerios y otros tantos.

Los responsables de su propalación, práctica y preservación, representado en las personas de los sacerdotes y las monjas a quienes se les sigue llamando “Padre” o “Padrecito” y “Madre” o “madrecita”, y todo el rebaño de acólitos, campaneros y los fieles devotos, sin faltar las “cucufatas” o "cucufatos", que son las personas muy santurronas y hasta mojigatas, que iban a misa todos los días, a quienes, algo extrañado, las veía asistir a las iglesias acompañadas por una sirvienta que cargaba un reclinatorio para que pudiera orar su patrona. Sobre estas personas mi madre y mi padre tenían sus diferencias, mientras que ella decía que eran almas piadosas y devotas que rezaban para que las almas del purgatorio ascendieran a los cielos, su contraparte como buen peruano, alegaba que eran hipócritas y farsantes.

Por aquellos tiempos no había día de la semana en que no te vieras envuelto en una ceremonia religiosa, especialmente al atardecer o temprano por las noches, pero en Semana Santa a todas horas del día. Por esta razón, de uno u otro modo, te sabías las cosas de la religión y de la iglesia más que todo aquello concerniente a la cultura general, que debía servirte para ser un hombre bien instruido el resto de tu vida. Pero al parecer en esos tiempos esto era secundario para una importante mayoría de nuestra sociedad, total la iglesia te ofrecía una vida eterna, de modo que esta terrenal y sumergida en un valle de lágrimas, bien podía ser desechable, tanto más que cuando podías estar en tu mejor situación social, económica y personal, la muerte podía echarla a perder, y no sólo eso, sino tu alma también.            

[El catecismo]

Del catecismo recuerdo que una vez a la semana con el fin de preparar a los niños cuyos padres anhelaban que hicieran su Primera Comunión, venían  a la escuela un par de monjitas vestidas de blanco, que sin la menor duda nos decían que el infierno era profundo e infinito, porque desde el comienzo de los tiempos el eterno Dios Celestial no había recibido en el cielo a las almas de todos los que habían muerto sin conocer a nuestro señor Jesucristo o de los que en vida habían vivido creyendo en falsos dioses, y que por eso mismo estaban en el infierno. “Menos mal que ustedes creen en el Dios verdadero que está en los cielos y que en el juicio final, junto a su hijo, vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”.

Aun cuando exactamente no sabíamos de qué nos estaban hablando, nos dieron la terrible noticia de que todos nosotros habíamos nacido con el "pecado original", es decir manchados, por culpa de Adán que fue nuestro primer padre y su esposa Eva que desobedeciendo al Dios Celestial habían comido el fruto prohibido del árbol del conocimiento del bien y del mal, que se hallaba en el centro del paraíso terrenal. Y que ese pecado, como una enfermedad, nos ha sido trasmitido de generación en generación hasta nuestros días, y que gracias a que nuestro señor Jesucristo que fue crucificado, muerto y sepultado y que al tercer día resucitó entre los muertos, es que al bautizarnos recibimos el perdón de ese "pecado original", y solo así podemos volver a la gracia de Dios Padre, Eterno y Todopoderoso. (¡Glup! Púchalera, la vida no era tan alegre, ni de colores, porque todos habíamos nacido marcados con una desgracia).

“¿Saben cómo es el infierno?”, nos preguntaron. “¡No!” respondimos en coro. “¿Alguna vez se han quemado con algo?” Volvió a preguntarnos. Casi todos le contamos alguna desgracia de esas, pero uno dijo que se había quemado la pierna con una taza llena de chocolate hirviendo y que le había quedado una cicatriz donde antes estaba la gran ampolla que le había dejado ese accidente. ¿Y cómo te dolía” le preguntó. “¡Fuerte, bien fuerte!, madrecita.” “¿Y llorabas?, le volvió a preguntar. “Si madrecita, lloraba mucho todos los días y mucho más fuerte cuando me curaban”, respondió. “¡Así es el infierno! con la diferencia que allí se quema eternamente todo tu cuerpo, y aun cuando los pecadores que llegan allí porque esa es su condena, gritan y lloran todo el tiempo, el diablo que es el dueño del infierno les arroja más candela riéndose en sus caras”. Cuándo estábamos a punto de levantarnos y salirnos de aquella terrorífica narración, las monjitas nos calmaron diciendo: “¡No se asusten por favor! Eso no les pasa a los niñitos, porque todos ustedes tienen su "ángel de la guarda".

Otro día nos contaron la vida de algunos mártires cristianos como San Sebastián que primero fue herido por los romanos con una lluvia de flechas, pero como no murió, los malvados paganos lo buscaron y cuando lo encontraron lo azotaron hasta matarlo. Después que San Lorenzo fue quemado en una parrilla y en medio de ese tormento le dijo a su verdugo: “Amigo, parece que ya estoy asado de este lado, ahora gírame y come lo que ya está listo”. Y que San Esteban había sido muerto a pedradas sólo por haber visto en el cielo que nuestro señor Jesucristo estaba sentado a la diestra de su Padre Celestial. También nos dijeron que en tiempos antiguos, solo porque Santa Bárbara se convirtió al cristianismo y eligió a Cristo como su esposo fue flagelada, desgarrada con rastrillos de hierro, acostada sobre vidrios y quemada con hierros candentes, y que al final le cortaron la cabeza. “Niños, así como estos santos mártires, todos nosotros estamos obligados a sacrificarnos por nuestro Señor Jesucristo”. (¡Tarannnnn….! Eso tampoco me gustaba).

En otra sesión nos aseguraron que en el mundo espiritual había dos caminos que podíamos recorrer, el camino ancho y lleno de placeres por donde una inmensa muchedumbre que ha sucumbido a las tentaciones del diablo bajaba cantando y bailando al infierno; y, el camino angosto y escarpado por donde caminan unos cuántos justos para subir al cielo, donde un coro de ángeles los está esperando, para llevarlos ante la presencia de Dios Celestial y su amado hijo nuestro señor Jesucristo.

Lo más terrible que nos dijeron era que: "En cualquier momento,  justo ahorita mismo",  podía suceder el "juicio final", donde miles de terremotos, maremotos y lluvias de candelas destruirían el mundo, y que después todos los muertos se levantarían de su tumba para ser juzgados según sus pecados y que sólo unos pocos se salvarían, y que los demás serían condenados al fuego del infierno. Y cuando les preguntamos qué pasaría con los que aún están vivos, nos dijeron que serían juzgados igual que a los muertos, porque además para esa ocasión todos ya estaríamos muertos. "¿Y no podía diosito juzgarnos sin tener que matarnos todavía?", pensaba contrariado.

¡¡Sebo Padrino!!

Una costumbre "religiosa" por así decir, y  de la que más gozábamos los niños era el  "¡¡SEBO PADRINO!!", que consiste en que saliendo de la iglesia, el padrino del recién bautizado, debía lanzar al aire un montón de monedas, todas de baja denominación y alguna que otra de 50 centavos y hasta de un Sol de Oro, para que con gran alboroto y hasta con "charquipalta" (pelotera) incluida, los niños las recogieran del suelo.

Los que no tuvieron la fuerza y maña de apoderarse de por lo menos una, seguían gritando a coro: "¡¡SEBO PADRINO!!" y les caía otra lluvia de monedas e inmediatamente se armaba otra trifulca; y otra vez seguían gritando a coro o aisladamente el consabido: "¡¡SEBO PADRINO!!" y una vez las monedas eran generosamente lanzadas al aire, pero esta vez como diciendo que se acabó la lanzadera, el padrino hacía un ademán mediante el cual daba a entender a los rapazuelos que se acabó el sebo. Entonces era cuando los mozalbetes que habían llegado tarde al "rucchu" (arrojar algo al aire), pedían su parte gritando desesperadamente: "¡¡SEBO PADRINO, SINO TIENES PLATA PARA QUE TIENES AHIJADO!!", o más groseramente: "¡¡SEBO PADRINO, SINO TU AHIJADO SE VA A MORIR!!".

             Aun cuando el padrino por mandato del Sacramento del Bautismo, sólo asume la autoridad de supervisar la conducta del ahijado en relación con la fe cristiana, esta costumbre no solo tenía por objeto mostrar públicamente una señal de buen augurio para el bautizado, sino además que sus padres habían escogido a una persona solvente, que en caso les pasara algo, podía asumir las necesidades materiales de su ahijado. Y eso quería decir algo así como: "Si muestro que puedo tirar públicamente plata a los aires, eso quiere decir que tengo mucho más para mi ahijado".







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