lunes, 30 de noviembre de 2020

"LOS ABUELOS" DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 05

Los  “abuelos”  son  los cuerpos de los hombres andinos muertos y enterrados antes del tiempo en que los españoles llegaran a estas cordilleras con todo y sus dioses. Son los que se han despedido de este mundo en la fe de sus ancestros. Las gentes de estos pueblos, que no los olvidan porque son sangre de su sangre, les proporcionan extrañas vidas de ultratumba.

Cuentan las tradiciones de estas gentes que cuando llega la luna llena, esos "abuelos" se aparecen mudados en la forma de un paisano, para andar delante o tras tuyo por los caminos. La única diferencia es que el "abuelo" tiene una pálida piel desde la cabeza a los pies y anda con la cerviz doblegada. Las más de  las veces toman el aspecto del marido viajero que vuelve a casa y se acuesta con su mujer trasmitiéndole una enfermedad que se muestra en grandes tumores que secretan huesecillos, provocando con el paso del tiempo la muerte de la infestada.

Los “abuelos” tienen el extraño poder de  secar los manantiales y la manía de esconder las piedras negras que sirven para afilar los cuchillos, los machetes y las hachas. Cuentan también que durante las noches de sus apariciones, en su afán por alimentarse rompen los trastos en las cocinas de las casas que visitan. Estos “abuelos” tienen el poder de seguir moviéndose porque nunca terminaron de morirse y podrirse de una vez por todas, solamente se secaron igualitos nomás, como se habían despedido de la vida.

En los lugares altos de las apachetas, donde soplan los fríos vientos que bajan de los glaciares, descansan envueltos en finas mantas, esperando con paciencia el retorno de los hijos del sol desde el Apumayo.[1] 

En esos altos altares existe un aire metálico que hincha las muelas y llena el cuerpo de los hombres con horribles y dolorosas llagas por donde supuran pequeños huesecillos, como castigo al sacrílego atrevimiento de subir hasta esas alturas para saquear las ofrendas de sus entierros.

Cuando llegaron los españoles murieron millones de los que ya habían nacido y vivido bajo el imperio de los incas, pero para calmar a sus descendientes inventaron el mito de que los “abuelos” eran parte de la legión de los demonios que habitaban en las páginas de sus libros, y que por ser hijos de la oscuridad no pueden soportar el brillo del sol si es de día y la luz del fuego por las noches.

No contentos con esas mentiras, por medio de sus curas y catequistas, les hicieron saber que los “abuelos” nunca tuvieron un alma y por eso no pueden elevarse al cielo, ni siquiera al purgatorio por no haber recibido el sagrado bautismo, pero tampoco pueden ser condenados al fuego del infierno, por no haber sido pecadores de la ley del Dios que en las lejanas tierras de una ciudad que se llama Jerusalén, se entregó a la muerte para salvar a los hombres de su raza y de su credo, y que por eso estos cuerpos que solo son eso, están condenados a vagar penando por las oscuridades de este mundo por toda la eternidad.

Por eso es que andan por aquí y por allá, y por todos los lugares de esta parte de la cordillera, ensayando una forma de regresar a la vida, ya sea tomando el vientre de las mujeres o metiéndose en los organismos de los sacrílegos profanadores, pero solamente logran reproducir unos pequeños huesecillos, sin llegar a formar, hace casi cinco siglos, un ser viviente con todo y su corazón, porque los cuerpos de los hombres donde quieren recuperarse pertenecen a otra fe.

►☼◄

Así fueron los españoles, mataron hasta a los muertos. Pero estos jamás supieron que nuestros antepasados ya sabían  que el Camac es la fuerza primordial que mueve a los hombres, los animales, las cosas y las estrellas, y que gracias a ese impulso nuestras vidas en este mundo apenas son una minúscula  parte de un viaje cósmico que empieza sobre está Pachamama, pero que no acaba nunca. Y que la muerte no es el fin de nada, sino tan solo un alumbramiento a un mundo inmensamente más inteligente. Y que de ahí este viaje continúa a otro y otros mundos más, hasta no se sabe dónde ni cuándo, porque al igual que el universo material, la vida espiritual que está más allá de nuestros pensamientos, también se expande.


[1] Vía láctea

sábado, 21 de noviembre de 2020

EL CONDENADO - DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 04



La tenue llovizna del 30 de agosto ha sido prometedora. Otros signos más han revelado que habrá una buena temporada  de lluvias, pues han llegado las dos semanas de cielos cubiertos de  nubes  entre  la  luna nueva y el cuarto creciente de la segunda quincena de septiembre. Más tarde, ya en octubre, arderá a fuego un corto veranillo, para abrir la sedienta tierra, y afines de ese mes deberán caer algunos ventosos chaparrones con todo el deslumbrante y atronador fogonazo de relámpagos, rayos y truenos que harán resucitar dentro de aquellas almas esos miedos instalados desde la profundidad de los tiempos.

De allí para adelante podrá sembrarse sin temor las semillas del bendito maíz, la kiwicha, la quinua, el trigo,  las  ocas,  las papas, las mashuas y los otros granos y raíces venidos desde los inmemoriales tiempos de los ancestros. Y después de todo solo el esfuerzo de los hombres, las mujeres y la milenaria ayuda comunitaria, asegurará una buena cosecha y con ella volverá la alegría de la vida y de existir dentro de ella.

Sin embargo a estas alturas de afines de noviembre, luego que Atanasio Cumba, el más terrible y maldito nacacho[1]  y abigeo de estas comarcas, fuera muerto por disparos con destino a fugitivo, un fuerte viento, como los de agosto, ha barrido las nubes del cielo y el sol está quemando sin piedad las tiernas sementeras.

Por  las  lomas de Sahuinto que linda con las tierras altas de Matará, en las últimas noches se ha escuchado el grito de un condenado que viaja por entre las ramas de los patis,[2] llevando el nombre de la Anselma hasta las altas moradas de los pastores solitarios, donde mesclado con el ronco ulular de un áspero viento, está espantando a los ganado hasta obligarles a desbarrancarse.

Como el primer domingo de diciembre ha azotado un viento fiero y persistente que arrancó los techos de las casas, tumbando los más altos eucaliptos y pisonaes,[3] seguido de una abundante y pesada granizada que ha rematado la sedienta agonía de los pequeños maizales, han llamado a la Anselma para que ante la asamblea del pueblo dé cuenta sobre el fantasmal grito que la reclama  por todas partes. Con el rostro desencajado y bañada en lágrimas llenas de dolor y vergüenza, la niña ha confesado haber sido víctima del pecado mortal de los ccarccachas.[4]

Para el domingo siguiente la asamblea acordó confrontar y atrapar al condenado, que seguramente anda metido en el cuerpo de algún chancho, un perro, un chivo, una llama o qué será.

–Ya  en  las  lomas  cuando  termine  el rodeo, descubriremos por su cerda, pelo o lana erizada y su desordenado andar, qué animal anda poseído por el alma torcida del maldito. –Dijo don Amancio Cusi Rojas, viejo conocedor de los asuntos de aquí y del más allá.

Al borde de las cinco de la tarde se capturó una llama, que sin dejar de  ser castigada llegó hasta la plaza del caserío, donde las mujeres han preparado una gran hoguera para quemar vivo al condenado. Cuando de la candela comenzó a salir un olor a lana y carne chamuscada; como si fuera cosa del demonio, el atormentado animal comenzó a lanzar esta amenaza:

–!Yo soy el viento, soy el granizo, yo soy la helada. Si perdonan a la Anselma, que fue la hija más querida de mi padre, me iré a soportar mi merecido castigo en otros pueblos y parajes, pero si le causan algún daño, yo me quedaré en las puertas de sus casas para devorarme a sus hijos y seguirdestruyendo  sus cultivos y sus vidas!

Después de este terrible ultimátum, se levantó del fogón un serpentín de chispas que se llevó el viento, y fue entonces cuando recién el pueblo pudo oír el quejido de muerte del inocente animal poseído. Luego de apagar apresuradamente la fogata, lo degollaron para acabar su sufrimiento y cargando el cuerpo muerto de su víctima, con los ojos llorosos y coreando un antiguo canto sagrado, se fueron todos en procesión a enterrarlo en la más alta apacheta, donde a su turno cada comunero con mucha devoción agregó una piedra más sobre aquella tumba andina como muestra de sincero arrepentimiento y súplica de perdón.

Esa misma noche, Anselma, la dulce y alegre muchacha de la aldea, tuvo que abandonar  su casa porque su maldito violador le había sembrado una desgracia en el vientre, y además porque no era bueno que en la comunidad naciera un niñito con cachitos y con rabo.



[1] Asesino

[2] Eriotheca ruizii

[3] Erythrina edulis

[4] Incestuosos

lunes, 16 de noviembre de 2020

SIRENA - DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 03



“–Señor, durante la época de los carnavales, del fondo del río Apurímac, sale una hermosa mujer vestida de blanco, tocando una tinya, una quena y cantando bellas canciones de amor que jamás deberás escuchar. –Me advertía”.

Fue una noche antes, o la noche del día siguiente, no lo sé. Tampoco tiene importancia si fue un instante, muchas semanas, meses o años. Lo cierto es que yo conocí las maravillosas profundidades del río Apurímac.

Repaso que el afán de los tres fue irnos  a pescar. Nunca consideramos si la pesca podía ser poca o abundante, eso no importaba, pues lo único que contaba era estar a las orillas de esa áspera y alucinante correntada que en tiempos antiguos fue considerado un dios tutelar de los quechuas que con mucho respeto y devoción lo llamaban  "el poderoso que habla"; que tuvo un adoratorio que estaba al cuidado de una bella y fiel sacerdotisa llamada Asarpay, hermana del Inca, quién cuando los españoles saquearon y destruyeron su huaca, llena de dolor y tapándose la cabeza se arrojó al rio desde un altísimo despeñadero.

La aventura consistiría en estar un día pescando, pasar la noche en una de sus playas, seguir pescando al día siguiente y luego irnos a relajar en las aguas termales de Cconoc, y finalmente volver a nuestras casas.

Ya en sus orillas nos dedicamos a preparar los sedales, especialmente los reinales que debían medir más de 30 metros y que a espacios de un metro debían tener amarrados un pedazo de sedal con un anzuelo en el otro extremo. A este artefacto los pescadores le llaman "trampilla". Cuando por fin echamos todas las trampillas, nos cocinamos algo para comer y después acopiamos la leña para la fogata que debía encenderse cuando llegara la noche, y mientras eso sucedía  me subí a una enorme piedra para que el refrescante viento que navegaba sobre las aguas, me aliviara del sofocón que aguanté todo aquel día.

Entonces fue cuando de un momento a otro oí una hermosa melodía seguida de un mágico canto que viajaba con el viento, pero prestando mayor atención escuché que esa maravilla salía de la base de la roca donde estaba subido, así que bastante distraído bajé para saber qué estaba pasando ahí abajo y por eso no recuerdo cómo fue que caí sobre la corriente que lavaba la otra cara de aquella roca. Pero eso no me importó, porque sobre esas aguas se escuchaba más nítidamente esa bellísima canción. Entonces de un momento a otro aquella sublime musicalidad desapareció, y cuando en su reemplazo oí un horizonte de bramidos, fue cuando me di cuenta que el río Apurímac me estaba llevando. Me estaba transportando a la muerte.

Se puede decir que un milagro me salvó, porque aún así de desesperado como estaba sentí que era arrastrado a la deriva por esa enloquecida torrentera que cae a plomada desde alturas nevadas. En esa horrible situación solo tenía derecho a desear que mi cadáver fuera hallado y sepultado en el camposanto donde descansan mis ancestros, porque ya sentía el vértigo del remolino de Cunyac que atrapa y muele todo aquello que viaja sobre la superficie, para arrojarlo en mil pedazos, muchos kilómetros más abajo, sobre las arenas de las playas de Cconoc.

Recuerdo que caí en una especie de torbellino que girando vertiginosamente, no acababa nunca, hasta que aquel tumulto de espumosos rugidos mezclados a los quejidos de las angustias de mi agonía, fueron súbitamente aplacados por la hermosa melodía que habitaba todo aquel húmedo espacio y que absorbía mansamente ese perverso torrente, hasta que solo quedó en toda la extensión de aquel mágico lugar sin  nombre, la omnipresencia de esa canción jamás escuchada por mortal alguno en el cauce de ningún río del mundo, convenciéndome definitivamente, que me hallaba más allá de la muerte, incluso más allá de todas mis existencias, que según aprendí después, no eran pocas, ni eran todas.

Tras esa líquida y luminosa canción se apareció ¡Ella!, para conducirme a los campos sin lugar de su mundo. Allí vivimos como peces ociosos, gozando de todas las transparencias, consumiendo y siendo consumidos por un amor que vivió desde mucho antes del comienzo de los infinitos y que traspasaba nuestros cuerpos con la luz de millones de estrellas que me revelaron su bondadoso quehacer dentro de la danza celestial.

Las cosas me mostraban los signos de sus secretos; los animales y las plantas, la bondad de sus existencias en la interminable cadena de la vida. El tiempo sin apelar a recuerdos ni afanar futuras ilusiones que allí no tenían cabida, me decía que todo lo que es ahora, estaba así desde antes y para siempre; de modo que en ese fantástico mundo era el lugar donde mi alma pudo trocar sus fatigas y desesperanzas por algo más bueno que los benditos frutos de la Pachamama, y más bello aun, que todo el amor que conocemos los humanos.

Ahora recuerdo que en esos instantes eternos gasté todo lo que quedaba de la pobre vida que alienta mi alma en este mundo, pero solo así comprendí el sentido de todo aquello porque me muero.

►☼◄

Este espejo que me muestran mis amigos, solo me revela el desesperado rostro de un agónico alucinado. Yo no sé qué decirles, ni tampoco puedo darles noticia de algún hombre que con mi apariencia, recuerdos y sentidos, se haya salvado milagrosamente de las bravas aguas del río Apurímac, y que luego de ese milagro se haya puesto a trajinar como un loco sin rumbo por los cerros, los barrancos y las hondas quebradas que flanquean aquel profundo cañón, implorando a viva voz  con un solo y trastornado estribillo, a  un fantasma que escucharle no quiere o no puede, por no haber existido jamás para nadie y por haber llegado sólo para mí.

“!Sirena, de arena,

llévame pues,

si eres buena¡” 

¿Quién podría llegar a semejante desvarío? Eso solo puede sucederle a quien como yo conoce las increíbles profundidades del río Apurímac.

¡Ojala! se fueran todos estos infelices que me miran llorando con sus sombríos rostros de apenada congoja, para decirle al señor cura que está aquí a mi derecha, que me dejen dormir en paz y que me cierre los ojos, por si estos, aun deslumbrados hubieran quedado abiertos. 


sábado, 7 de noviembre de 2020

EL UCUMARI - DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 02

 

En los profundos abismos que desde el comienzo del movimiento de sus aguas el río Apurímac sigue tallando en los cimientos de las altas montañas, pueblan los bosques de este inmenso cañón los legendarios y poderosos osos de anteojos que los naturales llaman: "Ucumaris".

Cuenta la memoria de los viejos que, en una de las estribaciones de la gran montaña que cae desde las altas nieves hasta el poderoso río, vivía una hermosa pastora que horadaba el corazón de sus pretendientes con terribles heridas que jamás lograban sanar. Su fama de mujer bella y fría sonó en todas las quenas y se entonó en las más desesperadas canciones de amor. Cuanto más tristes eran los sufrimientos, suspiros, lágrimas y lamentos que por su amor lanzaban a sus oídos después al aire los mozos de su comunidad, más inútiles se hacían sus súplicas amorosas y más aún de otros más ardientes enamorados venidos de lejanos lugares.

Refieren que el día de la fiesta de los carnavales, la esquiva muchacha se quedó sola en su casa, para huir del acoso de los atrevidos por su amor. Ese mismo día llegó a esa morada el Ucumari, quien sin hacer preguntas, ni mucho menos confesión de amor, se la llevó en vilo a una cueva lejana, que desde tiempos inmemoriales había perforado el río Apurímac en una roca gigantesca e inaccesible, que se encuentra en la otra orilla del caudaloso torrente. Dentro de ella, el Ucumari, la hizo su mujer y dos hijos también. Con cabeza y forma de los hombres hasta la cintura y con las señas de un oso desde la cintura hasta los pies; pero ambos con evidente corpulencia osuna.

Para asegurar la permanencia de la muchacha, el Ucumari la mantenía cautiva en aquella profunda gruta, sellada con una enorme piedra plana parecida a un gran batán circular, que solo podía ser movida por el propio carcelero. Si bien podía acusársele de cruel centinela, no podría decirse lo mismo de su generosidad, pues jamás les hizo faltar comida, ricos vestidos, y hasta auténticas joyas de los tiempos de los incas llegaron a ese encierro. Esa prisión no afectaba a los humanos oseznos pues estos salían con su padre a cazar, pescar, comer los dulces frutos silvestres y jugar con los demás ucumaris de aquella ceja de selva, aprendiendo en esos paseos las cosas de los osos, pero cuando estaban encerrados en la cueva, aprendían de su madre, las cosas que andan metidas en la cabeza de los hombres.

Con  el  paso  del tiempo  los  niños  del Ucumari se fueron haciendo fuertes como su padre, pero además podían hablar el lenguaje de su madre y conocer de oídas las costumbres  de  las  gentes que  vivían  en  las  partes altas de las montañas y eso los mantenía muy ansiosos por reunirse con los otros niños de la aldea materna. Conocer a sus abuelos, tíos y primos tal y como habían conocido a los parientes de su padre, y donde según les había asegurado su madre, tendrían libertad y todas las fantásticas cosas del mundo de los humanos. Aprovechando esos ávidos deseos, un día que andaba lejos el Ucumarí, por órdenes de su madre, los oseznos movieron la gran losa que sellaba la cueva y cruzando juntos el caudaloso río, tomaron el sinuoso y apenas visible camino que llega hasta el pueblo.

Al atardecer del día siguiente el Ucumari se apareció en el hogar de la fugitiva, tan preocupado como enfadado. La mujer lo calmó asegurándole que había retornado tan solamente  para  llevarse  algunas  cosas  que  pudieran servirle  a  los  muchachos  que después de todo, además de su fuerza y generosidad, también tenían el entendimiento de los hombres. En seguida, con mucho comedimiento, le hizo tomar asiento sobre un poncho tendido que tapaba un gran perol de agua hirviendo, donde cayó el Ucumari, para quedar sancochado junto a su bestial ingenuidad.

Los niños del Ucumari quedaron muy desconsolados después de haber conocido la astucia y crueldad del mundo de los hombres, y por muchos días lloraron como lo hacen los osos, frente al pelado pellejo de su padre, que para escarmiento de otros audaces ucumaris, había sido clavado por orden de las autoridades en la pared de la iglesia del pueblo.

Llegado el tiempo del consuelo y la resignación, con su fuerza e inteligencia los ucu-humanos hicieron muchas cosas para su madre y la gente de la aldea. Ellos construyeron el puente, los caminos anchos y seguros y las altas terrazas de la comunidad, donde podía sembrarse hasta doscientos topos de maíz. Cumplida estas tareas, un día partieron al lejano lugar de la floresta paterna, por culpa del frío amor de una pastora que abría sangrantes heridas en el corazón de sus anhelantes enamorados.

Llegados a las altas selvas preguntaron por sus parientes y les contaron que un arma asesina había partido el corazón de su tío y mientras corría con su agonía a cuestas, otro vómito de fuego le atravesó la cabeza, y que con tan solo su pellejo se alejó el asesino. Preguntando por su tía,  les dijeron que esta desapareció para siempre cuando salió desesperada tras los hombres que habían robado a sus primos, y cuando estaba a punto de alcanzar a los ladrones estos hicieron caer sobre ella un montón de grandes piedras que la arrastraron hasta un profundo barranco sin salida donde murió de hambre y pena. Cuando indagaron por el hermano menor, por el tío juguetón, les contaron que por goloso y retozón se fue tras unos viajeros, que lo vendieron a un circo, y que ahora por un poco de comida, tiene que trabajar primero.

Les aconsejaron que si no querían morir, se fueran con ellos a la profundidad de la selva, porque muy pronto los  cazadores vendrían por  los  pocos ucumaris que aún quedaban en aquellos bosques y quizá también por  ellos;  pero  al  enterarse de  las  pocas posibilidades que tenían como osos humanos para sobrevivir en ese infierno verde, es que apelando a los usos aprendidos de la gente de la aldea de su madre, decidieron hacer los graves daños que hacen el engaño y la doblez de los hombres, y para esto los hermanos cubrieron con pantalones y botas de hule sus partes de oso.

Avisando ser colonos de las altas selvas llegaban a los pueblos, y alardeando de ser los más grandes conocedores de aquellas montañas y el gran río Apurimac, pero sobre todo de la vida y las costumbres de los ucumaris, acompañaban a los codiciosos cazadores a las profundidades del  gran  cañón,  para  arrojarlos  por  los  barrancos  por  donde  suelen merodear los pumas, para que aprendieran a tomarle gusto a la carne humana, y así más tarde estos felinos pudieran acecharlos y cazarlos por su cuenta y para su provecho, hasta acabar con ellos.

Cuentan algunos que estos terribles ucu-humanos que aún siguen vivos, o tal vez sus hijos, mantienen encerrados a otras de sus  víctimas  en  aquella  profunda cueva  que  se  encuentra en  la  otra  orilla  del río Apurímac, y que desde allí piden a gritos un desesperado auxilio que el viento se lo lleva.






NOTA.- Fotos anónimas de Internet