viernes, 28 de junio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (7)

[La rondas] 

Cuando el humor de todos no estaba para jugar  a correr, saltar o esconderse, se jugaba a las rondas donde se lanzaban al aire antiguas canciones infantiles, quizás venidas de España durante la emigración colonial o traídas de Europa por los curas y las monjas llegados a estas tierras los primeros años del siglo XX, para dedicarse a la educación y la catequesis. Algunas de estas antiguas rondas, me las hizo recordar mi hermana Ana Aurora Palomino Dongo, porque como educadora de profesión, tuvo que seguir enseñando estos juegos a sus alumnos, de ahí resulta que su memoria es más nítida que la mía sobre estos recuerdos.

TENGO UNA MUÑECA

I

Tengo una muñeca
de vestido azul
con zapatos blancos
y velo de tul

II

La llevé a la calle
se me constipó,
la tengo en la cama
con un gran dolor.

III

Dos y dos son cuatro,
cuatro y dos son seis,
seis y dos son ocho,
y ocho: dieciséis.

IV

Brinca la tablita
que ya la brinqué,
bríncala tu ahora
que ya me cansé.

V

Dos y dos son cuatro,
cuatro y dos son seis,
seis y dos son ocho,
y ocho: dieciséis.
(……)


DONCELLA

(En esta ronda se ponía a una niña al centro)

I

Doncella del prado,
que al campo saliste
a recoger flores
de mayo y abril.

II

Pues siendo tan bella
y no hallas con quien,
escoge a tu gusto
que hay más de cien.

III

Escoge a una niña
por ser la primera,
por ser la más bella
de todo el jardín.

(Y la aludida escogía a la niña que generalmente era su más querida e íntima amiga. Después la escogida debía a escoger a una niña diferente, y por medio de este mecanismo se conocía, quiénes eran quién, en materia de preferencias y amistades.)

DEL CIELO BAJO UN ÁNGEL

(En esta ronda se ponía a una niña al centro)

I

Del cielo bajo un ángel,
que del cielo bajo,
con sus alas doradas
y en el pico una flor.

II

De la flor nace una rosa
de la rosa un clavel,
del clavel una niña,
que se llama Isabel.

III

¿Para qué son las flores
sino son para ti?
¡Ay! me muero, me muero,
yo me muero por ti.

(Y con esta última estrofa, la niña del centro de la ronda, escogía a otra para que la sustituya)

CAFÉ CON LECHE

(La ronda debía empezar con un número impar de jugadores, especialmente una mujer)

Café con leche
me quiero casar
con una señorita
de Portugal.

II

Que sepa cantar
que sepa bailar
que sepa abril la puerta
para jugar.

III

Con esta si
con esta no,
con esta señorita
¡me caso yo!

(Cuando terminaba de sonar: “¡Me caso yo!” En ese momento todos buscaban pareja para abrazarse, luego una pareja debía salir de luna de miel, mientras tanto el juego continuaba hasta que solo quede una jugadora solitaria a la que todos gritaban: “¡Soltera!”, “¡Soltera!”, “¡Soltera!”).

QUE LO BAILE

Las niñas formaban una ronda y cantaban señalando el nombre de una de ellas.)

La señorita (Ana)
estaba en el baile,
que lo baile,
que lo baile.

Y si no lo baila
ya la pagará.

¡Salga usted,
que la quiero
ver bailar!

(Entonces la señorita Ana, debía salir al centro de la ronda y bailar de modo gracioso cualquier ritmo que hiciera reír a todas)

JUGUEMOS EN EL BOSQUE

(Antes de empezar la ronda, se seleccionaba dos niños con el conteo del “Lachin/lachin/chui/des-de/la-puer-ta/san-mi-guel/angel”. Uno hacía de lobo que se ubicaba por fuera de la ronda y otro de oveja que debía estar en el centro de la misma)

Juguemos en el bosque
mientras el lobo no está.
¿Lobo estás?

“Me estoy poniendo mis pantalones”

Juguemos en el bosque
mientras el lobo no está.
¿Lobo estás?

“Me estoy poniendo mi camisa”

Juguemos en el bosque
mientras el lobo no está.
¿Lobo estás?

“Me estoy poniendo mi chaleco”

Juguemos en el bosque
mientras el lobo no está.
¿Lobo estás?

“Me estoy poniendo mis zapatos”

Juguemos en el bosque
mientras el lobo no está.
¿Lobo estás?

“¡SI!, Y YA SALGO PARA COMER MI OVEJA”

(Entonces todos los niños estrechaban la ronda para proteger a la oveja. Si el lobo lograba entrar a la ronda, se llevaba la oveja, y si después de algún tiempo no lograba entrar en el cerco, se repetía la ronda con el mismo conteo: “Lachin/lachin/chui/des-de/la-puer-ta/san-mi-guel/angel”)

Y así continuaban muchas otras rondas más, que ustedes  recordarán.

O simplemente sentados todos, incluidos los gatos y los perros que siempre participaban en esos pasatiempos, alguien recitaba la poesía que se había aprendido de memoria para declamarla en la formación de su escuela, y los que sabían alguna adivinanza o un trabalenguas, las disparaban al aire con el propósito de enseñárnosla.

Nunca olvidaré al rapazuelo que traía el gato de su casa, cuya presencia nos movía a que cantásemos una canción infantil que se transmitía en la radio municipal, que decía así: “En el arca de Noé, todos cantan yo también. Quieren oír el gato dice así.” y en seguida el gato maullaba, para la alegría, admiración y risas de todos. Y no era que el gato se sabía la canción y además el momento que le tocaba “cantar”, sino que su dueño, sin que nadie lo notara, le jalaba a contra pelo la cola del felino, que éste de dolor tenía que maullar, pero aun así el gato masoquista no se le iba de sus manos, porque debía cantar varias veces más.

Fotos: Ciro Víctor Palomino Dongo











jueves, 20 de junio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (6)

[El ángel y el diablo] 

Otro juego recurrente era el “Ángel y el diablo”, que consistía en escoger dentro del grupo un Juez con otro modo que teníamos para contar: “La-chin/la-chin/chui/des-de/la-puer-ta/san-mi-guel/¡ANGEL!". Luego con la misma cantinela se escogía al Ángel y al Diablo. Después todo el grupo convenía en jugar a los nombres de las frutas, pero también podía jugarse con los nombres de las verduras, los juguetes, las golosinas y otros objetos. Después todos los niños se acercaban al Juez para revelarle su nombre: “Yo soy el plátano”. “Yo quiero ser la mandarina”, Yo voy a ser la naranja” y así, hasta que todos tuvieran un nombre.

Luego el ángel se acercaba al juez diciendo: “¡El ángel viene con una bola de oro!” “¿Que desea?” preguntaba el Juez. “¡Una fruta!” “¿Qué fruta?” preguntaba. “¡Un plátano!”. “¡Luis, sal!” ordenaba el juez y Luis se convertía en ángel y se iba para su lado. A su turno se acercaba el demonio diciendo; “¡El diablo viene con 7 mil cachos¡” “¿Que desea?” preguntaba el Juez. “¡Una fruta!” “¿Qué fruta?” preguntaba. “¡Un mango!” Sonia sal, y Sonia se convertía en diablo. Y así continuaba el juego  hasta que todas las frutas eran pedidas. Pero si el ángel o el diablo pedía una fruta que no existía perdían el turno, de modo que al final el ángel podía tener cuatro frutas y el diablo seis o viceversa.

Después se trazaba una línea en el suelo y el ángel con el diablo se tomaban de las manos y se jalaban mutuamente. Si el ángel le ganaba haciendo que cruzara la línea el diablo, uno de los niños del diablo se convertía en ángel, pero si ganaba el diablo ganaba un diablito más. Si en este forcejeo el ángel y el diablo se cansaban podían pedir la ayuda de uno de sus compañeros. Al final, si todos los niños eran ganados por el ángel, todos se irían al cielo, pero si era el diablo el que había ganado la partida, todos se irían al infierno bailando y cantando.

[Los cantaritos] 

Otro juego que jugábamos, pero para distraer a los más pequeñitos del grupo, era uno que se llamaba: “Los cantaritos”, que consistía en reunirlos en una fila y llamarlos uno a uno por su nombre, entonces dos de los niños mayores que se les llamaba “los pesadores”, le ordenaba sentarse y cogerse las manos cruzando los dedos por detrás de las rodillas, ambos jueces debían percatarse que lo hicieran muy  bien, y que sus bracitos quedaran como las asitas de un cántaro. Luego lo levantaban de las dos “asitas” y lo balanceaban contando: “Uno, dos, tres, cuatro…”, cuando el jorito se soltaba por el cansancio, se registraba su aguante diciéndole: “¡Pesas cinco!”. Luego se llamaba al siguiente niñito y se le “pesaba” igual, y así a todos. El jorito que más había “pesado”, era declarado ganador y se le premiaba con gran pompa y ceremonia, regalándole un caramelo, un pan, una humita o una fruta, que a nadie le faltaba en su casa.

            [A correr como locos] 

         Cuando no había bola o soga, pero si muchas ganas de jugar, concursábamos a correr alrededor de la manzana que tenía más o menos 300 metros de distancia. Los corredores, hombres entre hombres y mujeres entre mujeres pero contemporáneos, debíamos correr desde el poste de la esquina, pero en direcciones contrarias a la voz de orden del organizador del juego, que simplemente se resumía en: “¡Uno, dos y tres!”, y los competidores prácticamente volaban. Ganaba el primero, que dándole la vuelta a la manzana, tocaba el poste de partida, pero no solo lo tocaba sino se abrazaba a él jadeando de puro cansancio. 

Nadie perdía de buena gana, pues como el público no veía más que dos calles, es decir el de la partida y el de la llegada, el perdedor podía disculpar su derrota alegando: “¡Un perro me ha querido morder!”, “¡Me he tropezado con un borracho!” o “¡Me he caído por culpa de una piedra!”, esto último era muy cierto, porque muchos le echaban a culpa a la misma piedra zafada del rústico empedrado de esa vereda, pero con la velocidad con que se desplazaban y la tenue luz amarillenta  del pequeño foco que pendía de un alto poste, no se veía casi nada. 

[La paca-paca] 

En esas noches también se jugaba a las escondidas o como nosotros lo llamábamos: la “paca-paca”, que consistía en que todos los jugadores menos uno, que era al que la suerte del “Ca-de-na/ca-de-na/ti-ti-pop/…”, lo había escogido, debían esconderse. Mientras estos buscaban su escondite, el buscador con los ojos mirando al suelo o hasta vendado debía contar hasta diez, veinte o treinta, según lo convenido. Cuando terminaba la cuenta salía a buscar a los escondidos, pero si lo notaban que estaba viendo la acción de los demás, debía repetir la cuenta.

Después se afanaba en buscar a los escondidos y si veía a algunos gritaba sus nombres: “¡Ya te vi Maruja, estás detrás de la puerta!”, ¡Ya te vi Coco estás a la vuelta de la esquina!”, etc., entonces los “chapados” (capturados) debían aparecerse del todo. El juego terminaba cuando todos los escondidos habían sido capturados. Si a todos les había gustado la partida, entonces el juego comenzaba de nuevo resultando como el nuevo buscador, el jugador que había sido atrapado primero. No había límite de jugadores.

[Ampay chanca la lata] 

Otra variante de la “paca-paca” era el  “Ampay chancalalata”, que consistía en que el buscador debía realizar la cuenta desde un lugar donde estaba un envase de lata vacía, luego dejando la lata en ese mismo lugar salía a buscar a los escondidos, si atrapaba en su escondite a alguno, debía correr hasta el lugar de la lata, tomar esta y chancarla haciendo bulla y gritando: “¡Ampay Maruja, estás detrás de la puerta!”, ¡Ampay Orlando estas a la vuelta de la esquina!” y los atrapados debían salir de su escondite y esperar que alguien los salve.

La salvada consistía en que mientras el buscador estaba averiguando donde más estaría algún escondido, alguien que salía de su escondite corría hasta el lugar donde estaba la lata, la tomaba y chancaba gritando: “¡AMPAY, SALVO A TODOS MIS COMPAÑEROS!” “¡AMPAY, SALVO A TODOS MIS COMPAÑEROS!”, y el juego volvía a empezar y el buscador repetir su rol. Pero si el salvador no lograba su propósito y le ganaba en la carrera el buscador que tomando la lata al tiempo que la chancaba gritaba: “Ampay Carlos”, el juego debía empezar nuevamente, pero esta vez el buscador sería el salvador frustrado.

            Desde la distancia en que nos sitúa el tiempo, estos juegos parecieran que fueran muy simples y hasta ociosamente repetitivos, pero su magia consistía en que para nosotros eran muy serios, y eran tanto así, que metíamos en ellos todas nuestras emociones: alegrías, cóleras, risas, ambiciones, sobresaltos, temores, etc.

[Matan-tiru-tirula] 

Alguna de esas noches las niñas jugaban al Matan-tiru-tirula, que consistía en formar un grupo de 10 o más niñas que tomadas de la mano en una fila tenían una madre, y del otro lado habían dos niñas que eran las empleadoras, entonces una de ellas se ponía frente a la fila saludando con voz cantarina:

1ra. empleadora: -¡Buenos días su señoría! Todas en coro: -¡Matan-tiru-tirula!

La madre: -¿Qué quería su señoría? Todas en coro: -¡Matan-tiru-tirula!

1ra. empleadora: -¡Yo quería una de sus hijas! Todas en coro: -¡Matan-tiru-tirula!

A esta petición salía de la fila una de las niñas adelantando un paso, y la madre preguntaba.

La madre: -¿De qué oficio la pondría? Todas en coro: -“¡Matan-tiru-tirula!”.

Si la niña no era de su agrado, la empleadora contestaba.

1ra. empleadora: -¡La pondría de lavaplatos! Todas en coro: -“¡Matan-tiru-tirula!”.

La madre: -¡Ese oficio no me gusta! Todas en coro: -“¡Matan-tiru-tirula!”.

Y la niña volvía a la fila.

Y el juego volvía a repetirse, hasta que una de las empleadoras, tenía delante de ella a una niña de su agrado, y contestaba.

2da. empleadora: -¡La pondría de profesora! Todas en coro: -“¡Matan-tiru-tirula!”.

La madre: -¡Ese oficio si me gusta! Todas en coro: -“¡Matan-tiru-tirula!”.

Y la niña pasaba al bando de esta.

El juego volvía a repetirse, hasta que los dos bandos quedaban en números pares. Entonces para definir al equipo ganador, se trazaba una línea en el suelo, y las dos empleadoras se tomaban de las manos, mientras que la niña que le seguía tomaba de la cintura a su empleadora, y a esta la otra, hasta formar una cadena en ambos equipos. A la cuenta de tres comenzaban a tirar con todas sus fuerzas. Ganaba el equipo que hacía pasar la línea al otro o perdía el equipo cuya jefa se había soltado de las manos de la otra líder.

Eso se notaba porque todo su bando se caía de espaldas. Si había ganas, el juego continuaba, pero con la condición que no volvieran a armarse los mismos equipos.

Fotos: Ciro Víctor Palomino Dongo.





.....////Continuará.......

lunes, 17 de junio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (5)

       [Los juegos con pelota] 

        Cuando había una bola y alguien traía el mango de una escoba se formaban dos equipos para jugar una especie de béisbol que llamábamos “Bata”, probablemente su nombre provenía del palo que en ese juego llaman bate. Se señalaba tres o cuatro “casas”. El juego tenía un bateador, un lanzador de la pelota y un corredor que era el mismo que acabando de batear se dirigía corriendo a la primera “casa”, pero si en esa carrera era alcanzado por la pelota que los oponentes lanzaban contra su cuerpo era expulsado del juego, porque estaba “muerto”, pero si llegaba a la primera y con mucha suerte a la segunda “casa”, podía esperar a que la pelota siga en juego, porque otro de sus compañeros iba a batear, para alcanzar la otra “casa”, pero esta vez había la posibilidad de matar a alguien más, porque ya eran dos los que estaban en carrera y a veces tres y hasta cuatro jugadores.

Cuando uno de los jugadores lograba dar la vuelta entera sin parar, ganaba “una vida” y uno de los jugadores “muertos” podía reintegrarse al juego. La partida podía perderse súbitamente si la bola era “chapada” en el aire por un jugador del equipo contrario, entonces era cuando los roles se invertían. No sé por qué, pero este juego les encantaba de manera muy especial a las mujeres.

Con la misma pelota y el mismo entusiasmo jugábamos a la “matagente”, que consistía en formar dos equipos de dos, tres o cuatro jugadores, luego de sortearlo al “yanquempó” que en otros sitios llaman “piedra, papel y tijeras”. Los perdedores divididos en dos se llamaban los “matadores” y se situaban, unos de otros, a más o menos diez metros de distancia, mientras que los ganadores quedaban al centro, y comenzaban a correr de un lado a otro de modo que la bola no los alcanzara, mientras los otros afinaban la puntería para pegarle a uno de los que estaban en el centro.

Si uno de ellos era alcanzado por la pelota, los “matadores” y el público que estaba esperando ansiosamente su turno de jugar gritaban: “¡muerto!” y  debía dejar de jugar y así hasta morir todos, entonces los “matadores” pasaban a ser los matados, pero si uno del centro lograba coger la bola en el aire, gritaba: “¡Vida!” y podía ingresar uno de sus compañeros “muertos” o ahorrar una vida para el caso de que uno de ellos resultara muerto más tarde. Este alocado y sudoroso juego acababa cuando nuestras madres nos llamaban para irnos a dormir y cerrar la puerta.

Otro juego con bola era marcar un círculo y colocar una piedra al centro, luego a cierta distancia que podían ser unos 10 o más metros, los jugadores formaban una fila, el primero pasaba la bola por encima de su cabeza al siguiente de la fila y salía corriendo para dar la vuelta al círculo, cuando llegaba tocaba al que tenía la bola y se iba al final de la fila. El que tenía la bola se la pasaba al siguiente, pero esta vez de un modo diferente, por ejemplo entre las piernas y salía corriendo para dar su vuelta al círculo, tocar al compañero de la bola y formarse al final de la fila.

El que tenía la pelota debía inventar un nuevo modo de pasar la bola al que estaba a sus espaldas, por ejemplo por el costado derecho, y así se formaba un orden, que debía repetirse tal cual, que podía ser: 1) Por encima de la cabeza; 2) Por entre las piernas; 3) Por el costado izquierdo; 4) Por el costado derecho; 5) De frente; 6) Poniéndolo en el suelo. Y la carrera continuaba hasta que alguno de los jugadores pasaba por el costado derecho cuando le tocaba pasar por encima de la cabeza, era expulsado del juego y así se iban depurando los jugadores hasta que quedara uno solo: ¡EL GANADOR! Con este juego además de sudar como un caballo, podías entrenar la memoria.

[La gallinita ciega] 

También con la ayuda de las mujeres y para divertir a los más joritos, se jugaba a “la gallinita ciega”, que consistía en cubrir los ojos con un pañuelo a uno de los jugadores, luego alguien que hacía de Juez, le daba unas tres vueltas para que se maree. Después el resto de los jugadores moviéndose dentro de un área previamente delimitada y controlada por el Juez, lo rodeaban llamándolo de todos lados por su nombre para despistarlo. Cuando finalmente el niño o niña que hacía de “la gallinita ciega” lograba atrapar a uno de los jugadores, el “chapado” debía ser la nueva gallinita ciega.

[Pan se quemó] 

También jugábamos al “¡Pan se quemó!”. Cuando todos los jugadores acababan de hacer un ruedo, uno de ellos que generalmente era el mayor de todos o el más vivo, con un juego de palabras comenzaba a contar a cada uno de ellos señalándolos con el dedo índice a la par que les asignaba una sílaba de esta cantinela: “Ca-de-na/ca-de-na/ti-ti-pop/mi-abue-lita-se-abom-bó/en-los-cal-zon-ci-llos-de-mi-abue-lito/chiss-¡POP!/” Al jugador que le tocaba el ¡POP!, era el escogido. Este debía esconder un pedazo de soga o una correa, mientras tanto todos debían estar de espaldas a él y sin mirar sus movimientos, mientras la patota contaba lentamente del 1 al 20. “¡Uno..., dos..., tres..., cuatro...., cinco…!” Cuando por fin llegaban al “¡VEINTE!”, ya el escogido estaba entre ellos, entonces el grupo se dispersaba en distintas direcciones, y a medida que se alejaban buscando el objeto escondido, con señas preguntaban al escogido, que estaba a unos 30 metros de distancia, si estaban en la buena dirección, y él podía contestarles: “¡Frio, frio, frio!” que significaba que estaban lejos del objetivo, en cambio a otros: “¡Tibio, tibio, tibio!” lo que quería decir que estaban en la buena dirección, pero cuando alguien se acercaba al objeto escondido, gritaba: “¡Caliente, caliente, caliente!”, y era entonces cuando el que encontraba el látigo escondido salía gritando con el azote en la mano: “¡PAN SE QUEMÓ!”, y todos debían correrse de él y ponerse detrás del que guiaba el juego, porque éste tenía el derecho de azotarlos.

Esa estampida se producía con un gran griterío, que hacía que alguna gente nerviosa saliera de sus casas para saber qué estaba pasando. Generalmente el que encontraba el látigo azotaba a otro que antes lo había latigado a él. Un día trajeron un poderoso “San Martín” de tres puntas y casi un metro de largo, y nadie quiso jugar, porque ese azote además de doler mucho dejaba marcas, y porque al final de cuentas, sólo estábamos jugando.

[El gato y el ratón] 

Otro juego para la gente menuda era el “Gato y el ratón”, que se jugaba en ronda, y previo el clásico: “Ca-de-na/ca-de-na/ti-ti-pop/…”, se ponía en el centro del ruedo al “ratón”, mientras que el “gato” quedaba por fuera de la ronda. La ronda comenzaba a girar, cantando a voz en cuello: “¡Taláaan uno!, ¡taláaan dos!, ¡taláaan tres!…” y así hasta diez. Entonces paraba la ronda y el “gato” preguntaba al “ratón”: “¿Ratoncito, ratoncito qué haces en mi huerta?” “Comiendo maní” respondía el ratón. “¡Dame un pedacito!”, suplicaba el gato, y el ratón le contestaba: “¡No quiero!” Entonces el gato amenazaba: “¡Aquí te pesco!”, y cuando el ratón respondía: “¡Aquí no!”, el gato trataba de entrar dentro de la ronda, acción que era impedida por todos los miembros de la rueda, como si se tratara de una buena cerca, mientras que por otro lado aflojaban la ronda para que escape el ratón, y por otra parte la abrían cuando el gato estaba por atraparlo por fuera y la volvían a cerrar para su seguridad. Si al cabo de un momento el gato no lograba atrapar al ratón, el juego se repetía, pero con otros gatos y ratones, porque los joritos quedaban muertos de cansancio y sus corazoncillos muy agitados por la emoción. Si el minino lograba atrapar al ratón era un buen gato, pero sino era muy malo.

[Que pase el rey] 

Otro juego para pasar esas noches solo con nuestra imaginación y movimientos, se llamaba: “Que pase el Rey”. Para este juego los niños debían formarse en una fila, y dos niños que generalmente eran los mayores de todos, asumían el rol de líderes, que podían ser varones o mujeres o mixto, eso jamás nos interesó, porque para nosotros todos éramos iguales. Luego que ambos guías se pusieran de acuerdo  en secreto que uno debía ser un “Durazno” y el otro una “Pera”, los dos se tomaban de la mano y formaban un arco por donde debían pasar tomados de la cintura y en una fila que daba vueltas cantando esta canción: “Que pase el rey / que ha de pasar / que el hijo del conde / se ha de quedar/”. Al terminar la frase en la palabra “quedar”, los dos líderes bajaban las manos y atrapaban a uno de los jugadores, para preguntarle: “¿Te gustan las frutas?” el atrapado decía que sí, entonces le preguntaban: “¿Cuál te gusta más, el durazno o la pera?”, y si respondía: “¡La pera!”, entonces pasaba a formar fila con el líder que había escogido ser una pera.

Después los lideres escogían en secreto ser una golosina: “Yo una perita”. “Yo un monterrico” y otra vez empezaba la ronda y de nuevo el atrapado debía escoger cuál caramelo de gustaba más y después a formar fila tras el líder de su preferencia. Y el juego continuaba hasta atrapar al último de la fila. El líder que había reunido más preferencias era el ganador, y con él todo el equipo, porque ahí estaban los que mejores gustos tenían.    
    
[La salta soga] 

Si alguien se aparecía con una soga se jugaba a "la salta soga" que era el juego predilecto de las mujeres. Se hacían varios equipos que generalmente estaban compuesto por dos miembros.  Las jugadoras entraban y salían cuando la soga estaba en lo alto. El batido podía ser “Frio” (lento), y a la orden de un Juez pasaba a ser “Caliente” (batido moderado) y luego se ordenaba la “Quema” (muy rápido). Si alguna jugadora por impericia o cansancio hacía que el batido de la soga se detuviera con alguna de las partes de su cuerpo, debía abandonar el juego, y así sucesivamente, de manera que la suerte del equipo quedaba en manos de la última, a quien, según se haya convenido previamente, podían batirle 30 o 50 veces en todas las velocidades, entonces todas gritaban contando: “Uno, dos, tres, cuatro cinco…..”. Si superaba el desafío, todas sus compañeras quedaban salvadas y ellas seguían de saltadoras, pero sino superaban la prueba, pasaban a ser las batidoras de la soga.

[Pakanki, pakanki] 

Otro juego que necesitaba solo de la imaginación que en abundancia se derramaba sobre esa edad, era el “Pakanki” que era un adjetivo de la palabra quechua “Paka” que significa escondite, un lugar secreto o algo oculto, pero para nuestro entender “pakanki” significaba “ocúltalo o hazlo perder”. Todos los jugadores nos sentábamos a la orilla de la vereda y alguien con el mismo juego de palabras: “Ca-de-na/ca-de-na/ti-ti-pop/….”, escogía a dos jugadores. El primero sería el encargado de hacer perder un objeto pequeño, podía ser una pepa de durazno, de pacae, un tiro o canica o simplemente una piedrita, y en segundo escogido era el encargado de adivinar qué niño tenía el objeto entre sus manos.

El primer escogido escondía el objeto entre las palmas de sus manos, mientras los demás jugadores los esperaban con las palmas de las manos también juntas como rezando, entonces comenzando del primero de la fila que hacían los sentados en la acera de la calle, introducía sus manos juntas en las palmas que abrían los jugadores, canturriando esta frase en quechua: “Pakanki, pakanki. Allinta mancata tikranqui” (Ocúltalo, ocúltalo y voltea bien la olla), y en una de ellas dejaba el objeto y seguía haciendo el mismo ademán para despistar, hasta que daba por terminada su misión. Entonces el segundo escogido tenía que adivinar cuál de todos los jugadores tenía entre sus manos el objeto, diciendo: “Lo tiene el Hugo”, si fallaba, entonces el ocultador decía el nombre del que lo tenía, recogía el objeto y empezaba otra vez el “Pakanki, pakanki…..”. Si el grupo era de hasta 10 jugadores podía seguir adivinando una vez más, pero si los jugadores eran más de 15 tenía hasta tres oportunidades, y si aun así fallaba el juego empezaba otra vez.

      Para este juego había que ser algo así como un psicólogo, pues si te tocaba ser el adivinador, primero debías mirar fijamente a las manos de cada uno de los niños y si notabas que alguien las movía, siquiera un poquito con algo de nervios, debías sospechar de él. Luego retornabas mirando fijamente a sus ojos y si notabas en alguno de ellos algo de nerviosismo, un gesto sospechoso o un rubor en el rostro, especialmente en el de las mujeres, te indicaba que uno de ellos lo tenía, entonces decías: “Lo tiene la América”, sino era ella, entonces era el siguiente. Cuando lograbas adivinar quién tenía el objeto perdido, tú pasabas a ser el que debía esconder el objeto repitiendo la cantaleta del “Pakanki, pakanki…..”, y el “chapado” pasaba a ser el adivinador.

Fotos: Ciro Víctor Palomino Dongo





.....////Continuará.......

jueves, 13 de junio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (4)

Los hombres y mujeres que vivían debajo de un mismo techo y compartían el mismo lecho, tenían la obligación de soportar la carga que con los hijos que les llegaba, supuestamente “con su pan bajo el brazo”. El sexo de los hijos no era importante, lo sustancial era la tarea de criarlos como mejor se pudiera, contando por supuesto con la infinita misericordia de Dios, de modo que no era trascendental haber nacido hembra o macho. Tus progenitores tenían la sabiduría ancestral de formarte como uno o como otro, para que seas un hombre o una mujer de bien sobre esta tierra y una bendición para la familia.

Cuando eras niño o niña tenías todo el derecho a ser el niño o niña que querías ser, pero nunca más allá de lo que para tus padres y abuelos por generaciones significaba lo que era ser niño o niña, de modo que no podías ser un berrinchudo(a), un mandón(a), un abusador(a) o un autoritario(a). Para evitar eso, además de las tareas escolares, todos teníamos nuestros quehaceres personales y domésticos: lavarnos, peinarnos, vestirnos, hacer la cama, lustrar nuestros zapatos, arreglar la mesa, barrer la casa, hacer los mandados, etc., etc., de ese modo buscaban que desde muy temprano nos hiciéramos cargo de nosotros mismos y también ser solidarios con los demás, y así, en todo momento y de muchos modos te estaban diciendo que tú habías nacido para vivir tu vida, incluso te hablaban de que todos teníamos un “yo propio”, que eras tú mismo y con quien estas siempre. En otras palabras, te enseñaban, sino a conocerte, por lo menos a explorarte.

Si eras varón tenías que serlo y para eso tus padres y las otras gentes que habitaban el pueblo tenían la costumbre de tratarte como tal, hasta hacerte sentir orgulloso de tu género, porque no se cansaban de repetírtelo que estabas hecho para el trabajo, la disciplina, el entendimiento y el coraje. Lo mismo pasaba con las niñas, aunque los modos de convertirlas en mujeres, eran más discretos y hasta secretos. Bajo esa sabiduría jamás fuimos o nos sentimos el “tesorito” preciado de papá y de mamá, menos sus mascotas o sus regalitos de Dios.

Esa voluntad social, no quería decir que estuviéramos sometidos a una segregación por sexos como un mecanismo de discriminación social, no, había un gran lugar común donde nos reuníamos todos: la necesidad de ser juntos, todo lo niño o niña que pudiéramos antes de llegar a la adolescencia, y juntos gozar de los maravillosos juegos que se alojaban en nuestras mentes.

No recuerdo que haya tenido necesidad de aprender las reglas de los juegos de mi niñez o que me las hayan enseñado. Recapitulo que todos sin excepción, desde los más tiernos hasta los más crecidos, sin ninguna distinción y hasta con mucho cariño, teníamos nuestro lugar dentro de los mismos, especialmente los que consistían en correr, saltar, cantar, girar, esconderse, adivinar, etc. Ya al final de la niñez, alejados de la calle donde estaba nuestra casa, cada quien, anduvo metido en los juegos peligrosos que solo eran para los más valientes y avisados, pero también en otras andanzas que tenían que ver con el campo, los ríos y algunas temerarias incursiones y largas  excursiones.

[Las calles] 

Como mi ciudad está asentada en el gran valle que forma las faldas de una gran montaña que sube entre florecidos bosques hasta llegar a una puna plagada de ichu, y sigue subiendo hasta coronar un nevado a más de 5,200 mil metros de sobre el nivel del mar, sus calles suben o bajan de norte a sur en una pendiente con una inclinación de 25 hasta a 35 grados y las cruzan otras calles que vienen del naciente hasta el poniente y viceversa.

En los tiempos de mi niñez me parecían largas y pesadas, sobre todo cuando había que subirlas para cumplir una obligación, como comprar o dejar un mensaje, pero nunca cuando se trataba de jugar, porque las calles eran nuestro lugar de ser y estar y cada quien lo era en la calle de su casa. No porque nuestras casas sean pequeñas o estuvieran hacinadas, sino porque la calle era el patio común de una bandada de niños que llegaban o se iban, pero nunca estaban desiertas especialmente durante las vacaciones o después de la tareas escolares  y la cena, hasta que nos llamaran para dormir o nos retiráramos voluntariamente, su bullicio se iba lentamente apagando, y no quedaran más que los perros callejeros, los borrachos y los fantasmas.

La mía tenía su calzada empedrada por donde de vez en cuando pasaba uno de los pocos carros que recorrían el pueblo, y en un nivel más alto un par de empedradas aceras a cada lado, por donde podían cruzarse saludándose dos personas adultas y hasta cuatro niños abrazados. Un poco más arriba de estas, las puertas de nuestras casas.

Yo en ese empedrado que le crecían algunos estropeados pastos y yerbas, podía distinguir varias siluetas en una, dos y hasta tres piedras. De ese modo podía visualizar un mapa del Perú, un sapo, un pez, un caballo, una olla, una cutana, pero la que más me gustaba era mi descubrimiento de la cara de perfil de un viejo que tenía barba, una oreja, una nariz, un ojo y una cabellera larga y descuidada que yo lo distinguía desde cualquier lugar. Por supuesto que ninguno de los pikis1 a los que les mostré, podían verlo. Eso jamás me importó porque esas figuras mías, no se dejaba ver por cualquiera, y menos por unos mostrencos.
           
            Cuando llovía de verdad, mi calle era un río capaz de llevarse a los más joritos2, entonces sí que nos ponían a buen recaudo. Pero los rapaces que estaban a borde de la adolescencia, saltaban sobre estas aguas llenos de alegría y empujándose entre sí, buscando tumbar a más de uno, para que las aguas los arrastran hasta donde podían, y cuando después de gran trabajo se ponían de pie, corrían a por su venganza. Todos los espectadores nos divertíamos con ese húmedo combate.  

Por esa calle venían desde las cabañas que están en los altos bosques del Ampay, penosos caballos cargados de leña y ágiles mujeres con abultadas llicllas3 en las que traían para la venta leche de vaca en botellas de vidrio tapados con un pedazo de coronta, frutas de la estación, alfalfa para los cuyes que moraban en los huecos de los fogones de nuestras casas, maíz para las gallinas y para los chanchos que habitaban el fondo de los patios, quesos frescos caseros que llamábamos “quesillos”, indispensables para los chupes, hierbas aromáticas para las comidas y medicinales para los mates, y algunas veces carne de res o de cordero y hasta una gallina viva. Encima de toda esa pesada carga, un bebé en sus brazos y el último de sus caminantes, a su lado.

Me conocía de memoria los tres gruesos postes de eucaliptos que le daban luz a las inmediaciones de la calle donde estaba mi casa. El del frente, el de abajo y el de arriba. Su exigua luz amarillenta, que desde sus alturas lanzaban un opaco halo de no más de tres metros de diámetro, que hacían que la calle se iluminará más o menos como para ver, nos permitían que siguiéramos viendo el fantástico brillo de las estrellas, especialmente las que llamábamos “Las tres Marías” y la Cruz de Sur, aunque en esa inmensidad plagada de millones de titilantes luceros, algunos veían, como yo lo hacía, sus propias constelaciones.

Eso a nadie más le interesaba, lo que podías ver o lo que dejabas de ver, era asunto tuyo, lo que importaba era que en las noches estrelladas no podía llover y podíamos jugar a nuestras anchas a pesar del penetrante frío que muchas veces abreviaba nuestra presencia en la vía. Cuando la luna llena llegaba seguía brillando con todo su esplendor, pues poco le interesaba la pequeña luz artificial que mezquinamente enviaban al suelo nuestros postes de alumbrado público, y conmovidos por su generosa luminosidad hasta le cantábamos: "Luna lunera, cascabelera / dile a mi amorcito por dios que me quiera / dile que me muero que tenga compasión / dile que se apiade de mi corazón….” imitando a algunos enamorados cantores de la radio.

            Recuerdo que bajo el poste de la esquina de mi casa, todas las noches hacía su infaltable vigilancia un Guardia Civil, vestido con un grueso capote para librarse del frío, un gorro que le cubría la cabeza, una gruesa chalina blanca alrededor del cuello, unas botas con polainas y una luminosa linterna. No estaban allí porque hubiese ladrones u otros malhechores, sino porque era su deber. Otro tanto lo hacían los estudiantes pobres que no tenían luz eléctrica en sus hogares, o en las casas donde se alojaban por ser de otros lugares.

A esos tenues faroles acudían toda clase de mariposas nocturnas que a pesar de tener modestos colores marrones, pajizos, castaños y hasta grises, cuando de muertas los veíamos a luz del día eran verdaderamente curiosas, porque nos parecían que seguramente para volar de noche necesitaban abrigarse con casacas, otras con pantalones, otras con las dos prendas. Algunas tenían una parte de sus alas transparentes que nos hacían pensar que mientras volaban miraban para atrás a través de esos espacios claros. Otras tenían dibujados sobre sus alas dos y hasta cuatro ojos, y las demás nos mostraban bellos diseños geométricos que representaba águilas, calaveras, arañas y otras raras formas y siluetas.

La aparición más espectacular de ellas, era cuando se aparecían con su especial y susurrante vuelo los gigantescos taparacos, que yo los veía como si fueran murciélagos, porque había unas de hasta 20 centímetros de envergadura, para que con los atrevidos golpes de su feroz ataque tratar de apagar el pequeño foco, y algunas veces hasta lo lograban, no porque los quebraran, sino porque lograban aflojarlos. Algunas veces para espantarlos los muchachos le tiraban piedra y lejos de intimidarlas lograban reventar el foco, y era entonces cuando esa parte de la calle se quedaba sin luz hasta por una semana.

[“La pesca”] 

Como si se tratarán de fogatas en mitad de la campiña o de salvadores faros, estás callejeras luces alumbraban nuestros juegos nocturnos, que unas veces eran agitados como “la pesca” que consistía en formar dos equipos bastante equilibrados en tamaños y sexos, que previo sorteo con una piedra plana que tenía dos lados, la seca y la mojada, y como en las monedas se preguntaba: “¿Seco o mojado?”, entonces el lado que quedaba arriba, ganaba. Los que perdían debían “pescar” o mejor dicho perseguir y chapar4 o “matar”.

Luego se fijaban varios puntos de resguardo o “cuevas”, en mi calle era la línea de los tres postes y al frente, la puerta de la carpintería del maestro Calixto Zevallos que por las tarde se iba a su casa en Tamburco, donde solo uno de los perseguidos podía descansar de ser “muerto”, si llegaba otro la debía abandonar, pero si los dos tocaban al mismo tiempo la “cueva” donde no podían matarte, automáticamente el último en resguardarse quedaba “muerto” y fuera de juego. 

Cuando en esa carrera de cueva en cueva pescaban a un perseguido se le gritaba: “¡muerto!”, y ahí, en ese mismo lugar, debía esperar a un partidario que saliendo de una de las cuevas, corriera a tocarle la mano al “muerto”, que para nada debía moverse, y devolverle la vida gritando: “¡Salvado”! y el juego continuaba para él. Esa parte del juego terminaba cuando todos quedaban muertos. Era entonces que los perseguidos pasaban a ser los perseguidores. Ese juego finalizaba sólo cuando salía alguien de tu casa para decirte que tenías que acostarte, sino la “pesca” podía durar toda la noche.

En este juego se admitían a los “nonis” que eran los más pequeñitos que a pesar de ser “muertos” tenían el privilegio de seguir con “vida”, incluso cuando los equipos se cambiaban seguían “vivos”. Se hacía esto porque no podían comprender que si eran muertos debían quedarse quietos en el lugar donde los habían matado, pero los joritos seguían corriendo erráticamente al cualquier lugar y casi siempre gritando llenos de júbilo. 

Fotos: Ciro Víctor Palomino Dongo












1 Niño.
2 Niños muy tiernos.
3 Lliclla es una manta tejida que llevan las mujeres en los Andes peruanos con múltiples usos. Suele tener motivos, patrones y tamaños y colores que varían de acuerdo a la región, etnia o nación del artesano.
4 Chapar, chapado. Abanquinismo, que significa coger, atrapar, alcanzar, agarrar, capturar. Pero también te pueden “chapar” una mentira o una mala acción.