domingo, 18 de abril de 2021

EL APUMAYO - DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 15

 

–Niños, voy a narrarles una historia que me contaba mi abuelo cuando yo era un ccoro[1].  –Dijo mi abuelo.

–Él nos contaba que en el plenilunio del solsticio de invierno, los niños de la comunidad se sentaban en torno a una hoguera para escuchar las historias que aún se conservaban en la memoria de don Aurelio, el guardián de  la  milenaria  sabiduría de las gentes de esas comarcas. Recuerdo que esas narraciones volaban como vívidas imágenes a través del hilo conductor de sus palabras hasta un lugar asombrado de nuestras mentes.

–¡Yyyyyy! –Gritamos todos, suplicando para que continúe la historia de los abuelos de su pueblo.

–Mi abuelo recordaba que aquel anciano contaba que los hombres que hace miles de años llegaron a esta parte de la cordillera de los andes, vivieron bajo la protección y el calor de las cuevas y deambularon por todos estos valles, montañas y punas cazando, pescando y recogiendo los frutos de las estaciones y dejando pintados sus signos, animales y la forma de sus manos en las piedras de esas cavernas. Hasta que por orden de la vida que existe desde siempre, salieron del gran lago sagrado la estirpe de los Mancos, los padres espirituales de estos andes que les enseñaron a cultivar las semillas y a domesticar los animales para su sustento; a dominar, pulir y levantar las grandes piedras de sus templos y fortalezas; a construir una gigantesca red de caminos para unir a todos sus hijos; a encontrar el oro sagrado de sus templos en las rocas y las arenas; a descubrir el agua de los desiertos y hacerlos correr por bellos campos florecidos y a conocer los poderes alimenticios y curativos de las plantas. Ellos fueron los que les enseñaron a instalar la bondad y la compasión en sus corazones a través del ayni[2] y la minka[3]. Todo eso era bueno y limpio hasta que llegaron los españoles para aniquilar a más de diez millones de nuestros antepasados y a borrar de nuestras mentes las verdades de los hombres que hace miles de años poblaron estás tierras.

–¡Yyyyyy! –Volvimos a gritar.

–Cuando junto a nosotros reinaba en estas tierras el bondadoso Wiracocha[4] , el formador de la perfecta danza celestial de las estrellas y de todo lo que existe y está por existir para los mortales, con una majestad y amor tan grande que no necesitaba ser creído, loado y venerado para existir, porque habitaba en nuestros corazones para decirnos que sólo seremos buenos si todos somos felices. Él nos obsequió el bendito vientre de la Pachamama[5], la fuente de la vida de los hombres, los animales, los bosques, el agua y las cosechas. Ella, la fecundada por el Inti sol por medio de las lluvias que los ríos, lagos y mares hacen levantar hasta lo alto de los cielos donde vive junto a la Mamaquilla[6] , la del rostro de fría plata, que en su nocturno caminar nos señala los tiempos propicios para el cultivo de las plantas y la parida de los animales que nos alimentan y abrigan. Todas estas divinidades que conviven con nosotros desde el comienzo de nuestro entendimiento, nos enseñaron la felicidad de dar solo por dar y de recibir sin pedir, para que el hambre, el frio y el desamparo no acaben matándonos a todos.

–¿Abuelito y qué son los Apus[7]?  Preguntó el primo Amadeo.

–Son los espíritus que  viven en las grandes y blancas montañas que ruegan por nosotros ante el Dios Universal, para que en nuestras vidas nunca se detengan los días ni las noches, hasta que llegado el supremo momento en que a través de lo que llamamos nuestra muerte, tengamos que ser paridos a una nueva y superior vida en otros mundos. Y también para que la Pachamama con su inmensa bondad siga manteniendo la pureza en nuestros corazones y continúe la multiplicación de los frutos y los animales y así aumente para siempre las huellas de los hombres sobre estas montañas, los áridos desiertos y las profundas selvas.

–¿Abuelito y qué pasa cuando los hombres se mueren? –Preguntó el curioso Alberto.

–Los hombres no mueren, lo que se muere es su cuerpo. Si la vida de un hombre o una mujer ha sido bendecida gracias a las buenas acciones de su límpido corazón y por eso su "camac"[8]  que ha sido en esta vida justo y compasivo, se elevará a la cima de las montañas nevadas para despedirse de la Pachamama. Los únicos que de verdad se mueren son los que con su maldad o su indiferencia han matado a sus semejantes, entonces el viaje eterno ya no será para él, porque su camac desaparecerá como si nunca hubiera existido.

–¡Yyyyyyyy!!!!

–Después de velar por las lluvias, los sembríos, las cosechas y la salud de los animales que nos sirven y acompañan, esas almas al fin puras por el servicio a la vida que se mueve sobre la tierra, se van al mundo de los venerables, desde donde nos protegen dándonos salud y paz espiritual con el fin de lograr que los hombres sigamos siendo unidos y felices; respetando y bendiciendo a la madre tierra, solo porque somos lo que somos, sin pretender ser mejor o diferente a nuestros semejantes. Hasta que un día cuando llega su reemplazo que podemos ser nosotros mismos, les tocara viajar al Apumayo[9] que es un mundo millones de millones de veces más grande, más hermoso y más perfecto que este pequeño planeta donde hemos sufrido nuestra existencia de nacidos. Sólo allí se acaba para siempre la pesadilla de la vida para la muerte. –Contaba esto con tanta emoción que el cuerpo se nos estremecía y agregaba. –Recuerdo que mi abuelo nos contaba que después de cruzar ese río sagrado se pasa a otros y otros muchos mundos más grandes y magníficos en un viaje que no acaba nunca, porque las almas que han logrado ser bendecidas en este mundo son eternas.

–¿Abuelito y porque no hemos nacido en el Apumayo? –Preguntó con tristeza un inquieto oyente.

–En el Apumayo no se nace, al Apumayo se llega. Nuestro mundo en tiempos de nuestros padres los incas también era parte del Apumayo, pero lo hemos contaminado con el egoísmo y la envidia y con todos los otros adefesios más que hacemos para no ser nosotros mismos, para no ser el uno y el todo con la conciencia universal, porque nos hemos vuelto tan malvados hasta el extremo de atrevernos a destruir la Pachamama, sus animales y sus plantas. Y no solo eso, sino que hemos aprendido el bajo instinto de someter a nuestros hermanos para apropiarnos del fruto de sus esfuerzos y por esta perversidad creer que somos mejores, cuando en realidad nos estamos muriendo para siempre, porque en los retorcidos corazones de los que han vivido solo para acumular dinero y riquezas con el sufrimiento de sus semejantes, no nace la semilla de donde ha de brotar el espíritu que debe llegar hasta el Apumayo.

Después de aquella charla nos quedábamos pensando en que la tierra, las plantas, los animales, las estrellas, las almas y nosotros mismos, somos parte de un inmenso y maravilloso todo.

Mientras la fogata del abuelo se apagaba se encendían nuestras almas, porque en esa larga y fría noche contemplando el brillo celestial del Apumayo, cada uno de nosotros habíamos llegado a ese asombroso lugar que desde siempre existe en nuestros corazones.


[1] Niño.

[2] El ayni es un sistema de trabajo de reciprocidad familiar entre los miembros del ayllu, destinado a trabajos agrícolas y a las construcciones de casas.

[3] Tradición de trabajo comunitario o colectivo con fines de utilidad social voluntario.

[4] Antigua divinidad andina del cielo. “Dios creador”, venerado posteriormente como dios supremo dentro del Imperio incaico. Creador del mundo, del sol y de la luna. Se le atribuye también como el dador del “Camac” la fuerza primordial que mueve todas vidas y las cosas.

[5] Madre tierra.

[6] Madre luna.

[7] Deidades que habitan las cumbres de las montañas nevadas.

[8] Lo que los españoles llaman alma o espíritu en otras religiones, en el mundo andino es la fuerza primordial que mueve la vida de los hombres, los animales, las plantas y que además habita en todas las cosas inanimadas.

[9] Vía láctea. El río divino para el mundo andino.

 

sábado, 27 de marzo de 2021

CORISONCCO - DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 14

 

En las altas punas, cerca de una inmensa laguna alimentada por las límpidas aguas que como lágrimas bajaban de un majestuoso nevado que orgulloso se reflejaba en su cristalino espejo, se levantaba una abrigada cabaña donde vivían una niña solo con su padre, porque su madre murió al nacer aquella criatura, que por su hermosura la llamaban Sumactika[1].   En aquellas alturas se dedicaban  a  pastar  un  considerable hato de llamas y alpacas junto a un pequeño rebaño de vacunos ayudados por “Chaski” y “Ollanta”, sus fieles perros guardianes y pastores.

Por el tiempo en que los fuertes vientos anunciaban la llegada de las lluvias y el retorno de la vida a esas montañas, el padre le dijo a la niña:

–Voy a bajar a las chacras que tenemos en el valle para sembrar maíz,  frijoles, calabazas, ajíes y todos esos otros frutos que tanta falta nos hacen a lo largo del año. No quiero hacerlo, pero esta vez vas a tener que quedarte sola al cuidado de los animales, porque tus primos que por estos tiempo nos ayudaban, han crecido y cada quien tiene su propia familia.

La niña sin temor ni pena alguna, aceptó la responsabilidad de atender el rebaño durante las tres semanas que duraría la anunciada ausencia.

–Ya sabes que debes pastar el ganado solo por los lugares desde donde puedas ver la cabaña y los corrales. También sabes que mientras estés sola no puedes acercarte a la orilla de la laguna, para evitar que su encantamiento te obligue, aunque no quieras, a lanzarte y ahogarte en sus frías aguas. –Le advertía esto por temor a los traicioneros pumas y zorros que  merodeaban aquellos parajes, pero sobre todo para que la niña aprendiera a respetar y temer los tabúes de aquellas alturas.

La despedida no fue triste, pero sí muy preocupante para el padre por la soledad en que se quedaba su niña. Pero de todos modos hizo el viaje, pues ya tenía hecho los aperos y las llamas ya estaban cargadas con el fino charqui[2]  que había tasajeado en los fríos meses de junio y julio para trocarlos en los pueblos del valle. Pero para Sumactika, los días de aquella ausencia serían especialmente felices porque tendría a su disposición la rica ulpada[3] con cancha y  charqui y todo el mote con queso que ella quisiera y a la hora que le antojara.

Al quinto día de aquella despedida, a la hora en que el sol se perdía en las ásperas líneas que marcaban las lejanas sierras del poniente y los vientos bajaban desde las alturas del nevado para enfriar esas vastedades. De pronto y como de ningún lugar se apareció en toda aquella puna una gran nube negra trayendo la oscuridad y los antiguos miedos que avivan los rayos, truenos y relámpagos, que terminaron su luminoso y atronador espectáculo con una tormenta de grandes granizos y una infinidad de gotas gordas de lluvia que acabaron espantando al ganado y haciendo correr a la niña al seguro refugio de su cabaña. Desde el fondo de sus miedos sacó las fuerzas para hacer el fuego que alumbrara la estancia, secara sus ropas y mudara la palidez de su rostro. 

Al cabo de unos minutos, como si nada hubiera pasado, volvió la paz a esas punas, que encendió en la niña la resolución de salir a juntar el ganado y guardarlo en sus corrales, así como de levantarse temprano para buscar el resto del hato que seguramente andaba escondido en las cuevas que bordeaban la laguna. Cuando acabó de comer decidió  salir a lograr esa penosa tarea.

Ya afuera, vio que a lo lejos bajaban en una larga fila de peregrinación, las llamas por delante seguidas de las alpacas y las vacas y al final los perros meneando alegremente sus colas, todos precedidos por un inmenso, altivo, hermoso y extraño toro que tenía en los ojos el fulgor de las estrellas. La maravillosa comitiva se fue acercando a la cabaña y en su momento como si respondieran a una mágica orden, cada rebaño fue tomando su lugar en los corrales y solo en medio de todo y delante de la niña quedó el soberbio animal, que antes de seguir su camino, le dijo con cariñosa voz: “Mañana ven a la laguna, por el lado donde se encuentran las flores raras y bonitas que tanto te gustan”. La niña apenas pudo dormir por causa de aquel asombroso prodigio y de la singular invitación.

Al día siguiente, cuando Sumactika terminó de desayunar y soltar el ganado, con un temor que la curiosidad se atrevía a dominar, acompañada de sus perros se acercó a la laguna por el lugar que le indicó la aparición. Cuando estaba viendo la imagen de su rostro en sus límpidas aguas, de pronto se rompió ese brillante espejo por la repentina aparición del mítico animal, que muy amablemente la calmó diciéndole: “No temas porque no te va a pasar nada malo. Agárrate de mí cola, cierra los ojos y sigue mi andar”. La niña, deseando más que a su propia vida la aventura que aquella insólita propuesta  le ofrecía en medio de esas alturas tan monótonas y solitarias, hizo lo que la aparición le propuso y se hundió tras él en la laguna.

Cuando abrió los ojos no estaba tomada de la cola de ningún animal, ni siquiera estaba mojada sino asida de la mano de un dulce anciano que la llevaba por un sendero que no estaba en el fondo de ninguna laguna, sino en medio de hermosas huertas y grandes chacras que se perdían en lontananza. El anciano tomó de unos árboles extraños un fruto que le ofreció a la niña diciéndole: “Prueba”: Entonces ella, por primera vez en su  vida conoció el sabor de la fruta más dulce  y carnosa que jamás había probado, ni siquiera en sus sueños, pues su paladar solo estaba acostumbrado al atenuado dulzor de las tunas y los sankis que nacieron con estos andes. Luego le enseñó el sabor y la textura de otra, y otra y otras más, hasta que se quedó pasmada de asombro y felicidad.

–Si quieres venir a este lugar, puedes hacerlo cuando quieras. –Le invitó el anciano haciéndole en seguida esta advertencia. –Pero nunca traigas a nadie, pues las puertas de este lugar se han abierto tan solo para ti.

Cuando el anciano la despidió con una tierna caricia y un pesado atado de esas extrañas frutas, la niña salió de aquel fantástico mundo por la orilla de otro jardín de flores primorosas, que precisamente era el sitio que más temía su padre, pues la bella rareza de su entorno le sugerían que ese podría ser un lugar encantado por la malvada sirena que habitaba en la laguna y por eso muy peligroso.

Está demás decir que la visita de Sumactika se repitió a diario. Después de atender la seguridad del ganado, volvía llena de alegría aquel vergel sumergido a disfrutar del sabor de otros muchos frutos más, hasta que un día de esos en que ya ni siquiera se acordaba de su padre, éste se apareció en la cabaña, mostrándose sorprendido de la diligencia con que la niña había cuidado de la casa y el ganado. A la hora de la comida le contó muy satisfecho que las siembras en el valle fueron puntualmente cumplidas, porque habían acudido al ayni[4] todos los familiares y amigos y él como siempre, les había invitado los más sabrosos potajes hechos con la carne seca de sus animales. Luego el padre le obsequió la  ropa nueva, los dulces, las humitas[5] al horno y la muñeca que había comprado para ella en el pueblo y como todo estaba en orden se dispusieron a dormir.

La tarde del día siguiente, el padre un tanto alterado por lo novedoso del hallazgo, le preguntó a la niña de dónde habían salido todas aquellas extrañas semillas y cascaras que andaban desperdigadas por los caminos y los campos de pastoreo. La niña le narró con detalle toda aquella maravilla que le había sucedido en su ausencia, a lo que el padre respondió con la voz temblorosa del que recita una piadosa oración ante un milagro, afirmando que aquel prodigio se había producido porque esa laguna estaba habitada por un “Ccorisoncco”[6], una deidad andina que desde que el Dios creador Wiracocha le infundió la fuerza primordial o su “camac” a todo lo que existe en este mundo, que puede expresarse desde una conciencia hacia afuera como las plantas y los animales o vibrar hacia adentro como lo hacen las piedras y los otros objetos inanimados, existe. Y que tiene la tarea de cuidar los huertos y jardines que desde el comienzo de los tiempos el Padre Sol había hecho crecer en las entrañas de escogidas lagunas, para que sus frutos sean entregados a los hijos de los hijos de los primeros padres que salieron del fondo del gran lago para fundar una gran nación sobre estas cordilleras.

Entre los dos reunieron devotamente todas las semillas que ingenuamente la niña había esparcido en su frugal andar. Al año siguiente, el padre de la Sumactika sembró con mucho amor aquellas pepitas a la orilla de las chacras que tenía en el  valle y con el tiempo crecidos y multiplicados en hermosos árboles, arbustos y plantas nos obsequiaron los pacaes, chirimoyas, lúcumas, aguaymantos, guayabas, tumbos, tomates, sachatomates y capulíes que ahora disfrutamos gracias a la valentía de una niña y al generoso amor de Ccorisoncco, el hortelano de los dioses de nuestros ancestros.










[1] Flor hermosa.

[2] Cecina. Carne deshidratada, la que se cubre con sal y se expone al sol.

[3] Ulpada, bebida que se prepara con harina de maíz, habas, quinua, kiwicha, y otros granos andinos  mezclada con agua y endulzada.

[4] Ayni, era un sistema de trabajo de reciprocidad familiar entre los miembros del Ayllu (ahora Comunidad Campesina), consiste en la ayuda mutua que se prestan las familias entre sí y todos los integrantes de la comunidad. “Hoy por ti, mañana por mí!

[5] Humitas, comida basada en el maíz que se consume en el área andina: Chile, Perú, Argentina,​ Bolivia, Ecuador y el sur de Colombia. Consiste básicamente en una pasta o masa de maíz levemente aliñada, envuelta y finalmente cocida o tostada en las propias hojas (chala o panca) de una mazorca de maíz.

[6] Literalmente: Corazón de oro.

viernes, 5 de marzo de 2021

ABANCAY Y LA EPIDEMIA SUDAMERICANA DE 1717-1720

Sobre esta gran epidemia en su libro “El cuerpo en palabras. Estudios sobre religión, salud y humanidad en los Andes coloniales”, la doctora Gabriela Ramos, profesora de historia de América Latina de la Universidad de Cambridge, nos hace la siguiente pequeña reseña:

1. Brevísima descripción de la epidemia

“Algunas fuentes coinciden en señalar a Buenos Aires como el lugar donde  se originó la epidemia. El agente portador de la enfermedad posiblemente llegó en un barco que acoderó en lo que era entonces un pequeño puerto, situado muy distante y a espaldas de los más importantes centros urbanos del virreinato peruano. Desde Buenos Aires, la epidemia siguió el curso de las rutas comerciales que enfilaban hacia Tucumán, Potosí y Cuzco, causando miles de víctimas en las últimas dos ciudades. Algunos aseguran que Paraguay también fue afectado. Hacia el oeste, la epidemia alcanzó el puerto de Arica y llegó hasta Arequipa, ciudad donde la enfermedad fue especialmente virulenta. Aunque no queda claro lo que pasó en lugares intermedios como Huamanga, Huancavelica e Ica, los oficiales del Tribunal de la Santa Cruzada aseguraron en el informe que enviaron a Madrid que la epidemia llegó a la diócesis de Lima, donde ocasionó decenas de miles de muertos. Hay quienes sostienen que la peste avanzó hasta Huánuco, cobrando víctimas tanto entre los habitantes de la ciudad como de las zonas más alejadas, boscosas y accidentadas, cuyos habitantes mantenían contacto esporádico con misioneros franciscanos”.

Por las noticias y narraciones  que sobre esta epidemia se han escrito, se cree que sus víctimas ascendieron a cerca de medio millón, afectando significativamente la población de la ciudad e Intendencia del Cusco.

En el año 1720, es decir 300  años antes de la pandemia del CIVID-19, a su paso por los valles de Abancay y Pachachaca, esa peste también cobró una buena cuota de muertos que afectaron la población y la economía regional, toda vez que dentro de sus importantes haciendas trabajaban una buena cantidad de indígenas, ya sea como “indios alquilos”[1], yanaconas y huasipongos, en las labores de los ingenios instalados para la fabricación de azúcar a partir de las apreciables extensiones de plantaciones de caña de azúcar, que abastecían los mercados del Cusco, Puno, La Paz y Potosí y por el Oeste a Ayacucho y Huancavelica. 

Sobre este punto en su obra “Descripción del Perú” Tadeo Haënke, nos señala cómo afectó esta epidemia a todos los pueblos del Sur peruano. “Antes de la peste de 1720 era mucho más poblada, y esta misma disminución se experimenta respectivamente en los demás pueblos de la Sierra”.

Para mayor información sobre esta epidemia, la misma investigadora nos señala:

“Subrayo aquí los aspectos más relevantes sobre la epidemia sudamericana de 1717-1720

·     Puede interpretarse esta epidemia como un producto de la globalización. Como consecuencia de cambios en la posición de España frente a otros poderes europeos, especialmente Inglaterra, luego de la derrota española en la Guerra de Sucesión, a inicios del siglo XVIII el puerto y ciudad de Buenos Aires incrementó de forma considerable su contacto con el exterior a través del crecimiento notable del tráfico de esclavos y la intensificación del comercio legal y clandestino de mercancías entre Europa e Hispanoamérica.

·      La epidemia tuvo una duración aproximada de tres años: 1717-1720.

·     Informes oficiales enviados a Madrid desde Lima en diciembre de 1720 sostienen que la epidemia cobró 400 mil muertes, una cifra posiblemente exagerada pero en cualquier caso imposible de verificar.

·      Debido a su extensión geográfica y a su gravedad, la epidemia se ha comparado a las que siguieron a la invasión española, en el siglo XVI.

·     La enfermedad siguió el curso de las principales rutas comerciales de la época: tuvo su origen en Buenos Aires, continuó por el actual Noroeste argentino, causó importantes estragos en Potosí, siguió al Cuzco, donde causó 60 mil muertos, golpeó Arequipa y posiblemente llegó a Lima. La presencia de la epidemia en la capital del virreinato es debatible, aunque algunos aseguran que causó 60 mil víctimas. En el capítulo investigo si esto fue así y por qué. Algunas fuentes indican que la epidemia atacó al Paraguay, Arica y también Huánuco. Es posible que en esta última localidad no se tratase del mismo fenómeno, sino que se hayan producido brotes epidémicos como resultado de la llegada de misioneros franciscanos a la región.

·  Dadas sus características, es posible que se haya tratado de una fiebre hemorrágica, es decir, una enfermedad parecida al Ébola, en la que el contagio se produce vía la saliva expulsada por el portador al toser y estornudar. La enfermedad se iniciaba con los síntomas propios de la gripe, y terminaba con severas hemorragias. Puede ser que la infección fuese traída por los barcos que transportaban esclavos, ya que en la costa occidental del África son endémicas varios tipos de fiebres hemorrágicas. En mi trabajo también considero la posibilidad de que el brote epidémico se debiese a una variedad del virus conocido como Virus Junín, endémico a la pampa argentina, y que tiene como vector a un roedor que vive en los rastrojos. Dado lo escueto de la información documental y la escasa comprensión de lo que sucedía en la época, es prácticamente imposible saber cómo pudo expandirse.

·    La investigación muestra que las autoridades en las distintas ciudades golpeadas por la epidemia tuvieron muy poca capacidad de respuesta, si alguna. Las principales medidas de protección fueron la cuarentena y el cierre de las vías de comunicación. Estas acciones se vieron contrarrestadas por las procesiones y otras actividades religiosas en las que la población intentó hallar algún alivio. Frente a la falta de organización e iniciativa de las autoridades civiles, la Iglesia tuvo un papel protagónico en la mayoría, si no todas, las ciudades que sucumbieron a la enfermedad.

·         Para Potosí, contamos con una de las mejores crónicas que se hayan escrito de un evento de esta naturaleza en el período colonial (Historia de la Villa Imperial de Potosí, de Bartolomé de Arzáns de Orsúa). Especial motivo de preocupación en esta ciudad y emporio minero fue la interrupción de los trabajos en las minas y la dificultad para continuar con el aprovisionamiento de mitayos, muchos de los cuales regresaron a sus lugares de origen en cuanto tuvieron noticia de las muertes numerosas que causaba. En actitud que revela su preocupación por no interrumpir la producción minera, así como su total incomprensión de la forma cómo se transmitía la enfermedad, el corregidor de Potosí propuso ampliar el área sujeta a enviar trabajadores al asiento minero. Se desconoce si se concretaron los planes de incorporar más regiones y trabajadores a las labores en las minas, aunque la expansión de la epidemia hacia el norte de la región puede apoyar esta suposición.

·    Las explicaciones de carácter religioso abundaron para dar cuenta de lo que ocurría: el pecado, el olvido de Dios, el excesivo interés por el placer y el dinero. Por esta razón, las ciudades afectadas recurrieron a los rezos colectivos y a las procesiones. Sin embargo, también encontramos otros puntos de vista: algunos de quienes escribieron años después sobre lo ocurrido, mencionan que el culpable pudo ser el contrabando y sugieren que la enfermedad posiblemente llegó de Europa en uno de los barcos que transportaban mercadería para internarla y venderla ilegalmente en el Perú. Otros hicieron referencia a una epidemia de peste que asoló el norte de Africa y el puerto de Marsella en las mismas fechas. Como era usual, se dijo que las emanaciones infectas o miasmas que circulaban en el aire fueron la causa. Los sabios del virreinato peruano como Peralta y Barnuevo e Hipólito Unanue, atribuyeron el brote epidémico al paso de un cometa y a un eclipse total de sol. Todas estas explicaciones, y actitudes indican las grandes dificultades que existen para estudiar estos fenómenos en momentos en que la medicina y las ciencias de la salud estaban muy poco desarrolladas o eran inexistentes.

·  La información sobre el número de víctimas y los lugares afectados es contradictoria y no se podrá verificar. ¿Qué pasó en el virreinato peruano después de la epidemia? Sabemos que, poco tiempo después de que este fenómeno llegara a su fin, la producción en Potosí repuntó y que, años más tarde la administración española intentó llevar adelante una de las reformas administrativas más importantes de su historia, empezando por un nuevo censo de población y una reforma del tributo indígena, que llevó a cabo el virrey José de Armendáriz y Perurena, mejor conocido como Marqués de Castelfuerte. Las consecuencias de estas medidas tuvieron un peso enorme y se prolongaron durante el resto del siglo XVIII.

Hospital de Indios de la ciudad del Cusco

Para mayor información regional, leamos lo que nos dice Diego de Esquivel y Navia, en sus  “Noticias Cronológicas de la Gran Ciudad del Cusco”, sobre esta epidemia Sudamericana:

“Desde el mes de Abril se experimentó en esta ciudad, una epidemia de fiebre, que comenzó en Buenos Aires, á principios del año de 1719, y recorrió todas estas provincias hasta más allá de Huamanga; y por carta recibida de Cádiz se supo que había castigado á los moros, al mismo tiempo, en la costa de Marruecos. Habiendo precedido esta epidemia al eclipse del 15 de Agosto de 1719, no pudo ser efecto suyo; más ¿quién podrá referir exactamente el lamentable estrago que hizo en el Cuzco y las provincias australes? Faltan palabras para ponderar la calamidad, así como sobran lágrimas para llorarla; pues fué semejante á aquellas que leemos en la historia, tan violenta y voraz que no admitía remedio alguno, ni acertaba la medicina. Era el tabardillo el principio del morbo, y una fiebre intensa con inmenso dolor al vientre y a la cabeza; eran tan distintos y contrarios los síntomas, (pie no se podía formar una idea exacta, y así se imposibilitaba la curación. A unos les causaban frenesí, y á otros vómitos de sangre, siendo en los dos casos mortífero.

De las mujeres en cinta, fue muy rara la que escapó. Algunos, después de quitada la fiebre, morían de disentería. El humor que prevalecía en el cuerpo humano, suministraba materia á la infección del aire, pestilente y corrupto. Es constante acierto el de los físicos haber sido el de cólera, como en las más de las epidemias lo justificaban, fuera de los comunes síntomas, el del dolor de cabeza y el de la sangre por la boca, y prieta por las narices, que así fué en la de Tebas, como lo cantó el tranco Séneca. Fué tan eficaz y violento el contagio mórbido, que más pronto morían los  contagiados, como sucedía con los barberos, los que asistían á los enfermos y los que sepultaban á los cadáveres. Lo notable fué que los jumentos y las llamas, que son los carneros de esta tierra, y que trasportaban los cuerpos para enterrarlos en sus pueblos é iglesias, perecían los más, echando sangre por la boca, tal era la fuerza de la impresión maligna”.

            En la “Historia de la villa imperial de Potosí: riquesas incomparables de su famoso cero, grandesas de su magnanima poblacion, sus gueras civiles y casos memorables” de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, (1676-1736), podemos conocer la magnitud de esta epidemia y que también afectó a Abancay:

“….destruidas las villas de Oruro, Cochabamba y Tarija, con innumerables pueblos de indios, y las ciudades de La Paz, Arequipa y Cuzco, y en ésta fue mayor el estrago como donde habitaba innumerable gentío de sus naturales, pues afirman cartas de aquella ciudad que en seis meses habían muerto 70,000 personas, y si se continúa el tercer año, que es el de 1721 (por cumplirse lo que dijo el cosmógrafo de la ciudad de Los Reyes, que a tres horas que duró el eclipse de sol que se vio el día 15 de agosto de 1719, como allí queda dicho, le corresponderían otros tres años de males, ya que esta peste padecerán las demás provincias y ciudades hasta Los Reyes, y de allí la encaminará Dios donde más fuere su voluntad) , y sin poner duda, desde Buenos Aires hasta Los Reyes se llevará más de medio millón de gente según la regulación hecha, que será en espacio de 1,000 leguas, pues hasta Abancay por buena cuenta y cómputo pasan de 400,000 personas”.





[1] Eran los indígenas tributarios, generalmente los que vivían dentro de las comunidades o pueblos de indios y que para pagarlos debían prestar sus servicios personales en una hacienda por el tiempo que el Corregidor, que era el recaudador de los mismos, considerara que era necesario para honrar estos adeudos. 

sábado, 20 de febrero de 2021

EL RESCATE - DE "CUENTOS PARA CCOROS" - 13

    En un hermoso rincón de estas cordilleras vivía una familia de pastores. El padre y la madre eran hijos de la raza de los que dominaron la piedra y construyeron sobre la cumbre de las montañas, un lugar para vivir cerca del sol y del vuelo de los cóndores.

    Damián era el hijo mayor y Plácida se llamaba la pequeña. A sus doce años Damián había aprendido a sembrar los alimentos y a cocer el barro con la forma de las gentes, los animales y los frutos de los árboles. Plácida de diez años ya sabía hilar, tejer y cocinar. Todos sabían pastar las llamas y las alpacas de la familia.

    Allá por Machaypucro estaban los más largos y sabrosos pastos del lugar. Pero solo el jefe de la casa llevaba el ganado hasta a ese peligroso paraje, rodeado de pequeños, húmedos y frondosos bosques, pero al filo de profundos barrancos y que algunas veces era visitado por pumas y zorros hambrientos. Al final de su más ámplia terraza y a los pies de una gran peñolería se exhibía una caverna que se como el bostezo de un gigante se abría para sus oscuros y desconocidos fondos. A sus costados y un poco dentro de ella mostraba antiguas pinturas de color rojo que representaban llamas, venados, pajaros y otros animales que ya no se conocen ahora, así como unas lineas semejantes a dedos y otras que se enroscaban desde un centro que tenía la forma de la cabeza de una serpiente.

    Llenos de temor los abuelos contaban que aquel forado era la puerta de entrada al reino de los demonios y por eso nadie se atrevía siquiera a acercarse a ese siniestro lugar. En su boca de entrada habían crecido algunos matorrales y todavía podía verse el antiguo muro de piedras que lo tapiaba a medias, para que el ganado no entrara a perderse en sus profundidades.

    Un día, a la hora que el sol anunciaba su zambullida en la noche, empezó una fiera tormenta de zigzagueantes rayos, deslumbrantes relámpagos y ensordecedores truenos que espantaron a los rebaños y a todas las alimañas de la comarca. Pasado aquel pavoroso espectáculo, la noche se vistió con su poncho más negro para cubrirse de las cataratas de agua que cayeron del cielo para hacer crecer los ríos, caer los huaicos y levantar los pastos, los árboles y las siembras.

    En su casa Damián y su madre hicieron fuego toda la noche esperando con mucha preocupación la vuelta del pastor. No bien el sol hizo las señas de su regreso, salieron rumbo a Machaypucro llevando ropas secas y comida caliente. Todo estaba en su lugar como en un día cualquiera, las llamas y las alpacas felizmente completas, solo faltaba papá. Buscaron y gritaron su nombre por aquí, por allá, arriba, abajo, más allá y solo el silbido del viento les respondió. El padre de aquel hogar había desaparecido por completo, como si la tierra se lo hubiera tragado. “¿Cómo si la tierra se lo hubiera tragado?”, pensó Damián y en ese mismo instante reparó en echar un vistazo a la cueva.

    Grande fue su tristeza y aflicción cuando sobre el muro de la gruta vieron el poncho, el sombrero y las ojotas del extraviado. Gritaron hacia el fondo del socavón y solo el eco de sus propias voces y los chillidos de los murciélagos les respondieron, pero igual gritaron hasta que sus gargantas y el día se apagaron. Ya bien entrada la noche, con los ojos llorosos y una gran pena en sus corazones, salieron de aquel paraje arreando el rebaño. A pesar de no haber dormido bien, Damián se levantó como el jefe y pastor principal de ese hogar, y pese a la prohibición de su madre, llevaba muy temprano el ganado a Machaypucro con la esperanza de tener noticias de su padre.

    Un buen día, antes que el sol se asome por la más alta montaña, se le apareció un hombre alto con ojos que brillaban como la candela. Mirando siempre al cielo como si temiese que la luz del sol pudiera aparecerse de pronto y hacerle daño, le preguntó si quería ver a su padre, el contestó lleno de alegría que sí, “¡Claro que sí!”, a esa clara y alegre respuesta el extraño respondió: “Si  quieres ver  de  nuevo a  tu padre, debes pagarme su rescate con un fino poncho de vicuña, la piel de la más venenosa serpiente y un regio pañuelo de seda”, cuando terminó su propuesta corrió hacia la cueva y desapareció en sus profundidades en el preciso momento en que el brillo del día llegaba a esa planicie.

    Más tarde el niño le contó a su madre la grave oferta del maligno. Ella se puso más triste aun, porque aquellas prendas eran imposibles de conseguir por esos lugares. Habría que andar por las más altas y lejanas punas para conseguir la lana de las vicuñas; llegar a la profundidad de la selva para suplicar a los chunchos por la piel de una culebra, y remontar hasta dos cordilleras para arribar hasta el mar y la gran ciudad, donde vendían los más finos pañuelos de seda venidos de ultramar. Lo único que les quedada era llorar y maldecir aquel cruel destino. Damián dijo "¡No! y mil veces "¡No!". Y se hizo hombre aquel mismo día.

    Una semana después, con la bendición de su madre salió a buscar las prendas del rescate. Caminó más de una semana para llegar al altiplano y trabajó como pastor de alpacas durante muchos meses, en medio de las nieves y las soledades de aquellas inhóspitas alturas, para ganar cada una de las madejas de lana de las vicuñas capturadas durante el chaco del solsticio de invierno, porque estas ya no eran tantas como en otros tiempos por culpa de la ambición de criminales cazadores, que las habían matado hasta hacerlas muy pocas, al igual que las huallatas, las tarucas y las vizcachas. Pero si podía salvar a su padre con aquellos pequeños ovillos, valía la pena cualquier sacrificio, porque la vida siempre será más valiosa que cualquier cosa de este mundo.

    Cuando la destreza de las manos de su madre terminó un bellísimo y suntuoso poncho, partió a la selva. Al cabo de dos meses de recorrer por los fangosos caminos que caen a esa verde inmensidad, por fin  llegó a la jungla. Después de cocer  al modo cómo había aprendido, más de 100 ollas grandes de barro y otros cientos de trastos más, los agradecidos nativos le regalaron la piel de la víbora más letal de aquellos bosques y lo felicitaron por llegar a tiempo, pues muy pronto se iría a terminar aquel frágil paraíso, ante el estruendo de unas poderosas máquinas que arrancaban los árboles con todo y sus raíces y de otras que perforaban la tierra hasta sacarle un sudor negro, y también por la llegada de muchísimos hombres enloquecidos por encontrar oro, mucho oro en las orillas y las playas de sus ríos, y de otros perversos que convertían la hoja sagrada de la coca en un malvado polvo blanco por el que mataban o se morían.

    Cumplida  esa  misión  partió  a  la  costa, hacia las playas dolientes de un océano torturado. Caminando por seis semanas sin apenas descanso hacia el norte de aquellas regiones, de pronto tropezó con la gran ciudad envejecida hasta el cansancio. Allí se enteró que un pañuelo de seda y hasta dos le regalarían si juraba no entrar jamás a ese relleno humano, porque habían llegado tantos como él, que no había espacio para uno más, pero si quería quedarse tendría que luchar como una fiera para tomar el lugar y la vida de algunos de los muchos que ahí sobraban. El respondió que salvar una vida era su misión y tomó aquel hermoso pañuelo. Con agradecido y alegre andar, volvió a su hogar allende los andes, desde donde llega la luz y bajan las aguas para estos desolados desiertos.

    Dos años han pasado desde que recibió aquella cruel oferta y  un año más desde que dejó el pago del rescate en la boca del forado de Machaypucro, hasta que un buen día, cuando toda esperanza ya se había perdido, apareció su padre, feliz de estar entre los suyos, contando que había salido de aquel encierro por la boca de otra cueva de un lejano lugar. Damián le narró todo lo que había hecho y aprendido en sus viajes.

     Por su parte el rescatado, les contó que el maligno de Machaypucro tiene dentro de la montaña una gran casa donde los cautivos fabrican por la fuerza del hambre, miles y miles de pequeñas piezas de metal, que nadie sabe para qué sirven, aunque algunos aseguran que son partes con que se arman unos aparatos más grandes, que luego de ser montados en otros aún más grandes, se convierten en poderosas máquinas que sirven para matar a la gente en las guerras que se libran en otras partes del mundo; otras para destruir los árboles de las selvas y muchas para sacar los metales de las entrañas de los Apus.

     También les contó que además del perverso que lo secuestró para hacerle trabajar por un mísero plato de comida que solo alcanzaba para que no se muriera de hambre, existían otros demonios igual de crueles que en sus mundos escondidos, oscuros y malvados fabrican el dolor, la muerte y la destrucción de la Pachamama, para que sus amos puedan vivir muy cómodos y felices en su infierno de cemento, fierro y asfalto, donde engordan y engordan hasta aniquilar sus almas y donde los mejores son los más temerosos acumuladores de enormes fortunas que no son otra cosa que la suma de millones de  árboles, de animales y hombres muertos que jamás terminarán de consumir.

    Para terminar les reveló que a esos demonios no les gusta que los hombres sean lo que son, sino que toditos sean iguales, casi parecidos a los hatos de animales, sin sombreros, sin ponchos, ni calzados que pudieran distinguirlos y para que todos se quejen de la misma suerte, caminen por el mismo destino y terminen muriéndose de la misma muerte que esos malvados les asignan.

     Cuando acabó su infeliz historia, abrazó a su familia y llorando de alegría se compadeció del maligno, que podía vivir comiendo y bebiendo de lo mejor que puede producir el sudor y sufrimiento de sus semejantes, pero jamás volver a ser inocente, joven y valiente como su Damián. Ni mucho menos ser felizmente amado, ni rescatado por un niño que solo conoce el amor y la alegría de estar verdaderamente vivo.