[El día de los
muertos, las wawatantas, chicha blanca y los maicillos]
Los dos primeros días del mes de
noviembre eran festivos para todos en Abancay. El primer día por ser la fiesta
religiosa de “Todos los Santos”. Para esa ocasión todas las familias católicas
asistían a la misa solemne y concelebrada que se oficiaba en la iglesia mayor
de la ciudad en conmemoración a todos los muertos que habían por fin salido del
purgatorio y se habían presentados limpios de todo pecado ante Dios. La ocasión
para esa fiesta no era por devoción o en honor a un santo o beato reconocido
oficialmente por el Papa, sino por las almas de todos los que no estando
canonizados, ya vivían en la presencia de Dios Padre Todopoderoso, creador de
los cielos y la tierra.
Al final de esa misa, que era
súper aburrida para los joritos por ser larga y pomposa, por fin y con alegre
repique de campanas salíamos a la Plaza de Armas donde nos esperaban pregonando
la bondad de sus productos el chupetero, el raspadillero, los pasteleros, los
melcocheros y los infaltables maicillos, ahí era donde empezaba y tenía sentido
para nosotros aquella fiesta y feriado.
Era, por así decirlo, nuestro
“Santo”, porque un día antes en mi casa, mi madre y mis hermanas se habían
afanado en preparar para cada varón un enorme “caballo-tanta” que cabía en una
lata de pan de sesenta centímetros de ancho por un metro de largo y para cada
mujer su "wawatanta" del mismo tamaño, pero estas más panzonas.
Estaban elaboradas con una masa especial y una vez tomada su forma les
colocaban donde correspondía unas simpáticas mascaritas de yeso, y las
adornaban con dulces y chocolatines dorados y finalmente les rociaban una
lluvia de grajeas dulces de colores y ajonjolí.
Después cada uno de mis hermanos
llevábamos orgullosos y felices al horno de la calle Junín nuestras wawatantas
(bebes de pan). Allí esperábamos hasta quedarnos dormidos mientras se hornearan
nuestros regalos. Cuando por fin acababan de ser horneadas nuestras delicias,
medio sonámbulos llegábamos a la casa, donde mi mamá nos advertía: “No coman
caliente porque se pueden empachar”, y mientras esperábamos que se enfriaran,
nos despertábamos en la mañana de otro día.
Nos desayunábamos con un buen
chocolate cusqueño y un pedazo de nuestro propio pan. Para que nuestros
caballos no se quedaran sin su cabeza, su cola o sus patas, con un cuchillo
partíamos al animal en dos y tomábamos un pedazo del centro y luego lo
“curábamos” uniendo ambas partes con un palito de carrizo. Así nuestros
“caballo-tanta” quedaban aparentemente enteros, pero algo encogidos. Lo mismo
hacían nuestras hermanas con sus "wawatantas". El delicioso obsequio
debía durarnos por lo menos cinco días, porque esta vez, la cosa no era
devorarlo todo en un solo día, sino querías empacharte y someterte a una
lavativa para limpiarte la panza.
Al día siguiente se celebraba lo
que la iglesia llama la "Conmemoración a los Fieles Difuntos" o lo
que popularmente se conoce como el "Dia de los muertos". Como a eso
de las diez de la mañana, cuando mi madre anunciaba que tenía las flores
completas, salíamos todos con rumbo al cementerio. Cuando llegábamos veíamos
que en sus inmediaciones se había armado una verdadera kermés donde se ofrecían
varios potajes típicos, cerveza y gaseosas, y donde para nuestro deleite había
un montón de bateas de toda clase de maicillos hechos con harina de maíz,
manteca de chancho, azúcar, linaza molida, polvo para hornear y otros secretos
más. También habían porongos enteros y baldes llenos de chicha blanca hecho a base
de quinua con un poco de harina de habas, un poco de arroz, ramas de hinojo y
manzanilla, la cual era levemente fermentada con una porción de chicha de jora
y otros ingredientes más, que te lo servían en unos pequeños caporales de medio
litro sobre el cual con un salero le espolvoreaban canela molida.
Después de colocar flores y
prender velas en la tumba de los abuelos y demás parientes que se “nos habían
adelantado”, rezábamos, para que si por designio de Dios, sus almas aún se
encontraban en el purgatorio por haber cometido algunos pecados veniales se
purificaran y por fin ascendieran a los cielos, o si estaban en la presencia de
Dios, nos enviaran sus bendiciones y nos dieran su protección. No satisfecha
con ese ritual, mi madre contrataba los servicios de un hombre vestido de negro
con un librito en la mano para que echara un responso por el muerto. Este
santurrón mascullaba una breve oración en un idioma que creo ni el mismo
entendía, donde solo nos quedaban claro los nombres y apellidos de nuestros
muertos. Recuerdo que en otras tumbas los deudos cantaban los huaynos que en
vida les gustaban a sus difuntos acompañados de guitarras y charangos.
Saliendo de esa ceremonia, como
si recordaran que la vida era corta y que también ellos eran mortales nuestros
padres se “rajaban” con todo lo que se nos antojaba que no era otra cosa que
maicillos, chicha blanca, manzanas acarameladas, algodones de azúcar, pasteles
y más chicha blanca para pasar el atracón de los maicillos. Con naranjas,
lúcumas, papayas, mandarinas y varillas de caña volvíamos a nuestra casa,
mientras mi padre se quedaba a pasar la tarde tomando cerveza con sus amigos.
Como convocados por fuerzas
extrañas y también como si a propósito quisiéramos malograrnos esos dos días
festivos, en la noche nos reuníamos todos los pikis del barrio para contarnos
fábulas sobre muertos vivientes, aparecidos, ñacachos, pistacos, fantasmas,
almas en pena, cadenas arrastrándose, gritos espantosos, aves malagüeras,
cabezas voladoras, la omnipresente Mariamarimacha y todas esas historias que
hacían que un ramalazo de nervios nos corriera por debajo de la piel. Muertos
de miedo y rezando nos alejábamos del grupo, porque cualquier espanto de estos
podría sucedernos, porque era el "día de los muertos" y precisamente en
esa noche estos vuelven a las casas donde antes habían vivido y en ese mismo
instante podrían estar andando por detrás nuestro. ¡Atacau!
[El chancho y los
chicharrones]
En los tiempos de mi niñez, aun
cuando se vendía en pequeñas cantidades la manteca vegetal y el aceite
compuesto, al menos en mi casa como en casi todo el vecindario seguía
persistiendo la rutina de cocinar y freír con manteca de chancho, porque según
nuestros mayores era más rico y saludable. De modo que como de costumbre
debíamos criar un enorme cerdo en un lugar especial de la casa donde lo
alimentaban con mazorcas de maíz, alfalfa y alguna que otra sobra de nuestras
comidas y bastante agua. Hasta que un buen día nuestro chancho capón de puro
gordo no podía ponerse de pie, entonces había llegado su fin final y lo
sacrificaban, por supuesto lejos de nosotros que para esas ocasiones teníamos
permiso para largarnos por donde nos dé la gana.
De aquel bendito animal solo se
escapaba su grito. La sangre era para las morcillas, las tripas para el
fucuchu, las vísceras para un montón de picantes, el cuero para los tocinos, la
cabeza para el queso de chancho que muy rico le salía a mi padre y sus cerdas
muy bien escogidas se llevaban a la cárcel para que los artesanos nos
fabricaran varios cepillos para todos los colores de zapatos y para limpiar la
ropa. El resto era para los sabrosos chicharrones que se freían en su propia
grasa en un formidable perol de cobre, de donde salía un montón de chicharrones
y varios kilos de manteca.
Aquellos sabrosos chicharrones se
servían acompañados con sus papas doradas en la misma manteca, un mote de
grandes granos de maíz blanco y una salsa a base de cebolla y tomates picados
en juliana con su buen rocoto, un poco de jugo de limón y bastante yerbabuena.
Recuerdo que mi mamá nos ordenaba llevar un plato de chicharrones a sus amigas
de la cuadra, porque cuando mataron sus chanchos, ellas nos habían hecho llegar
uno generoso también. Esa tarea me gustaba porque las muy agradecidas vecinas
solían regalarnos una pequeña propina, una fruta, una humita o algo.
Después de aquella jornada, como
si se tratara de un bien precioso, la manteca se guardaba en latas en un lugar
donde no pudiera echarse a perder. Los tocinos se colgaban en un lugar de la
cocina y se usaba cuando se hacía los frijoles panamito. Las morcillas
desaparecían en dos o tres desayunos y lonches, porque mi padre era un glotón
de ellas. Y cuando esta fiesta gastronómica terminaba, una vez limpiado el
chiquero, veíamos llegar a un nuevo cochino, como sabíamos para qué estaba
allí, procurábamos no encariñarnos.
Para cuando terminé la primaria
esa costumbre había desaparecido de mi casa. La manteca se compraba en la
tienda, la morcilla y la carne en el mercado, pero para mí nunca más habrá mejores
chicharrones, morcilla y tocinos como aquellos. Y aquel fucucho, ni en sueños.
[El tallarín hecho en
casa]
De este sabroso potaje tengo el
vivo recuerdo de su preparación, porque causaba un gran alboroto entre las
mujeres de la casa en razón de que algo especial y de mucho cuidado se estaba
haciendo. Recuerdo que esa delicia sólo se preparaba para ocasiones especiales
como el cumpleaños de mi padre o un acontecimiento familiar muy especial como
la primera comunión de mis hermanas o cuando llegaba un visitante muy especial
a la casa, como mi tío que llegaba desde Venezuela trayéndonos regalos, o
también en homenaje a alguien muy querido de la familia.
La receta y el modo de prepararlo
era de mi abuela materna y la cantidad que debía fabricarse estaba sujeta a la
cantidad de huevos de pato que se había acumulado para ese afán y que
generalmente no bajaba de tres kilos de harina y más de treinta huevos. Mi
madre solía decir que esa industria mi abuelita lo había aprendido de los
italianos que vivían en la hacienda Patibamba, y que no fue solo ella, sino
muchas amas de casa que como invitadas de las damas de la hacienda o como
domésticas de las mismas, habían pasado por ahí.
“Cuando se hacen los tallarines con huevo de pato, no se necesita
mantequilla, sino un poco de aceite compuesto y un poco de sal, el resto
depende de cómo lo amases. No es nada del otro mundo, pero sí muy trabajoso”,
decía mi madre. Hecha la masa lo dejaban reposar un ratito y luego se daban al
trabajo de extender por pedazos aquella masa con unas grandes y pesadas
botellas vacías de vino espumoso que nosotros los peruanos solemos llamar
"champan". Cuando estos estaban perfectamente aplanados en un largo
de casi 40 centímetros, comenzaban diestramente a cortarlos con un cuchillo en
largas tiras de casi medio centímetro de ancho, para colgarlos de unas pitas
donde se secaban.
El resto era asunto de la cocina,
que como estaba llena de todas las mujeres, no te dejaban entrar. Para mí eso
no tenía importancia, pues lo importante era que sentado en la mesa me llegara
mi tallarín hecho en casa con un jugoso estofado de alguna de las gallinas que
criábamos, su queso rallado y su suflé de rocoto relleno. ¡Que delicia!
Si quisieran darme la yapa del
aumento, con gusto la podía recibir, pero aquella sabrosura, que desde las
primeras horas del día había costado tantos afanes y trabajo, no podía ser
“antojo de perro cojo”. Sino estabas satisfecho, por si acaso, había una buena
sopa hecha con las menudencias de las gallinas y con las tiras malhechas del
tallarín. Que también estaba rica, pero que no era nadita igual.
Más tarde aparecieron por el
pueblo las maquinitas de hacer fideos, y con ellas el tallarín hecho en casa se
hizo más popular entre propios y extraños, pues salió a la venta, primero en
las chicherías y luego en los restaurantes. Cuando llegó este avance a mi casa
solíamos comer más seguido y con variantes, como el tallarín con salsa roja a
base de tomates, carne molida, hongos y laurel que después me enteré que se
llamaba “a la boloñesa”, el tallarín verde bañados en salsa de albahacas y
¡otra de mis delicias!: el tallarín de casa con pepián de cuy.
Con el correr del tiempo, cuando estaba en otros lugares y me encontraba
con personas que había visitado mi ciudad, me solían decir con el pulgar para
arriba, que los tallarines de Abancay: “¡Okey!”.
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