[Las especiales
comidas caseras]
Dentro de estas estaban los
tamales hechos de una masa un tanto dulce a base de maíz pelado y molido. Los
rellenaban con un guiso de carne de chancho o simplemente de un quesillo,
pedacitos de huevo duro y aceitunas condimentados en pimentón. Mi madre
preparaba un tamal de la sémola o de la polenta que nos obsequiaban los
padrecitos de la capilla de Señor de la Caída que les llegaba como parte de la
cooperación internacional de esos tiempos, si mal no recuerdo, era por eso de
la “Alianza para el Progreso”; les salían dulces y fragantes.
Las humitas, dulces o saladas,
era otra delicia que se preparaba casi todos los días en tiempo de choclos. No
era raro ver a mi madre o la muchacha que nos acompañaba moler sobre el batán
pacientemente los granos de choclo. Algunas veces a súplica nuestra, estas
humitas iban al horno y entonces debían prepararse en cantidad, porque estas,
bien hechas y horneadas podían durar varios días.
Sobre ese afán de moler los
granos de los choclos mi abuela materna nos contó una triste historia, y era
que una sacrificada madre había llegado muy tarde de su chacra, pero aun así
debía preparar las humitas, porque ese era el pan para el desayuno de sus
hijos. Y aun cuando era de noche y solo contaba con la moribunda luz de un
mechero a kerosene, se puso a moler el choclo, pero en medio de las sombras, no
se percató que una atrevida apasanca se había subido al batán y sin que se
diera cuenta la moledora corrió la desgracia de ser molida junto con los
granos, y la sufrida madre no paró hasta terminar de sancochar las humitas. “Al día siguiente después del desayuno, se
murieron todos los que habían comido esas humitas con el veneno de la apasanca”.
Así eran los cuentos de mi abuela, sino te asustaban no valía la pena contarlos.
Desde ese día reclamábamos que no prepararan las humitas de noche.
Para la fiesta de San Juan (24 de
junio) mi madre preparaba el "Sanju", que era algo así como un potaje
muy especial y hasta una golosina, hecha a base de harinas de los granos tostados
de trigo y maíz mezclados con manteca de chancho, hinojo y azúcar. Recuerdo que
nos servían en platillos y hacíamos unas bolitas que las comíamos acompañadas
de un mate de hinojo azucarado a nuestro gusto.
No puedo olvidarme como mi
hermano y yo “nos robábamos” las harinas que sobraban y le echábamos azúcar y
así seco nos los comíamos en otro lugar fuera de la casa, pero eso sí sin
hablar porque podíamos atorarnos y morirnos por vivarachos. Ahora, quiero creer
que su nombre viene de la palabra quechua: “hak’u” que significa harina, aunque
algunos me dicen que viene de una abreviación de San Juan, y por eso le
llamaban “Sanju”.
El timpu, sancochado o puchero
que preparaban en casa, solo durante las fiestas de los carnavales. Tenía la
doble función de ser sopa y segundo a la vez, ya que su caldo nos servían en un
plato hondo o sopero y las carnes y guarniciones aparte en un plato tendido.
Cuando no sabíamos qué comer primero, mi padre solía decirnos: “Primero se seca
la laguna y después se comen los patos”.
Este timpu consistía en un cocido
de carnes de vaca, cordero, chancho, gallina, charqui y tocino, asociado con
granos (arroz y garbanzos), zanahorias, repollo, choclos, camotes, yucas y
frutas de la estación como manzanas, membrillos, duraznos y peras. En realidad
no me gustaba mucho porque el repollo y las zanahorias sancochadas: “huácatela”
y porque las frutas hervidas ya no eran las mismas. Pero otra cosa eran las
carnes, especialmente los tocinos y los charquis.
Uno de estos platos especiales que
si me gustaba y mucho, era la carne mechada, y mi madre lo preparaba cuando en
el mercado encontraba una buena paleta de res. Primero lo pinchaba con un
cuchillo largo y filoso, luego lo condimentaba con un menjunje hecho a base de
ajo, ají panca, sal y pimienta molida en el batán. Después de untarlos con el
mismo condimento le introducía largas tiras de zanahorias en los huecos que
habían dejado los pinchazos. Finalmente lo embadurnaba con el resto de esa
mixtura y lo dejaba “dormir” hasta bien entrada la tarde, es decir, hasta
cuando retornábamos de la escuela.
Cuando llegaba la hora lo cocía a
fuego lento en una pesada olla de fierro fundido con chicha de jora, pero muy
lento que por turnos nos mandaba controlar. “¿Cómo está la candela?” “Bajita
mamá”, le respondíamos. “¿Cómo está la chicha?” “Un poco más de la mitad de la
olla mamá”. Hasta que alguno de nosotros le decía: “Mamá la chicha está muy
baja y espesa, y más de la mitad de la carne está en el aire” Entonces ella
consideraba que estaba a punto y lo retiraba del fogón. Luego lo guardaba en un
lugar seguro y sobre la tapa de la olla ponía una buena piedra que tenía la
función de no permitir que por la noche los gatos hicieran sus conocidas
fechorías.
Al día siguiente el desayuno era
con sándwiches de pan común con mechado, qué rico. Al medio día el segundo era
un arroz blanco perfectamente graneado con sus medallones de carne mechada y
encima del arroz esparcido el delicioso juguito del mechado. Cuando toda la
familia salíamos de paseo al campo el plato del almuerzo era mechado con papas
sancochadas que se cocían en el mismo lugar de la excursión, y que se comían
con una uchucuta sin mucho picante. Cuando mi padre salía de viaje, el fiambre
que se llevaba era carne mechada.
Otro de los gustos que en mi casa
le ofrecieron a mi niñez fue la gelatina de patas de vaca. Cuando mi madre
conseguía un buen par de patas en el mercado, las traía a casa para la alegría
de todos nosotros. Ya en horas de la tarde, le daba una última limpieza
sacándole algunas cosas que no le gustaban y trozándolas las echaba a hervir
lentamente y por muchas horas hasta que se quedaba convencida que ese sancocho
ya estaba bueno, pero cuando no le gustaba su color o textura nos ordenaba ir a
la tienda a comprar dos o tres láminas de colapez, que le agregaba al momento
de sacar la olla del fogón. Cuando finalmente creía que estaba listo lo colaba
en un balde de metal esmaltado de blanco, allí le agregaba el jugo de varias
naranjas y azúcar. Luego lo tapaba y lo colocaba en el lugar más frio del
comedor. Al día siguiente y un día más, nos dábamos un banquete con ese
delicioso postre lleno de colágeno.
Aunque esa crema picante no era
un plato especial, ni mucho menos principal, pero la uchucuta no podía faltar
en ningún almuerzo. Era un molido de uno o dos rocotos, (dependiendo cuán
picante querrías) culantro, perejil, huacatay, un puñado de maní tostado, un
trozo de cebolla, algunos dientes de ajo, dos sachatomates soasados y uno de
nuestros quesos frescos que ya vienen con una buena porción de sal, todo esos
ingredientes eran pacientemente molidos en el batán.
En esos tiempos ese molido era
nuestra mostaza, kétchup y mayonesa para toda clase de sopas y segundos, pero
ahora la preparamos en licuadora sólo cuando hacemos una reunión familiar para
comernos una parrillada o una pachamanca.
Un buen día de mis tiempos de universitario, me encontré con un grupo de
abanquinos tomando unas cervezas en el Club Apurímac de la Av. Brasil de Lima.
No sé a qué alturas de la reunión, nos pusimos a recordar las deliciosas
bondades de nuestras comidas típicas hasta que llegamos a tocar el tema de ese
sabroso molido, con la boca llena de agua, uno de los contertulios, embargado
por la emoción nos dijo: “Yo me comería hasta una hostia con uchucuta”, y todos
nos pusimos a reír.
Interesante artículo. La gastronomía peruana es tan exquisita y variedad. Quiero volver para comer sin control de dieta. Gracias por tan valioso aporte.
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