[La virgen del Rosario – Patrona de Abancay]
Originariamente la Villa de los Reyes de Santiago de Abancay, se fundó
bajo la advocación de Santiago Apóstol en el año de 1572, pero más adelante
mediante Cédula del 06 de mayo de 1651, en vista de los muchos fraudes que se
habían cometido contra los intereses de la corona española y los indígenas de
estas tierras por parte de los jueces nombrados para la medida, remedida,
venta, reventa y composición de las tierras del rey de España, se resolvió,
entre otros nombrar al muy Reverendo Padre Maestro Fray Domingo de Cabrera
Lartaum de la Orden de Predicadores, Juez Visitador por su Majestad, dentro de
las provincias de Abancay, Quispicanchis, Chilquez y Masques (Paruro) en el
Cusco.
Fue este fraile que en 1656, puso a la villa de Abancay bajo la
advocación de la Virgen del Rosario, que hace referencia a la aparición que la
propia Madre de Dios le hizo a Santo Domingo, para enseñarle a rezar el Santo
Rosario, allá por el año 1208 y que además le pidió que se difundiera esta
piadosa costumbre, para que sus fieles puedan obtener abundantes gracias.
Después, cuando a partir del 23 de noviembre de 1673, don Manuel de Mollinedo y
Angulo se hizo cargo del Obispado del Cusco, se construyó el templo mayor de
Abancay que estaba ubicado en el lugar donde ahora se localiza el Obispado y la
torre se encontraba al frente de ella, porque a sus pies estaba ubicado el
cementerio general de Abancay. Este pequeño pero hermoso templo fue gravemente
dañado por el terremoto del 03 de diciembre de 1869, lo que dio lugar a la
construcción de la actual catedral, es decir el templo anterior a su actual
remodelación. El cementerio se trasladó al terreno de Condebamba que donó el
italiano Luis Petriconi, dueño de la Hacienda Patibamba.
En tiempos de la colonia la fiesta de Nuestra Señora del Rosario de
Abancay era una de las más pomposas, solemnes y populares de esta parte del
Perú, pues en su día llegaban en peregrinación los pobladores de la antigua y
colonial provincia de Abancay, es decir desde Anta (Jaquijahuana),
Chinchaypuquio, Zurite, Huarocondo, Limatambo, Mollepata y Curahuasi que por
esos años era parte de esta provincia.
A esa magnífica fiesta se le denominó la “Feria del Rosario” y duraba
cinco días con sus noches. Donde aparte de las misas, fuegos artificiales,
procesiones y rezos del Santo Rosario, se organizaban verbenas, que al igual
que en otras partes del Perú, era una fiesta popular con música, bailes y venta
de potajes que se celebraba al aire libre todos los días, y donde además la
concurrencia se alegraba danzando con sus trajes típicos y entonando con sus
instrumentos tradicionales, las canciones de sus lugares de origen en honor a
Nuestra Señora y Patrona. Pasadas esas apoteósicas fiestas los visitantes
cargaban sus caballo y mulas de azúcar y chancacas de los valles de Abancay y
Pachachaca.
En la época Republicana, continuaron las festividades, pero decayó en
opulencia, riqueza y originalidad después de la guerra con Chile, hasta
convertirse en la modesta fiesta que conoció mi infancia, que se redujo a que
en la víspera, luego de la misa, se encendieran juegos artificiales, hubiera
una sencilla verbena y venta en la plaza de armas de ponches abanquinos con sus
maicillos. Misa solemne en el día central que es el 07 de octubre, con la
procesión de la hermosa virgen por las calles del centro de la ciudad, y
finalmente convido en la casa de los carguyos. Una semana después se celebraba
la octava, de un modo más austero aun.
[La fiesta del Señor de la Caída]
No sé si será cierto, pero durante mi infancia he oído decir, que la
hermosa y dolorida imagen del Señor de la Caída, que en otras latitudes se
llama Jesús Nazareno de la Caída “Rey Señor, Protector Perpetuo de la Humanidad”,
representa las tres caídas que tuvo Jesucristo en su vía crucis al Calvario, no
se sabe por qué motivos se encontraba alojada en una carpintería de las afueras
de Abancay. Una de las noticias es porque sus “dueños” venidos de algún pueblo
o lejana comunidad, lo habrían dejado en ese taller para que le hicieran alguna
reparación y luego no se acordaron jamás de rescatarla.
Pero la memoria colectiva de los pueblos que es mucho más “real” que el
verdadero mundo que vemos y sentimos construyó su propia historia en los
siguientes términos: Que en un pueblo remoto de estos andes de aquellos
fundados por los colonos españoles que llegaron en masa después de la creación
del virreinato del Perú, tenía esa imagen una centenaria capilla que por la
dejadez de sus pobladores se desplomó, de modo que el ecónomo de esa capilla
tuvo que alojarlo en su casa por muchos años, hasta que antes de morir tuvo un
sueño en el que, el mismísimo “Señor” le había pedido que lo sacara de ese
pueblo. Entonces el ecónomo le dijo al pueblo que el Señor le había dicho que
extrañaba su casa y mientras reconstruyeran su iglesia, lo trajo a Abancay para
que en una carpintería le hicieran algunas reparaciones a la estructura de
madera que tenía por dentro. Pero sucedió que los pobladores nunca repararon su
templo y por eso nadie vino a reclamarlo y porque además el buen ecónomo había
fallecido sin dar señas de su paradero.
Con el paso del tiempo esa sagrada imagen olvidada en esa carpintería,
poco a poco fue haciéndose muy popular debido a los grandes milagros que les
hacía a sus devotos, de modo que sin previo concierto a muchos de ellos se les
ocurrió construirle una capilla en el barrio de Chinchichaca, que queda en la
parte alta de la ciudad, porque la venerada imagen quería tener su propia casa
y desde allí atender las suplicas de sus creyentes.
Cuando yo nací ya estaba construida esa capilla con paredes de adobe,
techo de tejas, una sacristía y una torre a su costado derecho. Y que además
pasando la Av. Prado existía una casa cural, que cuando la conocí estaba
regentada por curas de origen canadiense.
Cada día 13 de enero, se celebraba y se sigue celebrando, la festividad
en honor a esta Santa Imagen considerada como patrón espiritual de los barrios
que rodean su capilla. En la víspera se realizaba una verbena con quema de
fuegos artificiales y algunos castillos, que para nosotros los niños de ese
entonces eran toda una maravilla. En los alrededores de su parque se vendían
los ricos ponches de almendras con su toque de caña, los infaltables maicillos
y los ricos y variados pasteles abanquinos para acompañarlo. También recuerdo
que vendían manzanas acarameladas, algodones de azúcar y muchas melcochas, y
uno que otro potaje no muy caro.
A media mañana del día siguiente se celebraba una misa solemne, y al
final de ella sus numerosos y fieles devotos, bajo el acompañamiento de la
“Hermandad del Señor de la Caída”, sacaban en procesión la Santa Imagen por las
calles de la parte alta de la ciudad con acompañamiento de una banda de músicos
y de unos cohetes que se levantaban silbando hasta los cielos para explosionar
con un estruendoso sonido, mientras todos los chiquillos esperábamos a que
caigan los restos de estos cohetes para orgullosos apoderarnos de sus restos.
Todo ello bajo la responsabilidad y gasto de los mayordomos o carguyos,
contando con el apoyo de sus familiares, amigos y seguramente algunos devotos.
Al final de esa marcha, los Carguyoc de turno hacían entrega del
“Guión”, que es como una especie de estandarte y la Banda del “Señor de la
Caída” a los nuevos Carguyoc. Esta es una banda de tela que lleva el Carguyoc,
tal y como lo hace el presidente del Perú, y que es un símbolo de autoridad y
continuidad del “cargo”, pero además significa la gran devoción y fe que le
tienen a la imagen del “Señor” los mayordomos de turno. Quiénes asumían el
“cargo”, ya habían comprometido a sus familiares, amigos, los propios devotos,
algunos miembros de la hermandad y demás allegados, para que le ayudaran a
organizar y realizar la fiesta del año entrante.
Luego de ello, todos los invitados se dirigían a la casa de los
Carguyoc, donde eran agasajados con un suculento “convido” que así se llamaba
el almuerzo que ofrecían a los invitados. Después la fiesta seguía con banda,
orquesta y tocadiscos hasta su final. A la semana entrante se festejaba la
fiesta de la Octava del Señor de la Caída, un poco más modesta y no por eso,
menos piadosa y solemne.
[El señor de la Exaltación de Tamburco]
La fiesta del señor de la Exaltación de Tamburco era un acontecimiento
que concitaba el interés y la devoción no solo de los vecinos de ese distrito,
sino de todo Abancay y los poblados, sectores y anexos de las faldas del Apu
Ampay como: Maucacalle, Sahuanay, Antabamba Baja, Ccorhuani, Kerapata,
Leonpampa, Moyocorral, Umaccata, Huayllabamba, Ccacsa, Karkatera, Callamarca,
Titininas, Facchapata, Chuspirca, Ccoya, Trujipata, Molinopata, etc., y de sus
devotos de Cachora y Huanipaca. En otras palabras era una fiesta grande.
Con muchas recomendaciones a mis hermanas que estaban locas por asistir
junto a las demás niñas del barrio a la víspera de la fiesta del Señor de la
Exaltación, donde habría juegos artificiales, ponches, maicillos, pasteles y
otras golosinas más, partíamos todos rumbo a Tamburco por la calle Núñez de
allí tomamos el oscuro y pedregoso camino de ranracalle que ahora se llama Av.
Túpac Amaru, y por fin llegamos a la Plaza de Tamburco, donde podíamos ver de
qué lugar se estaban lanzando los estruendosos cohetes que veíamos y
escuchábamos en todo ese oscuro sendero. La fiesta ya había empezado desde el
mediodía.
Como a las ocho de la noche empezaban los juegos artificiales, primero
los más sencillos que eran unos largos y finos magueyes que sostenían unos
campesinos y que en su final tenía cuatro, seis u ocho ruedas que daban vueltas
y vueltas lanzando luces de colores. Después de los primeros había una pausa
como de media hora que aprovechábamos para servirnos el riquísimo ponche de
almendras de los chutos de los duraznos que abundan en ese lugar con maicillos,
taparacos y rosquitas rociadas de azúcar.
Después con nuestro algodón de azúcar o nuestras manzanas acarameladas
seguimos disfrutando de la magia de esa pirotecnia. que acabó cuando
encendieron los dos castillos pequeños y luego uno gigante que cuando terminó
de hechizarnos, de lo más alto se desprendió un lienzo blanco donde aparecieron
unas letras negras que decían: “AMPARANOS
SEÑOR DE LA EXALTACION” y unas iniciales, seguramente de los nombres de los
carguyoc, que siguieron siendo visibles por espacio de cinco minutos gracias a
dos potentes luces blancas que salían de dos tubos de carrizo. ¡Qué lindo! ¡Qué
bonito! ¡Ananau! Cerca de la medianoche emprendimos el camino de regreso llenos
de un sueño que nos venía atrapando.
Ya de adolescente, recuerdo que a esa fiesta iba en una de las
camionetas que desde Abancay subían a Tamburco. “¡A Tamburco! ¡A Tamburco! ¡A
la fiesta del señor de la Exaltación!” gritaban unos muchachos en el
improvisado paradero de la calle Elías. Como siempre los palomillas éramos los
primeros en subir y en saltar antes de llegar al final del viaje para no pagar
el pasaje.
Cuando llegué a la plaza de Tamburco uno de mis amigos que estaba
agarrando un largo y fino maguey de los juegos artificiales pequeños, me llamó
gritándome si quería ganarme un Sol, cuando le dije que sí, me mostró el lugar
donde habían otras candelas para ofrecer mis servicios y regresé a su lado con
mi respectivo artificio. Después de una hora me llegó el momento en que debían
encenderlo, recuerdo que tenía cuatro ruedas en sus costados y una grande en la
punta de un carrizo que debía salir disparada por los aires y reventar en el
cielo.
Cuando la encendieron el propio maestro pirotécnico me ayudó a ponerla
en vertical y al cabo de un momento una ardiente candela se metió por el cuello
de mi camisa y se alojó en medio de mi espalda quemándome fieramente la piel,
que me obligó a soltar el maldito maguey para atender mi salud, entonces fue
cuando algún comedido que vio lo que me estaba sucediendo apagó la mecha
dándome palmadas en la espalda causándome más daño aun. Después un compasivo
borracho que me conocía se comidió a curar mi llaga soplándole tanto
aguardiente que me hizo salir gritando del quiosco en que andaba metido. Así
fue cómo perdí mi camisa, mi pellejo y el Sol de mi paga.
Por supuesto, como era la
natural costumbre de esos tiempos, de esa maldita desgracia que me sucedió
nadie más se enteró, menos mi mamá, pues yo mismo iba al tópico de la
beneficencia pública, contando mi desgracia, para que me curaran porque la llaga
era más o menos considerable. “¿Entonces es peligroso estar cerca de los juegos
artificiales?”, me preguntaban y yo les decía que sí, advirtiendo: ¨Porque te
puede saltar una chispa".
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