jueves, 15 de agosto de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (20)

[Los desfiles escolares]

Debo confesar que los desfiles escolares siempre fueron una maldición para mí y algunos niños más, porque a esa edad no podíamos comprender por qué en las Fiestas Patrias y los días festivos del departamento, la ciudad y otras tantas más, debíamos asistir a la puerta de la catedral o a algún sitio de la Plaza de Armas, perfectamente uniformados y mantenernos en la fila con el sol sobre nuestras cabezas por más de tres horas hasta que acabara la solemne y larga misa, y después tener que desfilar por varias cuadras delante de una tarima donde estaban subidas las autoridades, rodeadas por una expectante muchedumbre que en algunas oportunidades era el pueblo entero. Nunca faltaban los cuatro o más desmayos de algunos estudiantes que probablemente habían asistido sin desayunar.

“Wauuuuu”, ese era el final de un sacrificio que empezaba como tres semanas antes, donde ensayábamos el paso marcial que debíamos mostrar cuando nos tocará desfilar delante de la Tribuna de Honor. “¡UN, DOS! ¡UN, DOS! ¡UN, DOS!”. “¡No se olviden que el bombo es para el pie izquierdo!” “¡Alcen más alto la pierna!" ¿Acaso no son hombres?” “BATALLOOOÓN…PASO DE DESFILE......DEEE FRENTEEEE….ARRRRCHEN”. Pobrecitos el embanderado, los miembros de la escolta y los brigadieres, porque a ellos les exigían mucho, pero mucho más, y lo hacían de buena gana porque seguramente querían ser militares o a sus padres también les gustaba desfilar y por eso los animaban con mucho orgullo. Cuando los profesores consideraban que el ensayo de ese día había acabado, nunca se olvidaban de advertirnos que nos faltaba mucho más para lograr lo que ellos querían, y gracias al cielo finalmente ordenaban: "¡ROMPAN FILAS!". De allí salía volando para comprarme un refrescante chupete que aplacara la fiera sed que me producía ese afán.

Aun sabiendo que a muchos no nos gustaba ese sacrificio, a todos nos deleitaba que nuestros padres y demás familiares, especialmente nuestras mamás, nos felicitaran por el modo altivo, gallardo y distinguido, “con la mirada al frente” cómo habíamos marchado y que nuestra escuela fue la más sobresaliente de todas, y que de los batallones de nuestra escuela, nuestra aula fue la que mejor había desfilado, y que de todos los marchantes, mi hermano y yo fuimos los más, más. Eso no estaba nada mal, porque en mi niñez los halagos gratuitos no eran frecuentes, pues hacías lo que tenías que hacer, porque ese era tu deber y punto. A esta distancia de mi vida creo que esto último estaba bien, porque cuando abundan las marrullerías, muchos acaban creyéndose que son eso.       

 Foto del Internet
[Los paseos de antorchas]

Los paseos de antorchas. Esos sí que me gustaban a rabiar, porque me parecía maravilloso y hasta mágico, que de un momento a otro nuestras casi oscuras calles se llenaran de marchantes luces de colores, y nos solo eso, sino que podías conversar, cantar  y gritar a tu antojo. Entonces querías de todo corazón que tu antorcha siguiera prendida y alumbrando y que no se quemara como la de aquellos bellacos.

Mi primera antorcha me la hizo enseñándome mi padre, y lo hacía así, como muchas otras tareas de su oficio, porque era artesano y entonces debías necesariamente aprender a hacer de todo y para eso debía enseñártelo.  Era una estrella de cinco puntas. Primero obtuvo de un buen carrizo diez varitas de unos cincuenta centímetros de largo, y para que yo entendiera lo que iba a hacer tomó un lápiz y sobre un pedazo de papel, hizo un trazo diciéndome: “Primero un palo horizontal, otro palo que baja, otro palo que sube. Otro palo que baja y otro que vuelve a subir hasta encontrarse con la otra punta del palo horizontal”, y mágicamente tenía el dibujo de una estrella, y luego ató diestramente los primeros cinco palos hasta formar una estrella, y cuando estuvo formada la segunda, las unió por las puntas.

Después con unos palitos de unos veinte centímetros separó ambas estrellas por las uniones del pentágono que formaban su centro y así, gracias a dios, mi antorcha iba saliendo “gorda y grandaza”. Después en el lugar de uno de estos palitos engordadores encajaba el final de un carrizo de más de tres metros de largo que se unía fuertemente atada a mi antorcha dejando en su punta un candelero para la vela. Finalmente la forraba con papel de cometa del color distintivo que debíamos llevar los niños del “1ro. A”. Recuerdo que la primera antorcha que orgulloso y feliz paseé fue color amarilla y que mi padre le pintó unas letras negras que decían: “1ro. “A” - EPV Nº 661”.

Entonces mi antorcha brilló como ninguna en medio de las otras antorchas con formas de avión, helicóptero, barcos, flores de colores forradas con papel celofán, faroles chinos y muchas otras más. “No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa” había dicho el “Principito” de Antoine de Saint – Exupéry. Mi antorcha era la más bonita, la más luminosa, la única, porque era mi antorcha, y mientras la exhibía jubiloso, deslumbrado gritaba a voz en cuello: “¡Viva!” “¡Que viva!”, como respuesta a lo que gritando nos animaban los profesores.

Con el paso del tiempo aprendí a fabricar las mías propias y siempre fueron una estrella. Pero para esos años yo ya no era tan tiernamente inocente, pues esas antorchas jamás volvieron a mi casa, porque me dediqué con mucho entusiasmo a sumarme a la lucha de antorchas que se producían al final de cada paseo, sin importarnos los gritos de los maestros o de nuestros padres, porque no estábamos en la escuela, ni en la casa, y porque además las antorchas eran de nuestra factura y propiedad, y porque el carrizo era gratis y se podía arrancar en cualquier lugar de la campiña de este amplio valle.

Foto del Internet
[Las kermeses]

Otro recuerdo infantil que tengo de los tiempos de mi infancia escolar son las kermeses, que es una palabra que deriva del flamenco Kerkmisse, (de kerk, iglesia y miss, misa), que eran las fiestas parroquiales que se celebraban en Holanda, donde se rifaban objetos con fines benéficos. No sé cuándo ni cómo habría llegado esa costumbre a mi ciudad, pero el hecho es que, previa reunión obligatoria de los padres de familia, se convenía realizar una kermés, a fin de recaudar fondos para reparar o realizar alguna mejora a la infraestructura de la escuela.

La organización corría a cargo del Director, pero la realización era responsabilidad de cada profesor de aula y de los padres de los niños, quienes debían presentar un quiosco dónde debía venderse el potaje que ellos habían acordado preparar para esa actividad: arroz con pato, tallarín de casa con estofado de gallina y rocoto relleno, chicharrones con papas doradas, mote de maíz blanco y ensalada, caldo de gallina, carapulcra, etc., etc. El financiamiento, la elaboración y comercialización del potaje convenido estaba a cargo de los padres de familia, quienes acordaban poner la cuota necesaria para financiar su costo. La preparación estaría a cargo de la señora o señoras que habían propuesto ese potaje, pero contando con la ayuda de todas. El amueblamiento del quiosco y la atención a los comensales estaba a cargo de los padres de los niños, quienes en unos arranques de emoción se ofrecía: “Yo prestaré los cubiertos”. “Yo los platos”. “Yo una mesa,”. “Yo seis sillas”. “Yo tres bancas”. 

Nunca debía faltar el siempre ganancioso quiosco infantil plagado de pasteles, tortas de todas las clases, helados, chupetes, dulces, melcochas y un montón de postres, como tampoco el quiosco de gaseosas y cervezas que estaba a cargo de la directiva de la asociación de padres de familia.

Cuando los quioscos levantados sobre palos de eucaliptos con techos y paredes de retamas estaban adornados con banderines y cadenas de papel cometa y perfectamente amoblado con grandes mesas cubiertas de preciosos manteles y rodeadas de sillas y bancas, además de unos letreros grandes que ofrecían: “1ro. “A”  ARROZ CON PATO A LA NORTEÑA”. A eso de las diez de la mañana empezaba a sonar la festiva algazara  que generalmente era música criolla y tropical, lo que quería decir que ya estaba empezando la kermés.

Los padres de familia bien vestidos y  acompañados de su esposa, hijos y otros allegados iban asomándose a la kermés. Si mi aula había acordado preparar y vender arroz con pato, lo primero que hacíamos era dirigirnos a nuestro quiosco y comer por lo menos tres platos de nuestro arroz con pato, porque existía un concurso no concertado, de qué quiosco había agotado en el menor tiempo posible su guiso, para ufanarse que eso había sucedido porque era el más sabroso y apetitoso. Sólo después de eso podían antojarse de otro potaje.

Después que todos los quioscos se quedaran con las ollas vacías, podía decirse que había acabado el almuerzo, entonces era cuando los niños nos alborotábamos porque nos dieran dinero para consumir las delicias del quiosco infantil, comprar gaseosas en la “CANTINA” y jugar a las argollas para ganar chocolates, al juego de cuy para ganar plata, a la tómbola para ganarnos las bonitas cosas que se estaban sorteando o tumbar las latas para ganarnos un juguete. Después de eso como locos, loquitos nos dedicábamos a corretear por toda la escuela como si no la conociéramos.

A media tarde se organizaba una pequeña pero muy divertida gincana, donde en la carrera de encostalados, la carrera del huevo en la cuchara, la carrera de carretillas, el baile de la silla faltante, etc., participaban muy entusiastamente nuestros padres.

Cuando la tarde iba decayendo y los borrachos iban aumentando, aparecía una orquesta compuesta de los mismos músicos que tocaban en la banda del pueblo, pero esta vez vestidos de otro modo, y comenzaban a tocar la música bailable de moda, entonces los varones sacaban a bailar a las señoras y las damiselas. Ya cuando la fiesta se calentaba, unas damitas muy gentilmente se acercaban a los bailadores, para que previo pago, pegarles un ticket en el bolsillo de la camisa o en la solapa del saco, lo que les daba derecho a bailar hasta el final de la fiesta, que de niño nunca la vi, porque nos moríamos de sueño y como unos zombis empachados de golosinas y gaseosas andábamos por las calles reclamando: “¡Mi cama, mi cama!”. 

Algunos me preguntarán ¿y el Bingo?, solo sabré responderles que en los tiempos de mi infancia aun no existía ese juego en forma masiva y pública, sino cómo juego de salón en nuestras casas. Ya en mi adolescencia se aparecieron las máquinas de los bingos públicos que ofrecían suculentos premios, donde el negocio era vender un gran número de cartones de la suerte. Aunque conservaba algo del aire de la kermés de mi infancia, porque aún se vendían algunos potajes, cerveza y gaseosa, ya no era lo mismo, porque acabado el juego la gente se iba dejando un basural con sus cartones rotos y maldiciendo a los organizadores y al animador del bingo, porque según ellos, el juego había sido arreglado con los ganadores. 


martes, 13 de agosto de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (19)

[La escuela]

Después del kindergarden (guardería) o jardín de la infancia, que la mía estaba ubicada en lo que ahora es la Sociedad de Artesanos de Abancay, donde no recuerdo exactamente qué más hacíamos, además de dar vueltas en rondas y cantar, se vino la escuela porque le tocaba venir, pues mi mellizo y yo, ya habíamos crecido y cumplido los años necesarios para que nos abriera sus puertas.

En alguna parte del mes de marzo después del almuerzo se habló de matricularnos, y en uno de esos días nos cocieron unos simpáticos bolsones de tela con sus bolsillos para los lápices y una gruesa pretina de la misma tela, para colgárnoslo del cuello, cruzándonos el torso hasta quedar instalado a la altura de nuestro bolsillo derecho, porque éramos diestros. El primero que yo recuerdo era color kaki.

Bañados, bien peinados, con nuestros zapatos de puente bien lustrados, camisa impecable  y pantalones cortos, llenos de curiosidad, nos fuimos solitos a la escuela donde nos presentaron a nuestra “señorita” o maestra, nuestra aula, nuestra carpeta de color marrón que era para dos estudiantes. Tenía un escritorio ligeramente inclinado y en la parte superior mostraba a todo lo largo una canaleta para poner los lápices. Debajo de ese tablero había un cajón separado por el centro que servía para alojar los bolsones, la fruta o los juguetes que llevábamos a la escuela. Ya era un estudiante y desde aquella vez, nunca deje de serlo.


Durante ese tiempo, no recuerdo que mi madre y menos mi padre hayan ido a la escuela a enterarse como me desenvolvía en mi quehacer escolar, pero eso no quería decir que no se dieran cuenta de que en esa obligación estabas o no avanzando y quizá hasta destacando. Pues notaban que cantabas, recitabas y que con la vista pegada a tu libro “Coquito”, y apuntando con el dedo índice sobre sus grandes letras habías aprendido a leer: “a, e, i, o, u”, y más adelante les demostrabas que sabías contar del 1 al 10 y más.

Unos meses más tarde te sabias de memoria el abecedario y casi al final del año, siempre apuntando con el dedo índice sobre las letras de tu libro o tu cuaderno, demostrabas lleno de orgullo que habías aprendido a leer o casi: “m-a, ma, m-a, ma: mamá”, y así “papá”, “mi mamá me mima”, y esos primeros balbuceos que salían de las enseñanzas que muy seriamente te metías en la cabeza, y después gratamente sorprendidos veían que agarrando torpemente el lápiz, escribías “mamá”, “papá”, “pepe”, etc., y eso no era todo sino habías aprendido a garabatear el 1, el 2, el 3, el 4, el 5 y así hasta el 10. 


Otro conocimiento humano que me enseñaron en la escuela era el dibujo y el manejo de los colores. Un hombrecito se podía hacer con cinco palitos coronado con un círculo que era su cabeza. Una mujercita te salía con ocho palitos, porque había que hacerle su falda con un triángulo. Un caballo se hacía con diez palitos, pero si era más chiquito y sus orejas grandes te salía un burro, y si tenía la cola arriba y las orejas caídas podía ser un perro. Si este mismo perro tenía barba y en vez de orejas cachos era un chivo, y si tenía panza y su cola en forma de un espiral era un chancho. Pero si en vez de panza tenía un montón de espirales era una oveja.

También me encantaba dibujar varias caras con su pelo, su frente, sus ojos, sus orejas, su boca, si además tenía el pelo largo y a los costados, era una mujer. Para hacer un chino solo me bastaba poner dos rayas en vez de ojos y un triángulo sobre el círculo. Para un asustado los ojos grandes y los pelos en punta. Para un llorón lágrimas en los ojos y la boca para abajo. Para un emocionado atónito, los ojos y la boca en forma de círculo. En estos tiempos de redes sociales han aprovechado esos dibujos infantiles, para dizque inventar lo que ellos llaman emoticones y así ganar un dineral.  

Que maravilloso resultaba saber que combinando los colores amarillo y azul resultaba verde. Que el rojo + el amarillo, resultaba anaranjado. Que el azul + el rojo, resultaba morado. Y que echando más de este y un poco menos de aquello resultaba otro color. No había duda, las pinturas eran mágicas y se podía pintarrajear sobre el cuaderno blanco de dibujo todos los colores que podíamos ver, solo había que saber la combinación.

Cómo me gustó comenzar a dibujar y pintar el paisaje de mi pueblo, con los cerros elevados que lo rodean y el sol color amarillo lleno de rayos elevándose por encima de la cordillera, el cielo azul, las verdes praderas y los caminos marrones. Los árboles con sus verdes ramas y sus tallos color café, amarillas las chacras y el agua del río que bajaba desde la montaña, color celeste.


En las aulas de aquella escuela, gracias al afán cotidiano y bondadoso de mis maestros y maestras, desde las letras grandes de aquel mi primer libro, aprendí que existía una infinidad de mundos que nos rodean, que solo se necesita descubrirlos y hacerlos crecer dentro de nosotros, para que le demos gracias a la vida por tanta maravilla. Así desde esos tempranos años, aprendí lo bueno que era ser feliz y amar la libertad.       

Nadie, probablemente porque no sabían, te decía gratuitamente marrullerías, piropos o ternuras que te descocieran, eras un hombrecito y debía sentirte y ser tratado como tal, sin que ello quiera decir que no te querían, pues eso te lo decían con la comida, con el aseo de tu cama y de tu ropa, con los juguetes que te obsequiaban, con las golosinas que hacían para ti, con los permisos para hacer lo que tenían que hacer los niños: jugar, pero sobretodo alentar tu educación. Recordando eso se me vino a la memoria la frase de John Dryden, que dice: “Cuanto antes trates a tu hijo como un hombre, más pronto será uno”.


Un día mi madre se había encontrado en el mercado con mi maestra, y no sé exactamente qué es lo que le había dicho de mí, pero me dijo: “Tu señorita te quiere”, y desde ese día yo la quise más que ella a mí, cumpliéndole todos sus deseos, pero supongo que no era yo solo, porque cuando ordenaba: “¡”Estudien!”, todos estudiábamos porque nos habían explicado el valor del estudio. “¡Escriban!”, y todos escribíamos porque sabíamos lo bueno que era eso. Cuando nos decían: “¡Pórtense bien!”. “¡No corran!”. “!No hagan bulla!”, lo hacíamos de buena gana porque sabíamos que no era una orden para inmovilizarnos, sino para estar quietos pero atentos y siempre respetando a los demás y como no éramos brutos, pronto comprendimos que la escuela éramos todos: el director, los profesores, los alumnos el personal de servicio, la limpieza, el respeto y todo los conocimientos que aprendíamos para el resto de nuestras vidas.

Los años de la escuela transcurrieron tan rápido como lo hace un río debajo de un puente. Aun así podría escribir muchas páginas acerca de los gratos recuerdos que de su paso por mi vida aún sobreviven en mi memoria y mi corazón.

¿Fueron felices?, sí, porque toleraron todas mis travesuras gracias a que sabían que eso era parte de ser niños, y si algunas fueron atrevidas, solo me regañaron de un modo muy sutil, como buscando que me diera cuenta con la cabeza que eso no servía para mí, ni para nadie, porque era peligroso, molesto o tonto, y lo hacían con el objetivo de que no se me olvidara y por tanto no se repitiera. Confieso que gracias a eso aprendí a querer solo lo racional y lo bueno, y a Ser lo que soy a mi manera.

¿Fueron gloriosos?, sí, como sólo podrán serlo en la imaginativa cabecita de un niño y en los lejanos y melancólicos recuerdos de un viejo.

[Los paseos escolares]

Dos veces al año, por el día de la escuela y el día de la primavera, los profesores nos anunciaban que iríamos de paseo escolar. Recuerdo que mi primer paseo fue a un campo abierto que quedaba por las inmediaciones del “Arcupuncu”. Para esa ocasión mi madre me preparó un rico lomo saltado que lo sirvió en uno de los pocillos de un portaviandas de metal cubierto de porcelana blanca y lo tapó con un platito del mismo material, luego lo ató con una servilleta y lo puso en mi bolsón de tela junto a una taza del mismo material, y para mi sorpresa también puso una enorme botella de Kola Andahuaylina, sabor a limón, ¡que felicidad, para mí solito!, y varias frutas más y un par de melcochas. Lo mismo hizo para mi hermano.

            Aquella feliz mañana, salimos de la escuela en una larga fila de a dos en fondo, cantando a voz en cuello las canciones que nos habían enseñado: “De colores / de colores se visten los campos en la primavera / De colores / de colores son los pajaritos que vienen de afuera. / De colores / de colores es el arco iris que vemos lucir. / Y por eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí. / Canta el gallo / Canta el gallo / canta con el gallo / Quiri, quiri, quiri, quiri, qui / La gallina, La gallina con el cara, cara, cara, cara cara / Los pollitos, los pollitos con el pio, pio, pio, pio, pi / Y por eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí. / Y por eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí.” 

Y cuando los profesores notaban que alguno de los excursionistas comenzaban a fatigarse, nos ordenaban seguir adelante porque éramos hombrecitos y volvíamos a cantar a voz en cuello: “A pulgarcito le invitaron / a pulgarcito le invitaron / a dar un vue-vue- vuelo en un avión / a dar un vue-vue- vuelo en un avión / ¡¡Ole, ole, ola!! / y cuando estaba muy arriba / y cuando estaba muy arriba / la gaso-li-li-lina se acabó / la gaso-li-li-lina se acabó / y pulgarcito cayó al agua / y pulgarcito cayó al agua / y una balle-lle-lle-na lo comió / y una balle-lle-lle-na lo comió / ¡¡Ole, ole, ola!! / Pero amiguitos no lloren / no lloren, no-no lloren más / que pulgarcito se salvó / que pulgarcito se salvó / ¡¡Ole, ole, ola!!"

            Y así, canción tras canción, de pronto llegamos a nuestro destino. Después de una breve reunión los profesores nos advirtieron cual sería el espacio en el que podíamos movernos: “No más allá del cerco de aquella chacra porque su dueño tiene unos perros devoradores de niños. No más allá de ese molle. No crucen el río y no vayan más allá de ese camino porque se los pueden robar. Solo pueden estar en un lugar donde puedan vernos y nosotros también. Los que quieran pueden dejar sus fiambres a nuestro cuidado. ¡Rompan filas”. Pero nadie les dejó nada. “Y si se toman mi Kola Andahuaylina. No, eso no”, seguramente pensamos todos. Además nos advirtieron que ellos harían sonar sus silbatos para empezar a comer nuestros fiambres, porque no querían que alguien se comiera temprano lo que había traído y después ponerse a llorar por volver a su casa para la hora del almuerzo.  

Los grupos que ya estaban formados desde las aulas, comenzamos a corretear por aquí y por allá como unos demonios. Enseguida con el mío nos pusimos a jugar a hacer carreteras por los cerros, las llanuras y los barrancos de un enorme montículo de tierra cubierto de pasto, y por supuesto no faltaron los puentes sobre imaginarios ríos, y a la vera de esa vía, varios pueblitos. Esa carretera era gigantesca porque tenía más de 20 metros. Nuestros carros eran piedras rectangulares que según su tamaño podía ser un camión de carga,  un ómnibus de pasajeros,  una camioneta o un automóvil y de rodillas o echados movíamos nuestros coches con sus motores encendidos que decían: ¡¡ran, ran, ran….!! Como no era una carrera de automóviles podías hacer varios viajes de ida y vuelta.

            Cuando me aburrí de mi carro, me fui a caminar por la orilla del riachuelo que a partir de ese lugar comenzaba a llamarse “El Olivo”, para buscar una piedra más bonita que sería mi nuevo coche, entonces vi cómo unos niños de quinto año, jugaban a masacrar lagartijas y toda clase de insectos, especialmente a los huaironjos (moscardones), jesjentos (cigarras) y kaspicuros (insectos palo), desprendiéndoles con paciente sadismo sus alitas y sus patitas. A la lagartija la habían despanzurrado y cuando me acerqué para verla, uno de ellos me preguntó: “¿Tú te bañas en este río?” “Si, más abajo tenemos una poza”, le respondí. “Entonces te salvé la vida, porque este lagarto con el tiempo se iba a convertir en un cocodrilo que podía comerte mientras te bañabas”, como los demás se pusieron a reír, me alejé de esos malvados, y cuando todavía podía verlos les grité: "¡Pero yo soy Tarzán y tengo mi cuchillo!", para decirles que ningún cocodrilo me podía asustar.

            Al mediodía sonaron los silbatos de nuestros profesores. ¡Hora de almorzar! Sacamos lo que restaba de nuestra bolsa, porque las frutas y los dulces ya no existían y  de la Kola Andahuaylina que venía en botella de cerveza, ni una gota, así que solo nos faltaba echarle diente al lomo saltado. Después de devorarlo en un dos por tres, nos pusimos a patear una pelota de trapo que alguien había traído. Entonces vimos cómo poco a poco iban apareciendo los papás y las mamás de los mimados, para llevárselos personalmente a casa.

Fue entonces que el director de la escuela, como si fueran unos alumnos más, les dijo autoritariamente: “Señores padres de familia, los niños han salido de la escuela y en la escuela deben recogerlos”. Jugamos un poco más, hasta que sonaron los silbatos y los gritos de los profesores llamándonos a formación, y por las mismas calles volvimos a la escuela cantando a voz en cuello: Estaba el señor Don Gato Ron Ron / sentado sobre el tejado Ron Ron / tejiendo la media media ron ron  / del zapatito calado Ron Ron / En eso pasó la  gata Ron Ron con sus tremendos ojazos Ron Ron / El gato por darle un beso Ron Ron / cayo de techo abajo Ron Ron / Llamaron a los ratones Ron Ron / para que haga su testamento Ron Ron / De todo lo que ha robado Ron Ron / una barra de salchicha Ron Ron y dos pellejitos secos Ron Ron.” Mientras que los padres rescatistas seguían el desfile de los paseantes por las veredas.

            A partir de esa fecha, los profesores solían advertirnos que si no hacíamos las tareas, que si no veníamos limpios, que si no hacíamos caso a los profesores y no respetábamos a los compañeros, etc., etc., jamás saldríamos de paseo. En otro paseo nos llevaron a “Tinyarumi” que es una gigantesca roca errática que seguramente quedó varada en ese lugar luego del deshielo del nevado Ampay, que después supe que en la era glacial comenzaba en la laguna chica. Esa roca me pareció una montaña y al pie de ella me prometí que cuando sea grande la iba a trepar como lo había hecho con las rocas más pequeñas y que desde allí podría ver todo Abancay, todo Tamburco, todo Maucacalle, todo Chinchichaca y todo el mundo.


jueves, 8 de agosto de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (18)


[Nada era gratis]

Si querías que te dieran dinero para ir al cine, la piscina, comprar tiros, un trompo, helados, melcochas, revistas (comics), chupetes, pasteles, gaseosas, permiso para ir a bañarte en la poza que tenías en el río o jugar en las calles o en el campo con tus amigos, tenías que cumplir fiel y diligentemente, en primer lugar, las tareas escolares, el arreglo de tu persona y tus cosas, pero también los mandados a los mercados, las tiendas, esperar las cargas de leña, dar avisos a los vecinos o parientes cercanos y lejanos y para cualquier emergencia más.

No había nada gratis y de nada servía que fueras el “hijito lindo” de mamá o de papá. Te querían, de eso no había ninguna duda y el pago por ese cariño, era tu cariño y sobretodo tu respeto. No existía el amor paternal o filial que ahora recomiendan los libros de psicología o autoestima, solo existía el amor por el amor nomas, que era bueno como el pan nuestro de cada día. Porque a ellos, como a todos los demás vecinos del pueblo, sus destinos y el diario afán de trabajar para mantener a sus familias dentro de una sociedad semi feudal y una economía básicamente agraria, poblada de colonos, yanaconas, aparceros, huacchilleros, huasipongos de las haciendas y otros condenados de la tierra que no ganaban ni un solo centavo y que prestaban sus servicios personales por un plato de comida o por el usufructo de una mísera parcela dentro de los latifundios, no eran precisamente muy gananciosos ni placenteros. La vida en general era dura, pero eso no quería decir que no podían ponerle: “A mal viento, buena cara” e incluso a pesar de todo eso, disfrutar de sus días en medio de todas esas limitaciones.

Por hacer la tarea de la escuela, tal y como quería la maestra, no te daban un bocado extra, mucho menos un centavo, pues eso tenías que hacerlo sí o sí, sino querías ser un “burro” y que tus compañeros lo gritaran en la escuela o en la calle. De manera que tenías que ser “muy burro” para que te dieran una cuera por esa negligencia y que encima te insultaran públicamente, y sobre las otras tareas que debías hacer, lo hacías porque simplemente era la división del trabajo en la fábrica de hacer hijos, que era tu propio hogar. En mi casa fuimos ocho y ese era el promedio de todo el vecindario. Total los padres se consolaban diciendo: "Cada niño viene con su pan bajo el brazo", y las madres levantando los ojos al cielo: "¡Hay que cumplir la tarea que nos envía el Señor!", para señalar que cada embarazo era una bendición y la voluntad de dios, y no una falta de planificación familiar que por esos tiempos, ni el término existía.    

[Las compras en la tienda]

Temprano y por turnos íbamos a la tienda de don Oscar que estaba un poco más arriba de casa, a pedir: “Medio kilo de quaker, medio kilo de azúcar, seis barras de chocolate Continental” y otras cosas que adicionalmente te ordenaban. El tendero tenía un cuaderno donde en una de sus páginas estaba escrito el nombre de mi madre y anotaba la fecha 12-04-1960 y luego en líneas separadas cada uno de los pedidos con su peso, cantidad y precio, después cuando mi mamá pagaba, se escribía en una o dos de las hojas de ese cuaderno la palabra: CANCELADO y la fecha de cancelación, y la próxima vez tus pedidos empezaban en una nueva página. Dependiendo del cliente don Oscar solo podía fiar, una y máximo hasta dos páginas, jamás pasaba a la tercera, porque hasta ahí nomás llegaba su confianza.

Otro arrancaba volando a la panadería a por el pan para el desayuno. La recomendación era una panadería específica y un determinado pan. ¡Ay pobrecito de ti!, si comprabas en otro sitio o el pan que te viniera en gana, te ordenaban que lo devolvieras y en ese afán hasta tenías que llorar en la tienda para que te hagan caso. Desde pequeños aprendimos a saber que las órdenes eran las órdenes, y la obediencia, la obediencia, de manera que si no queríamos tener problemas debíamos hacer lo que se nos mandaba, pero no solo eso, sino en el plazo adecuado y de la mejor manera. Sobre este último punto, mi padre tenía una frase que la lanzaba a sus hijos, los peones y a cualquier persona que eventualmente estaba a sus órdenes: “¡Solo hay una forma de hacer las cosas!”, y cuando se le preguntaba de qué forma o cómo, respondía: “¡BIEN HECHA!”.

Como todo el vecindario, a las compras del mercado iban nuestras madres y los domingos con nuestras hermanas también, para que como mujercitas fueran aprendiendo el afán de comprar lo mejor al menor precio, y para lograr eso había que ser una consumada encantadora. Los sábados no, porque se estudiaba por las mañanas. Qué hacían o cómo lo hacían, no recuerdo, pero si me acuerdo que mi mamá debía hacer el mercado todos los días, porque en aquellos tiempos no existían las refrigeradoras de hoy. Había unas a kerosene, pero al parecer no eran muy fiables en cuanto a su funcionamiento o porque de un momento a otro podía no haber kerosene en las tiendas del pueblo, debido a que algún tramo de la carretera se había derrumbado. En buena cuenta comíamos todo fresco y sano.

[Las compras urgentes]

Recuerdo que cuando a mi madre o a mis hermanas se les había olvidado comprar algo en el mercado o porque en esos momentos se había agotado, a los niños nos animaban diciendo: “Mi obediente fulanito va ir corriendito al mercado para comprar un quesillo (dos rocotos, una chancaca, una lechuga, etc., pero nunca más de dos encargos) para que la comidita salga riquísima”. Y el fulanito, como un perro inquieto, saltaba diciendo que sí, pero con una condición: “Pero me compro una chicha blanca”. “No importa pero el encargo es para ahorita”. Entonces el chaski salía corriendo como un galgo, llegaba al mercado que estaba al frente del Palacio Municipal que tenía un bonita fachada de arco de medio punto, seguidos de muro de piedras labradas de manos o menos un metro de altura y encima de ellas unas elegantes rejas de fierro fundido, separadas por unas gruesas columnas de piedra; buscaba con ojo de águila el encargo, lo compraba, pero jamás se tomaba la chicha blanca, sino que se compraba casi un puñado de melcochas y llegaba a la meta jadeando, entregaba el encargo y se metía en el lugar donde le gustaba esconderse para disfrutar su ganancia.

[El servicio de luz eléctrica]

A pesar que por Ley Nº 7871 del 19 de octubre de 1933, se había consignado una partida de S/. 20,000.00 (una pequeña fortuna para esa fecha) para los fines de atender los gastos que demandaran los estudios y trabajos para la implementación del servicio oficial de alumbrado eléctrico, que dieron pie a que la Municipalidad de Abancay construyera lo que hoy diríamos una mini central hidroeléctrica en el lugar donde a la actualidad está ubicada la abandonada piscina municipal, que según los informes de esos tiempos, rápidamente quedó obsoleta debido al vertiginoso crecimiento de la ciudad, porque se había interconectado por carretera a las ciudades de Lima, Cusco y Andahuaylas.

Y también a pesar que mediante Ley Nº 11174, del 30 de setiembre de 1949, se aprobó un crédito suplementario ascendente a S/. 740,000.00, para que se cubriera los gastos que demande la construcción de la nueva central hidroeléctrica de Matará, por aquellos tiempos de mi niñez el servicio de luz eléctrica, era tan precario e irregular, que por mucho tiempo creí que ese servicio debía ser naturalmente así, y que la magia de la electricidad que acortaba la oscuridad de las noches y encendía las radios y los tocadiscos y permitía el funcionamiento del cine Nilo, tenía su propio humor, algunas veces alegre y duradera, pero lo malo era que cuando ya nos habíamos acostumbrado a su deslumbrante presencia, se iba porque le daba la gana de irse por semanas enteras, especialmente por el tiempo de las vacaciones.

Durante esos largos apagones debíamos acostumbrarnos a escuchar la cantaleta de los adultos que decían que la culpa la tenía: “El derrumbe del canal que llevaba el agua a las turbinas”. “Que una de las turbinas se fundió”. “Que un rayo destrozó la sala de máquinas”. “Que la central hidroeléctrica debía entrar en mantenimiento sino se fregaba todo”, incluso llegaban a echarle la culpa a los directivos y trabajadores de la empresa generadora de la energía, por ser los seres malignos que querían privarnos del servicio, y finalmente no faltaban los pesimistas que decían que el pueblo todavía no estaba preparado para tener electricidad, o sea al final la culpa acababa siendo nuestra.

Algunas noches sin luz me gustaban porque podía ver todas las estrellas del firmamento abanquino y la bonita y brillante luz de la luna llena. También me encantaba ver por la calle a algunos caminantes con sus lámparas a kerosene de color gris metálico con su tanque bajo del que salían dos brazos que se unían en la parte superior a una especie de vaso invertido y luego otro con varios agujeros para que entre el aire y salga el humo. Del tanque salía una mecha o quinqué plano de un tejido de algodón, que la mayor parte se hundía en el recipiente y solo un poquito salía hacia afuera para que se encendiera la llama que se podía graduar con una manecilla. Luego le seguía un tubo de vidrio hinchado por el centro que protegía la flama de los vientos o de la lluvia. Encima de todo, aquellas lámparas tenían un asa para transportarlas.



No faltaba algún noctivago que se daba el pisto de salir con un Petromax, que era una lámpara a gas de kerosene que encendía una pequeña bombilla de tela que se llamaba "camiseta" y que alumbraba con una potente luz blanca a casi veinte metros de distancia, y por eso las mariposas nocturnas volaban a donde fuera esa luminaria. Recuerdo que yo me sentía orgulloso que en mi casa tuviéramos un Petromax, me parecía un lujo.



También existían las lámparas de mesa que eran casi toda de vidrio. Su tanque con su asa como de una taza para transportarla,  encima de este adherido a un seguro de metal su bombona de cristal para proteger la llama, su mecha y la manecilla para controlarla. Por las noches en el comedor o los dormitorios veíamos cómo las mariposas nocturnas se quemaban las alas dentro de ellas. Estas lámparas que en esas épocas fueron las causantes de muchos amagos de incendios, ahora son muy apreciadas como elementos decorativos de una sala o un comedor.


No faltaban los lamparines que se les llamaban “mecheros”, que estaban hechas con latas vacías de leche evaporada o con las botellas tapa rosca metálicas de los medicamentos, que hasta un niño podía fabricarlas. Solo era cuestión de hacerle un hoyo en el centro y si eran de botellas el agujero debía ser en su tapa por donde debía salir la mecha que era un grueso pabilo de algodón, llenarlas de kerosene y meter el resto de la mecha en el envase, encenderlos y listo. Claro que después los artesanos los hicieron más vistosos y prácticos, coronándolo con una chapa de cerveza o gaseosa y agregándoles un pequeño tubito en el centro por donde aparecía la mecha, soldarle su asa de lata y pintarlas de vivos colores.



Por culpa de esa falta de luz, una noche que mi hermano y yo llegamos tarde a casa después de jugar hasta el cansancio en otro barrio, nos comimos una amarga sopa que estaba en una olla del fogón, que debido a la oscuridad, ni sal pudimos echarle. Al día siguiente mi madre me preguntó por qué no nos comimos el segundo que estaba en la sartén, yo le respondí que habíamos tomado la sopa que estaba en la olla grande. Al oír eso se rió de buena gana, después un poco afligida nos dijo que en esa olla había hervido los trapos que se usaban en la cocina, para finalmente acabar recriminando: "¡Eso les pasa por no llegar a la hora!"
     
[Lavar y planchar]

Lavar la ropa era la tarea familiar de todos los sábados. Se hacía manualmente y en el lugar más soleado del patio de la casa y con jabón de pepita, que los fabricantes obtenían del aceite que contenían las semillas del algodón. El jabón que me enviaban a comprar se llamaba COPSA que quería decir: Compañía Oleaginosa del Perú Sociedad Anónima. Se lavaba en bateas de madera, las había chicas, medianas y grandes.



La ropa más difícil de lavar era la de los varones. Esa no se podía frotar y por eso se lavaba en la misma batea, pero sobre una tabla y con una escobilla de paja muy dura insertada en un grueso pedazo de tabla. Me acuerdo que la restregaban con mucha energía una y otra vez hasta que saliera toda la tierra, la grasa y las manchas de las hierbas, mientras mi madre nos regañaba diciendo: “¡Qué fácil es ensuciar! ¿No?”.

En mi casa todos hacíamos ese trabajo. A los niños nos invitaban a frotar y enjuagar, y aunque solo remojábamos nuestras manos en las resbalosas lavazas y buscar que por aquí o por allá salieran algunas burbujas, mi madre nos advertía que desde niños debíamos aprender a ser limpios y el único modo era bañarse solos y lavar nuestra propia ropa, y nos daba esa tarea sólo para que supiéramos que el aseo de la ropa  no era ninguna fiesta, sino un pesado quehacer. Y en ese juego aprendí que las sábanas blancas y las fundas de las almohadas se lavaban aparte. Las camisas blancas, aparte. La ropa de color, aparte. Los pañales de los bebes que se hervían en jabón escamado, aparte.


En las lavazas que sobraba se remojaban de un día para otro las “suisunas” que eran los trapos que servían para limpiar la mesa, sacar las ollas del fogón, etc., que generalmente eran costales de harina o los restos de alguna ropa vieja.

Lavar las frazadas era toda una fiesta, porque nos íbamos de paseo a un lugar preferido de mi padre en el río Mariño y allí en una pequeña poza todos nos dedicábamos a pisar las cobijas bailando. Muchas de ellas eran tejidas artesanalmente con lana de oveja y pesaban un montón y mojadas pesaban diez veces más, pero también teníamos las seculares y famosas frazadas “Tigre” de Maranganí. Después las tendíamos sobre la copa de los arbustos que crecían en los alrededores.


 Sobre estas frazadas “tigre” me contaron este chascarro, y es que dos compañeros de trabajo se fueron en comisión de servicios a un pueblo, donde amablemente el Alcalde los alojó en su casa. Al día siguiente el alcalde se quejó a uno de ellos diciendo: “Anoche con mucha confianza he tendido sus camas con unas frazadas “tigre”, pero resulta que su compañero, me las ha cambiado por unas que no tienen los tigres, por favor dígale que me las devuelva”. “No se preocupe señor Alcalde, lo más seguro es que los tigres se han escapado, porque él no es ratero pero si muy apestoso. Tienda sus frazadas en el patio y verá como por la noche vuelven los felinos.”



Mientras esperábamos que las enormes frazadas se secaran, nosotros seguíamos jugando y bañándonos. Llegada la hora del almuerzo nos servían un rico escabeche de gallina y carne mechada metida en un pan común junto a un mate de alguna yerba medicinal que crecía por el lugar y para finalizar un plátano con otro pan común. Eso porque habíamos trabajado mucho. Ya avanzada la tarde volvíamos a casa con todo lo que habíamos llevado, pero esta vez limpiecito.

Después de algunos años aparecieron los detergentes en polvo y las bateas de plástico, entonces el jabón de pepita sólo se usó para lavar la ropa delicada o para hervir los pañales de los bebés.  


El planchado de las ropas se hacía los domingos por la tarde, o en cualquier momento de los días de la semana cuando las circunstancias lo exigían. Nuestra plancha tenía un depósito para el carbón que debían volverse brasas en su interior, y una tapa en su parte superior donde tenía un mango para el agarre que era de madera. En su parte superior delantera tenía un seguro para la tapa en forma de un gallo muy guapo. En su parte inferior trasera tenía un orificio y varios en sus laterales para que entre el aire y mantenga el carbón encendido. La tapa también tenía ranuras para ese mismo propósito.

Esta tarea también era muy laboriosa, pues mi madre tenía que llenar esa pesada plancha de fierro fundido con trozos de carbón vegetal, encenderlos y sacarla a la acera de la calle, que era el lugar donde sí corría el viento que podía avivar el fuego de los carbones. Una vez caliente cerraba la plancha con el seguro del gallo, y se ponía a restregar un grueso trapo para que la pulida base de la plancha se limpiara. Después de eso comenzaba su tarea entre el calor que despedía el artefacto y el humo que salía cuando se debía avivar las brasas. Primero planchaba las ropas de mi padre, después la de sus vástagos y al último, ya sudorosa y ofuscada por la humareda, las suyas propias.

Si estabas curioseando lo que estaba haciendo con ese fierro infernal, no desperdiciaba la oportunidad de enseñarte esa tarea: "Planchar es un juego de manos, primero hay que saber por dónde empezar a estirar la tela arrugada y después ponerle con cuidado la plancha.... y así poquito a poco hasta terminar, pero si te apuras o te descuidas lo quemas". Luego me mostraba la camisa perfectamente planchada. “¿Qué te parece? ¿Te das cuenta que planchar la ropa es como bañarse, andar bien vestido, limpio y bien peinadito?”. “Si mamá”.


lunes, 5 de agosto de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (17)


[El cine teatro Nilo]

“Nilo” se llamaba el cine-teatro construido por una pareja de inmigrantes palestinos, que habían plantado las raíces de sus vidas en Abancay y a quienes el vecindario llamaba “los turcos”, y eso mismo lo hacían en casi todo Latinoamérica con los árabes de cualquier lugar. Pero la verdad fue que los libaneses, sirios, palestinos, jordanos, armenios que emigraron a otras latitudes en búsqueda de libertad y  un mejor destino, lo hicieron con un pasaporte de la República de Turquía, razón por la cual cuando ingresaron a los países donde arribaron se les conoció con el gentilicio más mortificante para ellos: “Turcos”, porque estos jamás fueron ciudadanos de aquella república que surgió  en 1923, sino esclavos de  lo que fue conocido como el Imperio Turco Otomano que entre los siglos XVI y XVII, que fue su época de máximo esplendor, controlaba una vasta parte del Sureste europeo, el Medio Oriente y el norte de África, es decir, tres continentes. Esa mala costumbre pervive hasta la fecha, aun cuando los nuevos inmigrantes árabes muestran un pasaporte de un país y Estado independiente, claro está, excepto Palestina.


Aunque no lo tengo fijamente entre mis recuerdos, pero cuando leo o escucho la palabra “Nilo”, lo primero que se me viene a la memoria es el cine Nilo, por ejemplo cuando por primera vez leí el poema “El Golen” de Jorge Luis Borges: “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de “rosa” está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra “Nilo”. De modo que para mi memoria el Nilo no solo es el mayor río del África, sino un muy especial recuerdo mío.

Para mí el local del cine teatro “Nilo” era lo que más brillaba en todo el jirón Arequipa. Allí se metieron las mejores horas de mi niñez. Su fachada es de piedra almohadillada y tiene tres niveles. En el segundo piso que da a la calle Arequipa exhibe seis balcones. En el primer piso pasando por la calle tiene una vidriera y encima de ella una inscripción en piedra que reza: "NJA 1926",  quizá sea en homenaje a su dueño y aluda la fecha en que debía haber empezado su construcción. En ese escaparate se pegaba el poster de la película que se estrenaba ese día y a sus costados dos amplias puertas por donde se ingresa a un hall que tiene dos escaleras para bajar a la platea. Detrás de la vidriera estaba la boletería con dos ventanillas, una para los asientos de la platea y la otra para el “gallinero”.


El edificio tiene además dos puertas a sus costados que eran la entrada a dos tiendas. En mi niñez la de la izquierda era una peluquería-barbería y la de la derecha era un bazar de telas, joyas y otras cosas más que vendía su dueño y que solo podían saber los varones adultos, porque se trataba de armas de fuego y sus municiones. Además ese era el lugar de reunión de su propietario con sus paisanos que al igual que él habían acabado alojando sus huesos en Abancay, donde tuvieron sus hijos y sus nietos y otros numerosos “turquitos” más.  

En el hall de la entrada a la platea existían dos gruesas barandas de fierro donde nos apoyábamos para ver en las paredes superiores los carteles de los próximos estrenos: De aventura, de guerra, de romanos, de historia sagrada, del Oeste, de la selva, de Cantinflas, mejicanadas, pero también de las películas para mayores. Mientras veíamos esos carteles gritábamos con entusiasmo como si ese asunto dependía exclusivamente de nosotros: “¡Esa no me la pierdo!”, pero vaya a saber dios si llegarías a verla, pero si te portabas bien haciendo sin chistar todo lo que te pedían, y te deshacías en zalamerías cuando era oportuno, garantizabas tu presencia en su estreno. Sufrías todo ese suplicio, no porque tus padres eran pobres o tacaños, sino como hoy con los juegos del PlayStation, ellos también tenían el prejuicio de que toda esa espectacular fantasía que ofrecía el cinema podía zumbarte el "coco".   

Para ingresar a la platea se bajaba por dos amplias escaleras de madera que estaban pegadas a las paredes del edificio, que a unos pocos peldaños doblaban para encontrarse en la entrada de un vestíbulo. A la mano izquierda entrando estaban los baños para hombres y mujeres y a la derecha la sala de proyección de las películas. A la entrada de la platea te esperaba el recepcionista de los boletos y al ingresar tras una cortina granate te tropezabas con tres filas de butacas en bajada y al frente un enorme telón griego que se habría para los costados y que con su color azul capri con unas gruesas cintas doradas que lo cruzaban casi al final de su parte superior e inferior, cubría el ecran del cinema y el escenario del teatro. 
 
Para la galería o el gallinero, el ingreso era por otra puerta que estaba ubicada a la mano derecha entrando. Era un profundo corredor en bajada de casi dos metros de ancho y su piso era empedrado. Cuando llegabas a un portón de madera tenías que subir por la mano izquierda una gradería por donde llegabas a un pasadizo donde debías entregar tu boleto de entrada a la dueña que era una viejecita de cabellos blancos igualita a la Sarita García. Unos pasos más adelante estaba un baño rústico y a la mano izquierda empezaba la galería, donde todos felices se acomodaban y empezaban a hacer la bulla de los saludos o a lanzar las puntas con que se hincaban los mozalbetes, especialmente cuando veían que uno de su pandilla a lado de algunas muchachas había ingresado a la platea, para gritarle con nombre y apellido: "¡Pancho Rodríguez, aquí está tu lugar, calientito!" o "¡Pancho Rodríguez, te has caído a la platea, ojala y no estés herido!", decían esto último porque la altura era más de seis metros. Aquel bullicio continuaba sin parar hasta que empezaba la función.



Primero pasaban un aviso de Ley y luego los avances o lo que ahora llaman los tráiler de las próximas películas a estrenarse en esa sala, después congelaban un aviso que decía: “5 MINUTOS DE INTERMEDIO” y otras cosas como ir al baño y que estaba prohibido fumar. Cuando ese intermedio iba un poco más allá de los 5 minutos que rezaba el aviso, nos ponía en un coma de ansiedad que nos obligaba a gritar desaforadamente: “¡¡Hora!!”. “¡¡Hora!!” “¡¡Hora!!”, y todas las bullas más que hicieran falta para que la película empezara y por fin empezaba. Entonces nuestro tiempo de este mundo, de ese año, de ese día y esa hora se detenían para mandarse a mudar a la época de los salvajes, los romanos, los vikingos, los apaches, los vaqueros, los rancheros, la biblia, los egipcios, los castillos y otros tiempos antiguos, pero también a las guerras del siglo XX, y nuestro espacio abanquino desaparecía tragado por  los mares, los desiertos, las selvas, los grandes parajes nevados, el viejo Oeste americano, las ciudades antiguas y modernas, pequeños poblados, aldeas nativas, ranchos como haciendas, lejanos países y cientos de otros paisajes remotos más, sin faltar los escenarios de las sangrientas batallas, donde con toda naturalidad veíamos cómo los seres humanos se mataban o se morían heroicamente, pero menos mal que al final los buenos que siempre eran "gringos" alcanzaban las victorias y de paso se ganaban las chicas más valientes y bonitas.



Entonces nosotros ya no éramos nosotros, porque de verdad habíamos salido de nuestros cuerpos para meternos en la fantasía sin límites que nos obsequiaban los magos, los héroes, las bellas mujeres, los cantantes, los bailarines, los poderosos guerreros, los rudos aventureros y los animales inteligentes que solo les faltaba hablar. Y así pasábamos aquellos imperceptibles minutos metidos en la inmensa alegría que nos obsequiaba el triunfo de los héroes y por eso todas sus victorias las aprobábamos con un unánime griterío lleno de aplausos, pero también nos angustiaban hasta hacernos rabiar de verdad la ganancia de los malos. Y eso no era todo, pues también llorábamos frente a la desgracia y el dolor que suelen causar las injusticias, especialmente contra los desvalidos.

Y como si fuera por arte de birlibirloque, en medio de nuestras rabias y congojas de repente surgían las hilarantes y cómicas escenas o los disparatados eventos que nos provocaban grandes carcajadas hasta casi ahogarnos. Pero ahí no quedaba todo, pues también teníamos que tragarnos, masticándonos las uñas, los terroríficos episodios de alguna que otra película de miedo, que nos enseñaba que la purita maldad podía estar metida en el alma de las gentes y que podíamos no morirnos de viejos como nuestros abuelos, sino que alguien, como si fueran los “ñacachos” de nuestros cuentos infantiles, podía matarnos porque les daba la gana.


 
Para librarnos de esas malvadas películas aprendimos a  noticiarnos en nuestras nocturnas y callejeras reuniones, sobre qué películas eran “las buenas”, “las malas”, “las terroríficas” y “las imperdibles”. De esa experiencia cinéfila aprendí intuitivamente algo que después un libro de sicología me pudo explicar,  y era que todos tenemos  y compartimos hasta cinco emociones comunes como la alegría, el miedo, el humor, la furia, la pena  y algo que no podíamos explicarnos pero que existía: lo absurdo. Es decir que había y sucedían cosas y experiencias que no tenían explicación, pero que podían ser la puerta de entrada a cualquiera de esas otras emociones primarias.    

Pero si en el mejor momento de una escena que podía definir toda la trama de la película, sin cortarse la proyección, se saltaba aquel capítulo, entonces todos enfurecidos maldecíamos al dueño del cine gritando: “¡Turco ratero, devuélveme mi plata!”, “¡Turco ratero, devuélveme mi plata!” y el grosero y airado reclamo cesaba cuando otra vez la película se ponía interesante. A veces esos reclamos terminaban en insultos y groserías para los airados bulliciosos, sin que estos de ningún modo se quedaran callados, porque además en medio de la oscuridad nadie los podía reconocer. Debo confesar que en el "gallinero" del cine Nilo aprendí todas las groserías que después me sirvieron para ofender a los malcriados y algunas veces para defenderme de los mismos. Lo que resultaba muy gracioso era que aprovechando la oscuridad, muchas veces un mocoso de mi edad podía gritarle a un adulto majadero: “¡Cállate huevón!” y mientras nosotros celebrábamos a carcajadas esa inesperada ocurrencia, reptando se largaba a otra parte del "gallinero!", antes que el ofendido "huevón" viniera a sacarle su "mierda".


Si me pondría a contar sólo el título de cada una de las películas que llegué a ver en aquella mi añorada niñez, y que todavía recuerdo, se haría muy aburrido, pues fueron tantas y tantas. Unas eran de acción donde los “jovencitos” (los héroes) nunca se cansaban de hacer lo que querían. Las de aventuras en desiertos, mares, ríos, selvas, montañas, nieves, páramos, etc. Otras eran cómicas, dramáticas o de terror. Las musicales de Joselito que nos encantaba a los mocosos y las de Marisol y Rocío Durcal a las niñas, que según ellas eran dos irreconciliables rivales. Recuerdo que también gustaban  de los musicales americanos. Las de ciencia ficción como la serial de Flash Gordon.

Las guerreras, especialmente de la segunda guerra mundial con incontables tropas, gigantescos aviones bombarderos, ágiles cazas, monstruosos barcos de combate con enormes cañones, y panzudos submarinos que lanzaban rapidísimos torpedos que hundían desprevenidos buques. Donde los alemanes eran unos gordos tontos que solo se dedicaban a comer, fumar y a torturar prisioneros, mientras los héroes americanos que a pesar de la oscuridad de la noche se metían a sus bases militares, navales, aéreas y de submarinos para dinamitarlo todo, rescatar a sus compañeros y quedarse, con besos y todo,  con las chicas más guapas de la historia.



También vi las películas del Oeste americano, donde el “jovencito”  tenía el caballo más lindo, más veloz e inteligente de la película y que desde su cabalgadura o debajo de una enorme carreta, con solo un revolver al que jamás se le acababan las balas, mataba cientos de apaches que haciendo una bulliciosa ronda iban montados a pelo en poderosos pintos y mustangos. O aquella que mostraba un pueblo de una sola calle con casas de dos pisos, cuyos edificios principales eran un banco que siempre asaltaban, la oficina de sheriff con cárcel de donde los malos y el "jovencito" con la ayuda de su caballo siempre se escapaban, una funeraria a la que nunca le faltaba clientes y una cantina. En ese bar cantaban y bailaban unas mujeres vestidas de rojo y negro exhibiendo sus largas piernas con medias de malla negra y sus bombachos calzones, y donde, por cualquier motivo, el "jovencito" se peleaba con más de seis malosos a quienes los masacraba a puñetazo limpio,  y aunque también recibía buenos “kekos” y terribles “wacapanasos”, ni siquiera se despeinaba; y, finalmente por esa misma calle entraban decenas de bandidos unos con caras de malos y otros de mejicanos para asaltar el pueblo y desde las ventanas y balcones sus moradores de todas las edades les disparaban a matar. En esa misma calle lo que te paralizaba el corazón eran los duelos entre el bueno y el malo que se desarrollaba lentamente y con una tenebrosa música de fondo, cuando de pronto en medio de ese suspenso, silbaba el ruido de un balazo, y después de proyectar en toda la pantalla el rostro sin dolor de los duelistas, caía el malo. 



Algunas veces vi otro tipo de películas que a los joros no nos gustaba tanto, pero sí a las jovencitas y las amas de casa, y especialmente a los moradores de la campiña, eran las lacrimosas mejicanadas. Generalmente eran en blanco y negro y ambientadas en ranchos y haciendas y plagadas de trágicas historias de amor no correspondido. Estaban llenas de serenatas, balazos a pie o en caballos, peleas a puñetazo limpio y amorosas canciones lanzadas al aire con melodiosa voz por charros cantores o lindas señoritas, como esas que decían: Deja que caiga la luna / deja que se meta el sol / para decirte cositas / muy bonitas corazón/….” o está otra: “Noche de ronda / que triste pasa, que triste cruza por mi balcón / Noche de ronda / como me hieres, como lastimas mi corazón / Luna que se quiebra, sobre las tinieblas de mi soledad ¿A dónde vas? / Dime si esta noche tú te vas de ronda como él se fue ¿con quién está? / Dile que lo quiero, dile que me muero de tanto esperar, que vuelva ya /….” o esta: “Amorcito corazón / yo tengo tentación de un beso / que se brinda en el calor / de nuestro gran amor, mi amor /…” o la mundialmente conocida: “Bésame, bésame mucho / como si fuera esta noche / la última vez / Bésame, bésame mucho / que tengo miedo a perderte / perderte después /…” y muchísimas más que muchos de ustedes recuerdan mejor que yo, porque de algún modo a su tiempo o todo el tiempo les han roto el corazón.



En los comentarios que las señoras hacían sobre estas películas, se sentía la enamorada admiración que tenían por Pedro Infante, Jorge Negrete, Luis Aguilar, Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova, y un auténtico respeto por la calidad actoral de María Félix, Dolores del Río, Kati Jurado y Sara Montiel. Entre los cómicos que sí nos gustaban a los joros y a todo el mundo estaban Mario Moreno “Cantinflas”, Germán Valdez “Tintan”, Antonio Espino “Clavillazo” o Adalberto Martínez “Resortes”.



También este cine era un teatro, donde de vez en cuando, dentro de una gira nacional, se presentaban las obras de teatro clásico protagonizado por los famosos actores y actrices nacionales de la Asociación de Artistas Aficionados (AAA) de Lima. Algunas veces también se presentaban  cantantes con cartelera nacional, ya sean de la música criolla o del folklore andino. Aun todavía deben estar pintados en las paredes de la pieza que hacía de vestuario, los nombres que como recuerdo de su actuación dejaron los artistas que pasaron por el escenario del buen Cine-Teatro “NILO”, que para su tiempo fue una infraestructura muy moderna y hasta elegante, que tenía entradas para el escenario, un proscenio, un foso para la orquesta y una gran platea.


Por su parte el pueblo no se quedaba atrás porque en sus tablas los colegios presentaban las veladas-varietés, donde los artistas locales de todas las edades ya sea cantando, bailando, declamando poesías o actuando entretenían al vecindario que asistía para contribuir con una buena causa, porque las entradas se vendían pro-esto o pro-aquello.     

Ya sea a colores, en blanco y negro, mudas o sonoras, hay películas que jamás olvidaré, y si se me ocurre repetirlas, alguna de ellas puedo bajarlas con la magia del Internet, y volver a sentir con nostalgia, la misma alegría y entusiasmo que me ofrecía la galería o la platea de mi CINE NILO. Después aunque ya existía, gracias a una nueva administración se puso de moda el cine Municipal que estaba encima de los arcos del Palacio Municipal, y más tarde inauguraron en el jirón Tarapacá uno que se llamaba Julmar, pero esos ya fueron tiempos de mi adolescencia que no es mi propósito referir en estas remembranzas.  

Cuando acabé de terminar esta grata reminiscencia del cine de mi infancia, me acordé de una graciosa anécdota que ya en la adolescencia nos ocurrió una noche a mí y a mi patota al salir de ese local, y es que habíamos asistido a la proyección de una interesante película, por supuesto y como casi siempre en el “gallinero”. Pero como no queríamos que las chicas que nos gustaban se enteraran que éramos unos misios y que andábamos allí arriba mezclados con los pobretones del pueblo, minutos antes que acabara el filme salíamos volando de ese lugar, y ya afuera aparentar que estábamos saliendo de la platea o simplemente largarnos lejos de ahí.

Pero esa noche, como siempre salimos volando casi al final de la función y ya en la puerta nos llevamos de encuentro a un robusto caballero de más de 50 años de edad que no conocíamos, quien perdiendo el equilibrio en la acera acabó cayendo de espaldas en la calzada. Después de provocar ese inesperado accidente, seguimos corriendo más veloces aun, para no enterarnos qué avería le habríamos causado.

Al día siguiente, disciplinadamente formados en el patio de honor del colegio, nos comunicaron que a partir de ese día se haría cargo de la dirección  de la Gran Unidad Escolar  “Miguel Grau” de Abancay, un respetado profesor que llegaba desde la otra provincia. La ceremonia de esa presentación fue con los tradicionales “bombos y platillos” que obligaba la ocasión, donde casi todos nuestros profesores nos presentaron al nuevo director, por medio de discursos, poesías, canciones y los desgastados y hasta aburridos sketchs cómicos que de memoria se habían aprendido algunos alumnos.

Después de todo eso que ya conocíamos hasta el aburrimiento, para finalizar la ceremonia, habló por fin el nuevo director, quien luego de acabar su emocionado discurso, acotó con algo de cólera en su voz: “Anoche cuando caminaba por las inmediaciones del cinema de esta ciudad, un grupo de salvajes me atropellaron violentamente hasta hacerme caer y provocarme un fuerte golpe en la cadera. ¡Espero que esos forajidos no sean de nuestro glorioso colegio! ¡Muchas gracias!”.

Lo que a mí me resulta gracioso es que el ex Instituto Nacional de Cultura – INC mediante Resolución Directoral Nº 1129-2001-INC, del 06 de noviembre del 2001, haya declarado como Patrimonio Cultural de la Nación en la categoría de ACD (¿?) al CINE TEATRO NILO, ubicado en el jirón Arequipa Nos. 203 al 211, y que luego de casi 18 años, el hoy Ministerio de Cultura no haya hecho absolutamente nada para procurar su expropiación, previo pago a sus nuevos propietarios del justiprecio de su indemnización, para que antes de que el tiempo lo destruya como ya se nota, disponer su puesta en valor para los fines culturales de la ciudad de Abancay. ¿Para qué sirve el Canon Minero?