lunes, 10 de febrero de 2020

LOS GALLEROS



DEL ANECDOTARIO ABANQUINO

(Narraciones de la Zona de Emergencia)

Tras largos días de afanosa búsqueda y ruegos a socios y prestamistas, recién comienzan los afanes propios del gallero. Careos, alisamiento de plumas, ejercicios para reforzar las patas, ejercicios para aligerar las alas, la dieta especial del combatiente (ajo, limón, miel, vinagre de manzana,  cafeína, neurobión o complejo B alfa, cocacola, etc.), pero sobretodo los ejercicios espirituales del entrenador para tomarle fe al gallo y fijarle una buena bolsa, aun cuando la iluminación total solo llegará cuando se conozca al rival, que invariablemente será menos fino y menos aguerrido que su gladiador.

Domingo por la mañana, cada quien camina al coliseo con mucho o poco entusiasmo, según el contenido de sus bolsillos. Hay que llevar dinero para apostar, dinero para beber, dinero para invitar a beber. Los buenos galleros no pueden ser unos pobres pelagatos porque ésta es una afición de caballeros, de gente decente, de hombres de ley, palabra y honor. De modo que en este selecto círculo social no hay cabida para los menesterosos, menos aún, para los sinvergüenzas. "¡Si quieres chupar, chupa, pero no andes jodiendo".

El dueño del coliseo es un mandarín en su cancha. Cobra las entradas, vende la comida y la bebida solo para su provecho. Nadie le discute ese derecho, sino que gracia tendría haber montado ese invento. El trofeo es donado por algún próspero aficionado como respuesta a un cálido oficio. Su tamaño y su valor reflejarán su autoestima, además de convertirse en señal de su potentado y riqueza. Esta parte importante del campeonato está asegurada por varios años, porque los vanidosos donadores están muy lejos de extinguirse en este medio, donde la mejor tarjeta de presentación es exhibirse sin pudor. Pero a pesar de ese y otros defectos que tiene la reunión, todos se aparecen en la fiesta trayendo alegremente sus gallos entre sus brazos o en huililas de marroquí o cartón, las apuestas en los bolsillos, la sed en la garganta, la fe en la mente y el corazón y detrás de todo, la familia. El anfitrión recibe a todos con grandes muestras de cariño, amistad o respeto, según sea: un familiar, un amigote o un ilustre desconocido.

Después de enjaular a los gallos y acabar de saludar amablemente a los que les saludan, por fin todo está en orden. El juez en su lugar tratando de dar confianza a los aficionados, aunque por algún rincón persista un malévolo comentario que asegura que no es muy experimentado en esa no muy bien reglamentada afición, y porque siendo criador y aficionado del pueblo, no podría dejar de estar parcializado con algún galpón local. Pero como todos han venido a jugar sus dineros a las patas de sus emplumados, el juez pasa inmediatamente a segundo plano. En las graderías el respetable público va reuniéndose en grupos de hinchas de cada uno de los galpones, pero también están los aficionados que por la libre, juegan por fuera y por su cuenta. Si ganan se emborracharán con su utilidad. Si pierden se irán a unir al grupo que va ganando, porque ahí es donde está garantizada la abundancia de cerveza, pero ninguno se irá antes de que toda esa plumífera reunión termine. Los galleros en las puertas de acceso a la cancha repartidos en agarradores, amarradores y guardianes de navajas, y el ardiente sol del mediodía encima de todos, exigiendo más cerveza.

¡Sorteoooo!! Primera rueda, cuatro peleas. Dos buenas y dos malas. Las buenas entre grandes rivales; las malas entre los mismos socios, así que sacarán gallos chauchillas y sólo a los apostadores les importará el resultado. Primera pelea, ganan unos y pierden otros. Más cerveza porque se ganó, más cerveza antes que se pierda todo. Mientras el sol va quemando las abarrotadas graderías, el público se reacomoda de acuerdo con su sed. Segunda pelea, vuelven a ganar unos, otros devuelven las ganancias. Más cerveza porque la tarde está cervecera. Tercera pelea: ¡Muy buena!, hasta los perdedores brindan por ella.

Mientras tanto el sol comienza a inclinarse hacia el poniente, el ambiente se inquieta con el olorcito que esparce sobre el ruedo la comida de la esposa del dueño del coliseo. Las aficionadas se olvidan de los gallos para rondar ansiosamente el perol de chicharrones, que se acaba más rápidamente que la cuarta pelea, que para terminar exigió diez careos y mucha más sangre sobre el ruedo. El juez no está para atender los reclamos que le vienen de aquí, ni enfadarse por los insultos que le llueven desde allá. Cerveza, más cerveza para calmar el indignado sofocón o para celebrar la casi imposible victoria.

Mientras las sombras están alistándose para devorarse por fin al impertinente brillo que achicharró aquellas ebrias cabezas, y en tanto se preparan los detalles de la semifinal, surgen los gallos de la discusión en las graderías, para confundir más los pormenores del discutible fallo. "¡Que no plantó pico!", "¡Que si plantó!", que estaba pisado, que estaba patas arriba, que estaba muerto, que debió seguir la pelea. "¡Que mierda sabes tú!". "¡Y tú que mierda sabes, si ni siquiera eres criador!" "¡Pero no soy misio como tú, huevón!" Y desde algún oscuro rincón unas malvadas voces incitando la bronca: “¡Huyyyy no me dejo!" " "¡Sácale la mierda a ese malcriado!”, como queriendo que se inicie una trifulca solo para fregar al dueño del coliseo  que se está abrochando de lo lindo con tanto negocio.

¡Pitazo en la arena!, se anuncia la presentación del Conjunto Musical Ampay, tocando una sabrosa marinera. El anunciador invita al padrino donador del trofeo para que escoja su pareja. Baile en el ruedo. Palmas del aficionado. Un borracho salta a la cancha y desafía a las señoritas para que bailen con él una verdadera marinera norteña. Como ninguna responde, el bailarín un poco contrariado, mira otra vez a la fémina afición y nada. Después pregunta al conjunto musical si saben interpretar una verdadera marinera norteña, los músicos responden que no, entonces el borracho recupera su temple de borracho y les grita: "¡Qué van a saber ustedes una marinera norteña, serranos de mierda!". Risas y aplausos del público, menos del dueño del coliseo que no le parece divertido que insulten a sus invitados.

Para salir del apuro los músicos anuncian que tocarán un popurrí de vals criollos de rompe y raja y comienza a escucharse los compases de "Morena" de Alcides Carreño seguido de "Noche Criolla" de Amparo Baluarte y Nicolás Wetzell y al compas del  "Callejón de un solo caño" de Victoria y Nicomedes Santa Cruz, se reanuda la discusión sobre la muerte del gallo de la cuarta pelea que estuvo a punto de concluir con grandes elogios, sino fuera por el anuncio del sorteo para la semifinal.

¡Sorteoooo!” Cuatro gallos, dos peleas. ¡Muy buenas!, grandes rivales, casi enemigos. Más cerveza por esto que se pone bueno. Más música porque los galleros salieron disparados hacia los cuatro puntos cardinales de la ciudad a buscar sus mejores gallos. Tienen como máximo veinte minutos de plazo, aunque después ese afán dure casi una hora. Baile general en el ruedo, porque los emocionados galleros se complacen en sacar a bailar a las esposas de los aficionados que andan completamente borrachos discutiendo sobre el temple de las navajas, el tamaño de los huevos de los ajisecos o si el neurobión es bueno inmediatamente antes de la pelea, y otros importantes temas sobre la ciencia y el arte de la gallística, y si esa discusión persiste de seguro acabarán durmiendo su embriaguez en plena tribuna, entonces no faltará un gentilhombre que ayudará a la pobre señora a cargarlo hasta su casa y luego echarse juntos un reparador descanso.

El dueño del coliseo invita a bailar a las menos pensadas, desde una niña de diez años hasta una anciana bastante conservada para sus ocho décadas. El Conjunto Musical Ampay toca huaynos, polcas, cumbias, vals criollos, baladas y rancheras. Todo se baila.

Primera pelea de la semifinal. Los galleros muestran a los emplumados  dioses de la tarde. Hermosos, lujosos, épicos y nerviosos. Escarban la arena y cantan. Con sus miradas altaneras desprecian a los que van a blasfemarlos con sus ridículas apuestas. Un borracho, grita: "¡100 a la derecha!", otro le responde "¡Pagado!". Así comienza una serie de apuestas que tienen por objeto "pelar" al adversario. Los dueños de los gallos se reservan las más  grandes y jugosas. 150 segundos después gana "Bandido" el gallo de la derecha.

Los buenos aficionados se levantan de sus asientos y van a pagar  lo perdido. Los medio-aficionados, hacen señas para que su ganador venga a cobrarles. Los malos aficionados se niegan a pagar, hasta que toda la tribuna le obliga a desembolsar. Los sinvergüenzas se escabullen hasta que pase la fiebre de las cobranzas, para aparecerse en otro lugar haciéndose los locos.

En el preciso momento en que el dueño del coliseo está por anunciar la segunda pelea de la semifinal, comunica al público la presencia del Jefe del Comando Político Militar de la Zona de Emergencia, del Prefecto del departamento y del Alcalde Provincial, para quienes pide un fuerte aplauso, pero sin decir que gracias a los primeros todavía se pueden hacer peleas de gallo en esta convulsa Zona de Emergencia Político Social , y que gracias al último el espectáculo no paga ningún impuesto. Al ver que estas personalidades han desaparecido del escenario, alguien comenta maliciosamente. "En ese cuarto el dueño del coliseo tiene preparado un banquete para esos pendejos donde no faltaran las chupilonas que hace un ratito estaban por aquí".

Por ese gusto, más cerveza. Porque gané, más cerveza, porque perdí, una cervecita. Guerreros a la arena. Las apuestas son cada vez más fuertes porque los grupos de comprometidos con ambos galpones quieren alardear con un contundente desafío. "¡Galpón Las Malvinas Son Argentinas, cinco mil", grita un improvisado tesorero. "¡Pagado!", responde otro mostrando un fajo de billetes. Después se hacen las apuestas menudas y hasta en cerveza. Dos gallos erizados saltan al aire en medio de un silencio acorralado por un coro de gritos ahogados. Una nubecilla de plumas, dos gallos caen, los dos van a morir. La más larga agonía ganará. Los apostadores tampoco ocultan su agonía, para eso han venido. ¡Pitazo Final!, gana el gallo de la izquierda, salta el dueño y con él todos sus socios, el júbilo se expresa en gritos, risas, abrazos y besos a las plumas del gallo muerto.

Se pagan las apuestas. Un sinvergüenza pide al juez, justicia para que le pague un mal aficionado, pero cuando el juez le ordena mostrar el dinero de su apuesta éste le dice que su amigo le iba a prestar si es que llegaba a perder, el juez le dice que entonces cobre su amigo y se acaba el asunto entre risas y tapitas de cerveza y puchos de cigarros que le llueven al conchudo. Otro explica a su ganador que no ha apostado diez sino tres, y solo paga tres porque no quiere gratificar a ningún borracho sordo. Más cerveza, mucho más para los ganadores. "¡Salud por los gallos!" brinda un aficionado. "¡Salud!", le responde un coro improvisado.

Ahora el Conjunto Musical Ampay es un coro ebrio que canta en una esquina del ruedo huaynos de carnaval. La riña de gallos es una fiesta interrumpida por la aguardentosa voz del dueño del coliseo que anuncia emocionado hasta los tuétanos, la gran final del Campeonato de Gallos de Navaja en homenaje a don Alberto Amador Tarazona que así se llama el donador del trofeo valorizado en 1,000 soles. Aplausos para el orgulloso padrino. "¡Presentar gallos!", ordena ceremoniosamente el juez, que todavía puede aparentar lucidez dentro de su discreta embriaguez.

Aparecen sobre la arena las llamas móviles de un fuego divino. Los que van a ofrecer sus vidas sacuden su presencia y entonan sus ancestrales clarinadas, mientras los aficionados tiran sin pudor a sus patas, el sudor de sus frentes. 10,000 soles costarán el final de esos manojos de nervios emplumados. Un silencio atormentado amenaza con derrumbarse a la primera arremetida. Mientras los que van a luchar por sus vidas alistan sus fieros ataques, y de repente  en una pequeña fracción de segundo, semejante a uno de los latidos de sus corazones, revienta una selva de gritos primitivos. "¡¡¡Mátalo!!!" El ajiseco de la derecha acomete como un puñal asesino regando fieramente la sangre ajena, en menos de la mitad del tiempo que dura su cantar. ¡Pitazo final!, se acabó el campeonato.

El juez puede por fin sentirse borracho. Vivas al ganador, aplausos para todos. "Rambo" tendrá derecho a la posteridad. El dueño del coliseo que también es el tenedor de la bolsa, entrega el dinero al ganador exigiéndole que invite varias docenas de cerveza a la sedienta afición. Se entregan los trofeos entre discursos, emocionadas lágrimas, muchos agradecimientos y muy efusivos abrazos.

Por ahí un borracho cachaciento, a viva voz le pregunta al dueño del gallo campeón. "¿Doctor, qué pastillas le da a sus gallos para que sean recontra asesinos?". El aludido le responde. "Unas pastillitas amarillas". "¿Cómo se llaman, doctor?", vuelve a preguntar en tono de súplica. "¡Maíz, pues huevón!", le responde y todos se ríen a mandíbula batiente.  

Los músicos se han convertido en directores de varios coros que cantarán mientras corran los tragos. Al mismo tiempo por otro lado comienzan los doctos comentarios y los debates más sustanciosos de la materia gallística. Alguien dice que los huevos de los gallos giro son azules y otro le responde que está cojudo que esos huevos no son azules, sino verdes. Otro dice que un gallo fino demora en topar y alguien contesta: "¡Qué sabes tú de gallos, cuyero!". Poco a poco se van erizando todas las ganas. Quién habrá meado en la sombrilla que la esposa del juez dejó apoyada en el tronco de aquel árbol; un chiquillo que disfruta de la súbita y pública generosidad de su padre, acusa a "¡Ese!".

Los ánimos están encendidos porque salieron desde su oscuridad las frustraciones, los  odios, los rencores, las envidias y la desgracia de vivir en un pueblo azotado por la extrema pobreza, el desempleo, la corrupción, el abandono, la no muy velada discriminación racial o el desprecio del que tiene dinero, y para su mayor desgracia bautizada como “Zona de Emergencia”, donde se pierde lo poco que se tiene o no se gana la nadería que se aspira.

Nadie sabe cómo, pero aquella rabia contenida estalla en una masiva reyerta de todos contra todos. Los Millaypuma, como siempre los cobardes, todos contra uno solo. La primera guitarra se rompe en mil pedazos, sólo queda el llanto impotente y furioso de su dueño. Los gallos de aquellas ebrias almas andan sueltos y su fiereza ataca y daña a los más borrachos. Las mujeres azuzan a sus maridos cuando pueden vencer y los protegen cuando deben perder. El dueño del coliseo grita desesperadamente por el altavoz: "¡Cuidado con los parlantes!", "¡No se roben las ollas, los platos ni las botellas!" "¡Oye huevón, no orines en el perol!" Gritos, maldiciones, quejas de dolor e impotencia. Grupos en desbande.

A los dos policías que están en la puerta para nada les interesa para poner fin a esa adefesiosa camorra, porque si estos galleros pueden aplaudir y vivar a los gallos que armados de filudas navajas entregan sus vidas, bien pueden estos también tener su propia pelea y dentro de ella, ganar o salir corriendo. 

La tarde gallera ha sido normal. Las apuestas de esta pelea se pagan al día siguiente  en la policía. Tres costillas rotas, un brazo zafado, varias narices torcidas, algunos dientes sueltos y muchos ojos morados acabarán sus dolores el próximo domingo a la misma hora y en el mismo coliseo. 

           Los que ofrecieron sus vidas, han sido vengados.