miércoles, 18 de septiembre de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (25)

[Los helados, los chupetes y las raspadillas]

Los primeros hielos que conocí llegaban en caballos desde un lugar que los antiguos moradores de las faldas del Ampay y los colonos de la ex hacienda Patibamba llamaban "Rityhuactana" (donde se golpea la nieve), que quedaba en una de las lenguas del nevado del Ampay. Según supe después, en tiempos precolombinos, esos hielos extraídos de los Apus nevados eran considerados medicinales.

Los traían en dos bloques de aproximadamente 70 centímetros de largo por 30 de ancho y otros 30 de alto, envueltos en paja, sujetados por sogas a ambos costados de los caballos, para venderlos en los lugares donde se dedicaban al oficio de fabricar helados, chupetes y raspadillas.

Recuerdo haber visto que dentro de un barril de madera de unos 30 a 35 centímetros de diámetro por 70 de largo, se colocaba uno más pequeño hecho con una lámina de zinc (calamina), dejando un espacio de entre cinco y siete centímetros donde se ponía el hielo picado en trozos, ni muy grandes ni tan pequeños, mezclado con sal granulada, para que empiecen un juego de temperatura y conservación.

Dentro del cilindro metálico ponían un batido de leche mezclado con el dulce jugo de una fruta. Ese sumo podía ser de fresa, lúcuma, coco, mango, vainilla, chirimoya, chocolate y otros que no recuerdo, pero que mostraban maravillosamente sus colores amarillos, verdes, blancos, cafés, rosados y otros deliciosos tonos. Después el heladero, que era un mago para mis ojos, le daba vueltas al cilindro de zinc, para que se enfríe bien y al cabo de unos segundos todo ese jugo se convertía en una crema de helado, que nos lo vendía de a diez o de a veinte centavos en unos muy deliciosos, tostados y crocantes barquillos artesanales, pero si preferías podía vendértelo en tu pan común y te daba una yapa por el ahorro del cucurucho.

Por la avenida Arequipa había unas señoras, hermanas creo, que hacían un súper especial helado de lúcuma, hecho en una maquinita artesanal que consistía en un tambor de unos 20 centímetros de diámetro por 40 de largo que contenía el hielo y la sal granulada, y que giraba gracias a un eje que se montaba sobre dos soportes ubicados en sus extremos. En el extremo derecho tenía una manivela con el que su dueña le daba vueltas y vueltas al tambor cargado de hielo.

Cuando la parte inferior del frío tambor tocaba el jugo de la lúcuma, como por arte de magia se adhería una fina capa de crema que era recogida por la dueña con una cuchara, que cuando se colmaba, dependiendo del pedido del cliente era despachado en los mismos barquillos artesanales o en unos platillos de loza que eran servidos en el interior de la tienda. Ese era el local favorito de las damas de mi ciudad para disfrutar de ese cremoso helado que magníficamente conservaba el intenso sabor y color de esa fruta originaria de los valles andinos.

Los chupetes se hacían en unos tubos de zinc de dos centímetros de diámetro y casi 30 de largo, que estaban metidos dentro del hielo picado con sal granulada que contenía un cubo de madera montado sobre una carreta. Estos también eran hechos a base de leche y jugos de las mismas frutas. Cuando pedías un chupete, que podías hacerlo de diferentes sabores, el chupetero echaba uno de sus jugos en el tubo, enseguida echaba otro y hasta un tercero e inmediatamente metía un largo palillo de carrizo, y luego movía el tubo de arriba abajo dentro del hielo, cuidando que el palillo quedara en el mismo centro, y en menos de un minuto te entregaba tu delicioso pedido, que debías disfrutarlo inmediatamente porque podía descongelarse y caerse al suelo.

Pero no había ninguna necesidad de ese cuidado, porque sin mayores trámites te lo devorabas inmediatamente sus riquísimos tres sabores, y solo te quedaban las ganas de pedir uno más y otro y otro, si fueras millonario.

Las raspadillas que vendían en las inmediaciones del mercado o en las puertas de las escuelas y los colegios, eran del mismo hielo ampayasano, raspado por esas clásicas máquinas que iban montadas encima de un cajón con puertas que se deslizaba sobre cuatro pequeñas ruedas, sobre la cual, bien atornillada, estaba la raspadillera. Desde este nivel se elevaban cuatro parantes de madera que soportaban un pequeño techo. Para los ojos de un niño, ese artificio de fierro fundido pintado de color verde y sus llaves y su vistosa manivela circular de color rojo y metal, era un invento maravilloso. Por los caracteres que en alto relieve exhibía su cara más amplia, se podía adivinar que era de origen asiático.

Cuando se aparecía algún cliente el raspadillero, sacaba del cajón de su carretilla un gran pedazo de hielo envuelto en un trapo limpio, lo ponía sobre la máquina y luego movía una especie de tornillo grande que tenía encima de ella y enseguida bajaban unos dientes que aplastaban delicadamente el hielo contra la base donde había una cuchilla. Luego movía su gran rueda que tenía una manija móvil y empezaba a moverse el hielo que frotándose contra la cuchilla de su base hacia caer una fina escarcha a un gran pocillo.

Después el raspadillero metía aplastando poco a poco ese raspado en un vaso de 10 centavos o en otro más grande de 20, después ponía en el centro un palito de carrizo y volvía a aplastarlo fuertemente, enseguida haciendo un diestro movimiento con las manos hacia aparecer una raspadilla toda blanca e inmaculada. Finalmente señalando unas botellas donde tenía sus almibarados jarabes, te preguntaba qué sabores querías y de acuerdo a tu pedido, tu raspadilla se ponía en colores degrade roja, amarilla y verde, o de dos colores o si querías de uno solo. Cada color era un exquisito sabor.

Nunca faltaba alrededor de este negocio varias abejas queriéndose ahorrar el trabajo de visitar el campo y el raspadillero no las molestaba en absoluto, porque con su presencia quería decirnos que sus jarabes eran de pura miel de abejas.

Pagabas y tomándola del palito de carrizo te ibas feliz caminando sin rumbo, sumergido en el dulzor de sus sabores y en la frescura de hielo que acariciaba tu paladar y cuando acababa de pasar por tu garganta terminaba refrescando todo tu cuerpo, hasta que de tanto chuparla quedaba otra vez blanca y disminuido en su tamaño, y era entonces cuando comenzabas a masticar el hielo, que a pesar de haber perdido sus dulzores, era especialmente sabroso a su modo.

También existían otras personas que hacían sus raspadillas prácticamente a pulso valiéndose de un cepillo raspador de hielo, pero te daban la impresión que no eran iguales a los que salían de aquella máquina.

[Las melcochas]

Siempre en el mismo lugar al frente del mercado o del cine "Nilo", podías encontrar al melcochero con su camisa blanca arremangada, su mandil y gorra del mismo color, exhibiendo sus tentadoras melcochas encima de una mesita que se sostenía sobre un soporte de tijera plegable de madera. Ahí estaban de varios colores, sabores y precios. Los había tan baratos que ningún mocoso era tan pobre como para no comprarse. Pero cuando tenías alguito más de dinero te podías comprar, aunque sea en su más pequeña presentación, el más rico y caro.

En este inmenso valle que desde la llegada de los españoles se dedicó casi exclusivamente al sembrío de la caña de azúcar y a la fabricación del mejor azúcar del continente americano, según lo dejó escrito Manuel Espinavete López en su obra “Descripción de la Provincia de Abancay”, así: “Este efecto de Abancay es sin duda el mejor que se beneficia en la América; la refinada que se llama Imperial, que en varias ocasiones se ha remitido á Madrid, compite con la de Olanda: su consistencia es admirable, es parecida á la de la nieve y su gusto muy suave”, entonces no podían faltar las melcochas y otras variedades de caramelos hechos en esta ciudad.

El vecino de mi abuela materna era un melcochero y varias veces lo vi preparar sus melcochas básicamente usando chancaca. El proceso consistía en derretir en una olla grande las chancacas con un poco de agua. Después de controlar la calidad de lo que se había derretido lo cernía en un fino colador para sacarle las astillas de caña y otras basuritas que tienen estas, luego de eso lo vaciaban sobre un enorme batán de piedra y esperaba a que enfriándose comenzara a secarse lentamente.

Cuando ya había tomado su punto, para obtener dulces más finos le agregaba mantequilla y anís molido, y comenzaba la tarea de batirlo, que consistía en estirar esa dulce masa y doblarla en dos y hacer lo mismo, hasta que llegado un momento cuando esta era más consistente lo batía en un palo de eucalipto plantado en el patio de su casa que tenía un gancho y allí lo estiraba y retorcía varias veces más, hasta que tomaba un color blanquecino. Entonces el artesano consideraba que estaban listas para trozarlos en los pedazos que mandaban sus precios, y rodándolos sobre una mesa que tenía un poco de harina los envolvía en un pequeño papel de cometa.

Ya en casa mi abuela me contó que el batido era para meterle aire y de ese modo el caramelo resultaba más suave y delicioso, además me dijo que cuando la masa de una melcocha tiene un poco de harina se convierte en alfeñique. Cuando le pregunté cómo obtenían los caramelos de diferentes colores y sabores, me contó que le agregaban unos colorantes y saborizantes especiales y que por eso algunas melcochas podían tener dos colores como los palillos que eran como la bandera del Perú: blanco y rojo, pero también le agregaban coco rallado, raspaduras de cascara de limón, maní tostado, almendras de los chutus de los duraznos y otros ingredientes más que eran su secreto.

Este melcochero, para los domingos y días de fiesta hacía las rojas y vistosas manzanas acarameladas.

Mientras comíamos golosamente nuestras melcochas, nunca nos advirtieron acerca de la caries que ataca a los dientes, pero sí nos dijeron que si comíamos diariamente muchas de ellas, estábamos alimentando a las lombrices que vivían en nuestras panzas y que si comíamos demasiado llegaríamos a tener la “solitaria” que era un gusano gordo de hasta siete metros de largo que se alimentaba de todo lo que comíamos y que para nuestro cuerpo y nuestra cabeza no quedaba nada de alimento, y por eso en los desfiles y en la escuela los niños enviciados a las melcochas andaban desmayándose, y que para sacarles ese monstruoso parásito tenían que cortarle la panza.

[Los pasteles y las pastelerías]

Cuando ya pude tener y gastar mis propinas que me las ganaba ayudando a mi padre en su vidriería, controlando el billar del negocio familiar o haciendo los mandados, uno de mis gastos favoritos era entrar a una pastelería de la esquina de la calle Cusco y Lima que atendía una abuelita a pedir una porción de pasteles. La primera vez que entré e hice mi pedido: “Señora una porción de pasteles”, la anciana me contestó con una pregunta: “¿Tienes plata?”. “Si señora”, le respondí con orgullo. “¿Quiénes son tus padres”, le dí sus nombres y enseguida me atendió.

Era un plato de metal esmaltado con porcelana donde te servían tu pedido: Uno de mil hojas, otro un alfajor, otro un cachito relleno de manjar blanco, dos rosquitas muy especiales espolvoreadas de azúcar y otro más barato que era de color morado y rosado igual al que se vendía en la calle. Todas esas delicias más un nectarín, te costaba un Sol.

Y luego te lo comías despacito y cuando se te secaba la garganta sorbías un bocado de tu gaseosa e ibas avanzando poquito a poquito, porque la cosa te gustaba un montón, y no querías que ese paladeo se acabe nunca. Pero cuando se acababa, como todo lo que tiene que acabar, te proponías trabajar duro y ahorrar hasta reunir otro Sol y volver. Desde ese día volví a ese lugar durante toda mi niñez, hasta que me hice uno de los caseros favoritos de la abuelita que hasta un pastel me yapaba, y de haberlo intentado, seguro que en mis tiempos de vacas flacas, hasta me fiaba.

Esa abuelita también vendía algunos postres como el arroz con leche, dulce de durazno, chicha blanca y unos refrescos de airampo, que jamás probé porque tanto en la casa como en la escuela nos habían advertido que esos refrescos eran causantes de la moscarina (hepatitis) Claro que no se referían a lo que vendía mi casera, sino a los de la calle.

La panadería y pastelería de Abancay comenzó a mejorar y enriquecerse gracias a la llegada de las familias de origen italiano como los Pretriconi, Lomellini, Carezi, Berty, Martinelli que llegaron de diversas regiones de su madre patria a comprar las haciendas abanquinas, poco después llegaron sus paisanos que venían de visita, a trabajar o hacer negocios. Con ellos y la modernidad llegó la harina blanca refinada con que se hacen los panes y pasteles abanquinos. De las matronas de esas familias, las damas abanquinas o simplemente sus domésticas nacidas en estos valles aprendieron a elaborar algunos pasteles, pero sobretodo las pastas, sin que esto quiera decir, que algunos hayan venido por otras vías, y que otros sean auténticas creaciones abanquinas.










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