[Los helados, los
chupetes y las raspadillas]
Los primeros hielos que conocí
llegaban en caballos desde un lugar que los antiguos moradores de las faldas
del Ampay y los colonos de la ex hacienda Patibamba llamaban
"Rityhuactana" (donde se golpea la nieve), que quedaba en una de las
lenguas del nevado del Ampay. Según supe después, en tiempos precolombinos,
esos hielos extraídos de los Apus nevados eran considerados medicinales.
Los traían en dos bloques de
aproximadamente 70 centímetros de largo por 30 de ancho y otros 30 de alto,
envueltos en paja, sujetados por sogas a ambos costados de los caballos, para
venderlos en los lugares donde se dedicaban al oficio de fabricar helados,
chupetes y raspadillas.
Recuerdo haber visto que dentro
de un barril de madera de unos 30 a 35 centímetros de diámetro por 70 de largo,
se colocaba uno más pequeño hecho con una lámina de zinc (calamina), dejando un
espacio de entre cinco y siete centímetros donde se ponía el hielo picado en
trozos, ni muy grandes ni tan pequeños, mezclado con sal granulada, para que
empiecen un juego de temperatura y conservación.
Dentro del cilindro metálico
ponían un batido de leche mezclado con el dulce jugo de una fruta. Ese sumo
podía ser de fresa, lúcuma, coco, mango, vainilla, chirimoya, chocolate y otros
que no recuerdo, pero que mostraban maravillosamente sus colores amarillos,
verdes, blancos, cafés, rosados y otros deliciosos tonos. Después el heladero,
que era un mago para mis ojos, le daba vueltas al cilindro de zinc, para que se
enfríe bien y al cabo de unos segundos todo ese jugo se convertía en una crema
de helado, que nos lo vendía de a diez o de a veinte centavos en unos muy deliciosos, tostados y crocantes barquillos artesanales, pero si preferías
podía vendértelo en tu pan común y te daba una yapa por el ahorro del cucurucho.
Por la avenida Arequipa había
unas señoras, hermanas creo, que hacían un súper especial helado de lúcuma,
hecho en una maquinita artesanal que consistía en un tambor de unos 20
centímetros de diámetro por 40 de largo que contenía el hielo y la sal granulada,
y que giraba gracias a un eje que se montaba sobre dos soportes ubicados en sus
extremos. En el extremo derecho tenía una manivela con el que su dueña le daba
vueltas y vueltas al tambor cargado de hielo.
Cuando la parte inferior del frío tambor tocaba el jugo de la lúcuma, como por arte de magia se adhería una fina
capa de crema que era recogida por la dueña con una cuchara, que cuando se
colmaba, dependiendo del pedido del cliente era despachado en los mismos
barquillos artesanales o en unos platillos de loza que eran servidos en el
interior de la tienda. Ese era el local favorito de las damas de mi ciudad para
disfrutar de ese cremoso helado que magníficamente conservaba el intenso sabor
y color de esa fruta originaria de los valles andinos.
Los chupetes se hacían en unos
tubos de zinc de dos centímetros de diámetro y casi 30 de largo, que estaban
metidos dentro del hielo picado con sal granulada que contenía un cubo de
madera montado sobre una carreta. Estos también eran hechos a base de leche y jugos
de las mismas frutas. Cuando pedías un chupete, que podías hacerlo de
diferentes sabores, el chupetero echaba uno de sus jugos en el tubo, enseguida
echaba otro y hasta un tercero e inmediatamente metía un largo palillo de
carrizo, y luego movía el tubo de arriba abajo dentro del hielo, cuidando que
el palillo quedara en el mismo centro, y en menos de un minuto te entregaba tu
delicioso pedido, que debías disfrutarlo inmediatamente porque podía
descongelarse y caerse al suelo.
Pero no había ninguna necesidad
de ese cuidado, porque sin mayores trámites te lo devorabas inmediatamente sus
riquísimos tres sabores, y solo te quedaban las ganas de pedir uno más y otro y
otro, si fueras millonario.
Las raspadillas que vendían en
las inmediaciones del mercado o en las puertas de las escuelas y los colegios,
eran del mismo hielo ampayasano, raspado por esas clásicas máquinas que iban
montadas encima de un cajón con puertas que se deslizaba sobre cuatro pequeñas
ruedas, sobre la cual, bien atornillada, estaba la raspadillera. Desde este
nivel se elevaban cuatro parantes de madera que soportaban un pequeño techo.
Para los ojos de un niño, ese artificio de fierro fundido pintado de color
verde y sus llaves y su vistosa manivela circular de color rojo y metal, era un
invento maravilloso. Por los caracteres que en alto relieve exhibía su cara más
amplia, se podía adivinar que era de origen asiático.
Cuando se aparecía algún cliente
el raspadillero, sacaba del cajón de su carretilla un gran pedazo de hielo
envuelto en un trapo limpio, lo ponía sobre la máquina y luego movía una
especie de tornillo grande que tenía encima de ella y enseguida bajaban unos
dientes que aplastaban delicadamente el hielo contra la base donde había una
cuchilla. Luego movía su gran rueda que tenía una manija móvil y empezaba a
moverse el hielo que frotándose contra la cuchilla de su base hacia caer una
fina escarcha a un gran pocillo.
Después el raspadillero metía
aplastando poco a poco ese raspado en un vaso de 10 centavos o en otro más
grande de 20, después ponía en el centro un palito de carrizo y volvía a
aplastarlo fuertemente, enseguida haciendo un diestro movimiento con las manos
hacia aparecer una raspadilla toda blanca e inmaculada. Finalmente señalando
unas botellas donde tenía sus almibarados jarabes, te preguntaba qué sabores
querías y de acuerdo a tu pedido, tu raspadilla se ponía en colores degrade
roja, amarilla y verde, o de dos colores o si querías de uno solo. Cada color
era un exquisito sabor.
Nunca faltaba alrededor de este negocio
varias abejas queriéndose ahorrar el trabajo de visitar el campo y el
raspadillero no las molestaba en absoluto, porque con su presencia quería
decirnos que sus jarabes eran de pura miel de abejas.
Pagabas y tomándola del palito de
carrizo te ibas feliz caminando sin rumbo, sumergido en el dulzor de sus
sabores y en la frescura de hielo que acariciaba tu paladar y cuando acababa de
pasar por tu garganta terminaba refrescando todo tu cuerpo, hasta que de tanto
chuparla quedaba otra vez blanca y disminuido en su tamaño, y era entonces
cuando comenzabas a masticar el hielo, que a pesar de haber perdido sus
dulzores, era especialmente sabroso a su modo.
También existían otras personas
que hacían sus raspadillas prácticamente a pulso valiéndose de un cepillo
raspador de hielo, pero te daban la impresión que no eran iguales a los que
salían de aquella máquina.
[Las melcochas]
Siempre en el mismo lugar al frente
del mercado o del cine "Nilo", podías encontrar al melcochero con su
camisa blanca arremangada, su mandil y gorra del mismo color, exhibiendo sus
tentadoras melcochas encima de una mesita que se sostenía sobre un soporte de
tijera plegable de madera. Ahí estaban de varios colores, sabores y precios.
Los había tan baratos que ningún mocoso era tan pobre como para no comprarse.
Pero cuando tenías alguito más de dinero te podías comprar, aunque sea en su
más pequeña presentación, el más rico y caro.
En este inmenso valle que desde
la llegada de los españoles se dedicó casi exclusivamente al sembrío de la caña
de azúcar y a la fabricación del mejor azúcar del continente americano, según
lo dejó escrito Manuel Espinavete López en su obra “Descripción de la Provincia
de Abancay”, así: “Este efecto de Abancay
es sin duda el mejor que se beneficia en la América; la refinada que se llama
Imperial, que en varias ocasiones se ha remitido á Madrid, compite con la de
Olanda: su consistencia es admirable, es parecida á la de la nieve y su gusto
muy suave”, entonces no podían faltar las melcochas y otras variedades de
caramelos hechos en esta ciudad.
El vecino de mi abuela materna
era un melcochero y varias veces lo vi preparar sus melcochas básicamente
usando chancaca. El proceso consistía en derretir en una olla grande las
chancacas con un poco de agua. Después de controlar la calidad de lo que se
había derretido lo cernía en un fino colador para sacarle las astillas de caña
y otras basuritas que tienen estas, luego de eso lo vaciaban sobre un enorme
batán de piedra y esperaba a que enfriándose comenzara a secarse lentamente.
Cuando ya había tomado su punto,
para obtener dulces más finos le agregaba mantequilla y anís molido, y
comenzaba la tarea de batirlo, que consistía en estirar esa dulce masa y
doblarla en dos y hacer lo mismo, hasta que llegado un momento cuando esta era
más consistente lo batía en un palo de eucalipto plantado en el patio de su
casa que tenía un gancho y allí lo estiraba y retorcía varias veces más, hasta
que tomaba un color blanquecino. Entonces el artesano consideraba que estaban
listas para trozarlos en los pedazos que mandaban sus precios, y rodándolos
sobre una mesa que tenía un poco de harina los envolvía en un pequeño papel de
cometa.
Ya en casa mi abuela me contó que
el batido era para meterle aire y de ese modo el caramelo resultaba más suave y
delicioso, además me dijo que cuando la masa de una melcocha tiene un poco de
harina se convierte en alfeñique. Cuando le pregunté cómo obtenían los
caramelos de diferentes colores y sabores, me contó que le agregaban unos
colorantes y saborizantes especiales y que por eso algunas melcochas podían
tener dos colores como los palillos que eran como la bandera del Perú: blanco y
rojo, pero también le agregaban coco rallado, raspaduras de cascara de limón,
maní tostado, almendras de los chutus de los duraznos y otros ingredientes más
que eran su secreto.
Este melcochero, para los
domingos y días de fiesta hacía las rojas y vistosas manzanas acarameladas.
Mientras comíamos golosamente
nuestras melcochas, nunca nos advirtieron acerca de la caries que ataca a los
dientes, pero sí nos dijeron que si comíamos diariamente muchas de ellas,
estábamos alimentando a las lombrices que vivían en nuestras panzas y que si
comíamos demasiado llegaríamos a tener la “solitaria” que era un gusano gordo
de hasta siete metros de largo que se alimentaba de todo lo que comíamos y que
para nuestro cuerpo y nuestra cabeza no quedaba nada de alimento, y por eso en
los desfiles y en la escuela los niños enviciados a las melcochas andaban
desmayándose, y que para sacarles ese monstruoso parásito tenían que cortarle
la panza.
[Los pasteles y las
pastelerías]
Cuando ya pude tener y gastar mis
propinas que me las ganaba ayudando a mi padre en su vidriería, controlando el
billar del negocio familiar o haciendo los mandados, uno de mis gastos
favoritos era entrar a una pastelería de la esquina de la calle Cusco y Lima
que atendía una abuelita a pedir una porción de pasteles. La primera vez que
entré e hice mi pedido: “Señora una porción de pasteles”, la anciana me
contestó con una pregunta: “¿Tienes plata?”. “Si señora”, le respondí con
orgullo. “¿Quiénes son tus padres”, le dí sus nombres y enseguida me atendió.
Era un plato de metal esmaltado
con porcelana donde te servían tu pedido: Uno de mil hojas, otro un alfajor,
otro un cachito relleno de manjar blanco, dos rosquitas muy especiales
espolvoreadas de azúcar y otro más barato que era de color morado y rosado
igual al que se vendía en la calle. Todas esas delicias más un nectarín, te
costaba un Sol.
Y luego te lo comías despacito y
cuando se te secaba la garganta sorbías un bocado de tu gaseosa e ibas
avanzando poquito a poquito, porque la cosa te gustaba un montón, y no querías
que ese paladeo se acabe nunca. Pero cuando se acababa, como todo lo que tiene
que acabar, te proponías trabajar duro y ahorrar hasta reunir otro Sol y
volver. Desde ese día volví a ese lugar durante toda mi niñez, hasta que me
hice uno de los caseros favoritos de la abuelita que hasta un pastel me yapaba,
y de haberlo intentado, seguro que en mis tiempos de vacas flacas, hasta me
fiaba.
Esa abuelita también vendía
algunos postres como el arroz con leche, dulce de durazno, chicha blanca y unos
refrescos de airampo, que jamás probé porque tanto en la casa como en la
escuela nos habían advertido que esos refrescos eran causantes de la moscarina
(hepatitis) Claro que no se referían a lo que vendía mi casera, sino a los de
la calle.
La panadería y pastelería de Abancay comenzó a mejorar y enriquecerse
gracias a la llegada de las familias de origen italiano como los Pretriconi,
Lomellini, Carezi, Berty, Martinelli que llegaron de diversas regiones de su
madre patria a comprar las haciendas abanquinas, poco después llegaron sus
paisanos que venían de visita, a trabajar o hacer negocios. Con ellos y la
modernidad llegó la harina blanca refinada con que se hacen los panes y
pasteles abanquinos. De las matronas de esas familias, las damas abanquinas o
simplemente sus domésticas nacidas en estos valles aprendieron a elaborar
algunos pasteles, pero sobretodo las pastas, sin que esto quiera decir, que
algunos hayan venido por otras vías, y que otros sean auténticas creaciones
abanquinas.
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