[Las supersticiones]
Existían muchas supersticiones
que habían ingresado a mi infancia desde mi propia casa o por las noticias de
mis amigos. Por ejemplo, cuando se te perdía algún objeto pequeño como una
moneda, un tiro, un lápiz, etc., o no recordabas donde los habías puesto, lo
que hacías era escupir en la palma de tu mano izquierda, hacer tres cruces
sobre la saliva con tu mano derecha y con la misma mano meterle un golpe de
karate y allí donde saltaba la saliva, seguro que encontrabas lo que se te
olvidó o lo que estabas buscando.
Cuando veíamos en la casa o en el
campo caminar a una apasanca (Tarántula), todos sabíamos que de seguro iba a
llover en pocas horas.
Cuando por la noche, que por esos
años era muy limpia y plagada de luceros, aparecía una estrella fugaz surcando
el cielo, especialmente las mujeres, pedían en silencio un deseo y al final
exclamaban: “¡Pronto voy a tener lo que quiero!”.
Cuando en el almuerzo servían la
"cancha" (maíz tostado), era nuestra costumbre tomar un puñado de
ellas, ponerlo sobre el mantel y contar de dos en dos. Si la cuenta salía par,
entonces eso que estabas dudando, “¿Voy a ir a ver la película de Tarzán el
domingo?”, se iba a cumplir, pero si la cuenta arrojaba impar, no pasaba nada.
En las paredes y árboles de
cualquier lugar, una especie de avispa (avispa alfarera), construía su nido
como una pequeña ollita de barro a la que llamábamos el “Apaychicchi”. Muchos
nos advertían, especialmente los campesinos, que si reventábamos esas ollitas
nos saltaría en toda la cara un líquido que nos provocaría un montón de sarnas
incurables.
Para que los niños no andemos
curioseando como se mataban las gallinas, los patos, los cuyes, los pavos o los
chanchos de la casa, nos decían que nos alejáramos o mejor ni siquiera
viéramos, porque si la sangre de esos animales nos llegara a salpicar en la
cara, las manos o los brazos, de allí mismo nos saldría un montón de
"tictis" (verrugas). “¡Váyanse si no quieren tener "tictis"
en la cara y después, aunque chivateen de dolor, se los cortamos con un guillete!”,
nos advertían.
Si te ponías o dejabas que te pusieran una pepa de lúcuma en la parte
del cuello que está debajo del mentón, lo más seguro es que te volverías un
“ccoto”, es decir una persona con bocio.
Cuando por las noches cantaba una
"Pacpaca" (lechuza) por las inmediaciones de tu casa, era un anuncio
de que alguien del barrio iba a morir. Pero en el campo cuando cantaba el
"Huacaquillla" (Phalcoboenus sp) que es una especie de ave rapaz, era muy seguro que alguien muy cercano tuyo
estaba muriendo en tu casa o en otro lugar.
O cuando aparecían las "Chiririncas" (moscas de la carne) de
color tornasol, grandes y gordas, haciendo su maléfico runrún, también era un
signo de malagüero relacionado con la muerte de una persona.
Otra superstición muy difundida
era que para que pudieran caer las lluvias, de un manantial llamado
"Urcopuquio" (Manantial macho) salía el "cuichi" (arcoiris)
para dirigirse a otro manantial lejano llamado "Chinapuquio"
(manantial hembra), con el objeto de procrear los aguaceros, pero si cuando se
estaba produciendo esa cópula celestial, te atrevías a bañarte en cualquiera de
ambos manantiales, se te hinchaba la barriga y te morías de unos dolorosos
cólicos, o si te reías o mostrabas tu dentadura al "cuichi", muy
pronto se pudrirían tus dientes hasta caerse.
Otra antigua superstición que
encontré en la campiña abanquina era la tarea de un pájaro que los naturales
llaman el "Chilchilco", cuyo oficio es pastar las almas que salen a
penar por las noches. Este avechucho se encarga de contarlas y ver que antes
que llegue el alba retornen todas, sin que falte ni una sola, al lugar de los muertos, por eso muy de
mañana se le escucha gritar su "Chil, chil, chil, chil", dando aviso a
los penitentes que llegó la hora de retornar. Cuando los campesinos escuchan al
"Chilchilco", no se atreven a salir de sus casas, porque los muertos
deben estar por ahí todavía, y si te topabas con uno de ellos podían darte un
susto mortal.
Cuando íbamos a comprar sal o
cuando la manipulábamos, no podíamos derramar ni un poquito siquiera, porque
eso era de muy mala suerte, pues en la última cena de nuestro señor Jesucristo,
Judas el traidor, por esconder sigilosamente las monedas que le habían pagado
por la traición del Señor, derramó la sal sobre la mesa, y bueno, ya todos
sabemos lo que le pasó.
Por aquellos tiempos
también existía, como seguirá existiendo, un gran número de creencias acerca de
la interpretación popular de los sueños. Seguramente esta costumbre existe
desde que el hombre es hombre, y así tenemos que en mi infancia abanquina,
especialmente entre las mujeres adultas era muy común contarse sus sueños para
interpretarlos, y cuando los varones se soñaban con algo muy feliz o muy
perturbador, generalmente consultaban con sus madres o esposas. Pero lo popular
y de respuesta automática, era: Soñar con perros: “Te van a robar”. Soñar con
pulgas o piojos: “Pronto vas a tener dinero”. Soñar que se te caen los dientes:
“Alguien de tu familia va a morir”. Soñar con cuchillos, navajas, tijeras o
agujas: “Traición". Soñar con caca: “Buena suerte, cómprate la lotería”.
Soñar con Jesús o los santos: "Sufrimiento". Soñar con pescados:
“Estás deseando a la mujer de tu prójimo”.
El sueño más temido
era soñarse uno mismo viendo su imagen en un espejo, una fuente de agua, etc.,
porque soñarte a ti mismo era sólo tu imagen en los sueños, pero soñar una
imagen de tu imagen, era tu mismísima alma y quien llegaba a ver siquiera una
mínima parte de su alma significaba que muy pronto iría a morir. Sobre esto
último mi madre solía contarnos “Mi tía Alejandrina se soñó que estaba en el
horno de su casa y en sus sueños vio que su imagen se reflejaba en la lata de
manteca, y de lo que estaba sanita y feliz al tercer día se murió. ¡Había visto su alma!”.
[La cárcel y sus
obras]
Cuando mi madre acumulaba algunos
pellejos de ovejas, luego de esquilarlo
con un pedazo de vidrio de las botellas gruesas y escardarlo como solo
ella sabía hacerlo, llevaba esa lana a la cárcel para que los presos, que en su
mayoría eran campesinos (nas) o comuneros (ras), lo hilaran. Después de hacer
teñir los ovillos con una mujer especialista en ese arte, volvía a la cárcel
para que los tejedores le hicieran dos o tres coloridas frazadas. Esos mismos
artesanos podían tejerte unos ponchos, chullos o llicllas. Por su parte mi
padre les encargaba a los carpinteros de la prisión para que les hicieran
algunas pequeñas obras como las cajas para lustrar zapatos, para sus
herramientas o que fabricasen escobillas para los zapatos o la ropa con la
cerda que el mismo les llevaba.
[La fiesta de los
adultos]
Memorable eran los cumpleaños de
los adultos de mi casa o del vecindario, no solo porque el dueño del Santo era
un abanquino a carta cabal, sino también porque a la gente de antaño le gustaba
festejarse y "echar la casa por la ventana" cuando llegaba esa
memorable y querida fecha. Entonces aquello era un acontecimiento que movía
personas, animales y dinero, pero "¡Ay Dios mío!" exclamaban las
mujeres de la casa, porque el compromiso era mayor cuando los amigos se
aparecían con una serenata, hay sí que las gallinas pagaban el
"pato", porque debía correr los sabrosos y calentitos caldos
"como cancha" y los infaltables vinos, piscos, rones y cerveza.
La fiesta familiar empezaba al
mediodía con un suculento almuerzo donde no podían faltar los cuyes. El otro
plato podía ser unos chicharrones o lechón, pero también unas gallinas con sus
papas al horno o unos tallarines hechos en casa con estofado de gallina y
rocoto relleno, o un "cancacho" (asado de cordero) con papas nativas
sancochadas o al horno. Todas estas delicias eran acompañadas con abundante
uchucuta, cancha, mote y unos vasitos de cerveza. Para acabar el convido se
servía sendos vasos de vino y a quien se le antojara se le alcanzaba medio vaso
de “compuesto”, para “matar el chancho”.
Recuerdo que cuando los niños éramos también parte de los invitados, nos
servían con igual comedimiento, pero generalmente lo decente era que los niños
no asistiéramos, para no dar más trabajo a la cocina.
Después los caballeros se servían
la abundante cerveza que no debía faltar y a medida que caía la tarde los
invitados comenzaban a bailar las guarachas, sones y cumbias de moda que salían
de los altavoces de un tocadiscos. En alguna parte de la fiesta y a pedido de
los invitados una pareja bailaba su bien entrenado pasodoble que podía ser:
"España Caní" o "El gato montés" o un tango que no podía
ser otro que "la Cumparsita" que culminaba en un admirado aplauso.
Luego a medida que el licor hacia sus efectos comenzaban a bailar vals
criollos, marineras limeñas y norteñas y cuando los humos del licor habían
alcanzado su objetivo, solo los carnavales abanquinos y los huaynos
bailables interpretados con guitarras,
acordeón, mandolinas, quenas, charangos, tinyas y cascabeles, que todos
cantaban a voz en cuello con mucho júbilo y orgullo. "Arriba niña bonita / flor de margarita / mucho me gustan tus besos / en la madrugada / en la madrugada /....."
La fiesta terminaba como a eso de
las diez de la noche, pero al día siguiente el dueño del Santo pasaba por mi
casa a invitarles a mis padres a un calentado de desayuno, pero después de eso
para los varones llegaba el “curacabeza”, supuestamente para quitarse la resaca, pero en realidad era otra borrachera.
[Las mascotas]
Desde que tuve uso de razón, he
conocido a los "chacus", o lo que los españoles llaman perro de agua
o turco andaluz. Son de varias razas, pero su principal características es ser
de tamaño pequeño o mediano y tener el pelo lanoso, rizado y de color blanco,
marrón o negro. Esta raza de perros llegó con los primeros colonos españoles
que ocuparon los valles de Abancay y Pachachaca, y como los abanquinos desde
siempre somos sus fieles amantes, hemos venido sumando a nuestra colección de
"chacus", a caniches, shitzus, bichon frise y otros, y de tanto
mezclarlos ya creo yo que hasta debe existir un genuino "chacu"
abanquino.
No había familia que no los
tuviera o los tiene. La principal razón es porque son bastante bulliciosos y
por eso durante las noches pueden advertirnos de la presencia de un extraño
dentro de nuestra casa, pero lo cierto es que los queremos desde siempre,
aunque sean unos malditos “chiki allccos”, es decir, fregados, renegones y
hasta mordedores. Pero también debemos reconocer que son muy inteligentes y por
eso resultan una excelente compañía para los niños y los ancianos y porque
además son muy fáciles de criar, solo hay que servirles un plato de lo que
comemos y bañarlos una vez por semana.
Otra de las mascotas favoritas de mi
infancia eran los loros cabeza roja que en los tiempos de lluvia, llegaban
volando desde las selvas altas a los valles de Abancay y Pachachaca, para
alimentarse de los "gallitos" o flores de los pisonaes y de los
choclos de las chacras descuidadas. Recuerdo que en mi niñez venían por
millares gritando en coro y sobrevolando toda la cuenca del río Mariño y del
río Pachachaca, y que por decenas se posaban en el gran pisonay que crecía en
la casa de mi vecino, y que ingenuamente yo y mis hermanos los llamábamos con
cariño ofreciéndoles mote o choclos, creyendo que se nos aproximarían.
Algunos de mis vecinos tenían uno y
hasta dos en su casa y en las chicherías no debía faltar uno, que sabía decir
algunas palabras como “lorito”, “papá”, “carajo”, "saca la pata" o el
nombre de sus dueños. También sabían silbar, cantar o imitar a los perros y las
gallinas. Eran muy divertidos, pero también de cuidado porque si te picaban te
podían sacar una buena lonja de los dedos. Si no eras su dueño, mejor ni
meterse con el malcriado "weccro".
Las “tuyas” o las calandrias de
cabeza, alas y cola negra y cuerpo amarillo, también eran otras de las mascotas
preferidas de los hogares abanquinos de aquellos tiempos. Los tenían en jaulas
bien amplias y en un plato su infaltable rocoto para que cuando le picara cantasen
todo su maravilloso repertorio. Sobre esta ave José María Arguedas en su novela
“Los ríos profundos” cuya trama se desarrolla en Abancay, ha escrito: “Los
naturales llaman tuya a la calandria. Su canto transmite los secretos de los
valles profundos. Los hombres del Perú han compuesto música, oyéndola, viéndola
cruzar el espacio, bajo las montañas y las nubes.”
Otra de las mascotas eran las
chayñas o jilgueros andinos de cabezas, alas y cola negra y pecho amarillo, que
se reproducen en los maizales que crecen en las faldas del Ampay y que cantan
muy bonito.
No sé sí
podrían llamarse mascotas, pero en mi niñez vi que los padres de algunos de mis
amigos criaban en jaulas de una dimensión de casi un metro cubico, muchos
gallos de pelea de diferentes colores y tamaños. Después me enteré que a esta
costumbre se le llamaba "afición", (gusto o interés por una cosa).
Un día acompañé a mi padre a un coliseo de gallos que quedaba por el Jr.
Arequipa, y de la puerta me envió a casa porque estaba prohibido el ingreso de
menores de edad, ya que se trataba de un lugar donde corrían las apuestas y la sangre de esas aves, mientras los
aficionados gritaban como enloquecidos y se emborrachaban con muchas ganas por
haber ganado limpiamente o por haber perdido sonsamente, sin embargo hoy es una
fiesta familiar donde hasta las "wawas" (bebés) pueden entrar y
divertirse con la masacre de esos nervios emplumados.
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