[La fiesta de las comadres y de los compadres]
Quizás, como muchas otras costumbres, los hacendados trajeron esta criolla fiesta limeña de los tiempos de los carnavales a los valles de Abancay y Pachachaca, que consistía en que primero las damas hacían una fiesta en honor a “Los compadres”, es decir los varones. Una semana más tarde, estos en agradecimiento ofrecían una más grande y fastuosa con regalos y todo, dedicado a “Las comadres”.
En buena cuenta estas fiestas eran ocasiones para que los jóvenes
galanes conocieran a las damiselas casaderas, y a ver si “algo” pasaba, y
aunque no pasara nada, a todos nos encanta conocer gente nueva, quienes tarde o
temprano, podrían resultar ser buenos amigos o algo más. Es parte de la
naturaleza humana.
La fiesta de las comadres y compadres que conoció mi niñez se limitó a
que un buen día de febrero, aprovechando que sus dueños vivían casi
permanentemente en su chacra de la campiña, aparecía colgado de su puerta un
muñeco de tamaño natural, mal trajeado, con orejas y narices descomunales y con
cuernos en la frente, al que además para mayor burla, lo embadurnaban con
excremento de ganado. Era “el compadre wakra”.
Más tarde aprendí que esta era una chanza que el campesinado le ha hecho
desde siempre, a la especial recomendación que hacen los sacerdotes al impartir
el sacramento del bautismo, cuando declaraba a los compadres como: “el
segundo padre y la segunda madre del ahijado”, de modo que para el
burlón entender campechano, el ministro de la iglesia estaba declarando
públicamente al compadre y la comadre como el segundo esposo o esposa de los
padres del bautizado, y de ese modo surgió la genial burla populachera de que:
“Compadre que no arrima a la comadre, es mal compadre”. Por supuesto lo que
empezaba como una burla sarcástica, acababa en una gran fiesta.
[Nuestros carnavales]
Había un carnaval para cada edad, los había para jóvenes y para adultos,
el nuestro, el de los niños, comenzaba el primer día de febrero y acababa el
último día de marzo. Durante esos dos meses, cuando no había lluvia y estaba
brillando el sol jugábamos a mojar a las niñas y a las no tan niñas también con
cualquier cubo de agua, que iba desde una vieja taza de metal esmaltada con
porcelana hasta un enorme balde galvanizado.
El juego consistía en mojar y escaparse riendo, pero no siempre era así,
porque si mojabas a una niña mayor, de esas que desde mocosas les gustaba
llamarse “señoritas”, podías acabar bien cacheteado o con fuertes cocachos,
pero sin embargo seguías en la diversión porque te parecía muy divertido y
hasta atrevido bañar a esa sonsorrona, y porque en realidad estabas buscando
que a ti también te mojen las niñas, lo que quería decir que deseaban jugar
contigo.
El juego se ponía serio en la víspera, el mismo día y al siguiente de la
fiesta. Para esos días nos regalaban una gruesa (144 unidades) de globos que
debías cuidarlos como oro, porque ya no habría una gruesa más. Para ahorrar ese
preciado obsequio nos fabricábamos un chisguete o pistola de agua con un grueso
carrizo que tenía una salida pequeña al otro lado de su nudo. Su émbolo era una
varita de madera que acababa en un pedazo de coronta y su mango en una coronta
más gruesa. Con ese artefacto chupábamos el agua sucia de los charcos y lo
lanzábamos contra nuestras víctimas, mientras estas nos regañaban gritándonos:
“¡Cochinos!”, “¡Sucios!”. “¡Con ustedes no estamos jugando!”, pero igual nomás.
Total eran los carnavales, sino querían que las mojen entonces no
deberían de salir de sus casitas con sus globitos en la mano a provocar a los
mocosos sedientos de juego y encima tener el atrevimiento de señalar quién o
quienes nomás podían jugar con ellas, y lo que era peor, muchas de ellas
querían mojar, pero que no las mojaran; y, como para eso sus madres, desde las
puertas de sus casas o de sus balcones nos gritaban amenazándonos: “!Vas a ver malcriado
le voy a decir a tu papá!” o “¡Espera a que su padre se entere para que te
caiga tu merecido!”, y cuando podían porque podían, hasta nos insultaban, para
que ni con agua bendita, las reguemos a sus niñas, pero igual nomás.
Por las noches cuando teníamos dinero con qué comprar, podíamos echarle
harina a los ojos, porque la cosa era “taparle los ojos”, pero en ese juego
casi siempre nosotros éramos las víctimas, porque las mujeres siempre tenían
ese maldito molido, pues tenían como cómplices a sus madres que les daban plata
para que lo compraran o simplemente lo tomaban de sus cocinas.
Un poco más grandecitos salíamos por las noches a las calles de los
otros barrios con nuestras "matacholas", que eran las medias viejas
de nuestras madres rellenas en la punta con medio kilo de harina para darle de
alma a las juguetonas que nos esperaban igualmente armadas. Recuerdo que una
noche, uno de mi patota, le pegó dos o tres veces a una "muchacha"
(servidumbre) que llevaba un balde blanco, y de cólera lo bañó con la leche que
contenía, lo cual nos provocó grandes risotadas, y mientras nos estábamos
alejando, la muchacha lo sorprendió por la espalda para darle con el balde
vacío en la cabeza, lo que le produjo una herida de seis puntos, al tiempo que
nos decía casi gritando: "¡Acaso yo estoy jugando con ustedes!".
Unos días más tarde su madre le reprendió a mi hermano casi gritando que
por su culpa le habían roto la cabeza a su hijito: "¡Porqué tú le tenías
que provocar a esa chola, para que el rompa la cabeza a mi hijito. Dime dónde
trabaja esa desgraciada!", el sonsonazo le había mentido. Le dijo que él
no había estado en ese problema sino su hermano. Otro día me confrontó a mí y
le dije lo mismo, otro día igual, hasta que se cansó insultándome:
"¡Malditos mellizos!".
Todos los joros
le teníamos pavor a ese "charquipalta" (turbamulta), porque fácilmente podían pisotearnos hasta
matarnos, pero sin embargo mi hermano Aníbal, siempre lograba arrancar algún
trofeo por más pequeño que sea, pero a veces era algo de valor. "Por algo
es mi hermano mayor", pensaba con mucha admiración por esa su hazaña.
[Las yunsas]
Del
tiempo de los carnavales recuerdo que junto a mis hermanos íbamos a ver las
principales yunsas que en esos tiempos eran las del barrio “La Victoria”, de la
Municipalidad que se "plantaba" al frente del mercado y la del barrio “El Olivo”. También
me acuerdo que había otras pero no se instalaron en mi
memoria porque eran muy esporádicas.
El
árbol, su tala, su traslado, su “plantado” en el lugar señalado, su adorno con
globos, serpentinas, regalos, mantas, ropas, licllas, sombreros, canastas,
obsequios y todo con lo que pueda darle apariencia de riqueza, corría a cuenta
de los “carguyoc”. La bondad de la yunsa se medía por la cantidad de los
curiosos, especialmente de los niños y campesinos.
A
esa fiesta los invitados asistían
vestidos con los trajes típicos abanquinos, aunque eso, como ahora no es
obligatorio. La fiesta empezaba cuando
todas las parejas formaban una ronda alrededor del árbol, donde tomados de la
mano y al compás de un conjunto musical cantaban a viva voz los carnavales
abanquinos al tiempo que lo bailaban zapateando muy bonitamente, y para que no
les faltaran las ganas una chomba de chicha y varios fardos de cerveza estaban
al pie del árbol.
De
rato en rato y desprendiéndose de la ronda, una pareja con un hacha en la mano
salía a bailar con mucho donaire y le daban algunos hachazos al árbol, luego de
ello alcanzaban el hacha invitando a otra pareja para que hicieran lo mismo, y
así sin tregua ni descanso, toda la tarde continuaba la fiesta, hasta que en el
momento menos pensado caía el árbol entonces en carga montón los invitados, el
público asistente, toda la palomillada presente y un montón de campesinos
adultos se se lanzaban como fieras sobre el árbol caído para ganarse el regalo,
la ropa o el juguete que estaba al alcance de sus manos, y si era más de uno,
mejor.
[Las revistas o comics]
Aunque todavía no existía, ni siquiera en sueños la televisión, y la
radio era muy aburrida con eso de las noticias, las radionovelas y la música
para adultos, para los peques como nosotros existían las revistas a colores de
la editorial Novaro como: Archie. Daniel el Travieso. El conejo de la suerte.
Tarzan de Edgar Rice Burroughs. El llanero solitario. El pájaro loco. Epopeya.
Joyas de la mitología. La pequeña Lulú. La zorra y el cuervo. Marvila, la mujer
maravilla, Lorenzo y Pepita. Fix y Foxi. Gasparín, el fantasma amistoso. Sal y
Pimienta. Súper Ratón., Batman, el hombre murciélago. Historietas de Walt
Disney. Cuentos de Walt Disney. Superman, el hombre de acero. Tom y Jerry.
Tomajaw. Turok, el guerrero de piedra. Vidas ejemplares. Vidas ilustres.
Estrellas del deporte. Red Ryder. Fantomas, la amenaza elegante, etc., etc., y
especialmente para las mujeres: Susy, secretos del corazón.
También las había de otras editoras como Chanoc, Tawa el hombre gacela,
el monje loco, burrerías que era las historias de Hermelinda Linda y Aniceto
Verduzco. Otras en color marrón y hasta en blanco y negro.
Era un placer y un encanto leer estas historietas y era todo un capital
y riqueza poseerlas, pues no eran gratis y había que ganarse el dinero para
comprarlas, pero lo más interesante es que además de ocupar tu tiempo de ocio
te sumergía en la aventura de leer aprendiendo nuevas palabras, sin dejar de
trasladarte a los extraños mundos de sus fantásticos personajes, pero también
te daba una cierta solvencia intelectual y un serio prestigio social comentar
sus contenidos que casi siempre eran aumentados y corregidos por nuestra
siempre encendida imaginación.
No recuerdo cómo llegaron cada una de esas revistas a mis manos, pero
llegué a tener unas veinte y eso era suficiente para poder leer otras, pues en
el vecindario y con los conocidos nos hacíamos préstamos. "Tú me prestas
una y yo te presto otra", o de repente dos y hasta tres, si nos interesaba
lo que tenía, al cabo de un tiempo nos lo devolvíamos, pero algunas veces debía
quedarme con una de ellas, porque mi contraparte no podía devolverme la mía,
dizque por culpa de su hermana que le había prestado a una amiga, que a su vez
le había prestado a otra y ésta otra le había prestado a una conchuda que no
sabía devolver.
El canje a título de propiedad se hacía en la puerta del cine Nilo. El
momento era antes de que empiece la función porque después la calle quedaba
desierta. Las condiciones eran que las revistas que se iban a cambiar les gustaran
a los interesados y que estuvieran en las mismas condiciones de uso, es decir
que las dos fueran nuevas, regulares o viejas. Pero sea como sea que las dos
tuvieran su tapa y contratapa más sus 34 páginas completas.
Pero también nosotros podíamos alquilarlas en la esquina del jirón Cusco
con la avenida Díaz Bárcenas o en una tienda de la calle Elías. Cada barrio
tenía su propio lugar donde alquilarlas. Recuerdo que las exhibían en sus
paredes colgadas de varias filas de pitas paralelas agarradas con ganchos de
ropa, y debías leerlas en la acera, sentado en un pequeño banquito de madera de
unos 30 centímetros del alto y donde solo podía caber un trasero. El dueño no
permitía que pudieran leer dos, alegando que si así lo hacíamos, entonces el
alquiler era el doble, de modo que nos resultaba más conveniente leer cada
quien lo suyo.
Algunas veces, pero muy pocas te las prestaban a cambio de algún favor,
como eso de prestarle tu carreta u otra cosa que tú tenías y al otro le
interesaba. Hubo un tiempo en que un compañero nos prestaba gratuitamente a
cada miembro de mi patota una o dos revistas, pero nunca nos la pedía. Solo se
limitaba a decirnos que si la habíamos leído podíamos canjearla y que se lo
hiciéramos saber, para que él también pudiera leerla.
Después nos enteramos que esa su actitud se debía a que se compraba ese
montón de revistas que nos confiaba con el dinero que se robaba de un baúl de
su casa y que lo habían chapado infraganti, porque su madre vino a contarle a
su profesor que estaba castigado en su casa y que por favor no le contara a
nadie lo que le estaba confiando.
A los tres días lo encontramos viéndonos como nos bañábamos en nuestra
poza del río y cuando lo invitamos, con un rostro que pocas veces he vuelto a
ver en mi vida, lleno de dolor nos hizo ver unas horribles llagas en su espalda
y en sus pantorrillas, y no nos hizo ver las que tenía en sus piernas y su
trasero, porque había gente. ¡Era un Cristo!, pues lo habían azotado malamente
con las riendas de cuero de los caballos. Alguno comentó: “¡A mí me hubieran
matado!”
Aquel verano no volvió a bañarse con nosotros.
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