miércoles, 11 de septiembre de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (22)



[LA SEMANA SANTA]

Nunca entendí, hasta que de verdad quise averiguarlo, porqué los Jueves Santo y Viernes Santo cambiaban de fecha cada año. La Semana Santa empezaba con el Domingo de Ramos (ENTRADA TRIUNFAL DE JESÚS A JERUSALÉN). Los ramos podían ser de unos pocos folíolos de la hoja de las palmeras que desde antiguo crecen en el valle de Abancay y otros podían ser los mismos folíolos tejidos con forma de cruz o de un corazón. La misa solemne de aquel domingo era larga y ceremoniosa y terminaba en la procesión de la Santa Eucaristía.

            El Lunes Santo (MARÍA MAGDALENA UNTA LOS PIES CON PERFUME A JESÚS, JUDAS RECRIMINA) en horas de la noche, previa misa en la Catedral, salía en procesión la imagen del Cristo crucificado por las calles de la ciudad. Al terminar la peregrinación volvía al templo mayor, donde continuaban las oraciones y demás ruegos.

El Martes Santo, (JESUS ANUNCIA LA TRAICIÓN DE UNO DE LOS 12 Y LA NEGACION DE PEDRO) la gente se recogía en oración en los templos y capillas de la ciudad y su campiña, ofreciendo grandes ramos de flores a los Santos de su devoción y encendiendo unas misteriosas y largas velas verdes  que pesar de su color iluminaban igual que las demás con una luz brillante y amarilla. Los niños nos aglomerábamos frente a los candelabros para ir recogiendo la cera que al consumirse derraman las velas, para hacer con ellas las mismas figuritas como lo hacíamos de arcilla, pero esta vez de cera.

El Miércoles Santo (JESUS CONFIRMA LA TRAICIÓN DE JUDAS ISCARIOTE) se realizaba la procesión del encuentro entre la Virgen Dolorosa que salía de la Catedral y el Señor de la Caída que venía de su capilla en Chinchichaca. Los que vivíamos en los barrios de la calle Apurímac para arriba como La Victoria, Chinchichaca, Maucacalle, Sahuanay y Tamburco, hacíamos la procesión con el Señor y los que vivían en los barrios del centro, El Olivo, Patibamba, Illanya y Pueblo Libre, lo hacían con la Virgen Dolorosa. El encuentro se producía en la esquina de las calles Huancavelica y Díaz Bárcenas. Ambas procesiones llenas de devotos con sus familias eran testigos del encuentro del redentor con su madre en su camino hacia el Calvario.

Los rezos y la poderosa predicación de los sacerdotes hacían llorar a casi toda la multitud, porque la virgen María sabe quién es su hijo, sabe de dónde viene, sabe cuál es su misión. Pero así como es su madre también sabe que ella es hija suya. Lo ve sufrir por todos los hombres y de allí se irá a morir por culpa de nuestros pecados. Antes que el propósito de aquel “encuentro” se perdiera y los peregrinos quisieran marcharse, ambas pesarosas procesiones volvían al lugar de donde habían salido.

El Jueves Santo (JESUS INSTITUYE LA EUCARISTÍA Y EL ODEN SACERDOTAL EN LA ÚLTIMA CENA) por la noche se concelebraba una larga y solemne “misa crismal” en la Catedral de la ciudad, donde los sacerdotes le recordaban al devoto pueblo que esa la noche nuestro señor Jesucristo había orado hasta las lágrimas en el huerto de Getsemaní, que había lavado los pies de sus discípulos y celebrado su última cena, porque sería entregado a sus enemigos por Judas Iscariote y que antes del amanecer Pedro lo iba a negar tres veces. ¡Que inmensa pena!

En los tiempos de mi infancia, la tradición de comer los doce potajes en el Jueves Santo, representaba la Ultima Cena de Jesús con sus discípulos. Muchos de los mocosos que conocíamos, sin ningún empacho nos decían que en su casa habían comido los doce platos y que lo mismo habían hecho en las casas de sus abuelos o de sus tíos. Cuando alguna vez a uno de esos zopencos le preguntamos qué platos le habían servido, nos comentó que su madre en el desayuno le había servido una taza de kuaquer y en platos aparte dos panes, una palta y un pedazo de queso, esos ya eran cuatro. En el almuerzo la sopa, el segundo, el mote, la cancha, la uchucuta, y siempre en un plato aparte un durazno con una pera, con esos ya eran diez. En el lonche una taza de café con leche y dos panes con mermelada de durazno cada uno en su plato y ya estaban los doce, sin contar la sopa, el segundo y el mate de la cena.

            Ese modo de suponer que había comido los doce platos del Jueves Santo nos resultaba un chiste, porque entonces yo me había comido casi veinte potajes, porque después del desayuno, a la media mañana del mismo día me había comprado un chupete de leche y más adelante una raspadilla, y por la tarde había comido una empanada callejera, un anticucho de tripitas, un bloque de melcochas y un plato de pasteles con su gaseosa, sin contar con los potajes del almuerzo, el lonche y de la cena.

            La verdad es que en mi casa nos informaron que todos estábamos en ayuno para ayudar a nuestro señor Jesucristo que no había comido nada por esos días, y que además estaba prohibido comer carne porque en esas fechas no era cristiano sacrificar a ningún animal, y que debíamos comer nuestro chupe de calabaza y de segundo un filete de pescado “bonito” frito y encebollado con arroz blanco. Alguna vez debido a los problemas de refrigeración el pescado llegó, si bien no abombado, pero si algo pasadito y cuando hicimos saber nuestro repudio por el olor y sabor del pescado, nos dijeron: “Van a tener que comerse todo y sin chistar, porque cuando nuestro señor Jesucristo estaba clavado en la cruz y dijo: 'Tengo sed', un soldado romano amarró una esponja en la punta de su lanza, la remojó en vinagre y malvadamente se la restregó en la boca del Señor, y este a pesar de ser el hijo de Dios, no dijo nada, más al contrario le perdonó al malvado”.

            Toda la Semana Santa, pero especialmente los días jueves, viernes y sábado, en casa se guardaba un respetuoso silencio, pero mi madre y mis hermanas iban más allá, pues yo sentía que las afligía un profundo dolor por la pasión y muerte de nuestro señor Jesucristo. En el pueblo todo el vecindario estaba afectado por un sincero dolor colectivo y masivamente compartido. Incluso los niños no podíamos andarnos con remilgos y caprichos y no debíamos llamar a las personas por sus apelativos y estaba prohibido lanzar insultos o maldiciones, mucho menos soltar groserías.

            Los varones adultos, si podían, debían vestir de negro, pero las mujeres, obligatoriamente. Además estas debían asistir a las misas, los rosarios y cualquier otro acto de fe y culto con un velo negro que les cubrieran las cabezas y con un rosario entre las manos. Algunas de ellas para señalar que descendían de una alta estirpe española, levantaban sus velos con una hermosa peineta de carey. En general, todos nos sentíamos culpables por la pasión y crucifixión del hijo de Dios.

            El Viernes Santo (PASION Y MUERTE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO), muy de madrugada, cubiertos con una frazada para conjurar el frio, todos los "ccoros" nos encontrábamos en la calle para escaparnos de la latiguera que debían darnos nuestros padres, para ayudar a nuestro señor Jesucristo en su flagelación, pasión y muerte. Seguramente sería con el temible “San Martín” que estaba colgado todo el año en una parte visible de la casa, solo con el objeto de hacerte saber que había reglas que respetar y para no caer en alguno de los siete pecados capitales como la soberbia, la avaricia, la glotonería, la lujuria, la pereza, la envidia y la ira, que eran los más malditos y que te llevaban directamente al infierno, pero además para que recordaras que debías cumplir al pie de la letra los diez mandamientos de la Ley de Dios, así como prometer que no andarías sucio y cochino porque se veía muy feo y te podía enfermar.

            Cuando indagabas sobre el significado de todas esas prohibiciones te respondían: “Todo tiene su lugar, así que no creas que te puedes salir con la tuya cuando quisieras y como te diera la gana".

La verdad es que nunca me latigaron y creo que tampoco a ninguno de los niños de mi barrio. Pero todos se inventaban una historia para decirnos cómo se habían escapado de los sanmartinazos del Viernes Santo. Unos decían que habían hecho un muñeco con sus almohadas al que habían tapado con sus frazadas y a ese monigote fue al que azotaron, mientras que él debajo de la cama se quejaba de dolor. Otros que le habían quitado el “San Martín” al azotador y lo habían lanzado al tejado, otros a la casa del vecino y algunos más exagerados al fogón de la cocina. Otros contaban que antes de dormir se habían puesto varios pantalones y chompas y por más que muy de mañana los flagelaron, no les dolió nada.

            Otro más fantasioso decía que se había escapado por el hueco sin vidrio de la ventana de su dormitorio al techo de su vecino y que como un gato había corrido por los tejados hasta llegar al borde del techo que da a la calle y que desde allí como el “Zorro” de la seriales que pasaron en el cine “Nilo”, se había lanzado al poste que estaba plantado como a metro y medio y por el acabó deslizándose hasta la calle. Finalmente uno de verdad mentiroso contaba que se había sobado el trasero con el cebo de la cola de los ratones que tenían el poder de anestesiar y por más que le pegaban con un “San Martín” cuyas tres puntas acababan en plomo no sintió dolor alguno y como sus padres solo veían que se reía, se retiraron cansados y sudorosos de esa infructuosa latiguera pensando que estaba loco o que el mismísimo señor Jesucristo lo estaba protegiendo.

            El Viernes Santo por la tarde se celebraba una misa que era llamada “La misa del Sermón de las tres horas” o de “Las siete palabras de Cristo en la cruz”, donde no íbamos los niños porque todos los asistentes sabían que nos íbamos a cansar y entonces comenzaríamos a llorar ya sea de hambre, de ganas de hacer nuestras necesidades o simplemente de aburrimiento.

            Para convocar a los feligreses no sonaban las campanas, porque nuestro señor Jesucristo había muerto y todos debíamos estar en silencioso duelo, entonces los acólitos de las iglesias salían a las calles con matracas de madera, avisando con su ruidoso matraqueo que no se olvidaran de ir a la misa y procesión del Viernes doloroso.

Por la noche salía en procesión el Santo Sepulcro con el cuerpo del señor yacente y la mente de los feligreses centrada en la pasión y muerte de Jesús en la cruz para su salvación. Esa procesión constaba de dos andas. La primera con la imagen de Cristo postrado sobre un lecho de rosas blancas metida dentro de una urna de cristal iluminada con las luces que encendía una poderosa batería y acompañada por los varones con una vela encendida en la mano. Por detrás le seguía la imagen de la Virgen Dolorosa, vestida de luto y con siete espadas incrustadas en un sangrante corazón de plata que le salía del pecho, acompañada por las señoras cubiertas de velos negros y también con una vela encendida en una mano y en la otra un rosario. Toda esta procesión se desarrollaba en un ambiente de oscuridad, silencio y recogimiento, seguida por un devoto pueblo esperanzado en la resurrección y ascensión del Señor Jesucristo a los cielos para sentarse a la diestra de su Padre el Dios creador del universo.

            De esa procesión tengo un vívido recuerdo, porque a insistencia de un mocosuelo que iba en brazos de su padre, su madre le alcanzó la vela que llevaba y en un pequeño descuido el picricio acabó prendiendo una gran fogata en el cabello y el velo de seda de una señora que iba por delante de ellos con su pelo embadurnado con brillantina Palmolive, que en buena cuenta era un extracto de aceite de oliva y por tanto muy volátil. Después de gritar de espanto la mujer se desmayó.

            El Sábado Santo (ESPERAMOS EN LA VIGILIA PASCUAL LA RESURRECCION DEL SEÑOR) desde la madrugada, previo matraqueo, se sucedían varias misas y muchos rosarios, pero el evento principal era la “Misa de Gallo” que debía producirse a las doce de la noche, porque a las primeras horas de domingo debían volver a sonar las campanas de todas las iglesias del mundo con repiques y toques alegres y hechos a vivo ritmo, porque nuestro señor Jesucristo había resucitado de entre los muertos.

             El Domingo de Pascua (JESUS HA TRIUNFADO SOBRE LA MUERTE. VERDADERAMENTE HA RESUCITADO. ¡AYELUYA, ALELUYA)  antes de las nueve de la mañana volvían a sonar las campanas para la misa solemne, llena de coros y cantos alegres, porque el señor Jesucristo nuestro Dios, había descendido a los infiernos y al tercer día venció a la muerte y después de andar algunos días con sus discípulos, delante de ellos ascendió en carne y hueso a los cielos, para sentarse por toda la eternidad a la derecha de su Padre y de allí ha de venir a juzgarnos a los vivos y a los muertos. 










No hay comentarios.:

Publicar un comentario