miércoles, 23 de diciembre de 2020

SEQUIA - DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 09

Ya era el cuarto año en que la Pachamama sufría en su vientre generoso la ardiente jornada de un sol que deseaba brillar y calentar hasta quemar la copa de los árboles.

Los pastos de los cerros y los arbustos que los salpican iban tomando el color amarillento de los muertos, y de un momento a otro se incendiaban por días enteros, porque algunos supersticiosos creían que del humo de aquellas inmensas hogueras podían surgir algunas nubes cargadas de la bendita lluvia, mientras los campos y las sementeras se iban agrietando por culpa de esa sedienta maldición; en tanto los ríos abandonaban su alegre cantar, para deslizarse como recatadas lágrimas en sus cauces más profundos y ocultos.

En su desesperación, la  gente de aquellos pueblos llevó a pastar su ganado hasta los prohibidos lugares donde están enterrados los gentiles y donde pululan a sus anchas los fieros pumas. La seca muerte de un caballo o de una vaca los apenaba grandemente, pero llegaron a temer dolorosamente la muerte de las ovejas, y aún más de los cabritos, porque estaban seguros que a esas pérdidas les seguirían la de los perros y tras los perros comenzarían a sucumbir, primero las wawitas[1] y los machulas[2] después.

Al final, después que se marcharon todos los que tenían un lugar a dónde llegar, sólo quedó un grupo de hombres y mujeres sin sombras, con las caras chupadas, la frente grande y los ojos hundidos, moviéndose sobre unos huesos forrados de una ajada y reseca piel.

Los que se quedaron a sufrir aquella agonía, lanzaron a los cuatro vientos de aquella cordillera todas sus milenarias plegarias, pero desgraciadamente no fueron oídos por los dioses de sus ancestros, y a su turno y del mismo modo tampoco fueron escuchadas por los traídos desde ultramar a los altares de sus iglesias, y aún a pesar de todo lo que solían hacer cuando les llegaba una sequía, el azul del inconmensurable cielo se abría más y más todavía, dejando ver sus estrellas en plena luz del día, para dejarlas caer en miles de aerolitos durante las sofocantes noches de aquel cruento estío.

Poco a poco, todo se hizo más pequeño, débil e inútil, pero no aquella remota laguna desde donde nacía  el agua que llegaba para todos esos pueblos. Solamente aquel líquido espejo que reflejaba todos los verdes de la floresta y los azules del abierto cielo, no había resumido, escanciado, ni elevado una sola gota de sus frías aguas. Estaba llena y completa, sin duda decían los más ancianos por encontrarse poseída por el Amaru, la poderosa serpiente con cara de llama que se desliza sobre esas vastedades.  Las  gentes  de  las  cabañas más próximas contaban que esa charca no tenía aguas vivas y sanas, sino potentes venenos estancados, y por eso la maldecían arrojándole cenizas cuando podían.

Cuando el pueblo consultó al que mira los signos en las hojas de la madre coca, en las cabeceras de los Apus y en las estrellas, sobre el principio y el fin de aquella desgracia, les respondió que ellos mismos eran los culpables de esa desgracia, pues su origen radicaba en la poca voluntad que habían mostrado las gentes de aquella comarca para hacer, según su generación, lo que les correspondía a fin de evitar que el Amaru engorde en aquella laguna con la fuerza que perdieron sus almas a lo largo de todos esos años de buenas cosechas y despilfarros sin fin.

Les dijo que si hubieran tomado el agua de todas las lagunas construyendo presas, canales de riego, grandes estanques, bellos andenes, como lo habían hecho sus antepasados los incas, entonces su suerte sería distinta. Pero como habían inclinado sus pobres almas hacia el abuso de la comida, la falsa alegría que ofrece el alcohol y los venenos de la codicia, la envidia y la vanidad, debían sufrir hasta morirse como carrizos secos y vacíos, salvo que  dentro de ellos haya unos mozos valientes y decididos a luchar contra al Amaru que avariciosamente se había apoderado del líquido de la laguna, vencerla y arrebatarle el agua para dejarla fluir hacia sus campos y sementeras.

Se consultó a las Asambleas de los pueblos secos, sobre quiénes podrían realizar esa hazaña, pero todos amaron sus tristes vidas y peores agonías. Se ofreció grandes recompensas a los voluntarios que desearan provocar el desalojo del Amaru, pero tampoco apareció alguno, a pesar de existir muchos taimados que apostaban sus vidas a los cuernos de los toros en las corridas de las grandes fiestas. A sufrir los más fieros latigazos en los carnavales o que danzando arrebatadamente atravesarse un alambre entre los labios, sentarse sobre punzantes espinas y comer el filudo vidrio de las botellas ante la atónita mirada de los incrédulos y el feliz aplauso de los temerosos.

Solo un niño que amaba de verdad la maravillosa espiritualidad que le da vida a las plantas y multiplica los animales, y que además extrañaba aquella feliz existencia que hacía reír a los niños, acunar el sueño de los ancianos y mantener la serena paz que nace del productivo trabajo familiar y colectivo, preguntó por los secretos y  peligros de  aquella  confrontación.

Se  le  respondió brindándole públicamente todos los detalles, solo con el propósito de que alguno más capaz, tomando la alternativa, se decida y …….nada.

Al día siguiente, Salvador el indagador de los misterios de la laguna envenenada, se levantó muy de mañana. Tomó un viejo porongo de la cocina y se fue al seco lecho del río donde cavó profundamente en sus arenas hasta llegar a la poquísima agua viva que aun corría dentro de sus entrañas. Llenó el tiesto y tomándolo por las asas con una soga se lo hecho a la espalda y resueltamente caminó hacia la puna donde quedó estancaba la rechoncha laguna. Al final de la tarde llegó a hasta sus orillas, y le gritó así:

–¡No te sientas muy tranquila! No vayas a creer que porque tienes delante de ti a un ccoro,[3] solo su miedo habrás de sentir. He llegado hasta aquí para obligarte a devolver el agua que le robaste a la Pachamama[4] con el propósito de matar a mi pueblo. ¡Conozco el precio!

Dichas estas palabras, sobre todo con la resolución y valentía con que se dijeron, la laguna comenzó a sacudir sus ociosas aguas formando grandes olas que como largos brazos querían atrapar al niño para ahogarlo, pero este logró esquivar todos los intentos de aquel líquido furioso. Después de azotarla fieramente con la soga y arrojarle piedras desde sus más elevados costados, derramó sobre el vientre de la charca pestilente el agua viva que contenía el porongo.

En ese instante se calmaron las inquietas aguas y luego de un silencio capaz de eternizar los instantes, comenzó a elevarse una negra nube sobre el ponzoñoso espejo de aquel maligno estanque que luego se convirtió en el lastimero rumor del viento que antecede a las tempestades. De pronto en lo alto de aquel oscuro nubarrón se apareció el Amaru, la enorme sierpe andina echando mortales rayos por la boca, las narices y los ojos. Una de aquellas poderosas descargas cayó sobre niño, abriendo en el lugar de su aniquilamiento una zanja ancha y profunda por donde se vació la hinchada panza de la laguna, junto con la rabia y el poder de aquella mítica serpiente.


Al día siguiente de esa hazaña, desde aquellas punas bajó un hermoso rio que con sus  cristalinas  y  alegres  aguas  entonaba  canciones de  júbilo,  que  unos  meses después mecidos por el viento repetían en coro los maizales de todos los campos de aquellos pueblos redimidos:

“Yo nací para la vida;

me muero por vivir,

otra cosa no se sentir.”





[1] Bebes

[2] Ancianos

[3] Niño.

[4] Madre tierra.

martes, 15 de diciembre de 2020

MARIA MARIMACHA - DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 08


–¡Si vas a ir a nadar al río chitándote[1] de la escuela, vas a acabar sancochado y en la panza de unos ingenuos! –Está era la más cruel advertencia que podían hacerle al placer de remojarte en las cristalinas aguas del río durante los calurosos días que preceden a las lluvias, en los que el sol quema hasta ponerte negro el pellejo del cogote.

Al calor del fogón y a la luz de un moribundo mechero y de una luna que mansamente se asomaba por la ventana de la cocina mostrándonos la silueta de un gato que seguramente estaba esperando quedarse a solas para cometer sus fechorías, una  noche de octubre la abuela, con voz de espanto y de vieja que sabía lo que decía, nos contó esta historia.  

–Un día doña Felicia Martínez, que vivía frente al horno de la calle que va al río, en su necesidad de contar con la  ayuda de una empleada doméstica, pegó un aviso en la puerta de su casa escrito en un pedazo de cartulina blanca con las letras rojas de un lápiz gordo, que decía:

“SE NECESITA MUCHACHA

CON CAMA ADENTRO”

Eso quería decir que le urgía una trabajadora para que atendiera la cocina, la lavandería y el aseo de su hogar, con la condición de vivir dentro de su casa. 

–¡Yyyyyyyyy! –Con este angustioso grito en coro forzábamos a la abuela para que avanzara con su narración.

–Al cuarto día se apareció una muchacha con un rostro que no tenían, ni por asomo, las mujeres del pueblo. Esa extraña jovencita era muy seria, callada pero bastante respetuosa, aseada y otras especiales maneras de ser. Decía haber trabajado en el Cusco, Puno, Arequipa y Ayacucho y que estaría un tiempo por estas tierras, porque su padre había sido contratado como maestro de obra, para construir la fachada de piedra de una rica iglesia que por esos tiempos se estaba levantando en la provincia de Grau, y que en seis u ocho meses, cuando acabara la construcción, se irían otra vez a vivir a Arequipa donde su familia era conocida como grandes maestros del tallado en piedra sillar. La dueña de la casa pensó para sus adentros: “No hay duda que eres hija de picapedreros, porque tienes la cara y la mirada de pura piedra”.

–¡Yyyyyyyyy! –Volvimos a gritar.

–La contrató, y al cabo de dos semanas doña Felicia vio con mucha satisfacción que la muchacha, que se llamaba María, era muy diligente en todo lo que hacía, pues sabía cocinar potajes muy sabrosos en los que mostraba  mucho conocimiento de ingredientes, condimentos y algunos secretos que cuando tuviera tiempo debía de aprender, sin dejar de lavar y planchar impecablemente toda la ropa sucia y limpiar con mucho esmero todos los rincones de la casa. Gracias a esa gran ayuda la señora pudo por fin dedicarse casi exclusivamente a atender el bazar que tenía en la calle principal del pueblo.

–¡Yyyyyyyyy abuelita!

–Después de  un  tiempo  sus  patrones le  confiaron los  gastos  del  mercado, de la panadería, las compras del forraje para los cuyes y de todos aquellos víveres que de puerta en puerta ofrecen las campesinas en estos pueblos, y como de costumbre María siempre daba satisfactoria cuenta de todos los gastos que hacía.

–Abuelita y ¿cuántos vivían en aquella casa? –Preguntó la curiosa Ana. A lo que la anciana respondió con otra pregunta. –¿Cuántos vivimos en esta casa?

–Tú abuelita, el abuelito, mi mamá, mi papá, yo y mis siete hermanos, pero también vienen a comer todos los días la señora costurera y la chica que ayuda en el bazar, y de vez en cuando el peón que cuida la chacra con su esposa y sus hijitos. –Respondió la niña.

–También ellos eran muchas personas y por eso los gastos de la comida eran muy altos, pero a pesar de la apretada cantidad que le asignaban para las compras del mercado, la sabrosa comida que preparaba María, era abundante, sobre todo en carnes y menudencias, lo que confirmaba la poca honestidad de las otras empleadas que tuvieron.

–¡Yyyyyyyyy abuelita!

–De repente, de la noche a la mañana, comenzaron a sentirse extraños ruidos dentro de  la casa de doña Felicia y alguno de sus niños afirmaron haber visto sombras y pequeños bultos que trajinaban por los pasillos, especialmente en el patio donde estaba el cuarto de la empleada. Más adelante, como si fueran invisiblemente lanzados comenzaron a romperse con estrepitoso ruido dos floreros, una azucarera y a caerse las ollas y los cuadros de las paredes. Todos creyeron que era por culpa de los gatos, pero el abuelo dijo que podrían ser las almitas de los niños que se escapaban de la escuela para irse a bañar al río, y no se sabía por qué comenzaron a ahogarse sin que sus cuerpecitos jamás fueran hallados. Los ancianos del pueblo solían decir con el desdén de los que suponen conocer todo: “Los ríos casi nunca devuelven a los que se llevan, solo el mar es el que los bota”

–¡Yyyyyyyyy abuelita!

–Pasado un tiempo y sólo por las noches comenzaron a oírse algunos extraños ruidos como el murmullo de un doloroso coro infantil, que hacía soltar a los gatos un pavoroso maullido de espanto, y si los gatos que no le tienen miedo a nada, se espantaban, entonces la cosa era bastante extraña como para ser el pequeño penar de unos niños que murieron ahogados y que solo estaban recogiendo sus pequeños pasos por los lugares de las casas que conocieron como visitas o amistades de los hijos de sus dueños. Lo más extraño de todo ese pavor fue que el perro que sabe mirar más allá de lo que nosotros vemos, ya no quería dormir en esa casa.

–¡Yyyyyyyyy abuelita!

–El día 2 de noviembre, como casi todo el pueblo, la familia se fue al cementerio para asear la tumba de sus parientes fallecidos y ofrecerles algunas flores y oraciones por ser Día de los Muertos. Luego que todos acabaron de almorzar en la kermese que se monta en las afueras del camposanto, sus padres enviaron a los chicos a la casa, porque los adultos deseaban brindar algunos licores con los otros vecinos y deudos. Sería a eso de las nueve de la noche cuando los mayores volviendo del cementerio se encontraron con la sorpresa de ver a sus hijos en pijamas, regados por la calle y medio muertos de miedo.

–¡Yyyyyyyyy abuelita!

–¿Qué pasa? ¡Qué está pasando! –Preguntó el padre. –¡Papá! –Explicó la hermana mayor. –Cuando llegamos del cementerio, todo estaba en orden, pero apenas se puso el sol y comenzó la noche, todos los perros de la calle aullaron sin cesar y los gatos desde los tejados maullaron imitando el llanto que se suelta en los velorios, hasta que vimos pasar por los pasillos a un grupo de hombrecitos sin rostro que caminando por el aire se fueron hasta al cuarto de la empleada y golpeando con fuerza la puerta le pedían con gritos lastimeros: “¡¡María Marimaaaaacha, devuélveme mis carneciiiiitas!!! ¡¡María Marimaaaaacha, devuélveme mis tripiiiiitas!!! ¡¡María Marimaaaaacha, devuélveme mi corazonciiiiito!!! ¡¡María Marimaaaaacha, devuélveme mis huesiiiiitos!!!”. Y así siguieron reclamándole hasta que la Maria, como alma que se lleva el diablo, salió despavorida de la habitación y nosotros tras de ella, pero ella siguió corriendo a toda velocidad con dirección al río, y como no pudimos correr como ella, es que decidimos esperarles aunque sea toda la noche en la puerta, porque nos da mucho miedo volver a entrar solitos.

–¡Yyyyyyyyy abuelita!

–Al día siguiente sobre la piedra grande que usan los niños para lanzarse a la poza que construyeron en el río, algunas lavanderas encontraron la ropa, las calaveras y los huesos sin carne de hasta ocho chitones,[2] que después recogió la policía. Cuando por todo el pueblo se esparció la noticia de este macabro hallazgo, doña Felicia corrió a la Iglesia para que el señor cura echara agua bendita por todos los rincones de su casa y especialmente en el cuarto de la empleada, para de ese modo apaciguar a las almitas de aquellas desesperadas criaturas.

–¿Y la María Marimacha abuelita?

–¡Nunca más se supo de ella! Desapareció como había aparecido: de la nada. La Guardia Civil averiguó que no existía un templo que con fachada de piedra sillar se estaría construyendo en ningún pueblo de la provincia de Grau. Ya durante la  misa que se hizo para sepultar los restos de los chitones, el señor cura explicó a los feligreses, que el Juicio Final existe y precisamente por ello, las almas de esos niños habían vuelto del más allá a reclamarle a la María que les devuelva las partes de sus cuerpos que ella había cortado después de matarlos, aprovechando que estaban solos y sin ningún amparo en la poza de aquel río, porque como bautizados en la santa Iglesia Católica, estos debían estar completos para presentarse ante la presencia del Divino Juzgador, ya sea para entrar al cielo o caerse para siempre en el infierno.

–¿Y la María Marimacha abuelita? –Volvimos a preguntar.

–Como desapareció sin dejar ningún rastro, muchos sospechan que es un demonio que con otro rostro y otro nombre anda metido en alguna otra casa, esperando en algún otro río a los chitones que faltando o escapándose de la escuela se van a nadar y divertir, para hacer con sus carnes y menudencias las ricas comidas que ella sabe cocinar para la satisfacción y ahorro de sus patrones.


FOTOS E IMAGENES DE INTERNET


[1] Escapándote.

[2] Niños que se evaden de la escuela para divertirse

viernes, 11 de diciembre de 2020

EL DERRUMBE - DE "CUENTOS PARA CCOROS" - 07

O FOTO

De un tiempo a esa parte, el Juancha se levantaba muy temprano. Después de desayunar apresuradamente partía con mucho entusiasmo a pastar las ovejas, regresando muy entrada la tarde con el rebaño completo. Esa prematura madurez enorgulleció a sus padres que estaban felices por la súbita responsabilidad que impulsaba al pequeño, pero sobre todo por la gran alegría que derrochaba  en su nuevo aliento.

Una noche mientras dormían, algo así como el sonido de unos pasos diminutos se dejaron oír alrededor de la choza, poniendo en alerta  a Huayki, el perro guardián, que ladró tan furiosamente que el hombre de la casa,  encendiendo  el  mechero tuvo que salir a inspeccionar el entorno, pero como no había más novedad que el atolondrado miedo del animal y un raro y pestilente olor, regresó a terminar su interrumpido sueño, no sin antes cubrir al niño que dormía algo desarropado. En ese instante notó que su ccoro[1] había hecho caer entre los pliegues de las frazadas una bolita dorada, que seguramente tenía en uno de sus puños antes de quedarse dormido. El padre muy confundido tomó aquel extraño y pesado metal con el propósito de averiguar su procedencia.

Al día siguiente no bien despertó, el Juancha comenzó a buscar con desesperación su bolita bruñida. Cuando su ansiedad por encontrar su preciosa pertenencia llegó hasta las lágrimas, su padre le dijo: “¿Acaso buscas esto, quién te la dio?” El niño respondió que hacía un buen tiempo había hecho amistad con un enanito que vestía un poncho rojo, chullo blanco y unas ojotas doradas. Él le había prestado aquella canica para que jugaran mientras las ovejas pastaban. Ante esa inocente revelación el padre palideció y ordenó que de inmediato le mostrara el lugar de sus andanzas con aquel menudo amigo.

Sin hablar recorrieron las faldas del Apu[2] tutelar de aquella comarca, llegando hasta una gran terraza. El niño señaló a una explanada como el lugar de sus juegos con el enanito. Enseguida el padre indagó por el sitio por donde llegaba y se despedía su pequeño camarada, en respuesta él le indicó un enorme roquedal que subía hasta la cima de la montaña.

Después de un atento paseo al pie del peñascal, tropezaron con un gran abrigo rocoso, donde en tiempos muy remotos los runas que trashumaban por estos lugares habían pintado en rojo ocre varias llamas, muchos venados y una gran serpiente devorándose a un enorme sapo. Al costado de ese rupestre mural encontraron un pequeño pero profundo agujero de donde salía un olor insoportable. A los costados de ese orificio advirtieron dos profundas grietas. Una iba ascendiendo hacia la cumbre y la otra se alejaba bordeando la montaña hasta perderse en unos matorrales que ocultaban su zócalo. 

"¡Este Apu está herido!, lo están matando esos enanos mineros que se encargan de romper el espinazo metálico de las montañas para provocar su derrumbamiento", murmuró el padre del Juancha, lleno del brutal temor que engendra lo desconocido.

Con desesperada prisa volvieron a su casa. A su orden él y su esposa cargaron en los caballos los trastos, las herramientas, los vellones de ovejas, las frazadas, las ollas, las semillas, las aves, los cuyes y los gatos, y alguna otra prenda que pudiera servirles mejor y arreando todo su ganado se fueron por el camino que baja al río y sube por las faldas de la montaña del frente.

Después de cruzar el puente de cabuyas que desde el tiempo de los incas se tiende y renueva sobre el profundo río, ascendieron infatigables hasta la casa del compadre Leoncio, a quien narraron las secretas andanzas del Juancha. El padrino del niño los acogió de muy buena gana y recomendó ofrecer una samincha[3] como remedio para calmar la tristeza del Apu que habitaba aquel cerro.

Cuando la noche congeló el aire y la luz del plenilunio plateó aquella cordillera, se oyó por toda su inmensidad un largo y gigantesco estruendo que subía desde el valle, levantando el vuelo de las aves, encendiendo el pavoroso grito de la fauna de esas serranías, provocando el  atolondrado ladrido de todos los perros de la comarca y alzando desde lo profundo de la piel y los corazones, los atávicos temores sin respuesta de los hombres de esta parte del mundo.

Cinco días después que el polvo de aquel derrumbe se hubo por fin asentado, pudieron ver que la rocosa montaña había caído sobre el río como un Dios vencido. Luego desde la distancia contemplaron cómo el torrente, frenando su caudal, era mansamente contenido por aquel fortuito dique que los escombros habían formado. Al sétimo día los compadres bajaron al valle para conocer la magnitud del derrumbe, pudiendo ver asombrados sus más de mil metros de largo, 300 de ancho y hasta 60 de altura. Pasada la media tarde, aparecieron cargados de grandes peces que habían mansamente atrapado en los pequeños pozos en que el río quedó convertido, aguas abajo de la colosal charca que el acorralado torrente iba colmando.

Cuando los pueblos de la parte baja de sus riberas vieron al río sin sus aguas, hicieron rápida mudanza hacia lugares más altos y seguros, porque conocían desde los tiempos en que estas cordilleras cobijaron a los hombres, que podría venirse una mortal avalancha, si es que llegara a reventar aquel inmenso estanque donde el Apu decidió alojarse.

Casi dos años después, un inmenso espejo de agua de casi una legua de largo terminó de llenarse y habitarse de peces. Tres años más tarde, vieron que alegre el río se escapaba de aquella laguna cayendo por unas altas, hermosas y cantarinas cascadas. 

Cuando dejó de sentirse el pestilente olor de los codiciosos enanos mineros, la familia decidió construir su hogar al borde de la nueva laguna rodeada de preciosas flores, y que en su orilla opuesta tenía un manantial de aguas termales que manaban de una enorme roca bermeja que según la narración de las gentes de aquel lugar esas aguas son la sangre de la montaña y por eso se llama Yahuarapu. Más tarde los lugareños bautizaron a ese embalse como Apuccocha[4] y no solo eso, sino que por los días cuando se produjo el derrumbe le hicieron su fiesta anual con danzantes de tijeras, música, danzas, cantos y todo lo demás, porque estaban seguros que el Camac o la fuerza primordial que había levantado aquella montaña vencida, se había alojado dentro de la nueva laguna y ahí convertido en un Ccorisoncco estaría cultivando hermosos huertos llenos de árboles y frutas que todavía no conocemos.

Al momento de inaugurar la casa nueva, el padre del Juancha, tiró la bolita de oro al centro de la laguna, para que sus dueños que eran unos chinchillicos[5] apestosos, porque no les gustaba el agua, jamás volvieran a encontrarla.



FOTOS E IMAGENES DEL INTERNET

[1] Niño.

[2] Divinidad andina.

[3] Bendición.

[4] Laguna del Apu.

[5] Míticos enanos mineros andinos.


domingo, 6 de diciembre de 2020

LA CABEZA VOLADORA - DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 06

 

Aun se cuenta en estos remotos pueblos cordilleranos, la historia de un matrimonio que vivía holgadamente gracias al tenaz trabajo del varón de la casa, pues este era uno de esos hombres rudos que en otros tiempos transportaban mercancías sobre los lomos de fuertes mulas, pasando sus  días caminando durante largas jornadas, metido en medio de las bestias, las lluvias y los sudores. Era un arriero de esos que casi siempre andan fuera de su casa, trajinando por caminos antiguos, subiendo escarpadas montañas, remontando elevadas abras y bajando a valles calurosos, solo para cruzar por estrechos puentes tendidos sobre estruendosos ríos profundos y nuevamente seguir subiendo.

La fama del blanco y bello rostro adornado con una larga, negra y sedosa cabellera de la esposa era conocida a muchas leguas del pueblo donde vivían. Como las ausencias del dueño de casa eran prolongadas, la mujer que a pesar de ser muy buena administradora de las ganancias de su marido, tenía el aborrecible defecto de aprovechar su alejamiento para organizar secretas francachelas con los otros arrieros que pasaban por aquel lugar. Ese pérfido vicio mantenía muy crispados al cura y a los vecinos de aquel caserío, sobre todo por el amor y la ciega confianza que el sacrificado arriero tenía en su mujer.

Cuando el marido pasaba una corta temporada en el pueblo, los vecinos le contaban, sin mayores detalles, el desvergonzado comportamiento de su mujer durante sus ausencias, pero nunca pudieron probar nada de lo que le decían, porque esos extraños visitantes a los que su mujer presuntamente recibía, solo eran viajeros sin más señas que la apariencia que tienen todos los que vienen por allí y se marchan por allá. Solo sabían que dejaban alguna que otra mercadería en la enorme tienda que administraba la señora, pero nunca pudieron averiguar sus nombres, su procedencia, ni mucho menos los detalles de los supuestos íntimos encuentros que la mujer les ofrecía.

Para el esforzado viajero, este asunto no pasaba de ser un chisme insano que en todas partes inventan los envidiosos contra los que tienen la alegría y gracia de una mujer hermosa junto a una apreciable fortuna, que para mayor desazón de los chismosos aumentaba con su esforzado pero lucrativo trabajo, sumándose a ella las generosas cosechas de sus muchas chacras, el incesante incremento de su ganado y los ventajosos negocios que su señora hacía con las mercaderías que él y otros viajeros traían a su tienda, de tal suerte que no había motivo para que las malas lenguas espantaran la felicidad que se había instalado en su hogar.

Una noche mientras cenaba en una de esas fondas de mala muerte que suelen tener los caminos, escuchó a unos pícaros hablar de sus andanzas de arrieros y como era su costumbre, sin mencionar, pueblo, casa o persona, hablaron de una remota aldea y de una casi inexistente mujer de largos cabellos negros que ofrecía generosamente los frutos de su casa y los placeres de su cuerpo a los hombres que sabían llenarle la cabeza con esas cosas, que como una llave maestra abren el corazón de las mujeres. El parloteo le pareció muy interesante por la cantidad de detalles que dizque sucedían en aquellos encuentros. Para terminar los bellacos concluyeron que esa sería una historia digna de seguir contándose en poemas y hasta en canciones, pero lo que de momento convenía era solo noticiarse entre ellos y en secreto, porque se trataba de la mujer de un arriero como ellos. Eso les partía su chusco corazón.

“¿La mujer de un arriero, han dicho estas bestias?” Murmuró para sus bien adentros, al tiempo que le invadía una tristeza mesclada con una ira que le obligaba a retornar inmediatamente a  su  casa  y descubrir el  engaño de su infame mujer. Pero luego se consolaba pensando: “Acaso soy yo el único arriero casado. Además los que hablan en estas sucias fondas son unos mostrencos ignorantes y pobretones, como los envidiosos vecinos del pueblo donde prosperó gracias al esfuerzo de mi mujer”. Pero luego, con renovado brío le asaltaban las dudas y otra vez se consolaba y otra vez las dudas y una vez más los inútiles consuelos y así…… como si miles de gusanos se lo comieran por dentro. Pero algo se calmó al enterarse que a cuatro jornadas de ese lugar quedaba el pueblo donde vivían los más famosos adivinos andinos. A ellos les confiaría la fiereza de las angustias y la furia que le carcomían el alma, para saber qué le aconsejaban.

Entregando la mercancía que traía de las sierras y acabando de comprar los vinos, medicinas y herramientas que debía llevar de regreso, como si se tratara de una simple curiosidad, le preguntó al administrador de aquel almacén.

–Señor, será cierto que en este pueblo existen unos poderosos adivinos y brujos que saben toda clase de curaciones y hechizos y que hasta sanan enfermedades incurables para la ciencia, o son simples charlatanes que se aprovechan de la humilde gente que llega a este pueblo por ser un puerto para otros de la costa, la sierra y algunos de la selva.

–Mire señor, le voy a decir que la mentira dicha solo para engañar, no dura. Este pueblo no es de ahorita, está lleno de antiguas ruinas y entierros que son testigos de que todo este inmenso valle ha sido habitado por miles de años, es por eso que los españoles al ver que era una antigua e importante encrucijada del Ccapacñan,[1] fundaron a su usanza este pueblo desde donde emprendieron muchas de las crueles hazañas de su invasión. Aquí, créalo o no, aún se conserva la poderosa sabiduría de nuestros ancestros y sus custodios no son adivinos, ni hechiceros, ni simplones chamanes, sino venerables Yachac,[2] que ahora los sociólogos y antropólogos, por no saber los misterios de su destruida ciencia y sobretodo por andar intoxicados con las foráneas teorías de su profesión, los han rebajado hasta el nivel de brujos supersticiosos.

–Y quién es el más sabio de todos estos Yachac. El maestro de todos, ¿Por qué su sabiduría debe ser una ciencia que se proclama y enseña? –Preguntó con inquietud.

–Ese es don Julián. Cuando ves los ojos de ese hombre no ves una mirada, sino una visión que viaja por las profundidades de otras dimensiones.

–Muchas gracias por la ilustración caballero, disculpe mi ignorancia. –Dijo a modo de disculpa el arriero.

Luego tomó el rumbo de la más famosa chichería del lugar para indagar por  la morada  de  don  Julián,  a  quien debía encontrar y consultar antes que esa maldita duda acabe de enloquecerlo. La gorda y alegre mujer que atendía ese negocio, le dijo que allí mismo estaba el famoso Yachac. Con  mucho respeto el arriero se acercó al hombre señalado saludando y suplicando una consulta con su persona. Cuando el anciano lo miró en seguida supo que la atención de  aquel ruego era muy urgente, pues tenía ante sus ojos a un hombre con el alma visiblemente torturada. Con las indicaciones del caso lo citó a su casa a las diez de la noche.

Las horas no pasaban para el arriero, y no pasaban porque ya hace casi tres se encontraba en la puerta de la modesta vivienda de aquel sabio andino, y cuando ya se encontraba al borde del delirio, por fin dieron las diez, y a su llamado se abrió la puerta. Antes que pueda expresar siquiera su saludo, el anciano le dijo.

–No deberíamos preocuparnos tanto por las cosas que no dependen de nosotros. Cuando alguna de ellas no son de nuestro dominio no debemos meterlas dentro de nosotros como un veneno, sino salir a buscar aquello que desde fuera nos está perturbando, que las más de las veces son simples tonterías y aun cuando son graves estos asuntos, con el tiempo acaban siendo lo mismo. Acomódese con calma en aquel poyo y cuando sienta que está bastante cómodo me hace una señal.

Luego de encontrar el lugar de su agrado, le hizo una seña de satisfacción y el Yachac continuó. –¡Cálmese! Llegado el momento de la verdad siempre se sabe qué hacer, mientras tanto está demás preocuparse. Para todo hay solución en esta vida, menos  para  la  muerte, aunque en buena cuenta eso ni siquiera es un final, sino una parición a otra mejor.  Si  lo  vemos  bien,  todo  el  breve  tiempo  que  dura nuestra vida en este mundo se nos pasa en la búsqueda de condiciones para que nuestra pasajera existencia sea bienaventurada a los ojos de los demás, sin reparar que tan solo el hecho de sentir que estamos vivos ya es una felicidad. ¿Ahora cuénteme que es lo que le está mortificando tan malamente?

–Gracias maestro. Discúlpeme estoy muy confundido. –Y pasó a contarle los chismes del pueblo y los detalles de aquel malcriado parloteo que escuchó a otros ambulantes como él en aquella pobre fonda caminera. Finalmente un poco más calmado por el afable rostro y la amigable voz del viejo, le dijo que para la paz de su alma y la felicidad de su hogar, debía resolver de todos modos la incertidumbre que tan cruelmente lo agobiaba.

–Las personas o la mujer que amamos no siempre pueden o deben amarnos. El amor no es un derecho  que por convención humana nos deba corresponder, sino es un regalo que Dios ha puesto en nuestros corazones para compartirlo entre los hombres y brindárselo a la naturaleza, pero muchas veces no todos los que amamos están obligados a correspondernos. Infortunadamente nunca conoceremos el mundo interior de los otros para saber cómo y cuánto nos aman o quizás, tan solamente, son nada más que amables o respetuosos con nosotros. Pero como estamos malacostumbrados a dar para recibir, siempre estamos esperando algo a cambio del amor que damos, como si este noble sentimiento fuera una mercancía que para tener, debe pagarse. 

–Tiene usted mucha razón maestro, pero ahora qué hago con esta mi vida? –Preguntó, como esperando una respuesta definitiva o una mágica receta.

–La duda que tiene debe resolverla usted mismo, pues nadie puede vivir y hacer las cosas que sólo conciernen a su alma. Vuelva a su casa sin aviso alguno y llegue de noche. Con mucho sigilo entre en su alcoba, si ve a su mujer tendida en la cama sin la cabeza en su lugar, vaya a la cocina, tome un puñado de ceniza de la cconcha,[3]  espárzala en su cuello y espere escondido en algún lugar a que volando retorne la testa de su mujer a su sitio. Pero si su esposa se encuentra completa, despiértala cariñosamente, llénela de besos y caricias, confiesele sus dudas, pídale perdón por su desconfianza y renuévele su juramento de amor eterno.

–¡Gracias, muchas gracias maestro, eso sin duda haré. ¿Cuánto le debo? –Preguntó un tanto más calmado el atribulado arriero.

–Compre cuatro docenas de chancacas, y en el triste pueblo que tenga punas sin límites, regálaselo a los niños que viven en él. La alegría de esos críos será mi pago.

Cuentan que a eso de las doce de la noche, sin hacer el menor ruido, el arriero entró a su casa y aposento, y al encontrar a su mujer completamente desnuda pero sin la cabeza en su lugar, se espantó grandemente, pero al recordar la mirada sin tiempo y la suave voz de don Julián, tomó coraje y comenzó a ver cómo dentro de aquel decapitado cuerpo aun latía un corazón y cómo por un tubo que debía ser la tráquea, entraba y salía un vientecillo igual al que hacen los pequeños fuelles que usan los sastres de los pueblos para avivar el fuego de sus planchas a carbón. Por pudor cubrió aquel cuerpo con una sábana, pero este se alborotó hasta tirarla por los suelos.

Ya más calmado bajó a la cocina, tomó un buen puñado de cenizas y procedió a frotar el airado cuello con esos residuos. Como quería saber en qué acabaría todo esto que le estaba pasando, se escondió en un rincón del aposento, precisamente en el vacío que dejaban la cómoda y el gran ropero. Allí sentado en el piso, cubierto con un poncho esperó a que la cabeza volviera después de vagar volando por el mundo comiendo caca como castigo por sus pecados.

A eso de las cuatro de la mañana, cuando sintió que la pacapaca[4]  que había ululado toda la noche se espantó por el comienzo del alba, por una pequeña ventana que estaba abierta entró volando la cabeza de su mujer con los cabellos revueltos, los ojos brillantes como los de un gato y con la boca llena de caca. Luego empezó a tratar de pegarse a ese cuerpo desnudo, pero no pudo lograrlo por más que lo hacía de muchos modos, porque la ceniza había quemado todas las nervaduras del cuello. 

Cuando la cabeza se percató que había sido separada definitivamente, entró en una agitación de rabia y pánico, mirando desesperadamente para todos lados buscando al culpable de lo que le estaba sucediendo, cuando por fin dio con su marido oculto, siempre volando, se acercó para pedirle con grotescas muecas que le diera un beso en aquella sucia boca de un rostro que empezaba a parecerse al de los demonios. Presa de espanto y medio loco el arriero salió despavorido a la calle.

Más tarde los vecinos encontraron la cabeza voladora enredada por sus largos cabellos en las ciracas[5] que rodean el cementerio del pueblo. El arriero pagó al sepulturero por el entierro del cuerpo desnudo y de esa apestosa cabeza, porque ni el cura ni los vecinos quisieron asistir al funeral de los restos de aquella infiel pecadora.

Más adelante el juez del pueblo se encargó de la venta de la casa, las chacras y el ganado del infortunado matrimonio, y unos días después por el mismo camino que lo trajo hasta ese pueblo, con su recua de mulas en reatas de cinco, el arriero se fue perdiendo, allá lejos, por el lugar en donde este planeta busca al sol para despertar sus días.

Fotos e imágenes de Internet


[1] Camino Inca.

[2] Sabio andino.

[3] Fogón.

[4] Lechuza.

[5] Zarzamoras.

lunes, 30 de noviembre de 2020

"LOS ABUELOS" DE: "CUENTOS PARA CCOROS" - 05

Los  “abuelos”  son  los cuerpos de los hombres andinos muertos y enterrados antes del tiempo en que los españoles llegaran a estas cordilleras con todo y sus dioses. Son los que se han despedido de este mundo en la fe de sus ancestros. Las gentes de estos pueblos, que no los olvidan porque son sangre de su sangre, les proporcionan extrañas vidas de ultratumba.

Cuentan las tradiciones de estas gentes que cuando llega la luna llena, esos "abuelos" se aparecen mudados en la forma de un paisano, para andar delante o tras tuyo por los caminos. La única diferencia es que el "abuelo" tiene una pálida piel desde la cabeza a los pies y anda con la cerviz doblegada. Las más de  las veces toman el aspecto del marido viajero que vuelve a casa y se acuesta con su mujer trasmitiéndole una enfermedad que se muestra en grandes tumores que secretan huesecillos, provocando con el paso del tiempo la muerte de la infestada.

Los “abuelos” tienen el extraño poder de  secar los manantiales y la manía de esconder las piedras negras que sirven para afilar los cuchillos, los machetes y las hachas. Cuentan también que durante las noches de sus apariciones, en su afán por alimentarse rompen los trastos en las cocinas de las casas que visitan. Estos “abuelos” tienen el poder de seguir moviéndose porque nunca terminaron de morirse y podrirse de una vez por todas, solamente se secaron igualitos nomás, como se habían despedido de la vida.

En los lugares altos de las apachetas, donde soplan los fríos vientos que bajan de los glaciares, descansan envueltos en finas mantas, esperando con paciencia el retorno de los hijos del sol desde el Apumayo.[1] 

En esos altos altares existe un aire metálico que hincha las muelas y llena el cuerpo de los hombres con horribles y dolorosas llagas por donde supuran pequeños huesecillos, como castigo al sacrílego atrevimiento de subir hasta esas alturas para saquear las ofrendas de sus entierros.

Cuando llegaron los españoles murieron millones de los que ya habían nacido y vivido bajo el imperio de los incas, pero para calmar a sus descendientes inventaron el mito de que los “abuelos” eran parte de la legión de los demonios que habitaban en las páginas de sus libros, y que por ser hijos de la oscuridad no pueden soportar el brillo del sol si es de día y la luz del fuego por las noches.

No contentos con esas mentiras, por medio de sus curas y catequistas, les hicieron saber que los “abuelos” nunca tuvieron un alma y por eso no pueden elevarse al cielo, ni siquiera al purgatorio por no haber recibido el sagrado bautismo, pero tampoco pueden ser condenados al fuego del infierno, por no haber sido pecadores de la ley del Dios que en las lejanas tierras de una ciudad que se llama Jerusalén, se entregó a la muerte para salvar a los hombres de su raza y de su credo, y que por eso estos cuerpos que solo son eso, están condenados a vagar penando por las oscuridades de este mundo por toda la eternidad.

Por eso es que andan por aquí y por allá, y por todos los lugares de esta parte de la cordillera, ensayando una forma de regresar a la vida, ya sea tomando el vientre de las mujeres o metiéndose en los organismos de los sacrílegos profanadores, pero solamente logran reproducir unos pequeños huesecillos, sin llegar a formar, hace casi cinco siglos, un ser viviente con todo y su corazón, porque los cuerpos de los hombres donde quieren recuperarse pertenecen a otra fe.

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Así fueron los españoles, mataron hasta a los muertos. Pero estos jamás supieron que nuestros antepasados ya sabían  que el Camac es la fuerza primordial que mueve a los hombres, los animales, las cosas y las estrellas, y que gracias a ese impulso nuestras vidas en este mundo apenas son una minúscula  parte de un viaje cósmico que empieza sobre está Pachamama, pero que no acaba nunca. Y que la muerte no es el fin de nada, sino tan solo un alumbramiento a un mundo inmensamente más inteligente. Y que de ahí este viaje continúa a otro y otros mundos más, hasta no se sabe dónde ni cuándo, porque al igual que el universo material, la vida espiritual que está más allá de nuestros pensamientos, también se expande.


[1] Vía láctea