[Los gitanos]
En la pampa de la quinta Fano de la
Av. Núñez, en la pampa “Valer” del Jr. Huancavelica o en terreno de la municipalidad donde ahora está construido el Parque Centenario, de pronto se aparecían
las vistosas carpas de los gitanos. Entonces la curiosidad por esas extrañas
gentes hacía que poco a poco todo el pueblo fuera a verlos. Pues llamaba la
atención las extrañas vestimentas de las mujeres que eran unas largas y
coloridas faldas de seda o algo parecido que les llegaba hasta los tobillos,
una blusa igual de llamativa y un gran pañolón cubriéndoles la cabeza y
acababan calzando unos zapatos calados de vivos colores. Tenían la boca bien
pintada de rojo. Las muñecas y los tobillos adornados con argollas de plata.
Buenos anillos en varios de sus dedos. Ricos collares en sus cuellos y unos
grandes aros dorados colgando del lóbulo de sus orejas. Las más jóvenes eran
muy bonitas, pero las viejas hasta bigote tenían. Yo iba a verlos todos los
días.
En cambio los gitanos vestían más
campechano. Tenían zapatos de caña baja de esos que ahora llamamos de vestir,
un pantalón negro, una camisa blanca cubierta con un chaleco oscuro y un
sombrero negro de ala corta tipo Borsalino adornado con la colorida pluma de
algún ave extraña, es decir, vestían casi igual a los abanquinos de la campiña,
pero tenían colgado del cuello una gruesa cadena de oro de la que pendía un
lujoso crucifijo, para decirnos que creían en nuestro señor Jesucristo. Cuando
se ponían a trabajar en lo que sabían, solían ponerse un largo mandil de cuero.
Hicieran lo que hicieran, todos los
gitanos fumaban sin parar, pero lo que más llamaba la atención a las gentes que
los visitaban, es que igual lo hicieran las mujeres, pero a los campesinos ese
hábito les parecía muy exótico y hasta increíble. Que las gitanas viejas
tuvieran unos pelos largos debajo de la nariz, me confirmó que si fumabas te
crecerían los bigotes. Comían fino, pues compraban muchas gallinas, patos y
buena carne en el mercado y cosas caras en las tiendas y tal vez por eso sus
ollas olían bien, entonces no eran pobres. Mi madre comentaba: “Solo les falta
una buena casa”, y mi padre refutaba: “Ni falta que les hace. Su casa son los
caminos y su techo el cielo”.
Dentro de la tienda más grande las
gitanas murmurando y rezando en su idioma, leían el destino de sus clientas en
la palma de la mano. En el día atendían a las mujeres y muy entrada la tarde a
los varones. Exhibían un vistoso cartel que en un lado decía: QUIROMANCIA y debajo el dibujo de la
palma de una mano extendida con las líneas de la vida, del amor, del cerebro y
otras más; y, en la otra parte del mismo cartel, decía: CARTOMANCIA y más abajo el dibujo de los naipes de una baraja
española. Los primeros días pasaban las mujeres más humildes del pueblo y a
medida que crecía el rumor de que eran muy buenas adivinando el destino,
comenzaban a llegar algunas más distinguidas.
A propósito de ello, mi madre comentó
durante el almuerzo que doña fulana había mandado a su sirvienta a que le lean
la suerte y cuando esta volvió le contó que la gitana le había dicho “su vida”
como si fuera su madre o vivido con ella, y que le había adivinado cosas que
prometió no confiar a nadie, porque si no su suerte no se cumpliría. Entonces
fue cuando su patrona se animó a visitar a las adivinas. Pero lo curioso era
que a su cocinera le habían cobrado un Sol y a ella cinco. Cuando por curiosidad
mi madre le preguntó por qué aceptó esa diferencia, la doña le respondió:
“Porque mi vida y mi futuro es más importante que la de mi chola”.
Los gitanos se dedicaban básicamente
a vender pequeños peroles de cobre y a reparar los usados, las herramientas del
campo y otros enseres que la gente les traía. También fabricaban toda clase de
productos de hojalatería como baldes y bateas de todos los tamaños, regaderas,
mecheros, torteras, bandejas para hornear, embudos, etc. También podían
producir, siempre a base de metal y soldadura, algunas cosas especiales a
pedido de sus clientes, siempre y cuando supieran hacerlo, porque los gitanos
se jactaban de ser gente íntegra y honesta. “No puedo hacer lo que no sé”, le
dijo uno de ellos a mi padre cuando le sugirió un pedido. Además comentó con
admiración y respeto: “Saben soldar toda clase de metales. Esos secretos no se
aprenden, se heredan”.
Como mi afán por ver a los gitanos
estaba distrayendo mis tareas. Un día mi madre me dijo que como los gitanos no
podían tener hijos por fumar demasiado, solían robarse a los niños, que como si
no tuvieran casa se iban todos los días hasta sus carpas para mirarlos
incansablemente, entonces los gitanos piensan que haces eso porque no tienes
padres y como ya los quieres mucho porque te han hechizado, quieres irte con
ellos. “Así que si no quieres que los gitanos te lleven para ser su sirviente,
no andes mucho por ahí, como si fueras un perro sin dueño”.
A propósito de eso, uno de esos días
en que todavía estaban los gitanos en el pueblo, un amiguito de esos tiempos al
que hacía pocas horas lo habían zurrado dizque “por gusto”, me confió: “En otro
país yo era un príncipe, sino que de bebito unos gitanos me robaron y me
vendieron en Abancay”. Lo miré con mucha incredulidad, porque cómo podía
acordarse que lo habían raptado, pero no de qué país era su príncipe. Cuando
ocasionalmente me lo encontraba en las calles de Lima se me extendían los
labios en una sarcástica sonrisa, al tiempo que me decía: “Ahí viene el
prínsapo”.
“Mamá el padrecito ha dicho en la
misa que todos los que están yendo donde las gitanas para que les lean su
destino, están cometiendo un pecado mortal, porque según la biblia eso es
abominable a los ojos de Dios”, le dijo mi hermana mayor.
Esos prejuicios, más el agotamiento
de la clientela en el pueblo, le decía a los gitanos que era tiempo de
marcharse a otro lugar.
[Acerca de lo
oculto]
Cuando encontré tirado en la puerta
de una casa un bonito y misterioso atadito de hilos de colores, felizmente
alguien me advirtió que no lo tocara porque eso era una brujería que le estaban
haciendo a los dueños de esa casa. Cuando le conté eso a mi madre, ella me dijo
que menos mal que no lo había tocado porque eso era una maldición. “¿Y qué
pasaba si lo tocaba?”, le pregunté lleno de curiosidad. “Todas las desgracias
que por medio de los brujos maleros sus enemigos le están pidiendo al diablo
para los dueños de esa casa, hubieran caído sobre ti”. “¿Y porque lo hacen?”,
“¿Qué les va pasar a los embrujados?” “¿El diablo vive con los brujos?”, y así
comencé una andanada de preguntas hasta que ella me aconsejó que se lo contara
al padrecito de la Capilla del Señor de la Caída o a las monjitas del
Catecismo, entonces fue que me callé para siempre por temor a que creyeran que
yo ya estaba embrujado.
Y anduve con ese temor por algún
tiempo, hasta que le confié a un amigo mayor esa mi mala suerte, y este me dijo
que era un sonso por no haber tomado y abierto ese atado, porque eso hizo él
con una de esas “laiccas” (bujería) y
se encontró un billete de diez soles y una monedita de plata y varios huayruros y no le pasó nada, porque si
eso era una brujería, acaso era para él, y que además su abuelita le había
dicho que esas cosas solo le hacen los malditos a otros malditos, porque a los
buenos no pueden hacerles nada malo. “¿Qué tal si en ese atado había un billete
de cien soles?”, me preguntó. A partir de ese día quedé curado de esa
incertidumbre y de todas las de esa naturaleza.
También escuchaba hablar entre
murmullos, como si se tratara de un secreto solo para los adultos, acerca de la
existencia de los "Camacguagias"
o "Apusuyoc", que eran los
poderosos adivinos andinos que sabían convocar ante su presencia a los ángeles
que viven en los "Apus" o altas montañas, para pedirles un consejo,
para conocer quién te estaba haciendo una “laicca”
o daño o para que les recomiende una curación natural para sus males. Más
adelante me enteré que desde mucho antes de los incas, el “Camac” era más o
menos una versión andina del alma judeocristiana, pero más amplia, porque esta
es la fuerza primordial que mueve a todos los seres vivos y todas las cosas
materiales que existen en el universo.
Lo que en síntesis quiere decir que:
"¡Todo está vivo, todo se mueve!", incluso las montañas, el agua en
todos sus estados y funciones, las chacras, las piedras, etc., porque todo
tiene su propio "Camac", (su energía primordial). ¿Serán las
moléculas, los átomos o las partículas subatómicas? y algunos de estos objetos
tienen propiedades benéficas muy particulares para los seres humanos, a esas
entidades los antiguos peruanos les llamaban "Huacas" y cómo no
podían explicar humanamente su función las consideraban sagradas y que solo los
sacerdotes andinos, grandes conocedores de las plantas maestras, podían saber
su cabal funcionamiento. Y que el "Camac" o espíritu andino
funcionaba más o menos como el gato de Schrödinger de la superposición
cuántica, que mientras no exista un creyente puede estar entre dos
posibilidades, que sea lo que tú crees o que solo sea el objeto que representa
para el mundo tridimensional, como por ejemplo una simple imagen, una estatua
de yeso, una alta montaña, una roca, un madero, etc.
Sobre estas creencias ancestrales he
venido indagando entre los viejos comuneros de los pueblos originarios de
Apurímac, y he recibido una serie de testimonios parciales, entrecortados y
muchas veces mesclado con las creencias judeocristianas, que los he podido unir
a mi modo, pero como todavía no aparece como un sistema religioso, me he
remitido a expresarlos en un libro de cuentos al cual me falta agregarle dos
historias más.
Otra de esas cosas ocultas que me
encantaba escuchar era acerca de los "tapados", es decir los tesoros
escondidos que después de saquear todo el oro de los templos y palacios del
Cusco, los conquistadores españoles no pudieron hacer llegar hasta Europa,
porque se les había muerto su caballo o porque los indígenas que los cargaban
se habían dado a la fuga. O aquellos que los jesuitas habían escondido cuando
el rey de España en el año 1767 había decretado su expulsión del virreinato del
Perú, o simplemente porque algún hacendado había muerto en soledad y para
asegurar su fortuna, lo había escondido. O porque alguien escarbando un usno o
una construcción pre-inca o inca había destapado un valioso tesoro que se lo
vendió a los gringos que visitaban el Cusco. Y por eso decían que fulano de tal
había encontrado un enorme “tapado” y que gracias a esa buena suerte era
ricachón.
Otros decían que “Ese indio se ha
vuelto rico cazando vicuñas y vendiendo su fina y costosa lana a los gringos”.
O que los antepasados de esa o tal familia se habían hecho de casas, solares y
chacras, gracias al contrabando de alcohol que producían las haciendas
cañaveleras de estos valles interandinos o, simplemente que algunos habían
llegado a ser ricos porque eran unos avezados "huacachutas" (abigeos). O unos tinterillos sinvergüenzas
que pagando a los jueces y falsificando documentos con los notarios mañosos se
habían adueñado de las tierras de los indígenas, para convertirse en
terratenientes y gamonales.
Jamás
nadie podía ser rico por su esfuerzo personal, trabajo y ahorro. Era como si
dijeran: “Si yo no soy rico, tampoco podrías serlo tú”. Por más de cuatro
siglos, esta mi gente se había acostumbrado a que sólo los hacendados podían
ser ricos y poderosos, y ese criterio prevalecía, porque aún no podían percibir
que, poco a poco, el capitalismo estaba llegando a estas tierras.
Como siempre tus comentarios nos transportan a nuestra niñez en Abancay. El miedo que nos infundian para no acercarnos, porque te podían robar, te mataban y tu grasa era uno de los ingredientes para hacer las campanas o los peroles de cobre, en fin.... las leyenda urbanas de nuestra época.
ResponderBorrarHistorias hermosas de la niñez. Gracias por compartirlas
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