viernes, 20 de septiembre de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (30)

[Los gitanos]

En la pampa de la quinta Fano de la Av. Núñez, en la pampa “Valer” del Jr. Huancavelica o en terreno de la municipalidad donde ahora está construido el Parque Centenario, de pronto se aparecían las vistosas carpas de los gitanos. Entonces la curiosidad por esas extrañas gentes hacía que poco a poco todo el pueblo fuera a verlos. Pues llamaba la atención las extrañas vestimentas de las mujeres que eran unas largas y coloridas faldas de seda o algo parecido que les llegaba hasta los tobillos, una blusa igual de llamativa y un gran pañolón cubriéndoles la cabeza y acababan calzando unos zapatos calados de vivos colores. Tenían la boca bien pintada de rojo. Las muñecas y los tobillos adornados con argollas de plata. Buenos anillos en varios de sus dedos. Ricos collares en sus cuellos y unos grandes aros dorados colgando del lóbulo de sus orejas. Las más jóvenes eran muy bonitas, pero las viejas hasta bigote tenían. Yo iba a verlos todos los días.
En cambio los gitanos vestían más campechano. Tenían zapatos de caña baja de esos que ahora llamamos de vestir, un pantalón negro, una camisa blanca cubierta con un chaleco oscuro y un sombrero negro de ala corta tipo Borsalino adornado con la colorida pluma de algún ave extraña, es decir, vestían casi igual a los abanquinos de la campiña, pero tenían colgado del cuello una gruesa cadena de oro de la que pendía un lujoso crucifijo, para decirnos que creían en nuestro señor Jesucristo. Cuando se ponían a trabajar en lo que sabían, solían ponerse un largo mandil de cuero.
Hicieran lo que hicieran, todos los gitanos fumaban sin parar, pero lo que más llamaba la atención a las gentes que los visitaban, es que igual lo hicieran las mujeres, pero a los campesinos ese hábito les parecía muy exótico y hasta increíble. Que las gitanas viejas tuvieran unos pelos largos debajo de la nariz, me confirmó que si fumabas te crecerían los bigotes. Comían fino, pues compraban muchas gallinas, patos y buena carne en el mercado y cosas caras en las tiendas y tal vez por eso sus ollas olían bien, entonces no eran pobres. Mi madre comentaba: “Solo les falta una buena casa”, y mi padre refutaba: “Ni falta que les hace. Su casa son los caminos y su techo el cielo”.
Dentro de la tienda más grande las gitanas murmurando y rezando en su idioma, leían el destino de sus clientas en la palma de la mano. En el día atendían a las mujeres y muy entrada la tarde a los varones. Exhibían un vistoso cartel que en un lado decía: QUIROMANCIA y debajo el dibujo de la palma de una mano extendida con las líneas de la vida, del amor, del cerebro y otras más; y, en la otra parte del mismo cartel, decía: CARTOMANCIA y más abajo el dibujo de los naipes de una baraja española. Los primeros días pasaban las mujeres más humildes del pueblo y a medida que crecía el rumor de que eran muy buenas adivinando el destino, comenzaban a llegar algunas más distinguidas.
A propósito de ello, mi madre comentó durante el almuerzo que doña fulana había mandado a su sirvienta a que le lean la suerte y cuando esta volvió le contó que la gitana le había dicho “su vida” como si fuera su madre o vivido con ella, y que le había adivinado cosas que prometió no confiar a nadie, porque si no su suerte no se cumpliría. Entonces fue cuando su patrona se animó a visitar a las adivinas. Pero lo curioso era que a su cocinera le habían cobrado un Sol y a ella cinco. Cuando por curiosidad mi madre le preguntó por qué aceptó esa diferencia, la doña le respondió: “Porque mi vida y mi futuro es más importante que la de mi chola”.
Los gitanos se dedicaban básicamente a vender pequeños peroles de cobre y a reparar los usados, las herramientas del campo y otros enseres que la gente les traía. También fabricaban toda clase de productos de hojalatería como baldes y bateas de todos los tamaños, regaderas, mecheros, torteras, bandejas para hornear, embudos, etc. También podían producir, siempre a base de metal y soldadura, algunas cosas especiales a pedido de sus clientes, siempre y cuando supieran hacerlo, porque los gitanos se jactaban de ser gente íntegra y honesta. “No puedo hacer lo que no sé”, le dijo uno de ellos a mi padre cuando le sugirió un pedido. Además comentó con admiración y respeto: “Saben soldar toda clase de metales. Esos secretos no se aprenden, se heredan”.
Como mi afán por ver a los gitanos estaba distrayendo mis tareas. Un día mi madre me dijo que como los gitanos no podían tener hijos por fumar demasiado, solían robarse a los niños, que como si no tuvieran casa se iban todos los días hasta sus carpas para mirarlos incansablemente, entonces los gitanos piensan que haces eso porque no tienes padres y como ya los quieres mucho porque te han hechizado, quieres irte con ellos. “Así que si no quieres que los gitanos te lleven para ser su sirviente, no andes mucho por ahí, como si fueras un perro sin dueño”.
A propósito de eso, uno de esos días en que todavía estaban los gitanos en el pueblo, un amiguito de esos tiempos al que hacía pocas horas lo habían zurrado dizque “por gusto”, me confió: “En otro país yo era un príncipe, sino que de bebito unos gitanos me robaron y me vendieron en Abancay”. Lo miré con mucha incredulidad, porque cómo podía acordarse que lo habían raptado, pero no de qué país era su príncipe. Cuando ocasionalmente me lo encontraba en las calles de Lima se me extendían los labios en una sarcástica sonrisa, al tiempo que me decía: “Ahí viene el prínsapo”.
“Mamá el padrecito ha dicho en la misa que todos los que están yendo donde las gitanas para que les lean su destino, están cometiendo un pecado mortal, porque según la biblia eso es abominable a los ojos de Dios”, le dijo mi hermana mayor.
Esos prejuicios, más el agotamiento de la clientela en el pueblo, le decía a los gitanos que era tiempo de marcharse a otro lugar.

[Acerca de lo oculto]

Cuando encontré tirado en la puerta de una casa un bonito y misterioso atadito de hilos de colores, felizmente alguien me advirtió que no lo tocara porque eso era una brujería que le estaban haciendo a los dueños de esa casa. Cuando le conté eso a mi madre, ella me dijo que menos mal que no lo había tocado porque eso era una maldición. “¿Y qué pasaba si lo tocaba?”, le pregunté lleno de curiosidad. “Todas las desgracias que por medio de los brujos maleros sus enemigos le están pidiendo al diablo para los dueños de esa casa, hubieran caído sobre ti”. “¿Y porque lo hacen?”, “¿Qué les va pasar a los embrujados?” “¿El diablo vive con los brujos?”, y así comencé una andanada de preguntas hasta que ella me aconsejó que se lo contara al padrecito de la Capilla del Señor de la Caída o a las monjitas del Catecismo, entonces fue que me callé para siempre por temor a que creyeran que yo ya estaba embrujado.
Y anduve con ese temor por algún tiempo, hasta que le confié a un amigo mayor esa mi mala suerte, y este me dijo que era un sonso por no haber tomado y abierto ese atado, porque eso hizo él con una de esas “laiccas” (bujería) y se encontró un billete de diez soles y una monedita de plata y varios huayruros y no le pasó nada, porque si eso era una brujería, acaso era para él, y que además su abuelita le había dicho que esas cosas solo le hacen los malditos a otros malditos, porque a los buenos no pueden hacerles nada malo. “¿Qué tal si en ese atado había un billete de cien soles?”, me preguntó. A partir de ese día quedé curado de esa incertidumbre y de todas las de esa naturaleza.
También escuchaba hablar entre murmullos, como si se tratara de un secreto solo para los adultos, acerca de la existencia de los "Camacguagias" o "Apusuyoc", que eran los poderosos adivinos andinos que sabían convocar ante su presencia a los ángeles que viven en los "Apus" o altas montañas, para pedirles un consejo, para conocer quién te estaba haciendo una “laicca” o daño o para que les recomiende una curación natural para sus males. Más adelante me enteré que desde mucho antes de los incas, el “Camac” era más o menos una versión andina del alma judeocristiana, pero más amplia, porque esta es la fuerza primordial que mueve a todos los seres vivos y todas las cosas materiales que existen en el universo.
Lo que en síntesis quiere decir que: "¡Todo está vivo, todo se mueve!", incluso las montañas, el agua en todos sus estados y funciones, las chacras, las piedras, etc., porque todo tiene su propio "Camac", (su energía primordial). ¿Serán las moléculas, los átomos o las partículas subatómicas? y algunos de estos objetos tienen propiedades benéficas muy particulares para los seres humanos, a esas entidades los antiguos peruanos les llamaban "Huacas" y cómo no podían explicar humanamente su función las consideraban sagradas y que solo los sacerdotes andinos, grandes conocedores de las plantas maestras, podían saber su cabal funcionamiento. Y que el "Camac" o espíritu andino funcionaba más o menos como el gato de Schrödinger de la superposición cuántica, que mientras no exista un creyente puede estar entre dos posibilidades, que sea lo que tú crees o que solo sea el objeto que representa para el mundo tridimensional, como por ejemplo una simple imagen, una estatua de yeso, una alta montaña, una roca, un madero, etc.
Sobre estas creencias ancestrales he venido indagando entre los viejos comuneros de los pueblos originarios de Apurímac, y he recibido una serie de testimonios parciales, entrecortados y muchas veces mesclado con las creencias judeocristianas, que los he podido unir a mi modo, pero como todavía no aparece como un sistema religioso, me he remitido a expresarlos en un libro de cuentos al cual me falta agregarle dos historias más.
Otra de esas cosas ocultas que me encantaba escuchar era acerca de los "tapados", es decir los tesoros escondidos que después de saquear todo el oro de los templos y palacios del Cusco, los conquistadores españoles no pudieron hacer llegar hasta Europa, porque se les había muerto su caballo o porque los indígenas que los cargaban se habían dado a la fuga. O aquellos que los jesuitas habían escondido cuando el rey de España en el año 1767 había decretado su expulsión del virreinato del Perú, o simplemente porque algún hacendado había muerto en soledad y para asegurar su fortuna, lo había escondido. O porque alguien escarbando un usno o una construcción pre-inca o inca había destapado un valioso tesoro que se lo vendió a los gringos que visitaban el Cusco. Y por eso decían que fulano de tal había encontrado un enorme “tapado” y que gracias a esa buena suerte era ricachón.
Otros decían que “Ese indio se ha vuelto rico cazando vicuñas y vendiendo su fina y costosa lana a los gringos”. O que los antepasados de esa o tal familia se habían hecho de casas, solares y chacras, gracias al contrabando de alcohol que producían las haciendas cañaveleras de estos valles interandinos o, simplemente que algunos habían llegado a ser ricos porque eran unos avezados "huacachutas" (abigeos). O unos tinterillos sinvergüenzas que pagando a los jueces y falsificando documentos con los notarios mañosos se habían adueñado de las tierras de los indígenas, para convertirse en terratenientes y gamonales.
         Jamás nadie podía ser rico por su esfuerzo personal, trabajo y ahorro. Era como si dijeran: “Si yo no soy rico, tampoco podrías serlo tú”. Por más de cuatro siglos, esta mi gente se había acostumbrado a que sólo los hacendados podían ser ricos y poderosos, y ese criterio prevalecía, porque aún no podían percibir que, poco a poco, el capitalismo estaba llegando a estas tierras.














2 comentarios:

  1. Como siempre tus comentarios nos transportan a nuestra niñez en Abancay. El miedo que nos infundian para no acercarnos, porque te podían robar, te mataban y tu grasa era uno de los ingredientes para hacer las campanas o los peroles de cobre, en fin.... las leyenda urbanas de nuestra época.

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  2. Historias hermosas de la niñez. Gracias por compartirlas

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