miércoles, 18 de septiembre de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (27)


[Los cuyes]

En mi “chiquititud” nunca vi casa de mis parientes, amigos y vecinos donde no se criaran los benditos cuyes. Era natural ver cómo en la cocina donde la estrella era la “cconcha”, cocina o fogón a leña, se pasearan los cuyes haciendo de las suyas, que no era otra cosa que comer, mear y fabricar abono. Sus pintas, tamaños, pelajes, colores, pero sobretodo su capacidad para reproducirse velozmente era lo más preferido por nuestras madres.

Los había de pelo corto, lacio y pegado al cuerpo, lacios en forma de remolino, de pelo largo y ensortijados y de color bandera peruana, marrones, moros, bayos, blancos puros, blancos con negro, que mostraban unos ojos rojos y negros. Muy rara vez tuvimos los "negros puros", de esos que dicen les sirve a los brujos para hacer sus “limpias” y curar los males de sus pacientes.

La crianza de estos conejillos era responsabilidad exclusiva de la patrona de la familia. Si por casualidad mi padre se fijaba en ellos era para ver cuál sería el próximo en su plato. Pero desgraciadamente no era exclusivamente de ella, pues cuando no venía la casera que le dejaba la alfalfa, por turno, nos ordenaban a todos caminar hasta el mercado a comprar un montón de alfalfa que aparte de pesar una barbaridad, debía ser de una calidad especial, sino te recibías una reprimenda y mientras te estaba pasando ese sin sabor, los malditos cuyes gritaban su interminable, “Juis, juis, juis…” Ahora entiendo por qué en los pueblos de estas serranías a los litigantes le llaman “joes” y es por eso de que al menor pleito con sus paisanos, salen gritando: “Juez, juez, juez”.

Los cuyes de la cocina se comían principalmente rellenos con sus menudencias fritas en una mixtura de huacatay, cebollita china, orégano, perejil, yerbabuena, ají panca, pimienta, comino, ajo picado y sal que previamente se sofreía, y con la panza bien cocida se iban al horno, con sus papas a los costados untados de manteca para que salieran doradas y con una capa crocante. Cuando no eran muchos se los freía en manteca de chancho, que así también salían muy deliciosos.

Rara vez los hacían chactados, porque para eso se necesitaban cuyes tiernos y la gracia no era comerlos cuando aún no habían llegado a su tamaño, peso y sin haberse reproducido. Finalmente y cuando hacían tallarines los servían en pepián, pero no siempre porque también nos lo servían con arroz blanco. Todo con su buena “uchucuta”, que no debía ser tan picante que te aturdiera el paladar.

Recuerdo que cuando mi padre regresaba de algún cumpleaños, matrimonio o una especial reunión familiar, solía destacar la bondad de esa fiesta por la cantidad y calidad de los cuyes que se habían servido, sin dejar de loar al buen compuesto abanquino con chuchuhuasi o la buena caña o “chacta”, que como bajamar se había bebido. Del baile no decía casi nada, porque en aquellos tiempos a una fiesta se asistía principalmente para ser atendido con un buen convido, el resto llegaba de yapa. Un buen chicharrón tampoco se quedaba atrás, tampoco un tallarín hecho en casa con su estofado de gallina o un buen lechón con tamales y pan común.

Si la fiesta era en la campiña, una buena chicha de jora, y si era en la ciudad unas botellas de cerveza, que en esos tiempos se vendían en fardos de 40 botellas metidos en un costal de yute.

A propósito de esos convidos, nunca me olvidaré que ya en mi adolescencia, cuando estábamos bañándonos en la piscina riñón que está al otro lado del río Marino, se aparecieron un par de bribones con una fuente llena de cuyes asados con sus papas y todo. Aun cuando no eran nuestros amigos, de muy buena gana nos invitaron un par. Eso nos resultó mucho más que extraño, porque lo mismo hicieron con los demás bañistas, y se dieron el lujo de dejar botada la bandeja que trajeron. Después de un rato de estar viendo para todos lados, una campesina que estaba en el lugar se lo llevó de buena gana.

Al día siguiente nos enteramos que la fiesta de don Tiburcio (por decir un nombre), no había sido tan buena, porque contra lo que acostumbraba los anfitriones, sólo les sirvieron la mitad de un cuy y un poco tarde. Y que la cosa no era así, decía mi desagradecido progenitor. Más tarde nos enteramos que el hijo del cumpleañero, le había suplicado a sus amigos para que le ayudaran a llevar unos cuyes al horno. Cuando más tarde los dos ayudantes se aparecieron en el horno buscándolo, el panadero los reconoció y les entregó las tres bandejas de cuyes. Estos tomaron una diciendo “ya volvemos” y se aparecieron en el río Mariño, de modo que sin querer nos comimos la mitad de los cuyes que debían servirle a nuestros padres. Nunca supimos el tamaño de la azotaina que siguió a esa mataperrada, pero sí que los padres de ese par de sinvergüenzas eran parte de los invitados.

En casa también se criaban muchas gallinas, para aprovechar su carne y sus huevos, pero de eso se encargaba directamente mi madre, porque ella era la que compraba el maíz de sus caseras del campo.

[El compuesto abanquino]

Esos chicharrones, cuyes, lechones, pachamancas o cualquier opíparo convido a base de carnes se “bajaba” con un asentativo que se llamaba “Compuesto”, que era un remojado en aguardiente de cáscaras de naranja, de limón de corteza gruesa, de pomelo o toronjas, años de Curahuasi, más unas ramas de hinojo, yerbabuena y manzanilla al que se agregaba unas cuántas cortezas de chuchuhuasi. El aguardiante de caña que se destilaba en las haciendas de Abancay, Pachachaca, San Gabriel, Yaca o Auquibamba, fueron muy famosos en toda la región y bastante apreciados en el Cusco y Lima. Recuerdo que lo tomaban los adultos, los jóvenes y las damiselas, pero nunca se les servía a los niños por respeto a su edad y porque además, si no son golosinas, estos no comen mucho.

Cabe aclarar que este “compuesto”, no era una bebida espirituosa y en la actualidad tampoco lo es, sino un remedio nativo para las molestias estomacales o para elevar la temperatura en casos de gripe o resfrío, pero jamás era consumida como la cerveza, el pisco o el vino hasta emborracharse. Ese no era el caso del “compuesto”, porque como decía mi padre: “Nadie debe emborracharse con su remedio”.

[El horno]

El horno es otro lugar que ha quedado grabado en los recuerdos de mi infancia, pues a él acudíamos cuando mi mamá preparaba sus latachutachas, sus benditos y grandes taparacos y sus esponjosas tortas, las naturales, las de naranja y de chocolate que le salían de rechupete y para comer eso no había necesidad de que hubiera ninguna fiesta, solo hacía falta una ocurrencia de su amor o el porfiado pedido de todos nosotros para que por fin los hiciera realidad, pero sospecho que lo hacía porque contaba con un dinero extra. Cuando nuestro pan estaba en el horno nos sentábamos allí hasta que saliera.

Pero en tiempo de las lluvias, cuando las mamachas bajaban de sus chacras de las faldas del Ampay ofreciendo en abundancia y a muy buenos precios sus ricos choclos, como si se tratara de un deporte todos en equipo hacíamos las inolvidables humitas que casi volando llevábamos al horno en tanta cantidad que debía alcanzar para muchos desayunos y lonches, pero desgraciadamente no era así, porque nosotros los antojosos hacíamos que las existencias de esta delicia no pasaran de tres días.

A ese mismo horno del cual toda la familia éramos sus seguros caseros, también llevábamos nuestras calabazas sazonadas con chancacas, un poco de azúcar rubia y medio vaso de aguardiente. Cuando esto sucedía nos levantábamos temprano para recoger esa sabrosura y nos desayunábamos alegremente. A nosotros los menudos nos servían en la propia cascara tostada de la calabaza.

[El pan común]

Cuando de niños nos mandaban a comprar el pan para el desayuno o el lonche, sino traíamos pan común nos ordenaban regresar a la panadería para que nos lo cambiaran. Porque el “pan nuestro de cada día” debía ser el pan común, después de eso, siempre que lo pidiéramos y solo los domingos o con nuestros dineros podíamos comer unas roscas, rejillas, taparacos, pan misti, chutachas, pampachutachas, cachos, cariocas o palitos.

Este bendito pan que todavía disfruto, lo he comido relleno de queso, de palta, de nata, de toda clase de mermeladas, manjar blanco, carne mechada, hígado encebollado, rodajas de pavo con una ensalada de cebolla y ají amarillo, morcilla, miel, lechón, mantequilla, etc., etc., y hasta llenos de helados. No era nada raro ver a niños y adultos disfrutando de un pan común en una mano y un plátano en la otra; de hecho ésta feliz combinación anduvo y anda en mi mochila durante todos mis paseos al campo o a los ríos.

Más tarde me enteré que mi sabroso y sin par pan común abanquino, hecho a base de harina de trigo, sal y un poco de azúcar y fermentado con borra que es la levadura natural de la chicha de jora, no era una creación de nuestros panaderos, sino que había llegado desde el Medio Oriente con los emigrantes árabes, sirios y palestinos, que se afincaron en la ciudad, y que en otras latitudes se llama "pan de pita" o "pan árabe". Su consistencia es hueca y casi no tiene miga y por eso es ideal para toda clase de rellenos.

Seguramente a casi todos mis paisanos les ha sucedido lo mismo que a mí, y es que cuando se encontraron en otros lugares, y les tocó resignarse a comer pan francés, chapata o baguete, se han tropezado con la inconsciente manía de sacarle toda la miga para poder comerlo, y por eso les han llamado la atención, porque supuestamente estábamos despreciando lo mejor que tiene el pan. Cuando me sucedía eso simplemente les he respondido que “no me gusta” y me miraban con extrañeza. “No te olvides, de eso tiene la culpa el pan común de tu infancia”.









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