[Los cuyes]
En mi “chiquititud” nunca vi casa
de mis parientes, amigos y vecinos donde no se criaran los benditos cuyes. Era
natural ver cómo en la cocina donde la estrella era la “cconcha”, cocina o
fogón a leña, se pasearan los cuyes haciendo de las suyas, que no era otra cosa
que comer, mear y fabricar abono. Sus pintas, tamaños, pelajes, colores, pero
sobretodo su capacidad para reproducirse velozmente era lo más preferido por
nuestras madres.
Los había de pelo corto, lacio y
pegado al cuerpo, lacios en forma de remolino, de pelo largo y ensortijados y
de color bandera peruana, marrones, moros, bayos, blancos puros, blancos con
negro, que mostraban unos ojos rojos y negros. Muy rara vez tuvimos los
"negros puros", de esos que dicen les sirve a los brujos para hacer
sus “limpias” y curar los males de sus pacientes.
La crianza de estos conejillos
era responsabilidad exclusiva de la patrona de la familia. Si por casualidad mi
padre se fijaba en ellos era para ver cuál sería el próximo en su plato. Pero
desgraciadamente no era exclusivamente de ella, pues cuando no venía la casera
que le dejaba la alfalfa, por turno, nos ordenaban a todos caminar hasta el
mercado a comprar un montón de alfalfa que aparte de pesar una barbaridad,
debía ser de una calidad especial, sino te recibías una reprimenda y mientras
te estaba pasando ese sin sabor, los malditos cuyes gritaban su interminable,
“Juis, juis, juis…” Ahora entiendo por qué en los pueblos de estas serranías a
los litigantes le llaman “joes” y es por eso de que al menor pleito con sus
paisanos, salen gritando: “Juez, juez, juez”.
Los cuyes de la cocina se comían
principalmente rellenos con sus menudencias fritas en una mixtura de huacatay,
cebollita china, orégano, perejil, yerbabuena, ají panca, pimienta, comino, ajo
picado y sal que previamente se sofreía, y con la panza bien cocida se iban al
horno, con sus papas a los costados untados de manteca para que salieran
doradas y con una capa crocante. Cuando no eran muchos se los freía en manteca
de chancho, que así también salían muy deliciosos.
Rara vez los hacían chactados,
porque para eso se necesitaban cuyes tiernos y la gracia no era comerlos cuando
aún no habían llegado a su tamaño, peso y sin haberse reproducido. Finalmente y
cuando hacían tallarines los servían en pepián, pero no siempre porque también
nos lo servían con arroz blanco. Todo con su buena “uchucuta”, que no debía ser
tan picante que te aturdiera el paladar.
Recuerdo que cuando mi padre
regresaba de algún cumpleaños, matrimonio o una especial reunión familiar,
solía destacar la bondad de esa fiesta por la cantidad y calidad de los cuyes
que se habían servido, sin dejar de loar al buen compuesto abanquino con
chuchuhuasi o la buena caña o “chacta”, que como bajamar se había bebido. Del
baile no decía casi nada, porque en aquellos tiempos a una fiesta se asistía principalmente
para ser atendido con un buen convido, el resto llegaba de yapa. Un buen
chicharrón tampoco se quedaba atrás, tampoco un tallarín hecho en casa con su
estofado de gallina o un buen lechón con tamales y pan común.
Si la fiesta era en la campiña,
una buena chicha de jora, y si era en la ciudad unas botellas de cerveza, que
en esos tiempos se vendían en fardos de 40 botellas metidos en un costal de
yute.
A propósito de esos convidos,
nunca me olvidaré que ya en mi adolescencia, cuando estábamos bañándonos en la
piscina riñón que está al otro lado del río Marino, se aparecieron un par de
bribones con una fuente llena de cuyes asados con sus papas y todo. Aun cuando
no eran nuestros amigos, de muy buena gana nos invitaron un par. Eso nos
resultó mucho más que extraño, porque lo mismo hicieron con los demás bañistas,
y se dieron el lujo de dejar botada la bandeja que trajeron. Después de un rato
de estar viendo para todos lados, una campesina que estaba en el lugar se lo
llevó de buena gana.
Al día siguiente nos enteramos
que la fiesta de don Tiburcio (por decir un nombre), no había sido tan buena,
porque contra lo que acostumbraba los anfitriones, sólo les sirvieron la mitad
de un cuy y un poco tarde. Y que la cosa no era así, decía mi desagradecido progenitor.
Más tarde nos enteramos que el hijo del cumpleañero, le había suplicado a sus
amigos para que le ayudaran a llevar unos cuyes al horno. Cuando más tarde los
dos ayudantes se aparecieron en el horno buscándolo, el panadero los reconoció
y les entregó las tres bandejas de cuyes. Estos tomaron una diciendo “ya
volvemos” y se aparecieron en el río Mariño, de modo que sin querer nos comimos
la mitad de los cuyes que debían servirle a nuestros padres. Nunca supimos el
tamaño de la azotaina que siguió a esa mataperrada, pero sí que los padres de
ese par de sinvergüenzas eran parte de los invitados.
En casa también se criaban muchas
gallinas, para aprovechar su carne y sus huevos, pero de eso se encargaba
directamente mi madre, porque ella era la que compraba el maíz de sus caseras
del campo.
[El compuesto
abanquino]
Esos chicharrones, cuyes,
lechones, pachamancas o cualquier opíparo convido a base de carnes se “bajaba”
con un asentativo que se llamaba “Compuesto”, que era un remojado en
aguardiente de cáscaras de naranja, de limón de corteza gruesa, de pomelo o
toronjas, años de Curahuasi, más unas ramas de hinojo, yerbabuena y manzanilla
al que se agregaba unas cuántas cortezas de chuchuhuasi. El aguardiante de caña
que se destilaba en las haciendas de Abancay, Pachachaca, San Gabriel, Yaca o
Auquibamba, fueron muy famosos en toda la región y bastante apreciados en el
Cusco y Lima. Recuerdo que lo tomaban los adultos, los jóvenes y las damiselas,
pero nunca se les servía a los niños por respeto a su edad y porque además, si
no son golosinas, estos no comen mucho.
Cabe aclarar que este
“compuesto”, no era una bebida espirituosa y en la actualidad tampoco lo es,
sino un remedio nativo para las molestias estomacales o para elevar la
temperatura en casos de gripe o resfrío, pero jamás era consumida como la
cerveza, el pisco o el vino hasta emborracharse. Ese no era el caso del
“compuesto”, porque como decía mi padre: “Nadie
debe emborracharse con su remedio”.
[El horno]
El horno es otro lugar que ha
quedado grabado en los recuerdos de mi infancia, pues a él acudíamos cuando mi
mamá preparaba sus latachutachas, sus benditos y grandes taparacos y sus
esponjosas tortas, las naturales, las de naranja y de chocolate que le salían
de rechupete y para comer eso no había necesidad de que hubiera ninguna fiesta,
solo hacía falta una ocurrencia de su amor o el porfiado pedido de todos
nosotros para que por fin los hiciera realidad, pero sospecho que lo hacía
porque contaba con un dinero extra. Cuando nuestro pan estaba en el horno nos
sentábamos allí hasta que saliera.
Pero en tiempo de las lluvias,
cuando las mamachas bajaban de sus chacras de las faldas del Ampay ofreciendo
en abundancia y a muy buenos precios sus ricos choclos, como si se tratara de
un deporte todos en equipo hacíamos las inolvidables humitas que casi volando
llevábamos al horno en tanta cantidad que debía alcanzar para muchos desayunos
y lonches, pero desgraciadamente no era así, porque nosotros los antojosos
hacíamos que las existencias de esta delicia no pasaran de tres días.
A ese mismo horno del cual toda
la familia éramos sus seguros caseros, también llevábamos nuestras calabazas
sazonadas con chancacas, un poco de azúcar rubia y medio vaso de aguardiente.
Cuando esto sucedía nos levantábamos temprano para recoger esa sabrosura y nos
desayunábamos alegremente. A nosotros los menudos nos servían en la propia
cascara tostada de la calabaza.
[El pan común]
Cuando de niños nos mandaban a
comprar el pan para el desayuno o el lonche, sino traíamos pan común nos
ordenaban regresar a la panadería para que nos lo cambiaran. Porque el “pan
nuestro de cada día” debía ser el pan común, después de eso, siempre que lo pidiéramos
y solo los domingos o con nuestros dineros podíamos comer unas roscas,
rejillas, taparacos, pan misti, chutachas, pampachutachas, cachos, cariocas o
palitos.
Este bendito pan que todavía
disfruto, lo he comido relleno de queso, de palta, de nata, de toda clase de
mermeladas, manjar blanco, carne mechada, hígado encebollado, rodajas de pavo
con una ensalada de cebolla y ají amarillo, morcilla, miel, lechón,
mantequilla, etc., etc., y hasta llenos de helados. No era nada raro ver a
niños y adultos disfrutando de un pan común en una mano y un plátano en la
otra; de hecho ésta feliz combinación anduvo y anda en mi mochila durante todos
mis paseos al campo o a los ríos.
Más tarde me enteré que mi
sabroso y sin par pan común abanquino, hecho a base de harina de trigo, sal y
un poco de azúcar y fermentado con borra que es la levadura natural de la
chicha de jora, no era una creación de nuestros panaderos, sino que había
llegado desde el Medio Oriente con los emigrantes árabes, sirios y palestinos,
que se afincaron en la ciudad, y que en otras latitudes se llama "pan de
pita" o "pan árabe". Su consistencia es hueca y casi no tiene
miga y por eso es ideal para toda clase de rellenos.
Seguramente a casi todos mis
paisanos les ha sucedido lo mismo que a mí, y es que cuando se encontraron en
otros lugares, y les tocó resignarse a comer pan francés, chapata o baguete, se
han tropezado con la inconsciente manía de sacarle toda la miga para poder
comerlo, y por eso les han llamado la atención, porque supuestamente estábamos
despreciando lo mejor que tiene el pan. Cuando me sucedía eso simplemente les
he respondido que “no me gusta” y me miraban con extrañeza. “No te olvides, de
eso tiene la culpa el pan común de tu infancia”.
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