martes, 2 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (8)

[Los cuentos de terror] 

Al final de alguna de esas noches, sentados y apretujados al borde de la vereda, sin que nadie se lo propusiera, en medio del frío que se dejaba sentir en nuestros traseros pegados a las piedras y en nuestros rostros expuestos a la imperceptible ventisca nocturna, alguien comenzaba a contar, con uno y mil detalles, una historia de condenados que penaban por los caminos gritando como el viento y arrastrando cadenas y de cómo estos fantasmas al final ocupaban las casas abandonadas, esperando que sus familiares rezaran e invocaran a sus ancestros fallecidos, para que se ocupen de esa pobre alma errante, que todavía no se había percatado que estaba muerta. "¡Bien muerta!".

Y de repente el ambiente se llenaba de aparecidos que te ponían los pelos de punta, especialmente los de la nuca. Perversos demonios convocados por los que no creen en Dios, para que les vendas tú alma y te condenes al infierno. La “Maríamarimacha” que preparaba sus guisos con la suave carne humana de los niños desobedientes que mataba. Ñacachos que mataban por el gusto de matar nomas. Cementerios poblados de fantasmas y muertos vivientes. Pueblos sepultados dentro de lagunas que se habían formado después de un prolongado diluvio, por no haberle dado de comer a Jesucristo que andaba por sus calles disfrazado de mendigo. Pistacos que mataban a los incautos para sacarle el aceite que tenían en sus carnes y vendérsela a los gringos, para que puedan mover las finas máquinas que ellos fabricaban. Sobre el Ccarccacha (incestuoso) que había violado a su hermanita hasta hacer dar a luz a una criaturita con cola y con cachitos, y de cómo el pueblo después de matar al abusador, arrojó su cuerpo a un precipicio, pero que su alma se metió en el cuerpo de un puma que estaba matando a las mujeres que habían degollado al diablito. 

Cabezas de mujeres infieles que volaban en medio de las noches con unos ojos que brillaban como linternas y que comían caca como si fueran chancacas. De cómo una noche cayó una lluvia de candelas para que iluminen el paso de los esqueletos que iban camino al infierno, porque no habían pasado la prueba del purgatorio. De los gentiles que eran unos pequeños huesecillos que penetraban el cuerpo de las personas a la hora que aparecía el arco iris o cuichi, y de cómo poco a poco iban formando un nuevo ser dentro de su víctima. Del oso Ucumari de los bosques del río Apurímac, que de un pueblo se había robado una chica tarambana, y de cómo se la había llevado a su cueva que tenía al otro lado de río, donde la hizo parir dos hijos, mitad hombres y mitad osos, y de cómo estos, junto a su madre, lo habían matado haciéndolo sentar en un perol lleno de agua herviendo tapado con un poncho. De los gentiles que son las momias de los que en tiempo de los incas se habían muerto sin conocer la salvación de nuestro señor Jesucristo y que vagaban por los caminos para tomar la forma de los cuerpos de los viajeros y aparecerse en sus casas como si fueran ellos mismos.

Esos cuentos tenían el poder de mantenernos en un estado de suspenso y tensión que nos hacían reclamar su continuación con un nervioso: “¡Yyyyyyy!”. Porque eso que se estaba contando no era una ficción, ni mucho menos un cuento, sino que era una desgracia que de verdad le pasó a ésta o esa otra persona, y que sucedió en esa u otra casa, en esa u  otra  chacra, y que fue algo que ocurrió hace una semana o, anoche nomas.   

Después de esa sesión, llena nuestra volátil imaginación de esas macabras narraciones, mis hermanos y yo entrábamos a nuestra profunda casa, tomados de las manos o apiñando nuestros cuerpos en un solo bulto, para que el espectro que podía salir de cualquier rincón y hasta del fondo del piso, no pudiera cargarnos a todos, o si podía, para que nos llevara a todos. Aunque al comienzo del nuevo día el cuento era otro, porque cada uno decía de los demás, que estaban muertos de miedo, menos él.         


Ucumari u Oso de Anteojos (Tremarctos ornatus) (Foto del Internet)

La leyenda de las cabeza voladoras (Foto del Internet)


[La casa tuya y de los otros, las casas de todos] 

Todos conocíamos la sala, la cocina, el comedor, los dormitorios y los patios de las casas de todos, porque a nadie le interesaba eso de ser rico o pobre, mientras comieran tres veces al día, tuvieran cama donde dormir, ropa que vestir y escuela donde asistir para aprender las otras cosas que no lo hacían en casa. Lo importante era que todos fuéramos buenos, como lo eran las madres de cada uno de ellos, mis entrañables amigos de infancia, que además de mirarnos y hablarnos con cariño, nos invitaban sus humitas, tamales, mermelada de membrillo o de duraznos untados en pan común o los que se horneaban en esa casa, mote o cancha con queso y algunas veces alguna golosinas como caramelos o melcochas.

Las casas donde no podíamos entrar, eran las ajenas, y por eso las castigábamos con nuestras fábulas infantiles, contándonos que en algunas de ellas vivían unos viejitos que no podían moverse y de cómo unas viejas solteronas se habían convertido en unas horribles brujas que les hacían toda clase de maldades a esos inmóviles ancianos y a los niños indefensos que secuestraban cuando pasaban por sus puertas o, que en esa otra, vivía un maldito cazador que había matado a su mujer y sus hijos y que los había hecho charqui y que de eso se alimentaba. Y por eso sin admitir duda alguna, dábamos por sentado que gente  de esa calaña debía vivir dentro de ellas, sino cómo podíamos explicarnos que nos diera tanto miedo pasar por sus puertas, como nos lo daban las malvadas e infernales existencias que poblaban los cuentos que dentro de la pandilla nos contábamos en alguna noche callejera, o los aparecidos que poblaban las narraciones de nuestras abuelas, y que nos los contaban tal y como se las contaron a ellas. O algo parecido.

          A pocos años de estos mis recuerdos, mi calle fue cubierta de cemento, para la alegría y fiesta de todos los vecinos, y especialmente para los mocosos que pudimos sacarle otras ventajas. Aun así otras figuras siguieron apareciendo en el piso de cemento, pero esta vez, solo para mí.

[El agua potable] 

Un remoto recuerdo de mi más tierna infancia es que los vecinos de mi barrio debían ir al único caño público de agua potable que existía una cuadra más arriba de mi casa para preparar los alimentos, el aseo de las gentes, lavar algunas prendas de vestir y los trastos de la cocina y el comedor. No se permitía que en sus inmediaciones lavaran sus ropas, porque para eso estaban los ríos. El gentío que allí acudía no solo se dedicaba a llenar sus baldes de agua para llevárselos a sus casas, sino a comentar, ampliar y exagerar las noticias que se transmitían por las emisoras radiales de onda corta, el noticiero de la radio local, las comidillas acerca de las haciendas y los hacendados, y los chismes sobre las enfermedades, muertes, desgracias, casamientos, deshonores, los viajes y las cosas chistosas que le había ocurrido a tal o cual persona, pero sobretodo la escases o abundancia de algunos productos del campo o de las tiendas y los nuevos precios que les afectaban a todos. 

Más no recuerdo. Pero debía pasar algo más sabroso en ese lugar, porque de ese sitio la gente se movía una hora después de haber llenado sus baldes. Más tarde pude enterarme que a esos caños públicos llegaban las aguas de los manantiales del fundo Chinchichaca, que era tierra realenga de la hacienda San Gabriel de Ninamarca.

Más adelante, como si hubiera estado allí desde siempre, llegó el agua potable a domicilio. Por fin todos teníamos agua para todo. Ese milagro se produjo no solo porque la ciudad estaba creciendo y talvez prosperando, sino que su población, especialmente la infantil, eran víctimas de la temida y mortal moscarina,  que era el nombre con que los lugareños habían bautizado a esa mortal inflamación del hígado llamada hepatitis que de modo endémico azotaba el valle causando mucha desolación y tristeza.

[La mortal moscarina] 

Ese curioso nombre proviene de un hongo llamado muscardina que actualmente se denomina Beauveria bassiana, y que hacia 1925 devastó los gusanos de la industria de la seda abanquina instalada en 1870 por el dueño de la hacienda Patibamba, el italiano Luis Petriconi. La sospecha de que esta moscarina (hepatitis) estaba metida en los frutos de las moreras, hizo que la población obligara a los nuevos dueños de la hacienda a talar cientos de árboles de mora, porque supuestamente eran las causantes de la maldita moscarina. A pesar de ello las muertes infantiles por hepatitis siguieron produciéndose.

Cuándo luego de algún tiempo los pobladores se percataron que no eran las moras las que causaba la moscarina, se le echó la culpa al agua potable que llegaba a nuestras casas por tuberías de fierro galvanizado. Fue entonces que si no queríamos abandonar prematuramente este mundo, jamás debíamos beberla directamente del caño, y para evitar esa condena, teníamos siempre a la mano una gran jarra de agua hervida para librarnos de todo mal. Cuando nuestros padres nos sorprendían haciéndolo, grande era la recriminación que recibíamos y hasta una buena zurra si reincidíamos, porque el agua que llegaba hasta nuestras casas supuestamente estaba envenenada de moscarina.

            Esta plaga nos mantuvo paranoicos y no era para poco, pues veía que de las casas que pasando la calle Prado, estaban encima de la mía, poco a poco iban saliendo cajoncitos blancos de niños que habían muerto de moscarina. Y la parca iba mortíferamente bajando y cada vez estaba más cerca de nuestras puertas, y cuando temerosamente pensábamos que se llevaría a alguno de nuestra pandilla, felizmente pasaba sin hacernos daño para continuar su macabro quehacer un poco más abajo.

Un día que junto a mi hermano y otros mataperros andábamos mostrenqueando por las inmediaciones del cementerio, nos ofrecieron una propina para cargar por espacio de unos cien metros el cajón de uno de esos muertecitos, no lo dudamos. Pero cuando felices llegamos a casa, nos cayó una soberana tunda, y a pesar de nuestras lágrimas, súplicas y ruegos nos sometieron a una infeliz cuarentena, porque habíamos traído en nuestros hombros, nuestras manos y la mejilla que pegamos al cajón, la muerte de la moscarina a nuestra propia casa.

Posteriormente,  se probó que no era el agua sino el desagüe del pueblo el que producía esa epidemia, y más adelante, los científicos escribieron que este mal era hiperendémico de los valles interandinos de Abancay, Huanta en Ayacucho y Quillabamba en la ceja de selva del Cusco.

Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo

Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo

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