viernes, 26 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (15)

[La campiña abanquina] 

Durante las vacaciones escolares, sin que nos importara un pepino que coincidiera con el tiempo de las lluvias, nuestras curiosas andanzas por la campiña eran nuestro mayor entretenimiento. La distancia que podías alejarte del pueblo dependía de los parientes o amigos que tenían una chacra o una estancia ganadera a donde con mucho gusto te invitaban de paseo porque es muy conocido que los abanquinos somos gente hospitalaria. Pero si no había alguien de confianza  que te alejara del pueblo, a manera de aventura exploratoria,  era suficiente merodear por sus inmediaciones.

Por el Oeste, con los terrenos aun no habilitados para la expansión urbana de la ciudad de Abancay y que eran parte de la expropiación de la hacienda Patibamba, donde existía un gigantesco reservorio que tenía la fama de ahogar a todos los muchachos que se atrevieran a bañarse, porque ahí se había matado un hombre malo que le disgustaba que molestarán ese lugar haciendo ruido, tirando piedras al pozo y menos agitando sus aguas. Un poco más allá  estaba “Pucapuca” de donde traíamos arcilla roja, blanca y amarilla para jugar haciendo los animalitos o las fichas para jugar plic plac.

En esa misma dirección pero un poco más arriba por un camino que empezaba en el "Arcupuncu", alguna vez fuimos a conocer el sector de Moyocorral, que en otros tiempos se llamó "Muyuq", porque en la colina que ahora es el cementerio de Puca-Puca, existía un pequeño grupo arqueológico constituido por andenes circulares de factura inca y probablemente en su cima se ofrecía "pagos" a las deidades locales con hojas de coca y otros elementos y donde seguramente se adoraba a una "Huaca" sagrada. Durante el establecimiento de las haciendas coloniales, sus piedras fueron desmontadas para la construcción de estanques de agua, canales de irrigación y el cercado de algunas chacras. Más adelante los dueños de la hacienda con la bendición de la iglesia, consintieron que los nativos del valle sepultaran a sus muertos en esa colina.


Por el sur estaba el camino a la hacienda Illanya donde vivía una vieja mujer que mis hermanas mayores llamaban con mucho respeto y compasión: "La María Letona", con la leyenda de que tenía un montón de joyas de oro y de plata y un sin número de piedras preciosas y finos relojes suizos, miles de libras esterlinas de oro y ricos vestidos como de las reinas y las princesas, una vajilla de la más fina platería,  y que había tenido la desgracia de haberse casado con un venezolano que era un pobre diablo, dizque artista de circo, a quién había tenido que mantener con todos los vicios de un braguetero: apostador de póker y rocambor, fanático de las  peleas de gallos, de las carreras de caballos, concursos de tiro al blanco, grandes banquetes, buenos wiskis, vinos y champanes de Francia y muchas queridas. Sino ibas a Illanya podías pasear por la ex hacienda Patibamba y caminar sobre sus construcciones y finalmente subirte a la torre de su campanario para gritar lo que se te ocurriera como si estuvieras en la cima del mundo y contemplar la maravillosa y sangrienta puesta del sol detrás del Apu "Ccorahuire".

Casona de la hacienda Illanya

 Dormitorio de María Letona en la hacienda Illanya. Todo era de Europa

Torre de la hacienda Patibamba

Casona de la hacienda Patibamba, abandonada por el Ministerio de Cultura

Por el otro lado, pero siempre al Sur estaba la piscina Cristal del doctor Díaz y más abajo la selva del rio Mariño, donde aún se conservaba alguno que otro árbol de mora. Al frente, pero pasando el puente, nos gustaba visitar una derruida construcción, donde habían grandes tubos pintados de rojo que pertenecieron a una antigua central hidroeléctrica y donde crecían unas enormes y sabrosas ciracas. Una tarde, uno de los pikis de la pandilla, salió de una mata de arbustos para contarnos lleno de susto que un hombre estaba matando a una muchacha, y como no le creímos nos acercamos para saber de qué nos estaba hablando, fue entonces cuando un energúmeno y una mujer, más loca que una cabra, llenos de furia empezaron a tirarnos grandes piedras, y por supuesto salimos volando de aquel lugar y no paramos hasta alcanzar el Camal Municipal, que ahora es el cuartel de los bomberos voluntarios. Ya en la adolescencia me enteré que esos condenados, sólo estaban haciendo sus “ricas cochinadas”.

Por el Este, pasando el río Mariño podíamos visitar los restos de un antiguo molino donde había unas gigantescas piedras para moler granos, más tarde leyendo viejas crónicas, me enteré que ese molino fue propiedad del Encomendero de Condebamba llamado Hernán Bravo de Laguna y que lo mandó construir todavía en el año 1549. Después continuábamos  nuestra caminata hasta llegar al puente de calicanto en Aymas, donde al pie del triste abrigo de una roca vivía una joven desquiciada, pero bastante avejentada, en medio de la basura que ella misma trasladaba desde el pueblo. Esta pobre trastornada tenía la cabeza llena de heridas que ella misma se infligía con un hoja de afeitar  y andaba vestida con lo que siempre me pareció un haraposo hábito de monja Carmelita. Esta pobre mujer no inspiraba miedo a nadie, sino que más bien parecía asustada y fastidiada de todos. También podíamos tomar el camino que pasando por el Cementerio y el estadio Condebamba que era tan solo una pampa, podíamos dirigirnos hasta un lugar que se llamaba Marcahuasi, pero no nos gustaba este lugar por estar lleno de perros bravos que no le tenían miedo a nuestras hondas. 

Puente "Calicanto" en Aymas

 El río Mariño pasando por Aymas

Por el Norte, solíamos caminar por el antiguo camino inca hasta llegar al "Arcupunco" y  de allí a "Tinyarumi", que es una roca errática que seguramente hace miles de años se ubicó ahí en el tiempo de la desglaciación del nevado Ampay, que dicen los científicos llegaba hasta la laguna chica. Pero en esos años nos parecía un gigantesco peñón y nos lo imaginábamos del tamaño del morro de Arica de donde montado en su caballo y defendiendo la bandera peruana se lanzó el valeroso Alfonso Ugarte. Pero si seguíamos la carretera podíamos llegar a Tamburco donde en una esquina estaba una antigua y pequeña iglesia muy concurrida por los lugareños, que guardaba la imagen de un Jesucristo malamente azotado.


Capilla de Tamburco. Foto tomada por Hiram Bingham en 1909

Después visitábamos el “Usnomocco” que era una redonda construcción incaica muy abandonada, y seguíamos caminando hasta llegar a un bello puente de piedra labrada que dicen lo mandó construir un señor italiano que fue el dueño de la hacienda Patibamba y que se llama "Capelo", pero que en realidad se llama "Copello",  por donde pasaban los carros en su camino al Cusco, y un poco más allá la granja del Ministerio de Agricultura. Y más o menos un par de kilómetros arriba, llegábamos al "polvorín" que era un hoyo perforado en la roca del talud de la carretera con una puerta metálica que tenía un gran candado, donde decían  que se guardaba miles de cartuchos de dinamita, y de allí nos devolvíamos al pueblo porque ya era muy tarde.

Granja de "San Antonio" de la Dirección Regional Agraria de Apurímac

Casi siempre nuestras aventureras incursiones por esas desconocidas rutas acababan donde nos tropezábamos con perros bravos y mordedores, pues el que menos ya tenía sangrientos recuerdos en las piernas o en el poto, para la risa de los demás. Aunque en la casa acababas mintiendo que en la calle un perro bravo, sin más ni más, te había mordido. "¿En qué calle te mordió ese perro?  "En una calle mamá". “¿De quién era ese perro?” “No sé mamá”. ¿De qué color era ese perro?” “No me acuerdo mamá”. Si había alcohol, lavaban la herida con alcohol, sino había alcohol lo hacían con cañazo, ron de quemar o kerosene, para que te duela por mentiroso. Después de haber soportado tamaño castigo por algo que estabas escondiendo, ahí quedaba el asunto.

Pero decir que ese perro te había mordido en una chacra era condenarte a no salir más al campo, por lo menos el resto de esas vacaciones. Ya después por los chismosos que nunca faltan, en casa se enteraban que tu ataque no era citadino sino más bien campesino, entonces lo único que les quedaba decirte a los que te querían era que los mentirosos se iban al infierno.

Si la herida era grande y podía infectarse te llevaban al tópico de la beneficencia, para que previa la tortura del algodón con merthiolate en la punta de una tijera, te cosieran la herida a puntazos como si fueras una encomienda, y al final te parcharan con gasa y esparadrapo. En medio del dolor que te infligían los sádicos que te estaban curando, te jurabas que esa desgracia no te volvería a pasar, pero alejarte del campo o tenerle miedo, jamás.  Después de ese martirio, llegabas a tu casa como un herido de guerra, lleno de orgullo.

La gloria de salir con la pandilla al campo por el tiempo de las vacaciones era que podías acceder gratuitamente a recogerte y comer hasta la saciedad nísperos maduros y llevarte una buena cantidad a casa para que preparen un dulce o una mermelada. Muchas veces nos encontrábamos con plantas de zarzamora que tienen unos riquísimos frutos que localmente nosotros llamamos: “ciracas”, sin olvidarnos de recoger para la abuela de cualquiera de nosotros dos o tres ramas, para una infusión que calmando los nervios provocaba el sueño o, llevarles varias vainas de tara seca que abundaba en los cercos para secar la pezuña y curar la garganta irritada.

 
¡Ciracas!

También le dábamos duro a los "wiros" que eran los dulces y jugosos tallos de los maíces maduros, y los chupábamos hasta que su jugo se nos escapara por la comisura de los labios y sus cáscaras nos cortaran la lengua y las jetas. Los había de diferentes dulzores y hasta una con gusto a fermento. Para hacerle saber a los demás que éramos expertos conocedores de los mejores "wiros", les hacíamos degustar una mordida diciendo: "¡Prueba esto!", a lo que nos replicaban: "¡Prueba esto tú también!", y ambos conveníamos que éramos muy buenos en eso de escoger lo mejor. Igual placer nos brindaba la caña-caña que era una fina y pequeña hierba de la estación de lluvias que tenía en el tallo un zumo agridulce, cuando la encontrábamos tomábamos varias de ellas hasta llenarnos la boca y las mascábamos placenteramente. 

Otra delicia que nos resultaba gratis y en abundancia eran las nueces de los árboles de nogal, que nosotros llamábamos “cocos”, que si estaban secos los chancábamos con una piedra a modo de mazo contra otra piedra que servía de yunque, hasta que se rompieran y dentro de ese fruto encontrábamos una carnecita blanca metida entre unos laberintos, que para sacarla y disfrutar de su exótico sabor, tenías que hacerlo con un fino palo bien duro y puntiagudo, y mucho mejor si era con un alambre, reunir la cantidad suficiente y disfrutar a boca llena de tu trabajo.

Casi siempre al final de esas empanzadas de nísperos, duraznos, membrillos, manzanas, tunas, ciracas, caña-caña, frutos del tucnay, wiros, pacaes y tumbos nos daba lo que mi madre llamaba “fiebre intestinal” que era un permanente dolor de barriga y falta de apetito acompañado de una fiebre que te hacia sudar mucho, de modo que en ese estado no podías salvarte de una enema o lavativa, que era un cocido de una yerba llamada “cusmaillo”, lavazas de jabón de pepita y no sé qué otros menjunjes más, que desde una jarra de fierro esmaltada de blanco con un tubo de salida en la base a la que conectaban una manguerita que acababa en una llavecita negra de abrir y cerrar, te la metían de costado por el poto y cuando consideraban que ya habían vaciado lo suficiente en tus tripas, te agarraban de los pies y te sacudían varias veces, para después ordenarte que evacuaras una gran diarrea en una enorme bacinica. En ese momento era que te hacían ver varias cascaras y pepas de nísperos, junto a semillas de tucnay, tunas,  pequeños bagazos de los wiros y de nueces de nogal  y otras porquerías más que nadie podía adivinar.

Tucnay 

Después te fijaban una dieta por tres días, dentro de los cuales no se molestaban en hacerte saber que sí continuabas comiendo como un chancho o un chihuaco, te esperaba otra lavativa más, y que hasta la "moscarina" podía darte, y ahí nomás te morirías como el hijo de la fulana, de la zutana, de la mengana y del perencejo.

Por esos campos, especialmente los de Maucacalle, Sahuanay, Tamburco y San Antonio por unos centavos podías comprar un montón de duraznos blanquillos, abridores y los jugosos amarillos y unas enormes peras. Nunca compramos membrillos, porque además de pesar mucho no podías comértelos crudos debido a la dureza de su pulpa y a su sabor agrio, pero sí recomendábamos a la dueña de la chacra para que pasase por nuestras casas y se las vendieran a nuestras madres, para que prepararan la sabrosa mermelada de membrillo que le salía como una gelatina y que podía cortarse en pedacitos como los tofis. Pero en realidad estas señoras nunca pasaban por mi calle, ya que mi madre tenía sus caseras que le traían en su caballo, dos o tres arrobas de toda clase de duraznos, que los más sanos y deliciosos los disfrutábamos directamente y con el resto hacia mermelada y orejones. Lo mismo sucedía con los membrillos, pero de otra casera.

Recuerdo vivamente que algunas veces  en la chacra de un amigo, su madre nos invitaba a comer antiporotos, que son como unas habas grandes que crecen en un árbol muy bonito y floreado de rojo o naranja, que nos servía sancochadas y acompañadas con queso fresco. Eran muy harinosas y con un sabor especial, ahora que de adulto las volví a probar, bien podría decir que se trata de un sabor andino muy, pero muy antiguo, quizás de los tiempos de los primeros hombres que ocuparon este valle.
  
Una vez en el campo, la pandilla, que muchas veces era mixta, jugábamos incansablemente a un montón de juegos como las coboyadas, donde unos hacían de jovencitos “los blancos” y en otro bando estaban los "chunchos" o “apaches”, cada bando tenía su líder. Cuando éramos muy joritos disparábamos con las manos haciendo ruido con la boca: “¡Bang!”, “¡Bang!”. Mataba quien gritaba: “¡Bang!” al primero que veía. Pero a veces esas muertes no se respetaban, porque ambos alegaban que los dos habían disparado primero. Las que si se respetaban y en las que incluso podías tomar prisioneros era cuando los sorprendías por la espalda. No sé por qué, quizá sea porque acabábamos dándonos cuenta que ese juego era bien sonso, de un momento a otro nos reuníamos todos para inventar otro esparcimiento.

Las escondidas era lo mejor para ese lugar, aunque eso también acababa aburriéndonos  porque en el campo había muchísimos lugares donde podías esconderte sin que jamás te atraparan y entonces el buscador acababa rindiéndose.

Un poco más grandes, el juego se tornaba más real y peligroso, porque era a hondazos y con higuerillas, entonces sí la guerra era de verdad, porque si bien nadie moría había muchos heridos, y cuando uno resultaba bastante maltrecho parábamos la locura, porque nadie quería acabar igual de afectado. 

También jugábamos a los "chantaperros", que eran unos dardos que tenían un origen rural, porque los utilizaban los pilluelos del campo para espantar a los perros chocleros que entraban a dañar sus maizales. Consistía en coger el pistilo de la flor de una tuna y ponerle una espina de la misma penca en el extremo más ancho y una pajita muy fina en el extremo más delgado, hecho esto tenías un dardo "chantaperros". Con ellos jugábamos sobre una diana para tiro al blanco que con su propia espina dibujábamos sobre la penca de una cabuya, y concursábamos hasta que acabasen deteriorándose irremisiblemente. Jamás llegábamos a nuestra casa con estos chantaperros, porque nos lo tenían expresamente prohibido, advirtiéndonos que un desgraciado había convertido en tuerto a su mejor amigo y que por ese delito estaba preso en la correccional de menores del Cusco.

Nunca me olvidaré de mis arcos y flechas de huarango con su cuerda de pita de cabuya. Eran veloces y precisos y por eso peligrosos. Un poco más crecidos aprendimos a ponerle puntas de clavo y eso sí que ya no era un juguete, sino un arma prohibida: “¡Como vas a jugar con esta monstruosidad!” Y nos lo decomisaban para que más tarde, a nuestras espaldas, las metieran al fogón.

       Pasadas las vacaciones, cómo nos gustaba hacer “canchitas” con el crecido pasto seco que dejaban las lluvias. Las hacíamos en la escuela o en el campo, y simplemente consistía en cortar y juntar un montoncito de pasto y prenderlo con fósforos y estar atento a que revienten las semillas como  minúsculas palomitas de maíz y sacarlos de la candela aunque te quemaras los dedos. Después de juntar unos diez o veinte nos lo comíamos de muy buena gana, aunque nuestros ojos quedasen más rojos que la luz de un semáforo por culpa del humo, que también se había metido en nuestros pulmones.

El río Mariño y la ciudad de Abancay

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