[La campiña abanquina]
Durante las vacaciones escolares, sin que nos importara un pepino que coincidiera con el tiempo de las lluvias, nuestras curiosas andanzas por la campiña eran nuestro mayor entretenimiento. La distancia que podías alejarte del pueblo dependía de los parientes o amigos que tenían una chacra o una estancia ganadera a donde con mucho gusto te invitaban de paseo porque es muy conocido que los abanquinos somos gente hospitalaria. Pero si no había alguien de confianza que te alejara del pueblo, a manera de aventura exploratoria, era suficiente merodear por sus inmediaciones.
Durante las vacaciones escolares, sin que nos importara un pepino que coincidiera con el tiempo de las lluvias, nuestras curiosas andanzas por la campiña eran nuestro mayor entretenimiento. La distancia que podías alejarte del pueblo dependía de los parientes o amigos que tenían una chacra o una estancia ganadera a donde con mucho gusto te invitaban de paseo porque es muy conocido que los abanquinos somos gente hospitalaria. Pero si no había alguien de confianza que te alejara del pueblo, a manera de aventura exploratoria, era suficiente merodear por sus inmediaciones.
Por el Oeste, con los terrenos
aun no habilitados para la expansión urbana de la ciudad de Abancay y que eran
parte de la expropiación de la hacienda Patibamba, donde existía un gigantesco
reservorio que tenía la fama de ahogar a todos los muchachos que se atrevieran
a bañarse, porque ahí se había matado un hombre malo que le disgustaba que
molestarán ese lugar haciendo ruido, tirando piedras al pozo y menos agitando
sus aguas. Un poco más allá estaba
“Pucapuca” de donde traíamos arcilla roja, blanca y amarilla para jugar
haciendo los animalitos o las fichas para jugar plic plac.
En esa misma dirección pero un poco más arriba por un camino que empezaba en el "Arcupuncu", alguna vez fuimos a conocer el sector de Moyocorral, que en otros tiempos se llamó "Muyuq", porque en la colina que ahora es el cementerio de Puca-Puca, existía un pequeño grupo arqueológico constituido por andenes circulares de factura inca y probablemente en su cima se ofrecía "pagos" a las deidades locales con hojas de coca y otros elementos y donde seguramente se adoraba a una "Huaca" sagrada. Durante el establecimiento de las haciendas coloniales, sus piedras fueron desmontadas para la construcción de estanques de agua, canales de irrigación y el cercado de algunas chacras. Más adelante los dueños de la hacienda con la bendición de la iglesia, consintieron que los nativos del valle sepultaran a sus muertos en esa colina.
En esa misma dirección pero un poco más arriba por un camino que empezaba en el "Arcupuncu", alguna vez fuimos a conocer el sector de Moyocorral, que en otros tiempos se llamó "Muyuq", porque en la colina que ahora es el cementerio de Puca-Puca, existía un pequeño grupo arqueológico constituido por andenes circulares de factura inca y probablemente en su cima se ofrecía "pagos" a las deidades locales con hojas de coca y otros elementos y donde seguramente se adoraba a una "Huaca" sagrada. Durante el establecimiento de las haciendas coloniales, sus piedras fueron desmontadas para la construcción de estanques de agua, canales de irrigación y el cercado de algunas chacras. Más adelante los dueños de la hacienda con la bendición de la iglesia, consintieron que los nativos del valle sepultaran a sus muertos en esa colina.
Por el sur estaba el camino a la hacienda
Illanya donde vivía una vieja mujer que mis hermanas mayores llamaban con mucho
respeto y compasión: "La María Letona", con la leyenda de que tenía
un montón de joyas de oro y de plata y un sin número de piedras preciosas y
finos relojes suizos, miles de libras esterlinas de oro y ricos vestidos como
de las reinas y las princesas, una vajilla de la más fina platería, y que había tenido la desgracia de haberse
casado con un venezolano que era un pobre diablo, dizque artista de circo, a
quién había tenido que mantener con todos los vicios de un braguetero:
apostador de póker y rocambor, fanático de las
peleas de gallos, de las carreras de caballos, concursos de tiro al
blanco, grandes banquetes, buenos wiskis, vinos y champanes de Francia y muchas
queridas. Sino ibas a Illanya podías pasear por la ex hacienda Patibamba y
caminar sobre sus construcciones y finalmente subirte a la torre de su
campanario para gritar lo que se te ocurriera como si estuvieras en la cima del
mundo y contemplar la maravillosa y sangrienta puesta del sol detrás del Apu
"Ccorahuire".
Por el otro lado, pero siempre al
Sur estaba la piscina Cristal del doctor Díaz y más abajo la selva del rio
Mariño, donde aún se conservaba alguno que otro árbol de mora. Al frente, pero
pasando el puente, nos gustaba visitar una derruida construcción, donde habían
grandes tubos pintados de rojo que pertenecieron a una antigua central
hidroeléctrica y donde crecían unas enormes y sabrosas ciracas. Una tarde, uno de los pikis
de la pandilla, salió de una mata de arbustos para contarnos lleno de susto que
un hombre estaba matando a una muchacha, y como no le creímos nos acercamos
para saber de qué nos estaba hablando, fue entonces cuando un energúmeno y una
mujer, más loca que una cabra, llenos de furia empezaron a tirarnos grandes
piedras, y por supuesto salimos volando de aquel lugar y no paramos hasta
alcanzar el Camal Municipal, que ahora es el cuartel de los bomberos
voluntarios. Ya en la adolescencia me enteré que esos condenados, sólo estaban
haciendo sus “ricas cochinadas”.
Por el Este, pasando el río
Mariño podíamos visitar los restos de un antiguo molino donde había unas
gigantescas piedras para moler granos, más tarde leyendo viejas crónicas, me
enteré que ese molino fue propiedad del Encomendero de Condebamba llamado Hernán Bravo de Laguna y que lo mandó construir todavía en el año 1549. Después
continuábamos nuestra caminata hasta
llegar al puente de calicanto en Aymas, donde al pie del triste abrigo de una
roca vivía una joven desquiciada, pero bastante avejentada, en medio de la
basura que ella misma trasladaba desde el pueblo. Esta pobre trastornada tenía
la cabeza llena de heridas que ella misma se infligía con un hoja de afeitar y andaba
vestida con lo que siempre me pareció un haraposo hábito de monja Carmelita. Esta pobre
mujer no inspiraba miedo a nadie, sino que más bien parecía asustada y
fastidiada de todos. También podíamos tomar el camino que pasando por el
Cementerio y el estadio Condebamba que era tan solo una pampa, podíamos
dirigirnos hasta un lugar que se llamaba Marcahuasi, pero no nos gustaba este
lugar por estar lleno de perros bravos que no le tenían miedo a nuestras
hondas.
Por el Norte, solíamos caminar
por el antiguo camino inca hasta llegar al "Arcupunco" y de allí a
"Tinyarumi", que es una
roca errática que seguramente hace miles de años se ubicó ahí en el tiempo de
la desglaciación del nevado Ampay, que dicen los científicos llegaba hasta la
laguna chica. Pero en esos años nos parecía un gigantesco peñón y nos lo
imaginábamos del tamaño del morro de Arica de donde montado en su caballo y
defendiendo la bandera peruana se lanzó el valeroso Alfonso Ugarte. Pero si
seguíamos la carretera podíamos llegar a Tamburco donde en una esquina estaba
una antigua y pequeña iglesia muy concurrida por los lugareños, que guardaba la
imagen de un Jesucristo malamente azotado.
Capilla de Tamburco. Foto tomada por Hiram Bingham en 1909
Después visitábamos el “Usnomocco” que era una redonda
construcción incaica muy abandonada, y seguíamos caminando hasta llegar a un
bello puente de piedra labrada que dicen lo mandó construir un señor italiano
que fue el dueño de la hacienda Patibamba y que se llama "Capelo",
pero que en realidad se llama "Copello", por donde pasaban los carros en su camino al
Cusco, y un poco más allá la granja del Ministerio de Agricultura. Y más o
menos un par de kilómetros arriba, llegábamos al "polvorín" que era
un hoyo perforado en la roca del talud de la carretera con una puerta metálica
que tenía un gran candado, donde decían
que se guardaba miles de cartuchos de dinamita, y de allí nos
devolvíamos al pueblo porque ya era muy tarde.
Granja de "San Antonio" de la Dirección Regional Agraria de Apurímac
Casi siempre nuestras aventureras
incursiones por esas desconocidas rutas acababan donde nos tropezábamos con
perros bravos y mordedores, pues el que menos ya tenía sangrientos recuerdos en
las piernas o en el poto, para la risa de los demás. Aunque en la casa acababas
mintiendo que en la calle un perro bravo, sin más ni más, te había mordido.
"¿En qué calle te mordió ese perro? "En una calle mamá". “¿De quién era
ese perro?” “No sé mamá”. ¿De qué color era ese perro?” “No me acuerdo mamá”.
Si había alcohol, lavaban la herida con alcohol, sino había alcohol lo hacían
con cañazo, ron de quemar o kerosene, para que te duela por mentiroso. Después
de haber soportado tamaño castigo por algo que estabas escondiendo, ahí quedaba
el asunto.
Pero decir que ese perro te había
mordido en una chacra era condenarte a no salir más al campo, por lo menos el
resto de esas vacaciones. Ya después por los chismosos que nunca faltan, en
casa se enteraban que tu ataque no era citadino sino más bien campesino, entonces
lo único que les quedaba decirte a los que te querían era que los mentirosos se
iban al infierno.
Si la herida era grande y podía
infectarse te llevaban al tópico de la beneficencia, para que previa la tortura
del algodón con merthiolate en la punta de una tijera, te cosieran la herida a
puntazos como si fueras una encomienda, y al final te parcharan con gasa y
esparadrapo. En medio del dolor que te infligían los sádicos que te estaban
curando, te jurabas que esa desgracia no te volvería a pasar, pero alejarte del
campo o tenerle miedo, jamás. Después de
ese martirio, llegabas a tu casa como un herido de guerra, lleno de orgullo.
La gloria de salir con la
pandilla al campo por el tiempo de las vacaciones era que podías acceder
gratuitamente a recogerte y comer hasta la saciedad nísperos maduros y llevarte
una buena cantidad a casa para que preparen un dulce o una mermelada. Muchas
veces nos encontrábamos con plantas de zarzamora que tienen unos riquísimos
frutos que localmente nosotros llamamos: “ciracas”,
sin olvidarnos de recoger para la abuela de cualquiera de nosotros dos o tres
ramas, para una infusión que calmando los nervios provocaba el sueño o,
llevarles varias vainas de tara seca que abundaba en los cercos para secar la
pezuña y curar la garganta irritada.
¡Ciracas!
También le dábamos duro a los
"wiros" que eran los dulces
y jugosos tallos de los maíces maduros, y los chupábamos hasta que su jugo se
nos escapara por la comisura de los labios y sus cáscaras nos cortaran la
lengua y las jetas. Los había de diferentes dulzores y hasta una con gusto a
fermento. Para hacerle saber a los demás que éramos expertos conocedores de los
mejores "wiros", les hacíamos
degustar una mordida diciendo: "¡Prueba esto!", a lo que nos
replicaban: "¡Prueba esto tú también!", y ambos conveníamos que éramos
muy buenos en eso de escoger lo mejor. Igual placer nos brindaba la caña-caña
que era una fina y pequeña hierba de la estación de lluvias que tenía en el
tallo un zumo agridulce, cuando la encontrábamos tomábamos varias de ellas
hasta llenarnos la boca y las mascábamos placenteramente.
Otra delicia que nos resultaba
gratis y en abundancia eran las nueces de los árboles de nogal, que nosotros
llamábamos “cocos”, que si estaban secos los chancábamos con una piedra a modo
de mazo contra otra piedra que servía de yunque, hasta que se rompieran y
dentro de ese fruto encontrábamos una carnecita blanca metida entre unos
laberintos, que para sacarla y disfrutar de su exótico sabor, tenías que
hacerlo con un fino palo bien duro y puntiagudo, y mucho mejor si era con un
alambre, reunir la cantidad suficiente y disfrutar a boca llena de tu trabajo.
Casi siempre al final de esas
empanzadas de nísperos, duraznos, membrillos, manzanas, tunas, ciracas,
caña-caña, frutos del tucnay, wiros, pacaes y tumbos nos daba lo que mi madre
llamaba “fiebre intestinal” que era un permanente dolor de barriga y falta de
apetito acompañado de una fiebre que te hacia sudar mucho, de modo que en ese
estado no podías salvarte de una enema o lavativa, que era un cocido de una
yerba llamada “cusmaillo”, lavazas de
jabón de pepita y no sé qué otros menjunjes más, que desde una jarra de fierro
esmaltada de blanco con un tubo de salida en la base a la que conectaban una
manguerita que acababa en una llavecita negra de abrir y cerrar, te la metían
de costado por el poto y cuando consideraban que ya habían vaciado lo
suficiente en tus tripas, te agarraban de los pies y te sacudían varias veces,
para después ordenarte que evacuaras una gran diarrea en una enorme bacinica.
En ese momento era que te hacían ver varias cascaras y pepas de nísperos, junto
a semillas de tucnay, tunas, pequeños
bagazos de los wiros y de nueces de nogal
y otras porquerías más que nadie podía adivinar.
Después te fijaban una dieta por
tres días, dentro de los cuales no se molestaban en hacerte saber que sí
continuabas comiendo como un chancho o un chihuaco, te esperaba otra lavativa más,
y que hasta la "moscarina"
podía darte, y ahí nomás te morirías como el hijo de la fulana, de la zutana,
de la mengana y del perencejo.
Por esos campos, especialmente
los de Maucacalle, Sahuanay, Tamburco y San Antonio por unos centavos podías
comprar un montón de duraznos blanquillos, abridores y los jugosos amarillos y
unas enormes peras. Nunca compramos membrillos, porque además de pesar mucho no
podías comértelos crudos debido a la dureza de su pulpa y a su sabor agrio,
pero sí recomendábamos a la dueña de la chacra para que pasase por nuestras
casas y se las vendieran a nuestras madres, para que prepararan la sabrosa
mermelada de membrillo que le salía como una gelatina y que podía cortarse en
pedacitos como los tofis. Pero en realidad estas señoras nunca pasaban por mi
calle, ya que mi madre tenía sus caseras que le traían en su caballo, dos o
tres arrobas de toda clase de duraznos, que los más sanos y deliciosos los
disfrutábamos directamente y con el resto hacia mermelada y orejones. Lo mismo
sucedía con los membrillos, pero de otra casera.
Recuerdo vivamente que algunas
veces en la chacra de un amigo, su madre
nos invitaba a comer antiporotos, que son como unas habas grandes que crecen en
un árbol muy bonito y floreado de rojo o naranja, que nos servía sancochadas y
acompañadas con queso fresco. Eran muy harinosas y con un sabor especial, ahora que de adulto las volví a probar, bien podría decir que se trata de un sabor
andino muy, pero muy antiguo, quizás de los tiempos de los primeros hombres que
ocuparon este valle.
Una vez en el campo, la pandilla,
que muchas veces era mixta, jugábamos incansablemente a un montón de juegos
como las coboyadas, donde unos hacían de jovencitos “los blancos” y en otro
bando estaban los "chunchos" o “apaches”, cada bando tenía su líder.
Cuando éramos muy joritos
disparábamos con las manos haciendo ruido con la boca: “¡Bang!”, “¡Bang!”.
Mataba quien gritaba: “¡Bang!” al primero que veía. Pero a veces esas muertes
no se respetaban, porque ambos alegaban que los dos habían disparado primero.
Las que si se respetaban y en las que incluso podías tomar prisioneros era cuando
los sorprendías por la espalda. No sé por qué, quizá sea porque acabábamos
dándonos cuenta que ese juego era bien sonso, de un momento a otro nos
reuníamos todos para inventar otro esparcimiento.
Las escondidas era lo mejor para
ese lugar, aunque eso también acababa aburriéndonos porque en el campo había muchísimos lugares
donde podías esconderte sin que jamás te atraparan y entonces el buscador
acababa rindiéndose.
Un poco más grandes, el juego se
tornaba más real y peligroso, porque era a hondazos y con higuerillas, entonces
sí la guerra era de verdad, porque si bien nadie moría había muchos heridos, y
cuando uno resultaba bastante maltrecho parábamos la locura, porque nadie
quería acabar igual de afectado.
También jugábamos a los
"chantaperros", que eran unos dardos que tenían un origen rural,
porque los utilizaban los pilluelos del campo para espantar a los perros
chocleros que entraban a dañar sus maizales. Consistía en coger el pistilo de
la flor de una tuna y ponerle una espina de la misma penca en el extremo más
ancho y una pajita muy fina en el extremo más delgado, hecho esto tenías un
dardo "chantaperros". Con ellos jugábamos sobre una diana para tiro
al blanco que con su propia espina dibujábamos sobre la penca de una cabuya, y
concursábamos hasta que acabasen deteriorándose irremisiblemente. Jamás
llegábamos a nuestra casa con estos chantaperros, porque nos lo tenían
expresamente prohibido, advirtiéndonos que un desgraciado había convertido en
tuerto a su mejor amigo y que por ese delito estaba preso en la correccional de
menores del Cusco.
Nunca me olvidaré de mis arcos y
flechas de huarango con su cuerda de pita de cabuya. Eran veloces y precisos y
por eso peligrosos. Un poco más crecidos aprendimos a ponerle puntas de clavo y
eso sí que ya no era un juguete, sino un arma prohibida: “¡Como vas a jugar con
esta monstruosidad!” Y nos lo decomisaban para que más tarde, a nuestras
espaldas, las metieran al fogón.
Pasadas las vacaciones, cómo nos gustaba hacer “canchitas” con el
crecido pasto seco que dejaban las lluvias. Las hacíamos en la escuela o en el
campo, y simplemente consistía en cortar y juntar un montoncito de pasto y
prenderlo con fósforos y estar atento a que revienten las semillas como minúsculas palomitas de maíz y sacarlos de la
candela aunque te quemaras los dedos. Después de juntar unos diez o veinte nos
lo comíamos de muy buena gana, aunque nuestros ojos quedasen más rojos que la
luz de un semáforo por culpa del humo, que también se había metido en nuestros
pulmones.
El río Mariño y la ciudad de Abancay
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