martes, 9 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (10)

[Los caballos] 

Los caballos que bajaban de las chacras que están en las faldas del Apu Ampay, de los bajíos de Soccllaccasa y Rontoccocha y de las que están tras el cerro Quisapata trayendo alfalfa, chala y cebada para los cuyes y los chanchos que se criaban en casa, leche de vaca, verduras, sacos de papas, ollucos, maíz, jora, carne de res, cerdo o corderos y todo lo que podían cargar, le daban a Abancay su semblante de pueblo rural y pretérito.

Los que en tropa llegaban desde la mina de sal de Cachicunca de la hacienda Karqueque del distrito de Huanipaca por la ruta de Ccoya, Karkatera y Moyocorral capitaneados por uno grande y majestuoso trayendo grandes bloques de sal de color rojo terroso o morado metálico, para que como suplemento alimenticio lamieran los ganados. Los sudorosos y sedientos jamelgos que subían de las haciendas del valle del río Pachachaca cargados con negros odres de aguardiente, que me hacían recordar con pavor que esos globos de cuero pertenecían a la piel de unos pobrecitos chivos que habían sido desollados vivos o, los cargados de chancaca y mala hoja para el techo de las chozas, eran el motor de la economía del valle.

Los que trajinaban por sus caballunas vidas mansos y cansados, pero también los chúcaros y peligrosos, y las altas y poderosas mulas que mostraban su aire agresivo, quizá por ser animales híbridos y sin capacidad de reproducirse. Todos soportando a las buenas o a las malas a sus bravucones y bulliciosos jinetes, que les daban poderosas órdenes con un tono de voz que les salía desde sus estómagos. "!Izka, izka!” tirando la rienda para que se detenga el animal, o hincándole suavemente los costados para que avance, o el mismo "!Izka, izka!”, para que quede quieto al momento de montarlo o cargarlo. Además de estas dos órdenes básicas, cada jinete tenía una muy especial comunicación con su animal, ya sea por señas o particulares órdenes orales.

Había unos que habían nacido y crecido en el campo, incluso habían sido domesticados para el trabajo en esos parajes abiertos, donde solo se podía contemplar altas montañas, interminables punas, lejanas distancias y profundos valles, por eso cuando llegaban a la ciudad se espantaban con la estrechez de las calles y las paredes de las casas que seguramente debía parecerles un oscuro y tétrico laberinto y los pocos carros que en esos tiempos circulaban con sus motorizados ruidos, amenazantes fieras, de modo que ingresaban al pueblo con la cabeza tapada con una chalina o una vieja lliclla. “Ojos que no ven, corazón que no siente.”

En sus conversaciones, mi padre y sus amigos solían comentar que los caballos eran muy inteligentes y que podían recordar a sus dueños y también los lugares y experiencias en los que  habían estado hace ya bastante tiempo, y por eso sabían regresar solos a sus lejanas cabañas cuando sus dueños les ordenaban.

Cuando dos o tres caballos descargaban en la puerta de mi casa la leña que traían, con el permiso de su dueño, mis amigos y yo nos subíamos a su lomo para alucinar que éramos los increíbles jinetes de las coboyadas que veíamos en el cine. Pero en cuanto alguno de los palomillas de mi calle, hacían el ademán de pincharlos para que en loca carrera salieran volando, nos inquietábamos de sobremanera y saltábamos de la bestia para emprenderla a puñetazos contra el imprudente bromista, porque la caída de un chiquillo desde el lomo de un caballo desbocado sobre el rústico empedrado, podía quebrarle varios huesos y hasta provocarle la muerte.

Terminado su negocio, para consolarnos el dueño nos subía a sus caballos y jalando el mismo las riendas nos paseaba dos o tres cuadras antes de despedirnos. Nos hacia esta deferencia porque sabía que uno de nosotros lo volvería a esperar en el camino real que subía de la capilla del “Señor de la Caída” hacia Maucacalle, para que vendiera su leña en nuestra casa.

Nuestra orden en aquellos tiempos era: “¡Eucalipto, no!” Lo que quería decir que debíamos esperar a que pasara uno o varios caballos cargados de leña de unca o chachacomo, porque ardían bonito y sin arrojar mucho humo, pero sobretodo porque dejaban grandes trozos de carbón que después servirían para calentar la plancha que quitaría las arrugas de las ropas.  

Algunas veces aparecían por mi calle, que estaba al frente de la casa donde funcionaban los Juzgados de Primera Instancia en lo Civil y Penal, grandes y briosos caballos de paso que con derroche de maestría cabalgaban los gamonales de los fundos de los otros distritos, y que airosos traqueteaban sobre los empedrados de la calzada de las calles de mi ciudad. Eran hermosas bestias que lucían una fina silla de montar con un fuste delante y una enorme cincha de cuero para sujetarla al animal, así como los arciones y estribos para las piernas. Podíamos ver y admirar cómo estos jinetes hacían alarde de su destreza en domar y conducir el animal con una fina rienda de cuero con adornos de plata.

Aunque estos, un tanto más refinados, se parecían mucho a los gamonales que José María Arguedas había descrito en su novela “Los ríos profundos”, leamos: “En los días de fiesta, o cuando se dirigen a la capital de la provincia, visten de casimir, montan sobre pellones sampedranos, con apero de gala cubierto de anillos de plata, estribos con anchas fajas de metal y «roncadoras», con una gran aspa de acero. Parecen transformados; cruzan la plaza a galope u obligan a los caballos a trotar a paso menudo, braceando. Cuando se emborrachan, estando así vestidos, hincan las espuelas hasta abrir una herida a los caballos; los estribos y el aspa de las espuelas se bañan en sangre. Luego se lanzan a carrera por las calles y sientan a los caballos en las esquinas. Temblando, las bestias resbalan en el empedrado, y el jinete las obliga a retroceder. A veces los caballos se paran y levantan las patas delanteras, pero entonces la espuela se hunde más en la herida y la rienda es recogida con crueldad; el jinete exige, le atormenta el orgullo. La gente los contempla formando grupos. Muy rara vez el caballo logra arrancar la brida y zafar hacia el camino, arrastrando y sacudiéndolo sobre la tierra".

            A mi pandilla le gustaba contemplar cómo subían y bajaban lentamente los caballos por el camino de herradura del cerro Quisapata, y que a la distancia los veíamos como si fueran grandes hormigas. Unos eran negros, otros alazanes, algunos blancos y otros marrones,  y nos poníamos a escoger y apostar retándonos: “Mi caballo que es aquel blanquito va a llegar primero hasta el aviso que dice “MG”, y nos movíamos a renegar cuando en el camino un caballo que bajaba no le dejaba pasar a nuestro escogido, cuando en realidad era que los jinetes, lejos de estar peleándose por pasar, estaban saludándose y conversando animadamente.

Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo

Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo

[Las pozas en los riachuelos] 

Cuando llegaba el tiempo de las lluvias que para nuestro hemisferio Sur corresponde al verano, todos los ríos se cargaban y amenazaban peligrosamente la vida de los hombres y los animales. Después y a medida que iba mermando su caudal y aumentando el calor del sol del otoño, el río Mariño y los riachuelos del Olivo y Colcaqui que bajaban del Apu Ampay, eran nuestro lugar preferido de paseo y diversión, pues en sus orillas como si fuéramos los castores de estas latitudes, cada pandilla de mocitos construían su poza a lo largo de estos riachuelos, y la hacían respetar como si fuera de su legítima propiedad. 

Allí los sábados y domingos, desnudos o en calzoncillos, metidos en el riachuelo construíamos nuestra poza, que era un dique de mampostería de piedra, que fila a fila, aplastaba champas de kikuyo arrancados de las inmediaciones del lugar con los picos que los más entusiastas traían de sus casas. A eso se le agregaba ramas de guarango, higuerilla, lenguaywaca y otras yerbas más que podían servir de tapón para que no se escapará el río.

A medida que el nivel del agua iba aumentando desde nuestros tobillos a nuestras rodillas y de allí a nuestras panzas, pero cuando el agua llegaba a nuestros cuellos sentíamos que íbamos bien en la construcción, y cuando esta rozaba nuestros labios, ya estábamos en la gloria. A medida que avanzaba la obra nuestro entusiasmo iba aumentando hasta convertirse en un coro de jubilosos obreros.

A ese pozo nos lanzábamos desde las piedras, que por ser muy grandes, no se habían inundado, imitando el grito y los golpes de pecho de Tarzán y mordiendo un pequeño palo que eran nuestros cuchillos con los que debíamos matar varios cocodrilos. Nadábamos a lo perrito, flotábamos como muertitos, buceábamos y nos creíamos los peces de nuestro propio acuario. No nos importaba que nuestros pellejos se quemaran, nuestra cara se pusiera morada y los mocos nos salieran profusamente, pero de allí no nos movíamos hasta que se pusiera el sol, para salir castañeando los dientes de frío, diciendo el consabido ¡Alalau! con los ojos rojos como los de un cuy.

Al día siguiente, vivos o muertos, allí nos aparecíamos para reparar nuestra poza y seguir disfrutando de la mejor aventura que nos puede ofrecer la vida: la niñez.

Entre baño y baño construíamos molinos de cabuyas que consistía en cortar unos cuarenta centímetros del cogollo de un maguey, ponerle la espina de su punta en la base, después hincarle las paletas para que el agua moviera el molino con los cabos de las pencas de otros magueyes. Luego en un lugar aparente del riachuelo fijarlo sobre una piedra plana y después mantenerlo erguido sobre su púa introduciendo una parte de su extremo superior en el hoyo que abríamos en una hoja grande del mismo maguey, y para hacer girar el molinillo, con otra penca de maguey dirigíamos un chorro de agua a las paletas de su base, y era entonces que nuestro molino comenzaba a girar sin parar. Finalmente le amarrábamos un papel a la punta, y muy felices nos íbamos a meter a nuestra poza. De cuando en cuando le echábamos un vistazo para saber si nuestro maravilloso artefacto, seguía funcionando.

Pero una vez no pude aparecerme en mi estanque, porque tenía una inflamación de oídos que me provocaba tan fuerte dolor que me hizo llorar toda la noche, pero en cuanto me curaron con un cucurucho de papel periódico quemado, unas gotas de congona y un tapón de ajo, volvía a mi poza. Pero si eso no te sanaba, acababas yendo al hospital, para que te pusieran unas gotas, y otras más en tu casa del gotero que compraban en la botica, previa amenaza de que la próxima vez  te pondrían diez inyecciones en el poto con una enorme jeringa de vidrio que te mostraban, cuyo extremo se parecía a la aguja de un arriero, de esos tremendísimos que mi abuela llamaba "yaure".

Pero apenas sanabas, otra vez estabas ahí. Por qué no, si la vida era bella. Además  por consejos de los pacientes del mismo mal habías aprendido a sacarte el agua de los oídos, presionando fuertemente la nariz con el índice y el pulgar y sonándote enérgicamente, para que el cambio en la presión del aire sacara el agua atrapada en tus oídos, y el infalible remedio de inclinar la cabeza hacia un lado hasta que el oído con agua esté en dirección al suelo y saltar vigorosamente en un pie hasta sentir que todo el agua almacenada en tus oídos salía calentita.

Era obligación de todos los pikis que nos creíamos buenos nadadores, visitar las famosas pozas que los más grandes habían construido en el mismísimo río Mariño o en el río Kolkaqui, que a mocosos de nuestra talla nos tapaba, bien tapados. Apenas una o dos veces logramos bañarnos en esos grandiosos estanques, porque sus mezquinos dueños se atajaban o porque tenían miedo a que pudiéramos ahogarnos. A esa negativa reclamábamos diciendo: “¿Pero si yo me baño en la piscina municipal?” “¡Entonces anda ahí!”, nos replicaban. La más famosa era la de “la curva”, porque se había corrido la voz que en sus profundidades habían encontrado a un mocoso muerto e hinchado como una pelota de fucucho (vejiga de cerdo). 

Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo

[Las lluvias] 

En plena temporada de baños se acercaba la estación de las lluvias con sus truenos, relámpagos y rayos que para esa temprana edad, era un fenómeno inmensamente aterrador, que llenándonos de miedo nos reunía a todos los pequeños de la casa en el dormitorio, donde repentinamente penetraba la luz enceguecedora de los relámpagos alumbrando hasta los últimos rincones, y unos segundos después escuchábamos el atronador ruido de los truenos que nos daban la impresión que desde el cielo, como por una altísima e invisible montaña de piedras, venían rodando cuesta abajo gigantescos cilindros, dándonos la impresión que esos imaginarios objetos acabarían aplastando todas las casas de nuestro vecindario. No por casualidad los antiguos habitantes de estos valles eran adoradores de Illapa el dios del rayo andino, que tenía su santuario en el lugar donde se construyó la antigua casona de la hacienda Illanya. En esas espantosas situaciones mis hermanas imploraban con mucha devoción a Santa Bárbara, diciendo: “Santa Bárbara, bendita, por favor tráenos el sol y el agua quita.”, a lo que los varoncitos debíamos responder: “San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol”.

Pero cuando después de los rayos y truenos, los chaparrones caían a eso de las tres o las cuatro de la tarde, salíamos al patio de la casa para mojarnos hasta los huesos con las tibias aguas que caían por las chorreras de los tejados. Mi madre se complacía riéndose de la alegría que nos provocaba esta travesura e incluso nos alcanzaba jabón para que termináramos de bañarnos. Después nos servía sendas tazas de leche caliente mezclada con el aromático café que artesanalmente se tostaba y molía en casa, acompañado de unos panes comunes repletos de mermelada de duraznos o membrillo o nísperos, nata, miel de abejas o manjar blanco, que nunca faltaban en casa.

Había veces en que las lluvias, ya no nos gustaban tanto, porque su escasez se llamaba sequía y a la larga esta carencia se convertía en hambre para las buenas gentes de los campos y sus animales. Pero su anormal abundancia provocaba los huaycos que arrasaban chacras, bosques, caminos, viviendas, animales y hasta las vidas de las gentes, como la avalancha que se produjo en el mes de febrero del año 1951 en los sectores de Sahuanay, Maucacalle y Chinchichaca de la cuenca del río “Olivo”, y que fue descrito por el geólogo de la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco, profesor Carlos Kalafatovich en su trabajo: “Observaciones Geológicas sobre los deslizamientos de la Quebrada Ampay”.

Sobre este desastre natural, que se había producido cuando todavía no había nacido, pero que amenaza siempre a la ciudad, en mi niñez escuchaba, que una vez por el río Olivo se vino un gigantesco huayco de lodo y de piedras, que gracias a Dios, se detuvo en el barrio Olivo y que formó un inmenso fango donde estaban enterrados o en la superficie varios cadáveres y animales muertos y un sin número de intimpas, tastas, cceuñas, chachacomas, pisonaes y eucaliptos con su raíz y todo, que le sirvió por mucho tiempo a la gente pobre del pueblo como depósito de leña, y que la profundidad del barro era tan grande que podía tragarse a un jinete caballo y todo y hasta un camión.     

Relámpagos, rayos y truenos (Foto Internet)

[El café] 

El bendito café de grandes granos y de color verde, llegaba a nuestra ciudad desde la ceja de selva de la provincia de La Convención del departamento del Cusco y que mi padre llamaba “café árabe”, y que amorosamente mi madre tostaba en una callana de arcilla montada sobre una gran fogata, con azúcar rubia y cascaras secas de naranja hasta que se pusieran negros y fragantes, y que luego de enfriarse los molía en un molinillo de metal color verde que tenía como una especie de copa encima, una manivela al centro y debajo un cajoncito como de una cómoda donde caía el café tostado hecho trizas. Ese molido se guardaba en un frasco de vidrio con tapa rosca, para que con el correr de los días no perdiera su delicioso y afrutado aroma.

Para beberlo ese molido se "pasaba" en unas cafeteras de aluminio de dos cuerpos, el de arriba era más estrecho y tenía su propia asa; esta contenía el café molido. Esa  pieza terminaba en una tapa y se montaba sobre una jarra que tenía un pico largo como el de una tetera y un asa más grande. Para evitar que se colara el polvillo más fino del café molido y así saliera más purito, se le agregaba un filtro que era una media de nylon. Se vertía agua de la más hirviente en la parte de arriba y se tapaba. Cuando acababa de filtrarse se vaciaba en un jarro, a este se le llamaba “café puro o café negro” y era guardado aparte. Después se le  agregaba un poco más de agua hervida, para “sacarle el jugo”, es decir un poco más de la esencia que aún le pudiera guardar, a este se le llamaba “cafiote” y era reservado para los que no les gustaba o les molestaba el café de verdad.

Cuando se enfriaba se llenaban en unos frascos que eran iguales a los del aceite o vinagre, de cuerpo ancho que se iba angostando a un cuello largo que acababa en un pico muy fino y gracioso que empezaba desde su panza y acababa a la altura de su boca. Detrás de ese pico la botellita tenía un asita muy coqueta. Finalmente se la tapaba con un corcho, y allí estaba la esencia de café para el desayuno, el lonche, la sobremesa y para cuando hiciera falta, especialmente en los días y noches de frio.

       Felizmente en esos tiempos a nadie se le había ocurrido la monserga de que los niños no podíamos tomar café, porque tenía la peligrosa “cafeína” que podía ponerlos muy loquitos o más loquitos de lo que ya estaban. 


Antiguo molinillo de café (Foto Internet)

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