viernes, 5 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (9)

[Las chicherías] 

Chicha es el nombre que recibe la bebida derivada de la fermentación no destilada de los granos del maíz. En quechua se llama  “aqha” y al lugar donde la expenden “Aqhahuasi”. Su elaboración artesanal a partir de la jora (maíz germinado) consigue una leve o mediana graduación alcohólica, que por su color amarillento, los abanquinos lo llamamos cariñosamente “Bayo”.

A los lugares donde se vende esta bebida se les llama simplemente: chicherías. Estas tienen un origen europeo e indoamericano, de una parte es la clásica venta española, que eran los precarios establecimientos de arquitectura popular situados originalmente en los caminos o despoblados de España, para vender (de allí su nombre “venta”) a los viajeros, comida y alojamiento. Sobre estas “ventas” es famoso el pasaje del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes: “...anduvo todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar y llegó a ella a tiempo que anochecía.”.

Y de la parte americana es heredera del tambo o tampu incaico, que era el lugar donde los viajeros recibían techo y alimentación como apoyo del Estado. Un tambo famoso de Abancay fue el tambo real de Urco, que era así como se llamaba en tiempos precolombinos ese distrito, y por su tambo situado entre el tambo de Curahuasi y el tambo de Ccochacajas en Huancarama, acabó llamándose el Tambo de Urco y más tarde resumidamente: Tamburco.

Un poco más arriba de mi casa existía hasta cuatro chicherías en ambos lados de la calle. La señal de que había chicha y picantes a la venta era que a un costado de su puerta principal, se exhibía una banderita roja que junto a un atado de ramas de ruda florecida, flameaba al final de un largo carrizo. El hecho que estuvieran más o menos concurridas, la daban la cantidad de caballos que con sus aperos de carga se estacionaban en sus inmediaciones.

Muchas veces tuve que ir a comprar varios vasos de chicha para los peones que poco a poco, seguramente según el dinero que disponían mis padres, iban ampliando la casa. En un principio, los vasos en que se vendía la chicha a los parroquianos me parecieron increíblemente grandes, pues podían contener hasta casi un litro y medio de chicha, a estos hasta ahora se les llama: “caporales”.

Otras veces iba a comprar “borra” que era una sustancia espesa de color marrón, que la propietaria del establecimiento sacaba del fondo de una enorme tinaja de barro y que tenía el olor a mil veces chicha, y que en el pueblo era usado como levadura para hacer los panes.

            Las chicherías que visitaba tenían una grande y robusta mesa de factura muy rústica rodeaba de bancas también artesanales cubiertas con pellejos de carnero o raídos ponchos y frazadas. No estaban pintadas, pero el paso del tiempo y su uso le habían obsequiado un bonito color rojo púrpura oscuro, como el de la caoba.

Recuerdo que el lugar olía, no solo a fermento de jora sino a suculentos picantes de papas, de atacco, de ullpu cuando era el tiempo de las lluvias, y quizá en tiempos más remotos se haya servido la ensalada de “gallitos” de pisonay referida por Manuel Espinavete López en su “Descripción de la Provincia de Abancay” de 1795, publicada en “El Mercurio Peruano”; de menudencias de carnero y de res, los ccapchis de haba o arvejas,  y el siempre bienvenido “solterito”, la infaltable uchucuta molida con jajas secas y sachatomate sofrito en manteca de chancho o los modestos antiporotos con queso.

Solo los sábados y domingos era un deleite oler los cuyes rellenos y chactados, los tallarines hechos en casa con estofado de gallina y rocoto relleno, los chicharrones con papas doradas, un mote de selecto maíz blanco con ensalada de cebollas, rocotos, tomates y yerba buena que para conocimiento público se freían en la puerta del establecimiento y que a las dos horas se acababan, porque a todo el vecindario se le antojaba comprárselos en sus propios platos para disfrutarlos en casa,  y los guisos a base de carne de res o de gallinas.  

Todos estos típicos y sabrosos potajes se degustaban con un caporal de “bayo” y se asentaban con una buena copa de chacta (aguardiente de caña) o un adormilado compuesto abanquino, que los clientes llamaban “bajamar”. En esas oportunidades podías encontrar, separados de los chacareros, arrieros y jinetes, a los golosos habitantes del pueblo que generalmente eran comerciantes, artesanos y empleados.

            Me acuerdo de sus dueñas, que de natural eran muy amables y bonachonas, me saludaban muy cariñosamente: “¡Buenas tardes Wiraccocha!”, no porque fuera un mocoso engreído, sino porque venía a comprar con dinero en efectivo ocho o diez vasos de chicha. Al tiempo que me despachaba, preguntaba por mis padres y les enviaba sus respetuosos saludos. Después de pagarle me ordenaba que me sentara en un mullido pellejo de oveja junto a los otros parroquianos. Al cabo de un rato llena del comedimiento que les hacía a sus mejores clientes, me alcanzaba un pequeño pero sabroso plato de picante y un vasito de chicha azucarada. Era la cortesía de la casa y era su manera de tratarme como el hombrecito que era. Sólo por eso nunca chistaba cuando me hacían ese mandado.

            Memoro que como a las misas o a las procesiones, a esos locales asistían con toda naturalidad hombres y mujeres vestidos con sus trajes típicos, que además de libar y comer compartían sus conocimientos y preocupaciones acerca del clima, de la propiedad o posesión de sus tierras, del agua de riego, de las semillas, de los cultivos, de la cosecha, de los precios de sus productos, las herramientas y de su ganado, pero sin dejar de comentar sobre las propiedades curativas de las plantas y sin dejar de darse noticias acerca de las haciendas y los hacendados y todas las anécdotas y chismes que sobre ellos, los políticos y las autoridades a su servicio, se tejían. Pero también de los tapados, de las brujerías, de los poderes de tal o cual curandero o camacguagia (chamanes) y sobre la suerte o el infortunio de los paisanos, tal y como ahora lo hacen las crónicas faranduleras de la televisión, pero sin la riqueza de su sabiduría ancestral.

En fin, allí se hablaba y seguramente se habla todavía sobre la vida, pasión y muerte de los campesinos de este valle, y de no pocas cosas acerca del mundo de la Pachamama, de los Apus, los gentiles y de los otros quintos infiernos. 





[El juego del tejo] 

Pasando el ambiente principal que daba a la calle y que solía llamarse la tienda, se llegaba al patio donde, dependiendo del día y la hora, se reunía un buen grupo de parroquianos para jugar un juego de origen inglés que se llamaba el Tejo, porque antiguamente se jugaba con pedazos de tejas de arcilla, pero que en esos tiempos yo vi que lo jugaban con grandes monedas de un Sol de plata de cinco décimos, que en una de sus caras representaba a la “Madre Patria” con una leyenda que decía: “FIRME Y FELIZ POR LA UNIÓN” y en la otra el Sello del Escudo Peruano. Más tarde estas fichas se fueron degradando a solo simples monedas de un Sol de Oro de cobre y zinc.

El centenario “Tejo” abanquino se jugaba en equipos de dos personas y cada una debía tener dos monedas que se les llamaba las fichas. El juego consistía en lanzar las dos fichas hacia un hoyo cavado en el suelo de tierra que se llamaba “popo”, desde una distancia de doce buenos pasos, unos diez o más metros. Ese agujero estaba enmarcado en un cuadrado rayado en el suelo de aproximadamente 30 centímetros de lado, que estaba dividido en dos campos rectangulares de 15 X 30 centímetros que los competidores lo mantenían constantemente humedecido para que las monedas no revotaran al caer.

En medio del rectángulo superior estaba el agujero donde muy ajustadamente podía entrar una ficha o moneda, detrás del agujero había clavado un cuchillo artesanal al cual los mejores jugadores apuntaban sus fichas antes de lanzarlas. El rectángulo inferior estaba libre, las monedas que caían dentro de él, valían 1 punto, y si aterrizaban en el segundo valían 2 puntos. Meter la ficha en el hoyo 3 puntos. A esa feliz y difícil jugada se le llamaba “Popo”.

Para escoger el turno de salida, los jugadores desde la distancia convenida, uno tras  otro, lanzaban una ficha, el que la había lanzado más cerca del hoyo saldría de segundo. Si los jugadores eran cuatro o quizá seis, por el mismo sorteo lanzaban intercalados. Entonces comenzaba el juego. Lanzadas las monedas, las que quedaban dentro de los rectángulos no debían moverse hasta que finalizara el turno, que era cuando todos los jugadores habían lanzado sus fichas, entonces se sumaban los puntos obtenidos y el puntaje parcial quedaba 5 a 3 o 4 a 2, y este se escribía en una pequeña pizarra de madera, para que no hubiera ninguna duda. Después de esa jornada se servían sus “bayos” para aplacar la sed, mejorar la puntería o simplemente para que las moscas y abejas no acabaran suicidándose dentro de sus caporales. Si los competidores tenían el propósito de embriagarse, cada caporal era acompañado con una copa de chacta a la que llamaban “punto”, en alusión al golpe firme y seco que debía darse al barreno cuando estaban perforando una roca. 
  
Otro detalle que vi y después aprendí, es que en estas chicherías, los campesinos de mi tierra, antes de libar un caporal de chicha echan un poquito al suelo en señal de un respetuoso brindis con la Pachamama (la madre tierra) y cuando toman una copa de aguardiente de caña, sumergen el dedo índice de la mano derecha en la copa y haciendo presión con el pulgar esparcen unas gotas de licor en el aire, al tiempo que miran y saludan a los Apus de su devoción e invocando sus poderosos nombres ofrecen: “Por ti Apu Ampay”“Por ti Apu Ccorahuire”, “Por ti Apu Quisapata”.


            Ya después, y no porque me lo haya enseñado un mentiroso chaman, sino por experiencias mías en las Comunidades Campesinas, entendí que estos hombres y mujeres jamás brindan por sus semejantes, eso solo lo hacen los débiles de las ciudades frente a los poderosos que los humillan con algún pequeño favor que pueden hacerles; sino lo hacen por sus deidades, y no para pedirles un milagro como lo hacemos nosotros los hipócritas creyentes en sus templos plagados de crucifijos e imágenes, sino para agradecerles por la buena tierra, por las abundantes cosechas y la multiplicación del ganado y las crianzas, que ha de permitir que el universo siga  su danza celestial, y para que la vida siempre sea más fuerte que la muerte. 

Eso del turno era muy importante, porque si una moneda “montaba” a una que se encontraba en cualquiera de los rectángulos, la ficha montada perdía su puntaje, y si la montada era dentro del hoyo, también. El juego lo ganaba el equipo que hubiera logrado acumular 21 puntos, y era entonces cuando el equipo perdedor debía pagar lo que se había apostado, que generalmente era el consumo de la chicha, comida y aguardiente del equipo ganador. Entre los jugadores más avezados, previo acuerdo de las partes, el juego terminaba cuando una moneda era montada dentro del agujero.
     
Por supuesto que ese juego lo replicábamos en la calle y en el patio de nuestra casa, aunque las fichas no eran grandes monedas sino pedazos de teja al que pacientemente le dábamos un contorno circular, pero como las fichas resultaban siempre toscas el hueco o popo debía ser más amplio y los dos rectángulos igual. A la larga ese entrenamiento infantil nos sirvió para ganar varios vasos de chicha y algunos picantes cuando de colegiales acudíamos a las chicherías: “Porque el grauino es hombre macho / y tiene plata para chupar”.

No me olvido que en algunas de esas chicherías había un aparato de radio que tenía una antena que desde el artefacto se prolongaba por medio de un alambre hasta un lejano árbol, dizque para captar con mayor nitidez las emisoras que querían escuchar, y así lograban darle un aire de contemporánea alegría al negocio.

La emisora favorita que sintonizaban era Radio Salkantay del Cusco, y si ponías atención podías escuchar estos sempiternos huaynos: "Patito que haces en el mar / navegando noche y día / sal de las playas, vámonos conmigo / Vámonos por los senderos / Conservando las esperanzas de no volver más a tus cabañas / Yo también sufro como tu / El mal pago de una ingrata /que sin motivo me ha abandonado / en un mar de sufrimiento / que poquito a poco me va consumiendo / Ay patito, patito, patito fiel compañero / sigamos igual camino aunque perdamos la vida…” o aquella que decía: "Valicha lisa pasñari / Niñachay de veras / Maypiraq kutanky / Valicha lisa pasñari / Niñachay de veras / Maypiraq kutanky….” o esta: Cervecita blanca huaracina / Eso no se toma, sin su dueño/ Y si lo has tomado /Caro o cuesta / veinticinco libras la docena…..” o talvez esta: “Ingrata chinita, / por qué pues te alejas / de tu amorcito / que está llorando? / Donde están pues / aquellas horas / en que me decías / papacito te quiero mucho / con todito el alma. / Mentiras, engaños / y ambicias del mundo, / ése es tu nombre, / china perdida. / Aprovechaste de mi corazón / para engañarme. / Tu pensarías que yo era rico / pero te ensartaste.”, o esta otra: Estoy muy triste en la vida / malaya mi destino airampito / como quisiera tomar chichita / de tus flores. / Así podría beber el néctar / del olvido.”, o esta clásica: “Campanario Mercedario, / por qué tan triste tu tocas? / Será porque mi dueña / se casa hoy en tu templo. / Que se case, que se case, / que se case con cualquiera. / yo mismo seré testigo, / testigo de su matrimonio. / Vuelve, vuelve palomita, / vuelve a tu nido abandonado / que en mi pecho no existe / rencores de tu abandono. / Campanario, campanario, / toca la dicha de ella; / doble por la despedida mía, / que pronto partiré lejos.”, y esta también: No vayas a pensar que si me dejas / toda la vida te lloraría / sé que sufriría por mucho tiempo / tarde o temprano te olvidaría”, o esta última: “Yo soy el tuquito / que aprende a volar / donde me cierra la noche / me pongo a llorar. / Yo no tengo padre / Yo no tengo madre / A quién contar mis penas / y mi sufrimientos.”, y así me pondría a transcribir decenas de páginas de estas canciones del corazón, del cariño, de la felicidad,  de la esperanza, del sufrimiento, del llanto, del recuerdo, del abandono, de la falsedad, de la soledad, del olvido, de la vida y de la muerte.

De pronto se escuchaba al locutor comunicando: “¡Atención Cachora!, ¡Atención Cachora! Mensaje para la familia Malpartida de parte de la señorita Clarabella. Mensaje para la familia Malpartida  de parte de la señorita Clarabella. El día lunes 08 de julio, viajo a esa, esperar con tres bestias en punta de carretera. El día lunes 03 de julio, viajo a esa, esperar con tres bestias en punta de carretera.”,  a ese aviso, los pícaros jugadores de tejo comentaban riéndose: “Al final solo las bestias de su padre y sus hermanos la van a esperar”. O aquellos que anunciaban la inminencia de la muerte de un anciano y que llamaban a sus parientes para que viajaran urgentemente a ese u otro pueblo, a lo que los ajahuicsas comentaban riéndose: “¡Pronta herencia!, seguro que hasta el perro vago se va a aparecer”.








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