[La piscina]
Después de las pozas que con gran esfuerzo y alegría
construíamos en los riachuelos que bajaban del Apu Ampay, las piscinas eran y
siguen siendo el lugar de esparcimiento, sosiego y socialización de los
abanquinos de todas las edades, pues el valle que alberga la ciudad tiene una temperatura promedio anual del 18 °C y en los tiempos de estiaje (setiembre, octubre, noviembre moderándose a partir de diciembre) supera los 30 °C.
La primera piscina que conocí fue una que estaba ubicada en la quinta “Infantas”. Seguramente la construyeron para el disfrute familiar y pasado algún tiempo debieron compartirlo con los ansiosos joros, que probablemente suplicaban por bañarse en sus aguas. A esa piscina se entraba por un caminito de herradura que comenzaba en algún punto de lo que hoy se llama la avenida Garcilaso de la Vega a la altura de la quinta “Canaval” y se dirigía hacia el Este, hasta una loma desde donde podía verse el río Kolkaqui, la pampa del estadio Condebamba, el cementerio general y con un poco más de curiosidad la piscina municipal.
La primera piscina que conocí fue una que estaba ubicada en la quinta “Infantas”. Seguramente la construyeron para el disfrute familiar y pasado algún tiempo debieron compartirlo con los ansiosos joros, que probablemente suplicaban por bañarse en sus aguas. A esa piscina se entraba por un caminito de herradura que comenzaba en algún punto de lo que hoy se llama la avenida Garcilaso de la Vega a la altura de la quinta “Canaval” y se dirigía hacia el Este, hasta una loma desde donde podía verse el río Kolkaqui, la pampa del estadio Condebamba, el cementerio general y con un poco más de curiosidad la piscina municipal.
También desde ese morro podían
verse los viñedos de la quinta "Villa Gloria", que era una enorme
pampa que fue parte de la encomienda de Condebamba asignado a Hernán Bravo de
Laguna y después de la hacienda Patibamba. En tiempos de la colonia, los jesuitas llegaron a ser los dueños de
todas las haciendas de los valles de Abancay y Pachachaca, gracias a esa
creencia de que si dejo mis bienes terrenales a la Santa Iglesia, por más que
haya matado de todas las formas a decenas de indígenas, Dios en el cielo además
de darme la vida eterna, me va a recompensar con creces.
La causa de estas
"herencias" era porque estos hacendados no podían tener a su familia
en Abancay, porque si querían conservar su linaje, los hijos de estos debían nacer en
España, es decir ser "Chapetones", porque si nacían en el Perú serían
criollos y por eso no podrían ocupar cargos administrativos al servicio de la
corona española que era el más alto honor y ganancia de esos tiempos, y para el colmo estarían a la par de los mestizos, que eran
los hijos de los españoles procreados en las indígenas. Por esa razón es que
estos terratenientes vivían lejos de sus familiares. En esos tiempos la quinta
"Villa gloria" era un alfalfar donde se criaban los caballos de
estima y las poderosas mulas que debían trasladar el azúcar que se fabricaba en
estos valles a la ciudad del Cusco.
Cuando Luis Petriconi compró la
hacienda Patibamba, como buen italiano, cultivó en ese lugar un viñedo para la
fabricación de vinos, donde además construyó una casa para el administrador, un
amplio ambiente para los lagares o recipientes donde se pisaban las uvas para comenzar el proceso de elaboración del
vino, un gran depósito para los toneles de vinos y almacén para el vino
embotellado y un vivero para la reproducción de las estacas e injertos de las
futuras vides. Cuando en el año 1932, la hacienda Patibamba pasó a ser
propiedad de Carlos de Luchi Lomellini y Gloria Carenzi, este lugar fue
bautizado con el nombre de su nueva dueña: "Villa Gloria".
Recuerdo que ese sendero a la piscina de la quinta "Infantas" estaba
rodeado por varios solares y uno de ellos era de un tío de mi madre que se llamaba Julio Miranda,
donde tenía varios árboles de duraznos
blanquillos y abridores, que además de sabrosos eran muy jugosos. La piscina
era pequeña y por eso mismo era la ilusión de los niños. Solo una vez me bañé
en ella, no sé si me gustó, porque no pude nadar, bucear, hacerme el
“muertito”, pues de todas partes llegaban los cuerpos a toparse con uno.
Como ya sabía nadar y muy bien,
podía disfrutar en cualquier lugar donde hubiera agua estancada, pero siempre
respetando al rio Mariño, no tanto porque sea un río grande, sino por su
respetable caudal, pues esa corriente viene cayendo en un declive de 30 a 40
grados de inclinación, y su caudal puede variar de un día para otro,
dependiendo de las lluvias que caen en las alturas de la laguna Rontoccocha, y
por eso este torrentoso río no admitía que se construyera muchas pozas en su
cauce, pues siempre las destruía.
Cuando uno llegaba a la piscina
municipal que aún está ubicada a la margen izquierda del río Kolkaqui, que
había sido construida sobre una terraza a la que se entraba por una puerta de
fierro y luego de subir algunas gradas te tropezabas con un gran estanque de
cemento de 15 metros de largo por 8 de ancho, construida con todas las artes y
funciones que debía tener una piscina hecha y derecha. Estaba rodeada de una
ancha vereda y a todos los joros su
hondura nos tapaba en cualquier parte de su espejo de agua. Su parte más baja
daba al Norte y la más profunda al otro extremo. Recuerdo que tenía dos
escaleras de fierro galvanizado por donde podíamos abandonar la piscina y unas
banquetas desde donde debían lanzarse los bañistas cuando estaban de recreo o los competidores
cuando había algún campeonato de natación.
Pegado al cerro tenía unas anchas
gradas para solearse y al final de esas gradas unos vestidores. La entrada
costaba diez centavos, pero como éramos recontra joritos, y aun así verdaderos
nadadores, gracias a Dios: "¡No nos cobraban!”. A esa edad, aquel frio
estanque me parecía enorme y cansador, pero sin embargo durante mucho tiempo lo
disfruté a mis anchas.
Pero no sólo fue esta piscina que
yo, mi hermano y el resto de la patota conocimos por aquel lugar, sino también
una pocita de cemento de unos cinco metros de largo y un poco menos de tres
metros de ancho y más de un metro de profundidad. Aunque a esa menuda edad no
sabíamos para qué exactamente servía ese pozo, con el correr de los años nos
dimos cuenta que se trataba de un desarenador, para que las aguas que llenaban
la gran piscina municipal llegaran sin arena, hojas o yerbas. También conocí
que en tiempos lejanos en ese lugar había funcionado una pequeña central
hidroeléctrica de gestión municipal.
Lo malo de esa piscinita era que
varios mozalbetes del lugar se creían sus dueños y se mostraban muy agresivos
con los que queríamos bañarnos sin su consentimiento.
Una tarde después de bañarnos en
ese desarenador nos dimos a la aventura de saber de dónde llegaba el agua a esa
poza que después llenaba la piscina municipal, así que nos echamos a andar
aguas arriba de la acequia. Después de más de dos kilómetros, nos encontramos
encima de las faldas de un cerro que tuvimos que voltearlo para por fin llegar
a la toma, y sólo así pudimos enterarnos que ese elemento provenía de un
riachuelo que los lugareños llaman Marcahuasi.
Cuando satisfecha nuestra
curiosidad quisimos salir de ese lugar por el camino de herradura que llegaba a
“Villagloria”, a varios malditos perros del tamaño de leones, solo les bastó
vernos para apartarse y meterse entre las hierbas y arbustos de las
inmediaciones, entonces supimos que se trataba de perros que se estaban
preparando para atacarnos y mordernos con éxito. Como esa perruna treta ya la
conocíamos en carne propia, tuvimos que devolvernos por el mismo camino con el
sol ya metido en el cerro “cocodrilo” (Ccorahuire) y a punto de oscurecer. De
esa aventura no quiero acordarme, porque no solo nos cayó nuestro merecido,
sino que nos castigaron hasta que se olvidaron que nos habían castigado.
Más adelante cuando ya era más
grande y por mi trabajo en casa tenía derecho a pedir una propina, previa la
inquisidora pregunta: “¿Para qué quieres 50?” “¿Para comprar pan?, pues en
aquella bolsa hay pan”, era la respuesta. Pero si además te habías portado muy
bien, que no era estar amolado como un sonso, sino comedido y bueno para todo
lo que se te ordenara, y además notabas que estaban de buen humor, podías decir
con la mayor naturalidad, para la piscina, para el cine, para un helado, para
un chupete.
Cuando me daban para la piscina
me iba por su puesto a la piscina “Cristal” de la quinta "Santa
Isabel" de propiedad del doctor Díaz, un médico cusqueño, que se graduó en
la Sorbona de Paris y solo dios sabe por qué se avecinó en el pueblo. Sí, aquel
que quedó inmortalizado en un carnavalito que los mordaces abanquinos usan para
burlarse o satirizar a sus vecinos, allegados
o a las instituciones, que dice:
"Doctorcito Díaz / dame una receta / que sería bueno / para el mal de
amores / Y si la receta / no sería buena
/ a los nueve meses / lavando pañales /", y en cuya memoria el hospital
de la ciudad lleva con mucho orgullo su
nombre: "HOSPITAL REGIONAL
GUILLERMO DÍAZ DE LA VEGA DE ABANCAY". En donde con mucha seguridad me
encontraría con mi patota, y me haría amigo de otros que me simpatizaran, pero
también me tropezaría con mis enemigos, que como en todo “pueblo pequeño e
infierno grande” lo eran por gusto y porque les daba la gana, pero sobretodo encontrar y contemplar a la niña que no sé porque me gustaba de un modo que todos conocemos, pero
que aún nadie, ni los mejores poetas,
han sabido expresar con exactitud.
Sobre esta experiencia y mi vida
en las piscinas, hace un buen tiempo escribí esta nota, que creo puede ilustrar
mejor lo que estoy tratando de decir:
“La
piscina, mi otra casa,
donde
aprendí a ser un pez
y
una libre y calenturienta lagartija.
Donde
tirado al sol
pude
ver todas las formas
que
las nubes dibujan en el cielo.
Donde
aprendí a conocer
a
qué hora debe irse la luz
para
que vuelvan las sombras.
Ese
pozo donde me ufanaba de mí mismo,
prometiendo
muchas vueltas sin respiro,
donde
hice mis tercas zambullidas
que
solo a mí me gustaban y porque además
me
permitían meterme al fondo de sus aguas
donde
mi mente le pertenecía a ese otro mundo,
ajeno
a la superficie donde deambulan los mortales.
La
piscina, la comida y el refresco
para
mi piel mojada, aireada y quemada.
La
piscina del feliz irse hasta el fondo,
hacia
la libertad de ser uno mismo,
dentro
de los seis lados de su cubo acuoso.
La
piscina sin mentiras,
sin
miedos, sin sospechas.
Solo
agua, y más bendita agua
como
al inicio de los tiempos.”
[El cine gratis y callejero]
Recuerdo que las primeras películas
que vi se proyectaban en las paredes de la catedral y de la Capilla del Señor
de la Caída. Eran en blanco y negro. Las que vi en el muro de la iglesia mayor,
eran de la propaganda de Anacín y Kolinos, que entre los dos o tres cortos que
pasaban, proyectaban unos dibujos animados con sonido, donde mostraban al
público asistente cómo una pequeña pastillita de “Anacín” podía quitar la
fiebre y calmar el dolor de una cabezota enorme que se quejaba o de una muela
gigante, y cómo una limpieza de la boca con la pasta dentífrica y cepillo marca
“Kolinos”, mataba sin piedad a unos bichos metidos en una enorme bocaza, que
con unos picos súper puntiagudos iban cavando sobre unos dientes inmensos hasta
destrozarlos.
Después de esa propaganda, que
igual nos gustaba, pasaban dos cortometrajes de Charles Chaplin y del Gordo y
el flaco que nos mataban de risa a más no poder. Acabada la función nos
levantábamos del duro empedrado con los potos adormecidos y fríos, pero aun
maravillados y riéndonos de las divertidas, locas y peligrosas aventuras de sus
personajes, y nos íbamos a nuestras casas con la esperanza de que al día
siguiente se repita la función, pero eso nunca era posible, pues aquella
ansiada proyección se repetiría, cuando menos lo esperásemos, algunos meses o
sabe dios cuándo.
Unos años más tarde en una de las
paredes de la capilla del Señor de la Caída, los padres canadienses que vivían
en la casa cural de la esquina del jirón Grau y la avenida Prado, por lo menos
una vez al mes y desde una de sus ventanas proyectaban películas de Charles
Chaplin, el Gordo y el flaco (Laurel y Hardy), Buster Keaton y algunos
cortometrajes de “Los tres chiflados”.
Esas noches eran de una felicidad
inolvidable para todos los asistentes, pero muy especialmente para nosotros los
niños, porque nos reíamos hasta que nos doliera la panza, y también porque a
través de esas películas nos enterábamos de la existencia de otras gentes, de
interminables campos de cultivos, máquinas increíbles y enormes ciudades con
rascacielos. Así, la vida era inolvidablemente linda de verdad.
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