martes, 23 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (14)


[Los aros] 

Era muy común ver casi todo el año, a uno o más niños, arreando con la mano o con una "palcca" un aro de jebe, que era el deshecho que le quedaba a los ojoteros de la calle Miscabamba. Es decir, esa parte de un neumático que los técnicos llaman “aro de talón”, dentro del cual se encuentra revestido de caucho sintético un rollo de alambres. ¿De qué llanta era tu aro? Si era para un niño era de un auto, si era para un adolescente podía ser de una camioneta o un medio camión, aunque algunos empalagosos se aparecían con el aro de la llanta de un camión.

El juego consiste en hacerlo rodar sobre el suelo, sin que pierda el equilibrio, impulsándolo con una “palcca” (horqueta) de madera que tenía un mango de unos 70 centímetros de largo. Por ahí, cuando este juego se ponía de moda y tenías que tener sí o sí un aro, se organizaban competencias de carreras de aros. Cuando se asfaltaron las calles aparecieron algunos pequeños aros de metal impulsados con una varilla de alambre que en un extremo tenía la forma de una U que se doblaba hacia el jugador a una distancia de más o menos un metro, ese era su mango, pero la verdad es que debido a su escasez muy pocos lo tenían.

Recuerdo que una de las frases favoritas de nuestros padres, cuando nos poníamos molestosos e insufribles con algún reclamo absurdo u ocurrencia que no podían o no tenían ganas de contemplar, era: "Saca tu aro y vete a pasear", que no era una invitación a que salieras a jugar, sino una velada advertencia. Eso más o menos era el equivalente de lo que ahora dicen: "¡No te pongas cargoso!", al tiempo que les muestran una correa o una chancleta.

Algunas muchachas intentaban jugar con aros livianos al “ula-ula” impulsándolo con un movimiento giratorio de sus caderas, lo bastante rápido como para mantenerlo girando en torno a su cintura, pero muy pocas lo lograban debido a su gran peso.

De este bendito juego tengo un gracioso recuerdo, aunque no lo fue para nada en su momento. Resulta que para alardear con los demás niños yo y mi hermano sacamos a la calle una llanta que teníamos en casa como residuo de la “góndola” que era como se llamaban a las combis de aquellos años y que fue propiedad de la familia por algún tiempo, y ante la admiración y celos de los otros niños nos pusimos a jugar con el neumático en las inmediaciones de nuestra casa que quedaba en la quinta cuadra de la calle Cusco, hasta no sé cuál de los dos, porque nos echamos la culpa mutuamente, el “araso” se nos escapó de control y ante los atónitos ojos y las bocas abiertas de todos los presentes se fue rodando calle abajo.

En la primera esquina saltó como de un trampolín y más abajo se llevó una lata de anticuchos y vimos cómo la lata junto a los palitos con sus carnecitas, tripitas, papitas, las brasas y el carbón saltaron por los aires. Felizmente a esas horas la dueña del negocio andaba metida en su chichería. En la otra esquina cobró aún más velocidad y acabó metiéndose a la tienda del señor Ezequiel Villafuerte pues en esta parte, como hasta ahora, esa calle está quebrada, y nunca supimos qué destrozos habría causado a su negocio. Solo vimos que nuestra víctima sacó y exhibió en la puerta de su tienda por muchos días la bendita llanta con la esperanza que su dueño la reconociera y tratara de recuperarla, porque este señor sabía de antemano que a algún mozalbete se le había escapado esa goma. Felizmente gracias a nuestras oraciones, no pasó nada.          


[¡¡A poroootos!!] 

Gracias a las lluvias, en tiempo de las vacaciones escolares aparecían los benditos porotos y jugar con  ellos se ponía de moda. La principal modalidad de este juego era hacer un hoyo en la tierra y desde una distancia de más o menos cuarenta centímetros, tincar con el dedo pulgar los porotos hasta meterlos en el orificio. Quién quería jugar debía pregonar a voz en cuello por la calle: “¡¡A porooootos!! ¡¡A porooootos!!”, hasta que aparecieran los rivales. Luego se ponían de acuerdo a cuántos porotos querían jugar: a tres, cuatro, cinco o más porotos. Si convenían que a cinco, cada uno sacaba de sus bolsillos la cantidad convenida.

El desafiante debía empezar a tratar de introducir en el hoyo el primer poroto, en seguida el segundo era tincado por el rival, y así sucesivamente hasta que los diez estuvieran en juego. Si un jugador introducía un poroto en el hoyo podía seguir jugando, pero si fallaba le tocaba al rival, pero si no fallaba porque todos estaban cerca del agujero y además tenía los nervios de acero debido a su experticia, acababa metiendo en el hoyo todos los porotos y ganaba los diez. Algunos jugaban a porotos en los tiros como en el caso de los lápices de color, pero a la mayoría no les gustaba, porque era mucho trabajo para poca cosa.

Los porotos más valiosos y que podías apostar como si se trataran de dos, eran las  “vaquillonas”. Estas eran unas raras semillas de color blanco y negro, parecidas a unas vaquitas Holstein, de allí su nombre. Los "toritos" que eran de color blanco y rojo indio, también eran valiosos pero no tanto, porque casi todos tenían siquiera un poquito. También eran codiciados los porotos amarillos ocre que eran muy finitos y tenían la radícula negra. Finalmente a nadie le faltaban los “chinqui porotos” que eran las semillas marrones de unas leguminosas silvestres, pero no servían de apuesta dentro de un juego serio, sino para jugar por jugar nomás, como entrenando.

También se jugaba por jugar con frijoles rojos, negros, bayos, canario, caballero, pero solo entre ellos, pues en realidad no eran muy “porotos” que digamos, porque los verdaderos debían ser silvestres y crecer en campos secretos, en cambio estos podías encontrarlos en la cocina de tu casa y hasta por costales. También se podía aceptar jugar con las semillas de la uña de gato, que se encontraban en abundancia en los cercos de los huertos, pero a quien se atreviera a querer jugar con panamitos se le recriminaba diciendo: “¿Vas a querer jugar con panamitos? ¡Vete a la cocina de tu casa a jugar con las ollas de tu abuela. Sonso!”





[El monta pelis] 

Desde Lima llegaba a nuestra ciudad en bolsitas de 50 centavos, los recortes de los fotogramas o cuadros de un rollo de celuloide de las películas en blanco y negro que eran pequeñas, y las más grandes de hasta 35 milímetros a colores. Era un placer poseer estas “pelis” como nosotros las llamábamos y hasta un honor tener un fotograma de una película donde Kirk Douglas aparecía inmortalizado como un vikingo o Espartaco, o que Charlton Heston apareciera como Ben-Hur o como Moisés en Los Diez mandamientos, o Víctor Mature en Sansón y Dalila o el Manto Sagrado, o en blanco y negro a Charles Chaplin, Johnny Weissmüller en cualquiera de sus películas de Tarzán o Jim de la Selva, su mujer Jane y la famosa mona Chita, los Tres Chiflados, el Gordo y el Flaco, el Llanero Solitario, el Zorro, King Kong o Godzilla, y cientos de otros personajes más que, o bien no los recuerdo, o me los inventaba porque esa película jamás la había visto.

Jugar al “monta pelis” consistía en que previo “yanquempó” (piedra, tijeras y papel), desde una grada más o menos alta, 20 centímetros por ejemplo, el perdedor debía hacer deslizar una de sus “pelis” hacia el plano inferior y si la segunda  lo montaba es decir si caía sobre la primera ganaba esa “peli”. Pero si no la montaba seguían deslizando, cada quien a su turno, una a una, más “pelis”, por aquí y por allá al comienzo, pero después había que afinar la puntería para que tu “peli” montara a alguna, entonces ganabas todas las que estaban en juego. Si una “peli” no caía sobre el mismo fotograma, sino que apenas picaba sus costados ahuecados, se llamaba “pica” y eso te daba derecho a repetir el juego, levantando tu “peli”. Ganar era todo un orgullo porque le habías quitado a sus vikingos, Ben-Hur, Moisés, Sansón, Chaplin, los tres chiflados, etc.

No faltaban los forajidos que en pleno juego soplaban las “pelis”, para que  salieran volando fuera del lugar del juego y luego ponerse a asaltar, como si se tratará del "cebo padrino".   

Cuando tenías “pelis” y una caja de zapatos, una lupa y un foco con su cordón y enchufe,  podías hacerte un cine haciendo un huequito rectangular en el centro superior de uno de los costados más pequeños de la caja y un corte en su base por donde podía entrar un cartón grueso que afuera se doblaba para arriba, donde debía instalarse una lupa. Después de colocar el foco dentro de la caja y quedar bien tapada, y colocada la “peli” en el cuadrito rectangular, que previamente había sido acondicionado con alfileres o chinches para que pudiera retener el fotograma,  se prendía el foco enchufándolo al tomacorriente, y luego de calibrar la distancia de la lupa se podía ver la “peli” reflejada en la pared, la primera vez volteada, pero cuando entendías el truco, jamás volvía a sucederte ese chasco. Cuando por fin logramos eso, los que participábamos en esa construcción, nos sentíamos verdaderos inventores.





[El tiempo de las cometas] 

Como en todas partes de estos andes, el mes de agosto es la temporada para hacer volar las cometas, porque es el tiempo de los vientos. “Agosto waira” le llaman en el campo y dicen que este mes encarga de reunir las nubes que han de provocar las primeras lluvias, que deben producirse en setiembre, donde en algunos lugares comienzan las labores de preparación de las tierras para sembrar el maíz y otros productos más.

De las cometas, que era una diversión de toda la familia, tengo memorias desde muy jorito. Recuerdo nítidamente la cometa que un poco más alta que yo, fabricó mi padre a partir de tres tiras de carrizos que básicamente tenía la forma de una H, pero con el palo central un poco más arriba del centro y salido para ambos lados. "La parte de arriba debe ser un cuadrado perfecto para que los tirantes sean equidistantes, y así la cometa equilibrada por el tamaño de su cola, pueda volar bastante quieta y sin cabecear", nos advertía al tiempo que nos enseñaba a hacerla. Luego le pasó dos veces  un hilo por todas sus puntas y la forró con papel cometa, la franja del centro de azul y por decir las alas, de rojo. Cuando acabó su construcción mi madre se apareció con la gigantesca cola de la cometa hecha de los trapos que ya no le servían, y esta fue amarrada de la pita que salía al final de la H que tenía las patas más largas. 

Ya en los campos que estaban más arriba de mi casa y que ahora están plenamente urbanizados. Con una bobina de hilo de cáñamo la hacía volar por unos minutos para calibrar el verdadero tamaño que debía tener la cola, que no podía ser ni muy larga que la hiciera pesada e incapaz de levantar un vuelo raudo y seguro, ni muy corta que  la hiciera cabecearse hasta partirse en el suelo. Luego nuestra mágica cometa comenzó a elevarse lejos y muy alto, cerca del cielo. Me acuerdo que voló sin parar hasta hacerse tan pequeñita como un avión. A nuestro turno, sin soltar la bobina nos daba el mando del vuelo. "¿Qué pasaría si dejo que la manejes tú solo?", nos preguntaba. "Me jalaría por los aires", respondíamos casi todos, porque sentíamos que jalaba fuerte, más fuerte que cualquiera de nosotros.

Después junto a todos mis hermanos, mandamos unas cartas que eran unos papelitos del mismo papel de la cometa, pidiendo a nuestros abuelitos muertos que sin duda estaban en el cielo, se nos cumpla aquello que más estábamos deseando por esos días. Para ese envío mi padre hacia un hueco al centro del papel y lo hacía elevarse por el hilo de la cometa, mientras  cada uno y a nuestro turno gritábamos llenos de alegría: “¡Mi carta. Ahí va mí carta!”. Finalmente cuando la tarde se estaba cerrando, como si fuera un asunto de algo mágico, sentíamos que todos nosotros habíamos volado también, y nos volvíamos a casa correteando y gritando con la cometa intacta con todo y su cola, lista para volar junto a nosotros el próximo domingo.

Más tarde, cuando crecimos y nos hicimos expertos en toda clase de hechuras, diabluras  y chifladuras, nosotros mismos hacíamos nuestras cometas y salíamos a los sitios donde los demás chicos volaban las suyas. De hacerla volar, las hacíamos volar, pero jamás regresábamos con las cometas, menos aún volvían las dos o tres canillas de hilo que habíamos llevado, sino tan solo un pequeño ovillo de algo que habíamos recuperado, y que era suficiente para construir las próximas cometas.

Recuerdo que las que hice yo para mí, siempre fueron de color rojo y azul.


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