[Juegos y más juegos]
Antes de recordar por escrito algunos juegos de mi infancia, quiero imprimir una frase de Michel Eyquem de Montaigne: “Los juegos infantiles no son tales juegos, sino sus más serias actividades”. Había juegos mixtos como el plic plac, que en otros sitios lo llaman “mundo” o rayuela, la pesca, las escondidas o las carreras, etc., pero también existían los apropiados para cada sexo. Los juegos de las mujeres podían ser los mismos todo el año como el de la mamá y su bebé, la costura, la cocinita, los yacks, el salta soga, la tiendita, la tómbola o jugar a ponerse lindas con eso de los peinados y demás condimentos.
Antes de recordar por escrito algunos juegos de mi infancia, quiero imprimir una frase de Michel Eyquem de Montaigne: “Los juegos infantiles no son tales juegos, sino sus más serias actividades”. Había juegos mixtos como el plic plac, que en otros sitios lo llaman “mundo” o rayuela, la pesca, las escondidas o las carreras, etc., pero también existían los apropiados para cada sexo. Los juegos de las mujeres podían ser los mismos todo el año como el de la mamá y su bebé, la costura, la cocinita, los yacks, el salta soga, la tiendita, la tómbola o jugar a ponerse lindas con eso de los peinados y demás condimentos.
Ya de mozo me enteré por qué
algunos juguetes se ponían de moda en algún mes del año, y era que las tiendas
de un momento a otro comenzaban a venderlos. Ese era el caso de los tiros o los trompos, pero
siempre ignoré porqué de un momento a otro se aparecían las locas carretas, los
filudos farfanchos o se jugaba al
palito chino.
[Los tiros]
Uno de los entretenimientos favoritos de los niños era jugar a los tiros o canicas como se les llama en otros lugares. El avaricioso afán de tenerlos solo para ti, te causaban un gran placer, pero otra cosa muy distinta era exhibirlos y compararlos con los tiros de los otros, pues tus "lecheronas" que tenían manchas blancas, tus "chillandayes" o sea los nuevecitos, tus "bojlas" que eran las más grandes y casi del tamaño de una bola de pis-pis y finalmente hasta tus "chinquis" eran más lindos que de los demás. Vieras lo que vieras y tengan el color o tamaño que tengan, los tuyos eran siempre los mejores. Como un tesoro algunos tenían unas "billas" que eran las relucientes y metálicas esferas de los cojinetes. Con esas billas no se jugaba, pues solo servían para hacer alarde y presumir de ser el más ricacho en eso de tener tiros.
Uno de los entretenimientos favoritos de los niños era jugar a los tiros o canicas como se les llama en otros lugares. El avaricioso afán de tenerlos solo para ti, te causaban un gran placer, pero otra cosa muy distinta era exhibirlos y compararlos con los tiros de los otros, pues tus "lecheronas" que tenían manchas blancas, tus "chillandayes" o sea los nuevecitos, tus "bojlas" que eran las más grandes y casi del tamaño de una bola de pis-pis y finalmente hasta tus "chinquis" eran más lindos que de los demás. Vieras lo que vieras y tengan el color o tamaño que tengan, los tuyos eran siempre los mejores. Como un tesoro algunos tenían unas "billas" que eran las relucientes y metálicas esferas de los cojinetes. Con esas billas no se jugaba, pues solo servían para hacer alarde y presumir de ser el más ricacho en eso de tener tiros.
Las modalidades del juego de los
tiros eran muchas y sus reglas variaban un tanto de barrio en barrio, pero la
más común era la "cuarta y peta" que consistía en arrojar un tiro a
una distancia de más o menos tres metros, que fungía de blanco y a ese tiro los
jugadores debían arrojar sus canicas, el que quedaba más lejos del señuelo debía
poner el suyo como blanco de los otros tiros en juego. Luego los demás volvían
a arrojar sus tiros, hecha la jugada, cuando había una duda, se medía por
“cuartas” (la distancia del final del dedo pulgar y el final del meñique) y por
“petas” (la distancia del final del dedo pulgar y el final del índice), la distancia de los tiros respecto del tiro
señuelo. El tiro que resultaba más alejado, comenzaba el nuevo turno, pero esta
vez desde el suelo y empujando la esfera con la uña del dedo pulgar que se
impulsaba gracias a que estaba contenido al interior del índice semi cerrado.
El primero que lograba golpear al tiro señuelo lo levantaba como suyo y se
acababa la jugada. Pero si nadie lograba pegarle, el dueño del tiro señuelo lo
levantaba lleno de júbilo y comenzaba otra partida. También podía jugarse a
"pura peta".
Otra de las modalidades favoritas
eran los ñocos, que consistía en perforar tres hoyos en el suelo en una línea
recta a una distancia de uno o más metros, que se llamaban el de
"arriba", el del "centro" y el de "abajo". Desde
una raya que se trazaba a casi un metro del hoyo de abajo se lanzaban los tiros
hacia el hoyo de arriba, el que desde ese lance embocaba su tiro en el hoyo
superior podía continuar lanzando su canica desde un costado hacia el hoyo del
centro, pero esta vez no era con el impulso de los dedos medio y pulgar, sino
tincando con el pulgar impulsado por la contracción que este hacía en la parte
media del índice.
Si nadie llegaba de un solo lance
al hoyo de "arriba", el que más cerca lo había hecho, empezaba el
segundo turno pero esta vez a tincazos. Si lograba embocar continuaba, pero si
no podía embocar al ñoco del "centro", continuaba en el turno el otro
más cercano, y así el juego continuaba hasta que uno de los jugadores llegaba a
embocar en el hoyo de "abajo" y resultaba ganador.
Otra variante de este juego era
que si te tocaba jugar y tu canica estaba muy cerca de otra y del ñoco, tenías
la opción de golpear el tiro del rival para alejarlo del ñoco, sin perder tu
turno. Luego, si eras diestro hacías lo mismo con los tiros de los otros
jugadores, y después embocabas al hoyo y continuabas el juego lanzando una
risita cachacienta porque los habías alejado de su objetivo y al estar en esa
incómoda posición podían fallar a su turno y facilitarte el camino hacia la
victoria.
Generalmente esta partida se
jugaba a los capotes, que podían ser de a cinco, diez o más, donde los
perdedores debían entregar la parte superior de su muñeca para que el ganador
le infligiera un herida con la uña de su dedo medio presionado con la yema del
pulgar, era lo mismo que hacer el clásico chasquido de dedos, pero esta vez con
el objetivo de causar el mayor daño posible, es decir, una herida en el pellejo
del perdedor a la que se le llamaba la "carnecita". Nunca vi que
alguien llorara por estos capotes o se quejara a sus padres, lo único que te
permitían era murmurar tu "¡acacau!", y punto. Como en las
películas, tú eras macho y debía recibir el castigo sin quejarte. Por eso
cuando en la escuela o el hospital tenían que vacunarte contra algún mal,
solías decir muy machito: “Un capote duele más”.
Otra
modalidad de este juego era trazar un círculo en el suelo de tierra y un punto
en su centro. A ese centro se lanzaban, según lo convenido, uno, dos o más
tiros desde fuera. Cuando todos los jugadores habían lanzado sus tiros al
círculo, el que había tirado su canica más cerca del centro, empezaba el turno
debiendo expulsar con su tiro a las demás esferas del círculo. Lo podía hacer
impulsando su canica con el dedo medio o el índice o tincando con el dedo
pulgar haciendo presión contra el índice, cada jugador escogía su modo, según
su destreza y la oportunidad que le ofrecía cada jugada. Si el Jugador lograba
topar a un tiro rival, seguía jugando, pero si no lo hacía, perdía su turno, y
si por a) o b) su tiro salía del círculo, ese tiro ya no jugaba, era
considerado como expulsado. El jugador que lograba expulsar un tiro fuera del círculo,
siempre y cuando su tiro haya permanecido dentro del redondel, automáticamente se
convertía en su dueño y se lo embolsillaba. Los que ya no podían seguir jugando
era porque estaban "paclados"
(calvos, sin pelos) o sin canicas.
Otro modo de
jugar a los tiros era a "tres en raya", aunque podían jugar más de
tres. En esta partida cada jugador ponía una canica en una línea a una
distancia de aproximadamente 10 centímetros, entonces los jugadores lanzaban
sus tiros hacia las apuestas desde una distancia de más o menos cuatro metros,
el que lograba alcanzar a uno de los tiros lo recogía y se lo echaba al
bolsillo y continuaba el juego tincando, y si no fallaba se quedaba con todas
las canicas y punto. Con esta misma
modalidad se jugaba a los pequeños lápices o pinturas de color, pero eso solo
era para los más avezados. Este modo de jugar a los tiros estaba prohibido en
la escuela, porque los útiles escolares eran sagrados. No había ninguna
destreza especial en esta apuesta que me parecía absurda, sino solo el afán de
ganar sin gloria y perder sin dolor, como en los casinos.
[El palito chino]
Otro juego que era más o menos prohibido por los adultos, era el palito chino, que consistía en disponer de dos trozos de un palo de escoba u otras varas de las ramas de un buen huarango. Uno de ellos debía tener aproximadamente 80 centímetros de largo y el otro más pequeño unos veinte o más. El pequeño se colocaba entre dos piedras a una altura de diez o quince centímetros, y con el palo largo debía levantarse en el aire y luego darle un golpe feroz para que esa pieza saliera disparada por los aires, mientras el otro jugador debía esperar a una distancia que el debía calcular para tratar de atrapar al palito volador en el aire, si lo lograba ganaba la partida, pero si ninguno lo hacía, ganaba quien más lejos había lanzado esa astilla. Pero si los dos jugadores habían empatado, entonces estos tomaban ese pedazo de madera y lo lanzaban hacia las dos piedras y ganaba el que más cerca lo había arrojado. Si aun así persistía la duda, se medía la distancia con el palito volador. Ganaba la distancia que menos palitos media.
Otro juego que era más o menos prohibido por los adultos, era el palito chino, que consistía en disponer de dos trozos de un palo de escoba u otras varas de las ramas de un buen huarango. Uno de ellos debía tener aproximadamente 80 centímetros de largo y el otro más pequeño unos veinte o más. El pequeño se colocaba entre dos piedras a una altura de diez o quince centímetros, y con el palo largo debía levantarse en el aire y luego darle un golpe feroz para que esa pieza saliera disparada por los aires, mientras el otro jugador debía esperar a una distancia que el debía calcular para tratar de atrapar al palito volador en el aire, si lo lograba ganaba la partida, pero si ninguno lo hacía, ganaba quien más lejos había lanzado esa astilla. Pero si los dos jugadores habían empatado, entonces estos tomaban ese pedazo de madera y lo lanzaban hacia las dos piedras y ganaba el que más cerca lo había arrojado. Si aun así persistía la duda, se medía la distancia con el palito volador. Ganaba la distancia que menos palitos media.
Una
modalidad de este juego era de “huachita”
que consistía en levantar el palito pequeño, pero por detrás de las piernas
abiertas, sacar inmediatamente el palo de la huacha para pegarle al bolillo en
el aire.
Otra
modalidad de este juego se llamaba el "palitroque". Era casi lo mismo
que el palito chino, pero se jugaba con tres palos, dos pequeños y el palo
mazo. Primero se colocaba uno de los palito sobre las dos piedras y encima de
este se colocaba el segundo palito en cruz, luego con el palo mazo se golpeaba
el extremo libre del palito que montaba, y cuando este salía dando vueltas por
el aire se le daba un mazazo con el palo golpeador. Las reglas para definir al
ganador eran iguales al del palito chino.
Algunos vecinos no te permitían
jugarlo en las inmediaciones de sus casas, porque en muchas ocasiones habían
provocado la rotura de los vidrios de sus ventanas o habían causado lesiones a
los transeúntes, para desanimarnos de jugarlo en varias ocasiones nos advertían
que “ayer nomas” un muchacho había quedado tuerto en “Huanupata”, o que le
habían tirado cinco dientes a uno en la “Victoria”, y así. Ahora que lo
recuerdo de verdad era peligroso, con razón este juego se extinguió sin pena ni
gloria aun cuando yo era un crío.
[Los trompos]
El juguete que en mi niñez conocí, ya tenía el nombre común de trompo en toda la ciudad, pero en la famosa novela “Los ríos profundos” de José María Arguedas, cuya trama se desarrolla en el Abancay de la década de 1920, para ser más exactos el año de 1924 en que Arguedas estudió el quinto de primaria en el colegio de Abancay dirigido por los padres mercedarios, que luego se convertiría en el Colegio “Miguel Grau”, se le llamaba “zumbayllo” y puede haber sido así, porque en el distrito de Huanipaca descubrí que los niños de estos tiempos le siguen llamando del mismo modo. Antes de entrar en el tema, leamos las letras de este ícono de la literatura peruana:
“¡Zumbayllu!
Ántero trajo el primer zumbayllu al colegio. Los niños pequeños lo rodearon.
─¡Vamos al patio, Ántero¡
Palacios
corrió entre los primeros. Saltaron el terraplén y subieron al campo de polvo.
Iban gritando:
─¡Zumbayllu, zumbayllu!
Yo
los seguí ansiosamente. ¿Qué podía ser el zumbayllu? ¿Qué podía nombrar esa
palabra cuya terminación me recordaba bellos y misteriosos objetos?
El humilde
Palacios había corrido casi encabezando todo el grupo de muchachos que fueron a
ver el zumbayllu; había dado un gran salto para llegar primero al campo de
recreo. Y estaba allí, mirando las manos de Ántero. Una gran dicha, anhelante,
daba a su rostro el esplendor que no tenía antes. Su expresión era muy
semejante a la de los escolares indios que juegan a la sombra de los molles en
los caminos que unen las chozas lejanas y las aldeas. El propio Añuco, el
engreído, el arrugado y pálido Añuco, miraba a Ántero desde un extremo del
grupo: en su cara amarilla, en su rostro agrio, erguido sobre el cuello
delgado, de nervios tan filudos y tensos, había una especie de tierna ansiedad.
Parecía un ángel nuevo, recién convertido.
Yo recordaba
al gran Tankayllu, el danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos
en el atrio de la iglesia. Recordaba también al verdadero Tankayllu, el insecto
volador que perseguíamos entre los meses de abril y mayo. Pensaba en los
pinkuyllus que había oído sonar en los pueblos del sur.
Yo no pude ver
el pequeño trompo ni la forma como Ántero lo encordelaba. Me dejaron entre los
últimos, cerca del Añuco. Sólo vi que Ántero, en el centro del grupo, daba una
especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un canto delgado.
Bajo el sol
denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía
estar henchido de esa voz delgada; y también toda la tierra, ese piso arenoso
del que parecía brotar.
─¡Zumbayllu, zumbayllu!
Hice un gran
esfuerzo, empujé a otros alumnos más grandes que yo y pude llegar al círculo
que rodeaba a Ántero. Tenía en las manos un pequeño trompo. La esfera estaba
hecha de un coco de tienda, de esos pequeñísimos cocos grises que vienen
enlatados. La púa era grande y delgada. Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera.
Ántero encordeló el trompo, lentamente
luego lo arrojó. El trompo se detuvo un instante en el aire y luego cayó,
lanzando ráfagas de aire por sus cuatro ojos, vibrando como un gran insecto
cantador (...)
Ántero miraba
el zumbayllu con un detenimiento contagioso. Así atento, agachado.
Ántero parecía
asomarse desde otro espacio (...)
─¡Quiero ver si tú puedes
manejarlo! ─ me dijo, entregándome el trompo.
Lo encordelé,
lo lancé hacia arriba. El cordel se deslizó como una culebra entre mis manos,
enderezó la púa y cayó, lentamente.
─¡Sube, winku!
El trompo
apoyó la púa en un andén de la piedra más grande, sobre un milímetro de
espacio. La piedra era redonda y no rozaba en ella la púa.
─¡Mira, Ernesto! ─ me dijo
Ántero´. No va a la montaña, sino arriba. ¿Derechito al sol! Ahora a la cascada, winku. ¡Cascada arriba!
El zumbayllu
se detuvo y cambió de voz.
─¿Oyes? ─dijo Ántero ─. ¡Sube al
cielo, sube al cielo! ¡Con el sol se va a mezclar!
Cuando empezó
a bajar el tono del zumbido, Ántero levantó el trompo. Me miró fijamente.
─¡Guárdalo! ─ me dijo─. Lo
haremos llorar en el campo, o sobre una alguna piedra grande del río. Cantará
mejor todavía.
Lo guardó en
el bolsillo. Lo examiné despacio con los dedos. Era en verdad winku, es decir,
deforme, sin dejar de ser redondo, y layk'a, es decir, brujo, porque era rojizo con muchas difusas. Por eso,
cambiaba de voz y de colores como si estuviera hecho de agua.
─Si lo hago bailar, y soplo su
canto hacia la dirección de Chalhuanca, donde está mi padre, ¿llegaría
hasta sus oídos? ─ le pregunté.
─¡Llega, hermano! Para él no hay
distancia. Enantes subió al sol. Y su canto no se quema ni se hiela. Tú le
hablas primero en uno de sus ojos, le das tu encargo, le orientas el camino, y
después, cuando está cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres,
donde está tu padre y sigues dándole tu encargo. El zumbayllu canta al oído de
quién espera. ¡Haz la prueba ahora, al instante!
─¿Yo mismo tengo que hacerlo?
─Sí. Debe ser el que quiere dar
el encargo. Háblale bajito ─me advirtió.
Puse
los labios sobre uno de sus ojos.
─"Dile a mi padre que estoy
bien ─le dije al zumbayllu─; aunque mi
corazón se asusta, estoy resistiendo. Y le darás tu aire en la frente. Le
cantarás para su alma".
Lo encordelé
cuidadosamente, y tiré la cuerda.
─¡Corriente arriba del
Pachachaca, corriente arriba! ─grité.
El zumbayllu
cantó fuerte en el aire.
─¡Sopla! ¡Sopla un poco! ─exclamó
Ántero.
Yo soplé hacia
Chalhuanca, en dirección de la cuenca alta del gran río.
Y el zumbayllu
cantó dulcemente.
ººº---ººº
Cuando
llegaba esa época, si eras hombrecito y bastante que lo éramos, teníamos que
ser dueños de un trompo con su cordel de pita huascar (cordel para albañiles)
que vendían en las ferreterías, mejor si no era hechizo por los carpinteros del
pueblo, sino llegado de otros lugares, a los que se le llamaban “los
extranjeros”.
Nunca tuve necesidad de comprarme
un trompo, porque un par de puertas más abajo de mi casa estaba la carpintería
de don Calixto Zevallos, el carpintero del barrio. Solo había que trabajar para
él moviendo incansablemente la enorme rueda de su torno y después de haber
torneado varias patas de mesas, de sillas y no sé de qué otras cosas más, casi
al final del día, por fin encontraba un pequeño trozo de madera de “lloqke”, y diciéndonos que esa era la
madera más dura de los andes, y que en el tiempo de los incas se usaba como
"makana" o garrote de
guerra.
Inmediatamente nos volvían las
fuerzas y movíamos llenos de júbilo la rueda de ese formidable y metálico
torno, entonces poco a poco como si estuviéramos delante de un mago, veíamos
asombrados cómo don Calixto iba haciendo aparecer de la madera de los incas
nuestros poderosos trompos. Eran grandes y hermosos con tres rayas en su cabeza
para que al envolverlo con el cordel este no se chorreara. Después casi rogando
a Dios que no se quebrara, veíamos cómo diestramente les ponía sus púas con
clavo, no de alambre como los que vendían en el mercado, le cortaba la cabeza,
lo limaba un poco y nos lo entregaba. Después gritando: “¡Gracias!”,
“¡Gracias!” “¡Gracias!”, nos salíamos del taller a suplicar a nuestra madre
para que nos diera plata para comprar el cordel de pita huascar, sino, no
valía, y al final hacerle un nudo y ponerle una chapita de gaseosa ahuecada en
el centro, y ya tenías trompo.
Muchos de mis amigos que vivían
en el campo o no tenían la suerte de poseer dinero para comprar una pita
huascar, simplemente salían a las afueras de la ciudad y con los dientes
jalaban la espina de las pencas de las cabuyas y sacaban un largo y fino hilo
que luego diestramente torcían hasta hacerse un cordel que nada tenía que
envidiar a los mejores.
Pero fuese como fuese, mi único y
adorado trompo siempre sería el más “pajita”,
que significaba que por tener la púa bien centrada y lo suficientemente roma,
al momento de bailar en el suelo debía hacerlo en un solo sitio y en la mano no
debía pesar mucho, y además ser “utinchu”
que por eso mismo y por ser muy fino, sus giros debían durar más que de los
otros trompos. Sino hacía eso y se ponía a bailar saltando entonces era un “chakchanco” y de poco vuelo. Antes de
empezar cualquier juego, todos los jugadores, a una orden echábamos a bailar
nuestros trompos, y el que duraba más tiempo bailando, era el mejor trompo y su
dueño el mejor jugador.
Después de algún entrenamiento
podías presumir de ser un maestro en el manejo de ese juguete, porque podías
realizar toda clase de suertes como “tiro al aire” que era lanzar el trompo con
la punta hacia arriba y cuando estaba por caer al suelo se tiraba del cordel y
el trompo se levantaba en el aire a la altura de tu cabeza y quizá un poco más,
y al tiempo de caer se lo recibía con la palma de la mano. Otra era “el
puentecito” que consistía en lanzar un “hilo al aire” y después de recibirlo
con la palma de la mano derecha hacerlo deslizar por el cordel hasta la palma
de la otra mano. Otro truco era lanzar el trompo al suelo y recogerlo con el
cordel para que caiga en la palma de cualquiera de tus manos. Recuerdo que una
vez llegó un circo a la ciudad y una de las rutinas era la presentación de un
mago diestro en el manejo de dos enormes trompos de colores, hizo varios
increíbles trucos con ambos, que después tratamos de imitarlo, pero como no nos
salió ninguno, nos consolamos diciendo que esos trompos eran mágicos.
Los más mozos jugaban a las
“tacas”, que consistía en trazar con un palo un círculo de más de un metro de
diámetro en el suelo de tierra de la calle
y poner un trompo al centro al cual los jugadores debían dar un latigazo
con sus cordeles que al final tenía la chapita que debía dejar una marca.
Perdía el que marcaba más lejos y como castigo debía dejar su trompo al centro.
Luego los demás debían echar a bailar sus trompos tratando de sacarlo del
círculo. Si uno de los jugadores no lograba golpear el trompo muerto de un solo
tiro, debía poner su trompo al castigo en el lugar donde estaba el perdonado. Y
así poco a poco hasta que saliera del círculo.
Luego el juego continuaba,
seguido por una turba de espectadores, hacia un lugar marcado a unos siete o
más metros de distancia del círculo. Si en su turno un jugador no lograba con
su lanzamiento golpear al trompo caído, tenía la opción de levantar su trompo
bailando hacia la palma de su mano y luego golpear al trompo caído tratando de
hacerlo avanzar hacia el lugar marcado, desde allí continuando en el mismo afán
volvían al círculo. El jugador que no llegaba por lo menos a tocar el trompo
caído perdía, entonces debía reemplazar con el suyo al trompo castigado. La
alegría del jugador que recogía su trompo del suelo era directamente proporcional
a la tristeza o la rabia del que debía dejar su trompo en el suelo.
Y el juego seguía hasta
llegar al borde del circulo donde los jugadores debían alinear el trompo caído,
tanto la cabeza como la púa dentro del surco de su raya, entonces acababa el
juego y uno de los jugadores, que generalmente era el más maloso, cogía el
trompo y lo llevaba hacia un lugar de la misma calle de tierra y con una piedra
lo clavaba en el suelo donde cada ganador le daba cinco, diez o más golpes o “tacas”, según hayan apostado, con la púa
de sus trompos en el afán de hacerle el mayor daño posible al trompo del
perdedor.
Algunas veces el perdedor para recibir ese castigo ponía su “mochanco” que era un trompo chusco y
barato que hacía de testaferro para recibir las “tacas”. No faltaban los malosos que tenían sus “mochancos tacadores” con una punta plana
y filuda como la de un desarmador con el que le sacaban la “mejor carnecita” a
los trompos perdedores. Raras veces, superando la vergüenza, el perdedor se ponía
a llorar por la desgracia de su trompo, entonces lo perdonaban, pero los
victoriosos jamás volvían a jugar con él, por mariquita.
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