viernes, 19 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (13)

[El barro] 

La plastilina de esos tiempos era el barro, de preferencia si era de arcilla, pero de caliche bien cernido, también servía. Con esa plasta, especialmente las mujeres, hacían wawatantas, y todos los panes del mercado: pan común, rejillas, mistis, roscas, palitos, empanadas con todo y su relleno. Mientras a los niños nos gustaba hacer perritos, carneritos, vaquitas y algunas otras figuras más que aun que no se parecieran a lo que decíamos, nosotros insistíamos en que sí. No faltaba algún súper imaginativo que hacía un muñeco de barro y alucinándose Dios, le gritaba: ¡Adán, despierta!”, o Jesucristo: “¡Lázaro, levántate!”

Otro pasatiempo mixto con base en el barro era fabricar pequeños adobitos teniendo como molde las cajas de los fósforos. Con ellos levantábamos casitas que las cercábamos y dentro de ese resguardo le hacíamos su camino, su huerta, su gallinero, su corral con animalitos y todo, y cuando creíamos que todo estaba listo, lo sembrábamos de árboles y pasto. Esa era una distracción muy atrapante y divertida, porque todos queríamos demostrar que nuestro hogar era el más grande, el más lindo y el mejor.




[La cocinita y otros juegos] 

Un pasatiempo exclusivo de las niñas era jugar a la cocinita con las pequeñas ollitas de barro que les compraban sus madres en el mercado. En ellas cocinaban sobre un gracioso fogón, sopas y segundos de verdad, y cuando la comida estaba lista nos invitaban a comer  diciendo: “Don Hugo, pasé para comer el almuerzo” y así muy amablemente llamaban a cada uno de los invitados. Luego nos servían sus potajes en unos platillos tan minúsculos que nunca llegué a saber exactamente lo que estaba saboreando. Después nos despedíamos diciendo con mucha caballerosidad: “Muchas gracias doña Magda”.

Cuando se ponía de moda jugar con barro, también entraba la novedad de construir los mueblecitos de chapas de cerveza o gaseosas, a las que había que aplanar en toda su dimensión. Cuando teníamos las suficientes, a unas las doblábamos por la mitad hasta aplanarlas, a otras las doblábamos también por la mitad, pero sólo hasta un ángulo de noventa grados y otras quedaban enteras. Con varias piezas como esas, armábamos sillas, sillones, mesas, camas y otras figuras más. Era nuestro lego hecho en casa. Por su parte las niñas en tiempos de los carnavales, usando serpentinas y goma fabricaban coquetos mueblecitos de vistosos colores.       

Era común ver cómo las niñas con la ayuda de sus madres fabricaban sus muñecas de trapo que las rellenaban con lana de oveja, a las que después de darle un rostro bordado y un pelo amarillo, negro, marrón o verde, de acuerdo a la lana de tejer que disponían, y después de bautizarlas, les cocían sus vestidos, sus blusas,  sus mandiles y les tejían sus chompitas, sus gorritos y unos graciosos  zapatitos. Después hasta les hacían sus hijitos.

De ese modo, poco a poco, e insensiblemente comenzábamos a diferenciarnos y eso lo notábamos porque nuestras tareas y responsabilidades comenzaban a volverse señaladas.  Compras urgentes a la tienda o al mercado, encargos un poco lejos, cargar bultos, comprar chicha, traer a la puerta los caballos cargados de leña: varones. Barrer, limpiar, lavar, planchar, coser, tejer: mujeres. Pero sobretodo, dormir separados.





[Las hondas] 

La honda o jebe o como se le llama en otros lugares: tirachinas, balador, etc., era simplemente una tira elástica del jebe de las cámaras de las llantas de los carros, de más de 80 centímetros de largo por un centímetro y medio de ancho y tres milímetros de espesor, cuyos extremos se unían a un pedazo de cuero que se le llama "pampa" de ocho centímetros de largo por cuatro de ancho que tiene  agujeros en sus extremos contorneados, de donde debía asegurarse la goma fuertemente atada.

Su función era lanzar pequeñas piedras redondeadas de aproximadamente dos o más centímetros de diámetro. Aunque muchas veces me mostraron hondas atadas a una "palcca" o resortera, y hasta me regalaron una, nunca me convenció porque era un artefacto ajeno a mi cuerpo y porque me resultaba más fácil y práctico tomar mi honda desde su mitad o un poco más atrás y hacer mi propia "palcca" con la falange media del dedo índice de mi mano izquierda y el pulgar de la misma y estirar mi jebe desde la "pampa" donde tenía asido el proyectil, y soltarlo en el momento en que mi instinto cinegético me decía: "¡Ya!, todo está preparado para el hondazo perfecto".
    
Que todos los niños libérrimos tuviéramos una honda, era casi obligatorio, pues en mi casa jamás nos prohibieron tener una, salvo advertirnos que no la usáramos para hacer daño a otros niños o a los animales domésticos de la gente o a sus cosas.

Pero cosa distinta era en la campiña abanquina, pues podías ver que todo varón de cualquier edad tenía una, porque esa era un arma indispensable para espantar a la avifauna silvestre (loros, chihuacos, pichincos, checcollos, palomas, yutus, chaiñas, tuyas, etc.) y animales domésticos (vacas, toros, caballos, burros, chivos, cabras y perros ajenos) pero también a los zorros, zorrillos, osccollos, comadrejas, poronjoes, ratones y otros) que dañaran las sementeras o las manzanas, peras, capulíes, duraznos, ciruelos, nísperos, guayabas, rocotos, etc. Pero muchas veces les servía para cazar perdices y las enormes palomas cuculíes. Esta centenaria actividad se encuentra documentada en la "Nueva crónica y buen gobierno" de 1615, escrita por el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala.

Sobre eso de espantar a los loros de los maizales, tengo en la memoria una graciosa anécdota que me contó un campesino abanquino, y era que a su chacra llegó una gran bandada de loros que se posaron en el enorme molle que era parte del cerco de su pago, entonces fue que se apareció con su escopeta, y los loros muy inteligentes al ver en la distancia a un hombre armado y dispuesto a desplumarlos, no se atrevieron a volar y posarse sobre su maizal. Se mantuvo en esa actitud amenazante por casi tres horas, hasta que los loros decidieron largarse, seguramente hacia alguna chacra menos defendida. Ya en la tarde lo llamó un peón, para hacerle ver el gran daño que los malditos loros habían hecho a los choclos aquella mañana. "¿Cómo pasó esto?, si los loros no se movieron para nada del molle". La verdad fue que muy disimuladamente la mitad de los loros bajaron del molle al suelo y entraron al maizal para disfrutar de su festín favorito, mientras la otra mitad se mantenía en el árbol distrayendo al cazador. Cuando los primeros se saciaron subieron al molle, mientras poco a poco la otra mitad bajó por su ración. Cuando por fin todos quedaron satisfechos, los “wekros” satisfechos y llenos de contento se largaron  gritando: "¡Chau sonso, Chau sonso, Chau sonso!"     

Los que en la ciudad teníamos nuestras hondas, presumíamos de ser buenos cazadores, y para definir quién realmente era el mejor, en un descampado, realizábamos concursos de tiros a latas o botellas inservibles a una distancia de aproximadamente 15 metros. Pero cuando salíamos al campo no dejabamos de llevarlas, porque esa era nuestra mejor defensa contra los  perros bravos, territoriales y mordedores de las chacras, pero más para concursar tirándole a cualquier cosa: "¿Quién se baja esa ramita que está allá arriba en ese eucalipto" y a jebazos con ella. "¿Quién le da a esa tuna?", hasta que no quedara ni seña de su existencia. "¿Quién le pone ojos nariz y boca a esa penca grande? y a darle forma a la criatura.

            De mis hondas ciudadanas tengo aun malos recuerdos, porque por culpa de la tentación de disparar por disparar y hasta a veces apuntando, hice daño al poto y las espaldas de algunos y de igual forma recibí mi merecido, especialmente cuando las municiones eran el fruto de las higuerillas. Pero aun así no podía faltarme mi jebe colgado al cuello o en bandolera.       





[Las hondas de ligas] 

Cuando el pasto estaba crecido volvía el juego de las “tancas” con ligas, y consistía en hacerte una pequeña horqueta o "palcca" de alambre de cobre que salía de un cable de luz número 14 o 12, que los podías pelar cascándolo con los dientes o con una hoja de afeitar. Cuando por fin el cable quedaba desnudo, lo doblabas en dos y a la altura de tres o cuatro dedos de tu mano los abrías como una T, luego a tres centímetros de distancia los doblabas para arriba logrando formar una horqueta. Para terminar el trabajo, con un alicate doblabas las puntas para formar un par de orejas donde se sujetaban las ligas, que podían ser nacionales o extranjeras, estas últimas eran más grandes y gruesas y por eso las más malditas, en cambió las nacionales eran más pequeñas y delgaditas y por eso necesitabas cuatro y hasta seis para completar tu hondita.

            Después cogías el tallo de un pasto grueso que tenía varios nudos, y por estos que eran quebradizos, rompías la planta para llenar tus bolsillos con los entrenudos. Más tarde cuando estabas metido en la patota, doblabas la munición, la cargabas a tu arma y la disparabas a cualquier desprevenido muchacho de tu edad en la espalda e inmediatamente escondías la horqueta. Cuando daba en el blanco la víctima daba un salto como si lo hubiera picado una avispa, miraba con cólera a todos, porque no sabía quién le había disparado. Lo más que podían hacer era prometer su venganza, pero no faltaba alguno que sacaba su propia honda y le disparaba en la cara al que se estaba riendo y se echaba a correr, ante la risa de todos nosotros, el agraviado le metía un hondazo al autor y ahí quedaba todo. Algunos que ya estaban entrando a la adolescencia, le disparaban a las niñas, ya sea porque no les “daban bola” o no sé porque motivos más.

Dentro de la escuela o a la salida, a pesar de los gritos de advertencias y decomisos que nos hacían los profesores, no faltaban las guerras de las ligas. Algunos majaderos le ponían una “pampita” de cuero como a las hondas o jebes de verdad y lanzaban con ellas pequeñas piedritas, porotos o frijoles. Estas si te las decomisaban y te la destruían en tus narices porque podían dañar gravemente los ojos. 

Otro juego que se ponía de moda en tiempos de la escuela eran los cañoncitos con municiones de pepas de palta. Para tener esta arma, lo primero que debías poseer era una “mina” o carga de lapiceros de metal y disponer de un alambre que cupiera exactamente dentro del tubo de la carga. Lo que debías hacer para cargar tu disparador, era picar con ambos lados la pepa de una palta y luego empujar con un alambre logrando que la compresión del aire hacia el tapón del otro extremo saliera disparado haciendo un pequeño ruido similar al de una escopeta de aire. Este juego nunca fue muy popular, porque muy pocos podían tener una “mina” de metal, que solo tenían los lapiceros muy caros y por eso raros en el pueblo. Pero si llegabas a tenerlo te convertías en un tipo muy especial.        

[Las carretas] 

Cuando por fin comenzaron a pavimentar casi todas las calles, por todas partes surgieron las carretas. Todos los que queríamos tener una, debíamos fabricárnosla, porque nuestros padres jamás lo harían, porque según ellos sobre esos armatostes nos podíamos matar. Así que para empezar a ser dueño de una carreta debías agenciarte una buena tabla de más de un metro de largo, 1.20 era lo ideal y por lo menos 30 centímetros de ancho y una pulgada de grosor, dos piezas de madera de 3 pulgadas, una de unos 80 centímetros de largo para el eje delantero y otra de 40 centímetros para el eje trasero. Lo más difícil era conseguir las ruedas que debían ser por lo menos de 25 centímetros de diámetro con un hueco al centro de una pulgada y media de eje. Para eso, sí que tenías que recurrir a los carpinteros.

            Rogando y suplicando mí hermano y yo nos presentamos ante don Calixto Zevallos, el carpintero de nuestra calle. Teníamos algo de dinero, pero no el suficiente y trabajamos moviendo su torno, hasta que en uno de sus ataques de bondad y porque sentíamos que nos quería por ser zalameros y vivarachos, como si fuera nada con su diestro serrucho formaba las dos puntas de ambos ejes. Seguidamente trazando diestramente con su lápiz gordo y aplanado cortaba por ambos lados un extremo de la madera en punta roma, le hacía un agujero en el centro, luego tomaba el eje delantero y le hacia el mismo agujero al centro y después, gracias a Dios, buscaba y encontraba un tornillo y juntaba la tabla con el eje delantero que rotaba alrededor del tornillo para ser la dirección de la carreta, finalmente, en el otro extremo clavaba la madera al eje trasero y ya iba apareciendo nuestra anhelada carreta.

            Pero eso no era suficiente, pues había que fabricar las cuatro ruedas y para eso teníamos que trabajar como locos moviendo el torno, y cuando estábamos esperando que se pusiera a cortar con su serrucho calador los círculos de la rueda, para nuestra sorpresa e infinita alegría sacó de su cajón las cuatro llantas hechas y derechas, que eran más bonitas que la que nos habíamos imaginado. ¿Lo había hecho después que nos despedimos o era parte de una obra que alguien no había retirado? No nos importaba, eran nuestras.   

Ya en casa nosotros nos encargamos de escofinar las partes donde debían entrar las ruedas y cuando lo logramos, llevamos nuestra carreta al carpintero para que con su broca más fina le coloque el bocín que era una pequeña tabla cuadrada de madera más delgada y la chaveta que era el clavo que debía atravesar el eje para que las ruedas no se zafaran. Aun cuando la carreta estaba hecha, eso no era suficiente pues debíamos ir a los talleres de los ojoteros de la calle Miscabamba, para que nos vendan a precio de regalo, las tiras de las llantas que le sobraban para ponerle sus “zapatos” a las ruedas. Finalmente debíamos tomar un poco de la grasa que los camiones tenían en sus muelles con el objeto de lubricar los ejes y las ruedas de nuestra carreta,  para que no esté echando humo y oliendo a madera chamuscada.

De ese artefacto me quedan recuerdos gozosos, sudorosos y dolorosos. Porque de bajada eras el “Rey de las pistas”, pero no siempre porque a veces una mala maniobra, un chiquillo que cruzaba la calle, un maldito perro o un caballo campesino que de repente se aparecían, te obligaban a hacer una brusca maniobra y la carreta acababa volcándose y entonces sí que se producía un accidente donde el piloto era el más agraviado, porque era el primero en sentir la raspada del duro cemento en las manos, los codos y las rodillas que después se convertían en una o más serias llagas, y encima tenía que soportar el peso del copiloto que le caía encima.

De subida era todo un calvario cargar la “máquina”, aun cuando no pesaba mucho era casi de tu tamaño. En las calles planas el copiloto era el que tenía que sufrir empujando. Los que teníamos carreta nos gozábamos haciéndonos empujar por algunos niños que no la tenían,  y como pago de su servicio los dejábamos gozar del placer de ser conductores, pero sólo por algunos minutos. Raras veces esos accidentes acababan en roturas de los huesos de las piernas o los brazos, pero sí eso sucedía, se terminaba la diversión para el quebrado. Pero eso nada tenía que ver con nosotros, porque éramos mejores pilotos que esos sonsos, le decíamos a nuestra madre cuando nos advertía sobre ese peligro.

Recuerdo que la Municipalidad Provincial organizaba concurso de carretas por la bajada de la avenida Núñez, que era la calle más largamente pavimentada y creo que aún lo es todavía. Ese era un acontecimiento maravilloso para nosotros los joros, pues teníamos ocasión de ver cómo los más valerosos pilotos mostraban su destreza, su arrojo y valentía, especialmente aquellos que hacían la bajada en sus poderosas, ruidosas y veloces carretas, donde las ruedas eran cojinetes. Esas eran la “FORMULA 1” en la afición por las carretas.

Aun cuando aquellos concursos eran un "mate de risa" para los mayores, que sin ningún disimulo gozaban a mandíbula batiente de ver como los rapazuelos se “sacaban el ancho” en esas tablas rodantes. Acabada la función terminaban hipócritamente opinando que esas competencias eran peligrosas y que debían ser prohibidas por las autoridades.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario