lunes, 5 de agosto de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (17)


[El cine teatro Nilo]

“Nilo” se llamaba el cine-teatro construido por una pareja de inmigrantes palestinos, que habían plantado las raíces de sus vidas en Abancay y a quienes el vecindario llamaba “los turcos”, y eso mismo lo hacían en casi todo Latinoamérica con los árabes de cualquier lugar. Pero la verdad fue que los libaneses, sirios, palestinos, jordanos, armenios que emigraron a otras latitudes en búsqueda de libertad y  un mejor destino, lo hicieron con un pasaporte de la República de Turquía, razón por la cual cuando ingresaron a los países donde arribaron se les conoció con el gentilicio más mortificante para ellos: “Turcos”, porque estos jamás fueron ciudadanos de aquella república que surgió  en 1923, sino esclavos de  lo que fue conocido como el Imperio Turco Otomano que entre los siglos XVI y XVII, que fue su época de máximo esplendor, controlaba una vasta parte del Sureste europeo, el Medio Oriente y el norte de África, es decir, tres continentes. Esa mala costumbre pervive hasta la fecha, aun cuando los nuevos inmigrantes árabes muestran un pasaporte de un país y Estado independiente, claro está, excepto Palestina.


Aunque no lo tengo fijamente entre mis recuerdos, pero cuando leo o escucho la palabra “Nilo”, lo primero que se me viene a la memoria es el cine Nilo, por ejemplo cuando por primera vez leí el poema “El Golen” de Jorge Luis Borges: “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de “rosa” está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra “Nilo”. De modo que para mi memoria el Nilo no solo es el mayor río del África, sino un muy especial recuerdo mío.

Para mí el local del cine teatro “Nilo” era lo que más brillaba en todo el jirón Arequipa. Allí se metieron las mejores horas de mi niñez. Su fachada es de piedra almohadillada y tiene tres niveles. En el segundo piso que da a la calle Arequipa exhibe seis balcones. En el primer piso pasando por la calle tiene una vidriera y encima de ella una inscripción en piedra que reza: "NJA 1926",  quizá sea en homenaje a su dueño y aluda la fecha en que debía haber empezado su construcción. En ese escaparate se pegaba el poster de la película que se estrenaba ese día y a sus costados dos amplias puertas por donde se ingresa a un hall que tiene dos escaleras para bajar a la platea. Detrás de la vidriera estaba la boletería con dos ventanillas, una para los asientos de la platea y la otra para el “gallinero”.


El edificio tiene además dos puertas a sus costados que eran la entrada a dos tiendas. En mi niñez la de la izquierda era una peluquería-barbería y la de la derecha era un bazar de telas, joyas y otras cosas más que vendía su dueño y que solo podían saber los varones adultos, porque se trataba de armas de fuego y sus municiones. Además ese era el lugar de reunión de su propietario con sus paisanos que al igual que él habían acabado alojando sus huesos en Abancay, donde tuvieron sus hijos y sus nietos y otros numerosos “turquitos” más.  

En el hall de la entrada a la platea existían dos gruesas barandas de fierro donde nos apoyábamos para ver en las paredes superiores los carteles de los próximos estrenos: De aventura, de guerra, de romanos, de historia sagrada, del Oeste, de la selva, de Cantinflas, mejicanadas, pero también de las películas para mayores. Mientras veíamos esos carteles gritábamos con entusiasmo como si ese asunto dependía exclusivamente de nosotros: “¡Esa no me la pierdo!”, pero vaya a saber dios si llegarías a verla, pero si te portabas bien haciendo sin chistar todo lo que te pedían, y te deshacías en zalamerías cuando era oportuno, garantizabas tu presencia en su estreno. Sufrías todo ese suplicio, no porque tus padres eran pobres o tacaños, sino como hoy con los juegos del PlayStation, ellos también tenían el prejuicio de que toda esa espectacular fantasía que ofrecía el cinema podía zumbarte el "coco".   

Para ingresar a la platea se bajaba por dos amplias escaleras de madera que estaban pegadas a las paredes del edificio, que a unos pocos peldaños doblaban para encontrarse en la entrada de un vestíbulo. A la mano izquierda entrando estaban los baños para hombres y mujeres y a la derecha la sala de proyección de las películas. A la entrada de la platea te esperaba el recepcionista de los boletos y al ingresar tras una cortina granate te tropezabas con tres filas de butacas en bajada y al frente un enorme telón griego que se habría para los costados y que con su color azul capri con unas gruesas cintas doradas que lo cruzaban casi al final de su parte superior e inferior, cubría el ecran del cinema y el escenario del teatro. 
 
Para la galería o el gallinero, el ingreso era por otra puerta que estaba ubicada a la mano derecha entrando. Era un profundo corredor en bajada de casi dos metros de ancho y su piso era empedrado. Cuando llegabas a un portón de madera tenías que subir por la mano izquierda una gradería por donde llegabas a un pasadizo donde debías entregar tu boleto de entrada a la dueña que era una viejecita de cabellos blancos igualita a la Sarita García. Unos pasos más adelante estaba un baño rústico y a la mano izquierda empezaba la galería, donde todos felices se acomodaban y empezaban a hacer la bulla de los saludos o a lanzar las puntas con que se hincaban los mozalbetes, especialmente cuando veían que uno de su pandilla a lado de algunas muchachas había ingresado a la platea, para gritarle con nombre y apellido: "¡Pancho Rodríguez, aquí está tu lugar, calientito!" o "¡Pancho Rodríguez, te has caído a la platea, ojala y no estés herido!", decían esto último porque la altura era más de seis metros. Aquel bullicio continuaba sin parar hasta que empezaba la función.



Primero pasaban un aviso de Ley y luego los avances o lo que ahora llaman los tráiler de las próximas películas a estrenarse en esa sala, después congelaban un aviso que decía: “5 MINUTOS DE INTERMEDIO” y otras cosas como ir al baño y que estaba prohibido fumar. Cuando ese intermedio iba un poco más allá de los 5 minutos que rezaba el aviso, nos ponía en un coma de ansiedad que nos obligaba a gritar desaforadamente: “¡¡Hora!!”. “¡¡Hora!!” “¡¡Hora!!”, y todas las bullas más que hicieran falta para que la película empezara y por fin empezaba. Entonces nuestro tiempo de este mundo, de ese año, de ese día y esa hora se detenían para mandarse a mudar a la época de los salvajes, los romanos, los vikingos, los apaches, los vaqueros, los rancheros, la biblia, los egipcios, los castillos y otros tiempos antiguos, pero también a las guerras del siglo XX, y nuestro espacio abanquino desaparecía tragado por  los mares, los desiertos, las selvas, los grandes parajes nevados, el viejo Oeste americano, las ciudades antiguas y modernas, pequeños poblados, aldeas nativas, ranchos como haciendas, lejanos países y cientos de otros paisajes remotos más, sin faltar los escenarios de las sangrientas batallas, donde con toda naturalidad veíamos cómo los seres humanos se mataban o se morían heroicamente, pero menos mal que al final los buenos que siempre eran "gringos" alcanzaban las victorias y de paso se ganaban las chicas más valientes y bonitas.



Entonces nosotros ya no éramos nosotros, porque de verdad habíamos salido de nuestros cuerpos para meternos en la fantasía sin límites que nos obsequiaban los magos, los héroes, las bellas mujeres, los cantantes, los bailarines, los poderosos guerreros, los rudos aventureros y los animales inteligentes que solo les faltaba hablar. Y así pasábamos aquellos imperceptibles minutos metidos en la inmensa alegría que nos obsequiaba el triunfo de los héroes y por eso todas sus victorias las aprobábamos con un unánime griterío lleno de aplausos, pero también nos angustiaban hasta hacernos rabiar de verdad la ganancia de los malos. Y eso no era todo, pues también llorábamos frente a la desgracia y el dolor que suelen causar las injusticias, especialmente contra los desvalidos.

Y como si fuera por arte de birlibirloque, en medio de nuestras rabias y congojas de repente surgían las hilarantes y cómicas escenas o los disparatados eventos que nos provocaban grandes carcajadas hasta casi ahogarnos. Pero ahí no quedaba todo, pues también teníamos que tragarnos, masticándonos las uñas, los terroríficos episodios de alguna que otra película de miedo, que nos enseñaba que la purita maldad podía estar metida en el alma de las gentes y que podíamos no morirnos de viejos como nuestros abuelos, sino que alguien, como si fueran los “ñacachos” de nuestros cuentos infantiles, podía matarnos porque les daba la gana.


 
Para librarnos de esas malvadas películas aprendimos a  noticiarnos en nuestras nocturnas y callejeras reuniones, sobre qué películas eran “las buenas”, “las malas”, “las terroríficas” y “las imperdibles”. De esa experiencia cinéfila aprendí intuitivamente algo que después un libro de sicología me pudo explicar,  y era que todos tenemos  y compartimos hasta cinco emociones comunes como la alegría, el miedo, el humor, la furia, la pena  y algo que no podíamos explicarnos pero que existía: lo absurdo. Es decir que había y sucedían cosas y experiencias que no tenían explicación, pero que podían ser la puerta de entrada a cualquiera de esas otras emociones primarias.    

Pero si en el mejor momento de una escena que podía definir toda la trama de la película, sin cortarse la proyección, se saltaba aquel capítulo, entonces todos enfurecidos maldecíamos al dueño del cine gritando: “¡Turco ratero, devuélveme mi plata!”, “¡Turco ratero, devuélveme mi plata!” y el grosero y airado reclamo cesaba cuando otra vez la película se ponía interesante. A veces esos reclamos terminaban en insultos y groserías para los airados bulliciosos, sin que estos de ningún modo se quedaran callados, porque además en medio de la oscuridad nadie los podía reconocer. Debo confesar que en el "gallinero" del cine Nilo aprendí todas las groserías que después me sirvieron para ofender a los malcriados y algunas veces para defenderme de los mismos. Lo que resultaba muy gracioso era que aprovechando la oscuridad, muchas veces un mocoso de mi edad podía gritarle a un adulto majadero: “¡Cállate huevón!” y mientras nosotros celebrábamos a carcajadas esa inesperada ocurrencia, reptando se largaba a otra parte del "gallinero!", antes que el ofendido "huevón" viniera a sacarle su "mierda".


Si me pondría a contar sólo el título de cada una de las películas que llegué a ver en aquella mi añorada niñez, y que todavía recuerdo, se haría muy aburrido, pues fueron tantas y tantas. Unas eran de acción donde los “jovencitos” (los héroes) nunca se cansaban de hacer lo que querían. Las de aventuras en desiertos, mares, ríos, selvas, montañas, nieves, páramos, etc. Otras eran cómicas, dramáticas o de terror. Las musicales de Joselito que nos encantaba a los mocosos y las de Marisol y Rocío Durcal a las niñas, que según ellas eran dos irreconciliables rivales. Recuerdo que también gustaban  de los musicales americanos. Las de ciencia ficción como la serial de Flash Gordon.

Las guerreras, especialmente de la segunda guerra mundial con incontables tropas, gigantescos aviones bombarderos, ágiles cazas, monstruosos barcos de combate con enormes cañones, y panzudos submarinos que lanzaban rapidísimos torpedos que hundían desprevenidos buques. Donde los alemanes eran unos gordos tontos que solo se dedicaban a comer, fumar y a torturar prisioneros, mientras los héroes americanos que a pesar de la oscuridad de la noche se metían a sus bases militares, navales, aéreas y de submarinos para dinamitarlo todo, rescatar a sus compañeros y quedarse, con besos y todo,  con las chicas más guapas de la historia.



También vi las películas del Oeste americano, donde el “jovencito”  tenía el caballo más lindo, más veloz e inteligente de la película y que desde su cabalgadura o debajo de una enorme carreta, con solo un revolver al que jamás se le acababan las balas, mataba cientos de apaches que haciendo una bulliciosa ronda iban montados a pelo en poderosos pintos y mustangos. O aquella que mostraba un pueblo de una sola calle con casas de dos pisos, cuyos edificios principales eran un banco que siempre asaltaban, la oficina de sheriff con cárcel de donde los malos y el "jovencito" con la ayuda de su caballo siempre se escapaban, una funeraria a la que nunca le faltaba clientes y una cantina. En ese bar cantaban y bailaban unas mujeres vestidas de rojo y negro exhibiendo sus largas piernas con medias de malla negra y sus bombachos calzones, y donde, por cualquier motivo, el "jovencito" se peleaba con más de seis malosos a quienes los masacraba a puñetazo limpio,  y aunque también recibía buenos “kekos” y terribles “wacapanasos”, ni siquiera se despeinaba; y, finalmente por esa misma calle entraban decenas de bandidos unos con caras de malos y otros de mejicanos para asaltar el pueblo y desde las ventanas y balcones sus moradores de todas las edades les disparaban a matar. En esa misma calle lo que te paralizaba el corazón eran los duelos entre el bueno y el malo que se desarrollaba lentamente y con una tenebrosa música de fondo, cuando de pronto en medio de ese suspenso, silbaba el ruido de un balazo, y después de proyectar en toda la pantalla el rostro sin dolor de los duelistas, caía el malo. 



Algunas veces vi otro tipo de películas que a los joros no nos gustaba tanto, pero sí a las jovencitas y las amas de casa, y especialmente a los moradores de la campiña, eran las lacrimosas mejicanadas. Generalmente eran en blanco y negro y ambientadas en ranchos y haciendas y plagadas de trágicas historias de amor no correspondido. Estaban llenas de serenatas, balazos a pie o en caballos, peleas a puñetazo limpio y amorosas canciones lanzadas al aire con melodiosa voz por charros cantores o lindas señoritas, como esas que decían: Deja que caiga la luna / deja que se meta el sol / para decirte cositas / muy bonitas corazón/….” o está otra: “Noche de ronda / que triste pasa, que triste cruza por mi balcón / Noche de ronda / como me hieres, como lastimas mi corazón / Luna que se quiebra, sobre las tinieblas de mi soledad ¿A dónde vas? / Dime si esta noche tú te vas de ronda como él se fue ¿con quién está? / Dile que lo quiero, dile que me muero de tanto esperar, que vuelva ya /….” o esta: “Amorcito corazón / yo tengo tentación de un beso / que se brinda en el calor / de nuestro gran amor, mi amor /…” o la mundialmente conocida: “Bésame, bésame mucho / como si fuera esta noche / la última vez / Bésame, bésame mucho / que tengo miedo a perderte / perderte después /…” y muchísimas más que muchos de ustedes recuerdan mejor que yo, porque de algún modo a su tiempo o todo el tiempo les han roto el corazón.



En los comentarios que las señoras hacían sobre estas películas, se sentía la enamorada admiración que tenían por Pedro Infante, Jorge Negrete, Luis Aguilar, Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova, y un auténtico respeto por la calidad actoral de María Félix, Dolores del Río, Kati Jurado y Sara Montiel. Entre los cómicos que sí nos gustaban a los joros y a todo el mundo estaban Mario Moreno “Cantinflas”, Germán Valdez “Tintan”, Antonio Espino “Clavillazo” o Adalberto Martínez “Resortes”.



También este cine era un teatro, donde de vez en cuando, dentro de una gira nacional, se presentaban las obras de teatro clásico protagonizado por los famosos actores y actrices nacionales de la Asociación de Artistas Aficionados (AAA) de Lima. Algunas veces también se presentaban  cantantes con cartelera nacional, ya sean de la música criolla o del folklore andino. Aun todavía deben estar pintados en las paredes de la pieza que hacía de vestuario, los nombres que como recuerdo de su actuación dejaron los artistas que pasaron por el escenario del buen Cine-Teatro “NILO”, que para su tiempo fue una infraestructura muy moderna y hasta elegante, que tenía entradas para el escenario, un proscenio, un foso para la orquesta y una gran platea.


Por su parte el pueblo no se quedaba atrás porque en sus tablas los colegios presentaban las veladas-varietés, donde los artistas locales de todas las edades ya sea cantando, bailando, declamando poesías o actuando entretenían al vecindario que asistía para contribuir con una buena causa, porque las entradas se vendían pro-esto o pro-aquello.     

Ya sea a colores, en blanco y negro, mudas o sonoras, hay películas que jamás olvidaré, y si se me ocurre repetirlas, alguna de ellas puedo bajarlas con la magia del Internet, y volver a sentir con nostalgia, la misma alegría y entusiasmo que me ofrecía la galería o la platea de mi CINE NILO. Después aunque ya existía, gracias a una nueva administración se puso de moda el cine Municipal que estaba encima de los arcos del Palacio Municipal, y más tarde inauguraron en el jirón Tarapacá uno que se llamaba Julmar, pero esos ya fueron tiempos de mi adolescencia que no es mi propósito referir en estas remembranzas.  

Cuando acabé de terminar esta grata reminiscencia del cine de mi infancia, me acordé de una graciosa anécdota que ya en la adolescencia nos ocurrió una noche a mí y a mi patota al salir de ese local, y es que habíamos asistido a la proyección de una interesante película, por supuesto y como casi siempre en el “gallinero”. Pero como no queríamos que las chicas que nos gustaban se enteraran que éramos unos misios y que andábamos allí arriba mezclados con los pobretones del pueblo, minutos antes que acabara el filme salíamos volando de ese lugar, y ya afuera aparentar que estábamos saliendo de la platea o simplemente largarnos lejos de ahí.

Pero esa noche, como siempre salimos volando casi al final de la función y ya en la puerta nos llevamos de encuentro a un robusto caballero de más de 50 años de edad que no conocíamos, quien perdiendo el equilibrio en la acera acabó cayendo de espaldas en la calzada. Después de provocar ese inesperado accidente, seguimos corriendo más veloces aun, para no enterarnos qué avería le habríamos causado.

Al día siguiente, disciplinadamente formados en el patio de honor del colegio, nos comunicaron que a partir de ese día se haría cargo de la dirección  de la Gran Unidad Escolar  “Miguel Grau” de Abancay, un respetado profesor que llegaba desde la otra provincia. La ceremonia de esa presentación fue con los tradicionales “bombos y platillos” que obligaba la ocasión, donde casi todos nuestros profesores nos presentaron al nuevo director, por medio de discursos, poesías, canciones y los desgastados y hasta aburridos sketchs cómicos que de memoria se habían aprendido algunos alumnos.

Después de todo eso que ya conocíamos hasta el aburrimiento, para finalizar la ceremonia, habló por fin el nuevo director, quien luego de acabar su emocionado discurso, acotó con algo de cólera en su voz: “Anoche cuando caminaba por las inmediaciones del cinema de esta ciudad, un grupo de salvajes me atropellaron violentamente hasta hacerme caer y provocarme un fuerte golpe en la cadera. ¡Espero que esos forajidos no sean de nuestro glorioso colegio! ¡Muchas gracias!”.

Lo que a mí me resulta gracioso es que el ex Instituto Nacional de Cultura – INC mediante Resolución Directoral Nº 1129-2001-INC, del 06 de noviembre del 2001, haya declarado como Patrimonio Cultural de la Nación en la categoría de ACD (¿?) al CINE TEATRO NILO, ubicado en el jirón Arequipa Nos. 203 al 211, y que luego de casi 18 años, el hoy Ministerio de Cultura no haya hecho absolutamente nada para procurar su expropiación, previo pago a sus nuevos propietarios del justiprecio de su indemnización, para que antes de que el tiempo lo destruya como ya se nota, disponer su puesta en valor para los fines culturales de la ciudad de Abancay. ¿Para qué sirve el Canon Minero?



3 comentarios:

  1. Muy buena pregunta y cuántos bellos recuerdos,esperemos que salven es gran monumento histórico y se empiece a usar,falta la mano de un buen abanquino, que no solo piense en su bolsillo. Gracias por esta bella remembranza. gracias

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  2. Bello relato que cuenta con minuciosidad entrañables recuerdos de épocas pasadas, que a pesar de no ser las mías, me emocionan y suscribo totalmente.
    Yo conocí "el Nilo" algunos años después, y más aún cuando mi padre lo arrendó y administró por varios años, desde mediados de los 70 y hasta bien entrados los 80.
    Había un personaje que creo necesario mencionar. Un sordomudo al que todos conocían con el mote de "el opita del cine Nilo", que aún en la administración de mi papá, permaneció ocupando una habitación del fondo, que a veces hacía de camerino, y allí quedó aún, cuando se devolvió el local a su dueño.
    Aquel hombre, pese a sus limitaciones trabajaba, y trabajaba bien. Su labor era colaborar en la limpieza, colocar los carteles y transportar los paquetes con los rollos de película, tanto los que llegaban como los que se iban. Los rollos de celuloide venían protegidos por empaques de metal que pesaban lo suyo, pero que para él parecian livianos, pues tenía una gran fuerza.
    Mientras mis padres rentaron el cine, aquel hombre almorzaba en la casa. Llegaba antes de la una, y con su sonoros "uhm, uhm" y tremendas risotadas, exigía que se le sirviese el almuerzo primero, incluso antes que a los demás.
    Mi madre, con ayuda de los empleados, frecuentemente lo bañaban y le proporcionabán ropa limpia, mucho tiempo lo cuidaron, hasta que toda mi familia se trasladó a Arequipa.
    Dicen que algunos años después se fue a vivir a una quebrada cercana al Rio Mariño, y que una noche falleció trágicamente quemado. Hay quien sostiene que el incendio fue provocado por unos pandilleros drogadictos. Sólo Dios sabe lo sucedido, y seguramente, él ya acogió el alma de este buen hombre en su reino.

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