[El cine teatro Nilo]
“Nilo” se llamaba el cine-teatro
construido por una pareja de inmigrantes palestinos, que habían plantado las
raíces de sus vidas en Abancay y a quienes el vecindario llamaba “los turcos”,
y eso mismo lo hacían en casi todo Latinoamérica con los árabes de cualquier
lugar. Pero la verdad fue que los libaneses, sirios, palestinos, jordanos,
armenios que emigraron a otras latitudes en búsqueda de libertad y un mejor destino, lo hicieron con un
pasaporte de la República de Turquía, razón por la cual cuando ingresaron a los
países donde arribaron se les conoció con el gentilicio más mortificante para
ellos: “Turcos”, porque estos jamás fueron ciudadanos de aquella república que
surgió en 1923, sino esclavos de lo que fue conocido como el Imperio Turco
Otomano que entre los siglos XVI y XVII, que fue su época de máximo esplendor,
controlaba una vasta parte del Sureste europeo, el Medio Oriente y el norte de
África, es decir, tres continentes. Esa mala costumbre pervive hasta la fecha,
aun cuando los nuevos inmigrantes árabes muestran un pasaporte de un país y
Estado independiente, claro está, excepto Palestina.
Aunque no lo tengo fijamente
entre mis recuerdos, pero cuando leo o escucho la palabra “Nilo”, lo primero
que se me viene a la memoria es el cine Nilo, por ejemplo cuando por primera
vez leí el poema “El Golen” de Jorge Luis Borges: “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la
cosa / en las letras de “rosa” está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra
“Nilo”. De modo que para mi memoria el Nilo no solo es el mayor río del
África, sino un muy especial recuerdo mío.
Para mí el local del cine teatro
“Nilo” era lo que más brillaba en todo el jirón Arequipa. Allí se metieron las
mejores horas de mi niñez. Su fachada es de piedra almohadillada y tiene tres
niveles. En el segundo piso que da a la calle Arequipa exhibe seis balcones. En
el primer piso pasando por la calle tiene una vidriera y encima de ella una
inscripción en piedra que reza: "NJA
1926", quizá sea en homenaje a
su dueño y aluda la fecha en que debía haber empezado su construcción. En ese
escaparate se pegaba el poster de la película que se estrenaba ese día y a sus
costados dos amplias puertas por donde se ingresa a un hall que tiene dos
escaleras para bajar a la platea. Detrás de la vidriera estaba la boletería con
dos ventanillas, una para los asientos de la platea y la otra para el
“gallinero”.
El edificio tiene además dos
puertas a sus costados que eran la entrada a dos tiendas. En mi niñez la de la
izquierda era una peluquería-barbería y la de la derecha era un bazar de telas,
joyas y otras cosas más que vendía su dueño y que solo podían saber los varones
adultos, porque se trataba de armas de fuego y sus municiones. Además ese era
el lugar de reunión de su propietario con sus paisanos que al igual que él
habían acabado alojando sus huesos en Abancay, donde tuvieron sus hijos y sus
nietos y otros numerosos “turquitos” más.
En el hall de la entrada a la
platea existían dos gruesas barandas de fierro donde nos apoyábamos para ver en
las paredes superiores los carteles de los próximos estrenos: De aventura, de
guerra, de romanos, de historia sagrada, del Oeste, de la selva, de Cantinflas,
mejicanadas, pero también de las películas para mayores. Mientras veíamos esos
carteles gritábamos con entusiasmo como si ese asunto dependía exclusivamente
de nosotros: “¡Esa no me la pierdo!”, pero vaya a saber dios si llegarías a
verla, pero si te portabas bien haciendo sin chistar todo lo que te pedían, y
te deshacías en zalamerías cuando era oportuno, garantizabas tu presencia en su
estreno. Sufrías todo ese suplicio, no porque tus padres eran pobres o tacaños,
sino como hoy con los juegos del PlayStation, ellos también tenían el prejuicio
de que toda esa espectacular fantasía que ofrecía el cinema podía zumbarte el
"coco".
Para ingresar a la platea se
bajaba por dos amplias escaleras de madera que estaban pegadas a las paredes
del edificio, que a unos pocos peldaños doblaban para encontrarse en la entrada
de un vestíbulo. A la mano izquierda entrando estaban los baños para hombres y
mujeres y a la derecha la sala de proyección de las películas. A la entrada de
la platea te esperaba el recepcionista de los boletos y al ingresar tras una
cortina granate te tropezabas con tres filas de butacas en bajada y al frente
un enorme telón griego que se habría para los costados y que con su color azul
capri con unas gruesas cintas doradas que lo cruzaban casi al final de su parte
superior e inferior, cubría el ecran del cinema y el escenario del teatro.
Para la galería o el gallinero,
el ingreso era por otra puerta que estaba ubicada a la mano derecha entrando.
Era un profundo corredor en bajada de casi dos metros de ancho y su piso era
empedrado. Cuando llegabas a un portón de madera tenías que subir por la mano
izquierda una gradería por donde llegabas a un pasadizo donde debías entregar
tu boleto de entrada a la dueña que era una viejecita de cabellos blancos
igualita a la Sarita García. Unos pasos más adelante estaba un baño rústico y a
la mano izquierda empezaba la galería, donde todos felices se acomodaban y
empezaban a hacer la bulla de los saludos o a lanzar las puntas con que se
hincaban los mozalbetes, especialmente cuando veían que uno de su pandilla a
lado de algunas muchachas había ingresado a la platea, para gritarle con nombre
y apellido: "¡Pancho Rodríguez, aquí está tu lugar, calientito!" o
"¡Pancho Rodríguez, te has caído a la platea, ojala y no estés
herido!", decían esto último porque la altura era más de seis metros.
Aquel bullicio continuaba sin parar hasta que empezaba la función.
Primero pasaban un aviso de Ley y
luego los avances o lo que ahora llaman los tráiler de las próximas películas a
estrenarse en esa sala, después congelaban un aviso que decía: “5 MINUTOS DE INTERMEDIO” y otras cosas
como ir al baño y que estaba prohibido fumar. Cuando ese intermedio iba un poco
más allá de los 5 minutos que rezaba el aviso, nos ponía en un coma de ansiedad
que nos obligaba a gritar desaforadamente: “¡¡Hora!!”. “¡¡Hora!!” “¡¡Hora!!”, y
todas las bullas más que hicieran falta para que la película empezara y por fin
empezaba. Entonces nuestro tiempo de este mundo, de ese año, de ese día y esa
hora se detenían para mandarse a mudar a la época de los salvajes, los romanos,
los vikingos, los apaches, los vaqueros, los rancheros, la biblia, los
egipcios, los castillos y otros tiempos antiguos, pero también a las guerras
del siglo XX, y nuestro espacio abanquino desaparecía tragado por los mares, los desiertos, las selvas, los
grandes parajes nevados, el viejo Oeste americano, las ciudades antiguas y
modernas, pequeños poblados, aldeas nativas, ranchos como haciendas, lejanos
países y cientos de otros paisajes remotos más, sin faltar los escenarios de
las sangrientas batallas, donde con toda naturalidad veíamos cómo los seres
humanos se mataban o se morían heroicamente, pero menos mal que al final los
buenos que siempre eran "gringos" alcanzaban las victorias y de paso
se ganaban las chicas más valientes y bonitas.
Entonces nosotros ya no éramos
nosotros, porque de verdad habíamos salido de nuestros cuerpos para meternos en
la fantasía sin límites que nos obsequiaban los magos, los héroes, las bellas
mujeres, los cantantes, los bailarines, los poderosos guerreros, los rudos
aventureros y los animales inteligentes que solo les faltaba hablar. Y así
pasábamos aquellos imperceptibles minutos metidos en la inmensa alegría que nos
obsequiaba el triunfo de los héroes y por eso todas sus victorias las
aprobábamos con un unánime griterío lleno de aplausos, pero también nos
angustiaban hasta hacernos rabiar de verdad la ganancia de los malos. Y eso no
era todo, pues también llorábamos frente a la desgracia y el dolor que suelen
causar las injusticias, especialmente contra los desvalidos.
Y como si fuera por arte de
birlibirloque, en medio de nuestras rabias y congojas de repente surgían las
hilarantes y cómicas escenas o los disparatados eventos que nos provocaban
grandes carcajadas hasta casi ahogarnos. Pero ahí no quedaba todo, pues también
teníamos que tragarnos, masticándonos las uñas, los terroríficos episodios de
alguna que otra película de miedo, que nos enseñaba que la purita maldad podía
estar metida en el alma de las gentes y que podíamos no morirnos de viejos como
nuestros abuelos, sino que alguien, como si fueran los “ñacachos” de nuestros cuentos infantiles, podía matarnos porque les
daba la gana.
Para librarnos de esas malvadas
películas aprendimos a noticiarnos en
nuestras nocturnas y callejeras reuniones, sobre qué películas eran “las
buenas”, “las malas”, “las terroríficas” y “las imperdibles”. De esa
experiencia cinéfila aprendí intuitivamente algo que después un libro de
sicología me pudo explicar, y era que
todos tenemos y compartimos hasta cinco
emociones comunes como la alegría, el miedo, el humor, la furia, la pena y algo que no podíamos explicarnos pero que
existía: lo absurdo. Es decir que había y sucedían cosas y experiencias que no
tenían explicación, pero que podían ser la puerta de entrada a cualquiera de
esas otras emociones primarias.
Pero si en el mejor momento de
una escena que podía definir toda la trama de la película, sin cortarse la
proyección, se saltaba aquel capítulo, entonces todos enfurecidos maldecíamos
al dueño del cine gritando: “¡Turco ratero, devuélveme mi plata!”, “¡Turco
ratero, devuélveme mi plata!” y el grosero y airado reclamo cesaba cuando otra
vez la película se ponía interesante. A veces esos reclamos terminaban en
insultos y groserías para los airados bulliciosos, sin que estos de ningún modo
se quedaran callados, porque además en medio de la oscuridad nadie los podía
reconocer. Debo confesar que en el "gallinero" del cine Nilo aprendí
todas las groserías que después me sirvieron para ofender a los malcriados y
algunas veces para defenderme de los mismos. Lo que resultaba muy gracioso era
que aprovechando la oscuridad, muchas veces un mocoso de mi edad podía gritarle
a un adulto majadero: “¡Cállate huevón!” y mientras nosotros celebrábamos a
carcajadas esa inesperada ocurrencia, reptando se largaba a otra parte del
"gallinero!", antes que el ofendido "huevón" viniera a
sacarle su "mierda".
Si me pondría a contar sólo el
título de cada una de las películas que llegué a ver en aquella mi añorada
niñez, y que todavía recuerdo, se haría muy aburrido, pues fueron tantas y
tantas. Unas eran de acción donde los “jovencitos” (los héroes) nunca se
cansaban de hacer lo que querían. Las de aventuras en desiertos, mares, ríos,
selvas, montañas, nieves, páramos, etc. Otras eran cómicas, dramáticas o de
terror. Las musicales de Joselito que nos encantaba a los mocosos y las de
Marisol y Rocío Durcal a las niñas, que según ellas eran dos irreconciliables
rivales. Recuerdo que también gustaban
de los musicales americanos. Las de ciencia ficción como la serial de
Flash Gordon.
Las guerreras, especialmente de
la segunda guerra mundial con incontables tropas, gigantescos aviones
bombarderos, ágiles cazas, monstruosos barcos de combate con enormes cañones, y
panzudos submarinos que lanzaban rapidísimos torpedos que hundían desprevenidos
buques. Donde los alemanes eran unos gordos tontos que solo se dedicaban a
comer, fumar y a torturar prisioneros, mientras los héroes americanos que a
pesar de la oscuridad de la noche se metían a sus bases militares, navales,
aéreas y de submarinos para dinamitarlo todo, rescatar a sus compañeros y
quedarse, con besos y todo, con las
chicas más guapas de la historia.
También vi las películas del
Oeste americano, donde el “jovencito”
tenía el caballo más lindo, más veloz e inteligente de la película y que
desde su cabalgadura o debajo de una enorme carreta, con solo un revolver al
que jamás se le acababan las balas, mataba cientos de apaches que haciendo una
bulliciosa ronda iban montados a pelo en poderosos pintos y mustangos. O
aquella que mostraba un pueblo de una sola calle con casas de dos pisos, cuyos
edificios principales eran un banco que siempre asaltaban, la oficina de
sheriff con cárcel de donde los malos y el "jovencito" con la ayuda de su caballo siempre se escapaban, una funeraria a la
que nunca le faltaba clientes y una cantina. En ese bar cantaban y bailaban
unas mujeres vestidas de rojo y negro exhibiendo sus largas piernas con medias
de malla negra y sus bombachos calzones, y donde, por cualquier motivo, el
"jovencito" se peleaba con más de seis malosos a quienes los
masacraba a puñetazo limpio, y aunque
también recibía buenos “kekos” y
terribles “wacapanasos”, ni siquiera
se despeinaba; y, finalmente por esa misma calle entraban decenas de bandidos unos con caras de malos y otros de mejicanos para asaltar el pueblo y desde las ventanas y balcones sus moradores de todas las edades les disparaban a matar. En esa misma calle lo que te paralizaba el corazón eran los duelos entre el bueno y el malo que se desarrollaba lentamente y con una tenebrosa música de fondo, cuando de pronto en medio de ese suspenso, silbaba el ruido de un balazo, y después de proyectar en toda la pantalla el rostro sin dolor de los duelistas, caía el malo.
Algunas veces vi otro tipo de
películas que a los joros no nos
gustaba tanto, pero sí a las jovencitas y las amas de casa, y especialmente a
los moradores de la campiña, eran las lacrimosas mejicanadas. Generalmente eran
en blanco y negro y ambientadas en ranchos y haciendas y plagadas de trágicas
historias de amor no correspondido. Estaban llenas de serenatas, balazos a pie
o en caballos, peleas a puñetazo limpio y amorosas canciones lanzadas al aire
con melodiosa voz por charros cantores o lindas señoritas, como esas que
decían: “Deja que caiga la luna / deja
que se meta el sol / para decirte cositas / muy bonitas corazón/….” o está
otra: “Noche de ronda / que triste pasa,
que triste cruza por mi balcón / Noche de ronda / como me hieres, como lastimas
mi corazón / Luna que se quiebra, sobre las tinieblas de mi soledad ¿A dónde
vas? / Dime si esta noche tú te vas de ronda como él se fue ¿con quién está? /
Dile que lo quiero, dile que me muero de tanto esperar, que vuelva ya /….”
o esta: “Amorcito corazón / yo tengo
tentación de un beso / que se brinda en el calor / de nuestro gran amor, mi
amor /…” o la mundialmente conocida: “Bésame,
bésame mucho / como si fuera esta noche / la última vez / Bésame, bésame mucho
/ que tengo miedo a perderte / perderte después /…” y muchísimas más que
muchos de ustedes recuerdan mejor que yo, porque de algún modo a su tiempo o
todo el tiempo les han roto el corazón.
En los comentarios que las
señoras hacían sobre estas películas, se sentía la enamorada admiración que
tenían por Pedro Infante, Jorge Negrete, Luis Aguilar, Pedro Armendáriz, Arturo
de Córdova, y un auténtico respeto por la calidad actoral de María Félix,
Dolores del Río, Kati Jurado y Sara Montiel. Entre los cómicos que sí nos
gustaban a los joros y a todo el
mundo estaban Mario Moreno “Cantinflas”, Germán Valdez “Tintan”, Antonio Espino
“Clavillazo” o Adalberto Martínez “Resortes”.
También
este cine era un teatro, donde de vez en cuando, dentro de una gira nacional,
se presentaban las obras de teatro clásico protagonizado por los famosos
actores y actrices nacionales de la Asociación
de Artistas Aficionados (AAA) de Lima. Algunas veces también se
presentaban cantantes con cartelera
nacional, ya sean de la música criolla o del folklore andino. Aun todavía deben
estar pintados en las paredes de la pieza que hacía de vestuario, los nombres
que como recuerdo de su actuación dejaron los artistas que pasaron por el
escenario del buen Cine-Teatro “NILO”, que para su tiempo fue una
infraestructura muy moderna y hasta elegante, que tenía entradas para el
escenario, un proscenio, un foso para la orquesta y una gran platea.
Por su parte el pueblo no se quedaba
atrás porque en sus tablas los colegios presentaban las veladas-varietés, donde
los artistas locales de todas las edades ya sea cantando, bailando, declamando
poesías o actuando entretenían al vecindario que asistía para contribuir con
una buena causa, porque las entradas se vendían pro-esto o pro-aquello.
Ya sea a colores, en blanco y
negro, mudas o sonoras, hay películas que jamás olvidaré, y si se me ocurre
repetirlas, alguna de ellas puedo bajarlas con la magia del Internet, y volver
a sentir con nostalgia, la misma alegría y entusiasmo que me ofrecía la galería
o la platea de mi CINE NILO. Después aunque ya existía, gracias a una nueva administración se puso de moda el cine Municipal que
estaba encima de los arcos del Palacio Municipal, y más tarde inauguraron en el
jirón Tarapacá uno que se llamaba Julmar, pero esos ya fueron tiempos de mi
adolescencia que no es mi propósito referir en estas remembranzas.
Cuando acabé de terminar esta
grata reminiscencia del cine de mi infancia, me acordé de una graciosa anécdota
que ya en la adolescencia nos ocurrió una noche a mí y a mi patota al salir de
ese local, y es que habíamos asistido a la proyección de una interesante
película, por supuesto y como casi siempre en el “gallinero”. Pero como no
queríamos que las chicas que nos gustaban se enteraran que éramos unos misios y
que andábamos allí arriba mezclados con los pobretones del pueblo, minutos
antes que acabara el filme salíamos volando de ese lugar, y ya afuera aparentar
que estábamos saliendo de la platea o simplemente largarnos lejos de ahí.
Pero esa noche, como siempre
salimos volando casi al final de la función y ya en la puerta nos llevamos de
encuentro a un robusto caballero de más de 50 años de edad que no conocíamos,
quien perdiendo el equilibrio en la acera acabó cayendo de espaldas en la
calzada. Después de provocar ese inesperado accidente, seguimos corriendo más
veloces aun, para no enterarnos qué avería le habríamos causado.
Al día siguiente,
disciplinadamente formados en el patio de honor del colegio, nos comunicaron
que a partir de ese día se haría cargo de la dirección de la Gran Unidad Escolar “Miguel Grau” de Abancay, un respetado
profesor que llegaba desde la otra provincia. La ceremonia de esa presentación
fue con los tradicionales “bombos y platillos” que obligaba la ocasión, donde
casi todos nuestros profesores nos presentaron al nuevo director, por medio de
discursos, poesías, canciones y los desgastados y hasta aburridos sketchs
cómicos que de memoria se habían aprendido algunos alumnos.
Después de todo eso que ya conocíamos
hasta el aburrimiento, para finalizar la ceremonia, habló por fin el nuevo
director, quien luego de acabar su emocionado discurso, acotó con algo de
cólera en su voz: “Anoche cuando caminaba
por las inmediaciones del cinema de esta ciudad, un grupo de salvajes me
atropellaron violentamente hasta hacerme caer y provocarme un fuerte golpe en
la cadera. ¡Espero que esos forajidos no sean de nuestro glorioso colegio!
¡Muchas gracias!”.
Lo que a mí me resulta gracioso
es que el ex Instituto Nacional de Cultura – INC mediante Resolución Directoral
Nº 1129-2001-INC, del 06 de noviembre del 2001, haya declarado como Patrimonio
Cultural de la Nación en la categoría de ACD (¿?) al CINE TEATRO NILO, ubicado
en el jirón Arequipa Nos. 203 al 211, y que luego de casi 18 años, el hoy
Ministerio de Cultura no haya hecho absolutamente nada para procurar su
expropiación, previo pago a sus nuevos propietarios del justiprecio de su
indemnización, para que antes de que el tiempo lo destruya como ya se nota,
disponer su puesta en valor para los fines culturales de la ciudad de Abancay.
¿Para qué sirve el Canon Minero?
Muy buena pregunta y cuántos bellos recuerdos,esperemos que salven es gran monumento histórico y se empiece a usar,falta la mano de un buen abanquino, que no solo piense en su bolsillo. Gracias por esta bella remembranza. gracias
ResponderBorrarBello relato que cuenta con minuciosidad entrañables recuerdos de épocas pasadas, que a pesar de no ser las mías, me emocionan y suscribo totalmente.
ResponderBorrarYo conocí "el Nilo" algunos años después, y más aún cuando mi padre lo arrendó y administró por varios años, desde mediados de los 70 y hasta bien entrados los 80.
Había un personaje que creo necesario mencionar. Un sordomudo al que todos conocían con el mote de "el opita del cine Nilo", que aún en la administración de mi papá, permaneció ocupando una habitación del fondo, que a veces hacía de camerino, y allí quedó aún, cuando se devolvió el local a su dueño.
Aquel hombre, pese a sus limitaciones trabajaba, y trabajaba bien. Su labor era colaborar en la limpieza, colocar los carteles y transportar los paquetes con los rollos de película, tanto los que llegaban como los que se iban. Los rollos de celuloide venían protegidos por empaques de metal que pesaban lo suyo, pero que para él parecian livianos, pues tenía una gran fuerza.
Mientras mis padres rentaron el cine, aquel hombre almorzaba en la casa. Llegaba antes de la una, y con su sonoros "uhm, uhm" y tremendas risotadas, exigía que se le sirviese el almuerzo primero, incluso antes que a los demás.
Mi madre, con ayuda de los empleados, frecuentemente lo bañaban y le proporcionabán ropa limpia, mucho tiempo lo cuidaron, hasta que toda mi familia se trasladó a Arequipa.
Dicen que algunos años después se fue a vivir a una quebrada cercana al Rio Mariño, y que una noche falleció trágicamente quemado. Hay quien sostiene que el incendio fue provocado por unos pandilleros drogadictos. Sólo Dios sabe lo sucedido, y seguramente, él ya acogió el alma de este buen hombre en su reino.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrar