–¡Ingrato! No has venido
la semana pasada, a pesar de saber que tengo apuro de acabar esta pared antes
de que lleguen las lluvias. –Le reprochó su falta con aire paternal, pero
aliviado de tenerlo nuevamente en la obra.
–Honradamente, no he podido
señor. –Se disculpó el campesino y luego agregó. –He tenido que asistir a
varias faenas comunales.
–¿Y qué han hecho?
–Preguntó para saber qué se hacía en su comunidad.
–Hemos rozado los
árboles que impiden que los caminos se oreen cuando llueve, reparar los muros
del coso, retejar la iglesia, reforzar el puente, pero sobretodo hemos limpiado
el camposanto para que después de más de cuatro años el joven Narciso Ojeda
Quispe, pueda enterrar a su padre como ordena la ley de Dios.
–¡Acaso se ha muerto en
Lima o en alguna otra parte? –Preguntó con curioso interés.
–Bueno sería que se
hubiera muerto, aunque sea lejos de su casa, pero asistido por algún alma de
Dios. Aunque sea que lo haya atropellado un carro delante de su familia, pero
desgraciadamente no ha sido así señor, y lo peor es que en estos tiempos eso no puede
sucederle a un buen cristiano. ¡Malditos mineros! –Condenó lleno de rabia.
–¡Qué te pasa! ¿Qué ha
pasado? –Preguntó esta vez con el vivo deseo de saber el motivo de esa genuina
cólera. –¡Cuéntame!
Le
contó que don Camilo Ojeda Ccalla era el viejo y conocido líder comunal de su
pueblo, que sobrevivió a la furia de la guerra sucia de los años ochenta, y que
desde joven lideró los trámites para el reconocimiento oficial de la comunidad.
Después gracias a sus correteos logró que la Reforma Agraria les adjudicara la
hacienda "El cañaveral" del gamonal Ezequiel Carrillo Montaño y que
también anduvo en todas las correrías y los gastos para la creación del
distrito, sin ambicionar ser alcalde siquiera una sola vez. Más tarde logró
que tuvieran Juez de Paz, carretera, escuela primaria y posta de salud. ¡Qué no
había hecho don Camilo! Y a pesar de tanto trajín y comedimiento era un
buen agricultor, un esposo ejemplar y un amoroso padre para sus ocho hijos que
lo adoraban.
Como
solo puede sucederle a un buen hombre que ha trabajado incansablemente toda su
vida, con el paso del tiempo y los años comenzó a perder la gran memoria que
siempre tenía. Al comienzo no podía acordarse de algunos pequeños detalles, una
que otra fecha o palabras, unos nombres y rostros, pero después
comenzó a olvidarse de algunos hechos importantes de su familia, y más tarde de
todos los recuerdos de su propia vida. Pero de alguna forma que sólo Dios sabe,
entendía que las personas que lo rodeaban lo querían, y por eso mansamente
dejaba que lo alimentaran, bañaran, vistieran y que lo metieran bajo cálidas frazadas
cuando la noche llegaba.
A
pesar de esa desgracia, el viejecito siempre se aparecía en las chacras donde
la gente trabajaba o en las faenas donde se levantaba alguna vivienda, y de un
modo que no podía recordar se desvivía por ayudar. Muchas veces sus familiares
y algunos comuneros lo encontraban deambulando por los caminos de herradura o
en la carretera, y cuando le preguntaban a dónde estaba yendo, contestaba que
estaba viajando a alguna parte, para cerrar un negocio o culminar alguno de los
trámites que había hecho durante toda su provechosa vida. “Era un viajero
incansable. Dicen que viajó a pie varias veces a Lima”.
Siguiendo
con ese interesante relato, el albañil le contó que un día el viejecito
desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Después que toda su
familia desesperadamente lo había buscado por algunos días, la comunidad entera
salió a buscarlo por todos los caminos en un radio de hasta cincuenta
kilómetros, preguntando a todos los caminantes y a los moradores de las
pequeñas poblaciones, cabañas y cercos por las señas del desaparecido, pero
desgraciadamente nadie dio una noticia positiva. Hasta que la innumerable
indagación se volvió toda una confusión, porque algunos dijeron que alguien les
había dicho que habían visto a un anciano que caminaba como un sonso por toda
la carretera, por todos los caminos, por la falda de todos los cerros, por
todas las punas, por la orilla de todos los ríos, por todas las quebradas, por
la cuchilla de todos los cerros, por las chacras de todas las comunidades
vecinas, en fin por todos los parajes habidos en esa comarca.
No
contento con eso, el joven Narciso viajó a las ciudades cercanas a poner una
denuncia policial por la pérdida de su padre y colocar en los postes de esos
sitios unos carteles con la fotografía del anciano con las letras de “SE BUSCA” y “SE DARA UNA BUENA RECOMPENSA”, señalando hasta tres teléfonos
fijos y cinco celulares. Si alguien le decía: “Un paisano ha visto a tu padre
en el Cusco, en Juliaca o en Huamanga”, sin pensarlo dos veces viajaba a esas
ciudades con la esperanza de encontrar a su padre. Al ver ese tenaz afán la
gente decía: “Este Narciso ha resultado igualito de terco como su padre y seguro que no parará hasta lograr encontrarlo”.
–¿Y cómo fue que
apareció su padre? –Preguntó el dueño de casa, ahora sí más que interesado.
Un
día que asistió a un curso de capacitación para líderes comunales, el
facilitador que conducía la reunión, le
llamó la atención a dos dirigentes que habían llegado a la cita bien borrachos
y en son de broma les recriminó: “¡Pucha!, para qué han venido en ese estado.
Esto no es una fiesta, esta es una charla de capacitación en gestión comunal.
¡Así como están ustedes no sirven ni siquiera para el pago de las minas!”. Al
oír esto último, el Narciso le preguntó al expositor por qué decía eso, a lo
que respondió: “¿Acaso no sabes que de todos los pueblos, los mineros se están
llevando a los loquitos, los borrachitos y los viejitos abandonados para
sepultarlos vivos en la boca de las minas, para que el Supay les suelte sus valiosos metales”. Cuando el Narciso le
preguntó que si eso era verdad, el expositor le contestó: “¡Yo todavía voy a
decirte, si son o no verdaderas las leyendas que se cuentan en estas tierras
desde antes de la llegada de los españoles!”.
Al
Narciso sólo le bastó que le hayan recordado aquel antiguo mito andino para
desaparecer de la comunidad. Y es que se fue punas arriba hasta llegar a la
primera mina. Después de emplearse en ese lugar, furtivamente buscó información
sobre si allí se había hecho algún "pago", porque si no, no le valía ese trabajo.
Como nadie supo darle una noticia cierta o siquiera aproximada, después de un
mes se despidió del dueño de la mina prometiéndole volver, pero antes de irse
ya se había enterado de la existencia de varias minas importantes.
Y
así de mina en mina y preguntando y preguntando, acabó dando con un viejo y
curtido minero que le dijo: “Aquí no se
ha pagado nada. Aquí solo trabajamos cristianos. Si este hueco tuviera un pago
estaríamos rebosando de dinero, porque la mina ya nos habría entregado toda su
riqueza, y a éstas alturas ya estaría abandonada”.
Con
esa información, Narciso reparó que solo debía emplearse en las minas más
productivas, porque esas debían tener un buen "pago". Así que se fue a buscar las más famosas. En unas halló
que producían bien porque el trabajo era organizado y con maquinaria moderna;
en otras porque corría bastante dinamita y mucha mano de obra y en otras por
que el oro se podía ver con los ojos y hasta se podía cosechar con las manos
como los ahuaymantos o los capulíes. Pero de "pago–pago" nada se
hablaba, porque la mayoría de los socios eran profesionales o aventureros
citadinos, que sin tanta creencia en "pagos" u otras mitologías
mineras, querían hacerse ricos ahora o nunca. Alguno de esos eventuales mineros
le había dicho: “Si tú crees en "pagos" y esas otras huevadas de los indios, es porque estás buscando al mismísimo diablo, sin
darte cuenta que los que estamos sufriendo por los malditos metales en estos
horribles y desolados parajes, todos sin excepción, somos unos pobres diablos”.
Pero
no todo fue en vano, porque de toda esa cruda experiencia y su persistente
indagación, por boca de los más antiguos mineros se enteró que el "pago" se hacía
al "Supay", que es un diablo que vive
dentro de las minas cuidando y protegiendo celosamente su oro. “Al Supay le gusta el oro como cancha, vive
y se muere por su oro, y es por eso que cuando algún minero está por acercarse
a sus vetas, éste lo traslada más adentro o lo lleva más abajo”. Y que persiste en ese
juego hasta que los mineros acaben con la ilusión de hacerse millonarios o que
pierdan todos sus dineros en un trabajo sin frutos, y así lo dejen en paz gozando
de sus tesoros. “Pero cuando llevan un "pago" la cosa cambia, pues cuando se deja
escapar un almita de su cuerpo dentro de una mina, el diablo se acuerda que por
ley divina está obligado a apoderarse de ese espíritu, tentándolo con
alabanzas, mentiras y hasta amenazas, para que ese cristiano solo crea en él y
lo adore como a un Dios, y mientras el "Supay" se distrae atormentando a ese desdichado o haciéndose adorar por los temerosos,
se olvida de su oro, y de eso se aprovechan los mineros para alcanzar las mejores
vetas y hacerse ricos”. También aprendió que cuanto más "pagos" tiene
el diablo, más tiempo se descuida de sus tesoros.
Al
cabo de más de tres años, el Narciso se había acostumbrado a ser minero y hasta
alcanzó la fama de ser uno de los buenos, y por eso logró juntar una buena cantidad de dinero que le ayudó en su empeño de dar con el paradero de su
padre, vivo o muerto. Estaba seguro que lo iba a encontrar, y más aún, que ya
estaba cerca. Y tan cerca estaba que recibió la noticia de un remoto y altísimo
paraje que estaba al pie de un arcaico adoratorio donde los antiguos
sacrificaban a hombres y bestias a la inmensa montaña nevada que se levanta
sobre toda esa provincia. En esas soledades una sociedad de diez hombres había
alcanzado una de las más ricas venas de oro de la que se había tenido noticia,
y que siempre estaban dispuestos a recibir a los trabajadores que se atrevieran
a llegar hasta esas alturas, pero a pesar del buen salario que ofrecían, casi
nadie se animaba a prestarles sus servicios. Como ese trabajo le pareció muy
distinto a todo lo que sucedía en las demás minas, el Narciso se fue a emplear.
Dicen
que cuando llegó a la mina con el cuento de necesitar urgentemente el empleo,
para poder pagar una delicada intervención quirúrgica que debía hacerse su esposa y así por fin
recuperar su mermada salud, todos los socios se alegraron porque en esos
momentos la mina estaba entregando generosamente su riqueza y un par de buenos
brazos más eran muy necesarios. Así que lo dejaron descansar el resto del día,
porque a la mañana siguiente después del desayuno, todos debían empezar una
fatigosa pero productiva jornada. Por la noche conoció uno a uno a los socios,
y por su modo de hablar y comportarse, se dio cuenta que eran gente de malvivir
y hasta de mucho cuidado, incluso llegó a sospechar que jamás iba a ganar nada
allí, pero si mucho que perder, y quien sabe, hasta la vida. Pero antes que
pudiera sucederle alguna desgracia, lo harían trabajar hasta donde les fuera
útil. Según ellos, sin levantar ninguna sospecha.
A la
mañana siguiente, el jefe de todos ellos le dijo que para que las cosas
salieran muy bien durante la faena, ellos acostumbraban ingresar a la mina uno
por uno, comenzando por el más antiguo trabajador y acabando en el más nuevo. Sin
respetar esa ceremonia no podían iniciar la jornada. Esta rara formalidad ya le
parecía sospechosa, así que siguió con mucha seriedad, todas y cada una de las
extrañas costumbres que tenían esos mineros. Con el paso de los días y las
semanas sus ojos fueron habituándose al cambio de un día luminoso de esas
blancas montañas por la oscuridad de aquel socavón, y por eso su visión comenzó
a casi ver en plena negrura, y lo primero que logró ver entre las sombras es
que a unos seis metros de la bocamina existía un pequeño pasillo, que los
mineros dijeron que era uno de esos extravíos que nunca faltan, cuando se
empieza a cavar dentro de una montaña.
Un
día sintió que un sutil olor a tabaco, coca e incienso salían de ese pasillo y
hasta vio que en su entrada había caído como por descuido una pequeña achanjaira, pero no preguntó nada. Sin
duda se trataba de un altar levantado a algún santo o quizá a “¡UN PAGO!”. Como cada mañana era el
último en entrar a la mina, ya a punto de tocarle su turno, le dijo al que lo invitaba
a entrar que tenía necesidad de ocuparse de su estómago, el de adentro le
contestó: “A mí también me ha caído mal esa portola”. Cuando calculó que ya
todos estaban en las profundidades de la veta, se fue directamente al
misterioso lugar y se dio con la sorpresa que se trataba de una tumba, pero una
tumba muy agasajada, llena de flores, velas, palitos de incienso y hasta tenía
un mechero cargado de kerosene, pero no había ni por asomo una cruz o algo que
indicara el entierro de un cristiano. "Allí era donde, uno a uno, pedían
oro esos malditos".
Al quinto día por la noche se quejó ante todos de un pasajero malestar estomacal y
solo tomó un mate de la aromática muña que crece en esas punas. A la media
noche se levantó muy sigilosamente de su cama y salió con mucho cuidado de la
pequeña barraca donde dormía y se fue al lugar donde hacían sus
necesidades. Cuando después de un buen rato se percató que todos seguían
dormidos, se fue directamente a la mina. Con un fósforo encendió el mechero de
la tumba, y a la luz de su tenue llama retiró todas las velas, las flores y las
otras paganas ofrendas, y comenzó a cavar aquel lugar con mucho cuidado, hasta
que a poca profundidad se tropezó con un gran saco de rafia y dentro de él pudo
ver las ropas y hasta el rostro de su padre. “¡Papá, por fin, papacito lindo!”
y se puso a llorar de rabia, de alegría, de satisfacción y de resignación.
Con
mucha diligencia retiró el saco. Después se fue dentro de la mina para traer
uno lleno de mineral y alzando un poco más el brillo del mechero, lo
enterró y tapó con mucho cuidado, poniendo en su lugar cada una de las cosas
que había retirado. Después salió de aquel socavón, llevándose a su padre al
agujero que existía en la cima de aquel adoratorio andino que estaba a quinientos metros de
distancia por encima de la mina, al que los socios le tenían mucho miedo,
porque decían que en tiempos de los gentiles en ese Usno se ofrecía a la poderosa montaña que se levanta
hasta los cielos, la sangre de los niños para pedirle algún favor al Apu que la habitaba.
Al
día siguiente felizmente no pasó nada, porque los dueños de la mina tenían un
gran apuro para sacar todos los sacos que todavía estaban metidos en el
socavón, pues pasado el mediodía debía llegar un camión trayendo los víveres y el
dinero para trasladar el mineral. “Más tarde todos vamos a tener mucha plata
que no servirá para nada, porque todavía tenemos que estar metidos en este
agujero por tres meses más, hasta que "el tío" nos haya soltado todo su oro, y después nos iremos a encontrarnos con la rica vida”, le dijo uno de ellos. Cargado el
camión y recibido los víveres y el dinero de los compradores, como si no
hubiera pasado nada, los mineros volvieron a la faena.
Para
la extrañeza de todos los socios, al día siguiente desapareció el Narciso. Los
mineros se sorprendieron no por su ausencia, sino por su astucia. “Este pendejo
sabía que nunca iba a tener dinero, así que se fue por lo menos salvando su
vida”, y otro replicó: “Pero de todos modos mala suerte para nosotros, porque
con dos "pagos" “el tío” nos hubiera entregado todo su oro en solo un mes”.
A
media jornada, Narciso escuchó un profundo y sordo estruendo en la montaña y
sacando la cabeza del agujero donde tenía metido el cadáver de su padre, vio
que salía una nube de polvo de la bocamina. Después de una hora se acercó, poco
a poco y paso a paso hasta la entrada de la mina, de dónde salía un fuerte olor a
azufre y a todo lo que se pudre. Cuando estuvo seguro que ninguno de los socios
había logrado salvarse de ese derrumbe, se fue a las barracas y en el fondo del
sitio donde se guardaba los alimentos, encontró una talega de tocuyo lleno del
dinero que los malditos habían acumulado por “sabe dios” cuánto tiempo, y lo
metió en su mochila. Cargó el saco donde estaba metido su padre en uno de los
caballos que los mineros tenían para proveerse de leña de un bosque de cceuñas, que pasando una pequeña quebrada, crecía al otro lado de la veta. Y se fue para siempre de esos parajes
desolados.
–¿Y por qué se habría
derrumbado la mina? – preguntó el dueño de casa.
–Porque cuando el Supay no encontró al almita que lo
distraía se fue a cuidar su oro, y cuando vio a los malditos mineros
apoderándose tan conchudamente de su riqueza, montó en cólera y con los poderes que tienen los diablos hizo caer la
montaña sobre todos ellos, y porque diez "pagos" eran mejores que uno. –Dijo el
hombre con una convicción rayana en la fe.
–Pero tarde o temprano
el dueño del camión volverá, y la mina será suya. ¡Tanta chamba será solo para
él! – Afirmó el dueño de la casa.
–No señor, en eso está
usted muy equivocado, porque a ese hueco nadie podrá entrar jamás. Además con
el paso de tiempo esos diez malditos también se habrán convertido en demonios,
y así nunca por nunca nadie más podrá explotar una mina endiablada que ahora
mismo debe estar oliendo a azufre porque ya es parte del mismísimo infierno. –Aclaró el
trabajador eventual.
Me encanta la manera cómo cuentas. Recibe mis felicitaciones sinceras y que sigas por el camino literario hasta alcanzar la grandeza de los hombres de letras. Un abrazo a la distancia.
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