sábado, 2 de mayo de 2020

EL PAGO

–¡Ingrato! No has venido la semana pasada, a pesar de saber que tengo apuro de acabar esta pared antes de que lleguen las lluvias. –Le reprochó su falta con aire paternal, pero aliviado de tenerlo nuevamente en la obra.

–Honradamente, no he podido señor. –Se disculpó el campesino y luego agregó. –He tenido que asistir a varias faenas comunales.

–¿Y qué han hecho? –Preguntó para saber qué se hacía en su comunidad.

–Hemos rozado los árboles que impiden que los caminos se oreen cuando llueve, reparar los muros del coso, retejar la iglesia, reforzar el puente, pero sobretodo hemos limpiado el camposanto para que después de más de cuatro años el joven Narciso Ojeda Quispe, pueda enterrar a su padre como ordena la ley de Dios.

–¡Acaso se ha muerto en Lima o en alguna otra parte? –Preguntó con curioso interés.

–Bueno sería que se hubiera muerto, aunque sea lejos de su casa, pero asistido por algún alma de Dios. Aunque sea que lo haya atropellado un carro delante de su familia, pero desgraciadamente no ha sido así señor, y lo peor es que en estos tiempos eso no puede sucederle a un buen cristiano. ¡Malditos mineros! –Condenó lleno de rabia.

–¡Qué te pasa! ¿Qué ha pasado? –Preguntó esta vez con el vivo deseo de saber el motivo de esa genuina cólera. –¡Cuéntame!

Le contó que don Camilo Ojeda Ccalla era el viejo y conocido líder comunal de su pueblo, que sobrevivió a la furia de la guerra sucia de los años ochenta, y que desde joven lideró los trámites para el reconocimiento oficial de la comunidad. Después gracias a sus correteos logró que la Reforma Agraria les adjudicara la hacienda "El cañaveral" del gamonal Ezequiel Carrillo Montaño y que también anduvo en todas las correrías y los gastos para la creación del distrito, sin ambicionar ser alcalde siquiera una sola vez. Más tarde logró que tuvieran Juez de Paz, carretera, escuela primaria y posta de salud. ¡Qué no había hecho don Camilo! Y a pesar de tanto trajín y comedimiento era un buen agricultor, un esposo ejemplar y un amoroso padre para sus ocho hijos que lo adoraban.

Como solo puede sucederle a un buen hombre que ha trabajado incansablemente toda su vida, con el paso del tiempo y los años comenzó a perder la gran memoria que siempre tenía. Al comienzo no podía acordarse de algunos pequeños detalles, una que otra fecha o palabras, unos nombres y rostros, pero después comenzó a olvidarse de algunos hechos importantes de su familia, y más tarde de todos los recuerdos de su propia vida. Pero de alguna forma que sólo Dios sabe, entendía que las personas que lo rodeaban lo querían, y por eso mansamente dejaba que lo alimentaran, bañaran, vistieran y que lo metieran bajo cálidas frazadas cuando la noche llegaba.

A pesar de esa desgracia, el viejecito siempre se aparecía en las chacras donde la gente trabajaba o en las faenas donde se levantaba alguna vivienda, y de un modo que no podía recordar se desvivía por ayudar. Muchas veces sus familiares y algunos comuneros lo encontraban deambulando por los caminos de herradura o en la carretera, y cuando le preguntaban a dónde estaba yendo, contestaba que estaba viajando a alguna parte, para cerrar un negocio o culminar alguno de los trámites que había hecho durante toda su provechosa vida. “Era un viajero incansable. Dicen que viajó a pie varias veces a Lima”.

Siguiendo con ese interesante relato, el albañil le contó que un día el viejecito desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Después que toda su familia desesperadamente lo había buscado por algunos días, la comunidad entera salió a buscarlo por todos los caminos en un radio de hasta cincuenta kilómetros, preguntando a todos los caminantes y a los moradores de las pequeñas poblaciones, cabañas y cercos por las señas del desaparecido, pero desgraciadamente nadie dio una noticia positiva. Hasta que la innumerable indagación se volvió toda una confusión, porque algunos dijeron que alguien les había dicho que habían visto a un anciano que caminaba como un sonso por toda la carretera, por todos los caminos, por la falda de todos los cerros, por todas las punas, por la orilla de todos los ríos, por todas las quebradas, por la cuchilla de todos los cerros, por las chacras de todas las comunidades vecinas, en fin por todos los parajes habidos en esa comarca.

No contento con eso, el joven Narciso viajó a las ciudades cercanas a poner una denuncia policial por la pérdida de su padre y colocar en los postes de esos sitios unos carteles con la fotografía del anciano con las letras de “SE BUSCA” y “SE DARA UNA BUENA RECOMPENSA”, señalando hasta tres teléfonos fijos y cinco celulares. Si alguien le decía: “Un paisano ha visto a tu padre en el Cusco, en Juliaca o en Huamanga”, sin pensarlo dos veces viajaba a esas ciudades con la esperanza de encontrar a su padre. Al ver ese tenaz afán la gente decía: “Este Narciso ha resultado igualito de terco como su padre y seguro que no parará hasta lograr encontrarlo”.

–¿Y cómo fue que apareció su padre? –Preguntó el dueño de casa, ahora sí más que interesado.

Un día que asistió a un curso de capacitación para líderes comunales, el facilitador que  conducía la reunión, le llamó la atención a dos dirigentes que habían llegado a la cita bien borrachos y en son de broma les recriminó: “¡Pucha!, para qué han venido en ese estado. Esto no es una fiesta, esta es una charla de capacitación en gestión comunal. ¡Así como están ustedes no sirven ni siquiera para el pago de las minas!”. Al oír esto último, el Narciso le preguntó al expositor por qué decía eso, a lo que respondió: “¿Acaso no sabes que de todos los pueblos, los mineros se están llevando a los loquitos, los borrachitos y los viejitos abandonados para sepultarlos vivos en la boca de las minas, para que el Supay les suelte sus valiosos metales”. Cuando el Narciso le preguntó que si eso era verdad, el expositor le contestó: “¡Yo todavía voy a decirte, si son o no verdaderas las leyendas que se cuentan en estas tierras desde antes de la llegada de los españoles!”.

Al Narciso sólo le bastó que le hayan recordado aquel antiguo mito andino para desaparecer de la comunidad. Y es que se fue punas arriba hasta llegar a la primera mina. Después de emplearse en ese lugar, furtivamente buscó información sobre si allí se había hecho algún "pago", porque si no, no le valía ese trabajo. Como nadie supo darle una noticia cierta o siquiera aproximada, después de un mes se despidió del dueño de la mina prometiéndole volver, pero antes de irse ya se había enterado de la existencia de varias minas importantes.

Y así de mina en mina y preguntando y preguntando, acabó dando con un viejo y curtido  minero que le dijo: “Aquí no se ha pagado nada. Aquí solo trabajamos cristianos. Si este hueco tuviera un pago estaríamos rebosando de dinero, porque la mina ya nos habría entregado toda su riqueza, y a éstas alturas ya estaría abandonada”.

Con esa información, Narciso reparó que solo debía emplearse en las minas más productivas, porque esas debían tener un buen "pago". Así que se  fue a buscar las más famosas. En unas halló que producían bien porque el trabajo era organizado y con maquinaria moderna; en otras porque corría bastante dinamita y mucha mano de obra y en otras por que el oro se podía ver con los ojos y hasta se podía cosechar con las manos como los ahuaymantos o los capulíes. Pero de "pago–pago" nada se hablaba, porque la mayoría de los socios eran profesionales o aventureros citadinos, que sin tanta creencia en "pagos" u otras mitologías mineras, querían hacerse ricos ahora o nunca. Alguno de esos eventuales mineros le había dicho: “Si tú crees en "pagos" y esas otras huevadas de los indios, es porque estás buscando al mismísimo diablo, sin darte cuenta que los que estamos sufriendo por los malditos metales en estos horribles y desolados parajes, todos sin excepción, somos unos pobres diablos”.

Pero no todo fue en vano, porque de toda esa cruda experiencia y su persistente indagación, por boca de los más antiguos mineros se enteró que el "pago" se hacía al "Supay", que es un diablo que vive dentro de las minas cuidando y protegiendo celosamente su oro. “Al Supay le gusta el oro como cancha, vive y se muere por su oro, y es por eso que cuando algún minero está por acercarse a sus vetas, éste lo traslada más adentro o lo lleva más abajo”. Y que persiste en ese juego hasta que los mineros acaben con la ilusión de hacerse millonarios o que pierdan todos sus dineros en un trabajo sin frutos, y así lo dejen en paz gozando de sus tesoros. “Pero cuando llevan un "pago" la cosa cambia, pues cuando se deja escapar un almita de su cuerpo dentro de una mina, el diablo se acuerda que por ley divina está obligado a apoderarse de ese espíritu, tentándolo con alabanzas, mentiras y hasta amenazas, para que ese cristiano solo crea en él y lo adore como a un Dios, y mientras el "Supay" se distrae atormentando a ese desdichado o haciéndose adorar por los temerosos, se olvida de su oro, y de eso se aprovechan los mineros para alcanzar las mejores vetas y hacerse ricos”. También aprendió que cuanto más "pagos" tiene el diablo, más tiempo se descuida de sus tesoros.

Al cabo de más de tres años, el Narciso se había acostumbrado a ser minero y hasta alcanzó la fama de ser uno de los buenos, y por eso logró juntar una buena cantidad de dinero que le ayudó en su empeño de dar con el paradero de su padre, vivo o muerto. Estaba seguro que lo iba a encontrar, y más aún, que ya estaba cerca. Y tan cerca estaba que recibió la noticia de un remoto y altísimo paraje que estaba al pie de un arcaico adoratorio donde los antiguos sacrificaban a hombres y bestias a la inmensa montaña nevada que se levanta sobre toda esa provincia. En esas soledades una sociedad de diez hombres había alcanzado una de las más ricas venas de oro de la que se había tenido noticia, y que siempre estaban dispuestos a recibir a los trabajadores que se atrevieran a llegar hasta esas alturas, pero a pesar del buen salario que ofrecían, casi nadie se animaba a prestarles sus servicios. Como ese trabajo le pareció muy distinto a todo lo que sucedía en las demás minas, el Narciso se fue a emplear.

Dicen que cuando llegó a la mina con el cuento de necesitar urgentemente el empleo, para poder pagar una delicada intervención quirúrgica que  debía hacerse su esposa y así por fin recuperar su mermada salud, todos los socios se alegraron porque en esos momentos la mina estaba entregando generosamente su riqueza y un par de buenos brazos más eran muy necesarios. Así que lo dejaron descansar el resto del día, porque a la mañana siguiente después del desayuno, todos debían empezar una fatigosa pero productiva jornada. Por la noche conoció uno a uno a los socios, y por su modo de hablar y comportarse, se dio cuenta que eran gente de malvivir y hasta de mucho cuidado, incluso llegó a sospechar que jamás iba a ganar nada allí, pero si mucho que perder, y quien sabe, hasta la vida. Pero antes que pudiera sucederle alguna desgracia, lo harían trabajar hasta donde les fuera útil. Según ellos, sin levantar ninguna sospecha.

A la mañana siguiente, el jefe de todos ellos le dijo que para que las cosas salieran muy bien durante la faena, ellos acostumbraban ingresar a la mina uno por uno, comenzando por el más antiguo trabajador y acabando en el más nuevo. Sin respetar esa ceremonia no podían iniciar la jornada. Esta rara formalidad ya le parecía sospechosa, así que siguió con mucha seriedad, todas y cada una de las extrañas costumbres que tenían esos mineros. Con el paso de los días y las semanas sus ojos fueron habituándose al cambio de un día luminoso de esas blancas montañas por la oscuridad de aquel socavón, y por eso su visión comenzó a casi ver en plena negrura, y lo primero que logró ver entre las sombras es que a unos seis metros de la bocamina existía un pequeño pasillo, que los mineros dijeron que era uno de esos extravíos que nunca faltan, cuando se empieza a cavar dentro de una montaña.

Un día sintió que un sutil olor a tabaco, coca e incienso salían de ese pasillo y hasta vio que en su entrada había caído como por descuido una pequeña achanjaira, pero no preguntó nada. Sin duda se trataba de un altar levantado a algún santo o quizá a “¡UN PAGO!”. Como cada mañana era el último en entrar a la mina, ya a punto de tocarle su turno, le dijo al que lo invitaba a entrar que tenía necesidad de ocuparse de su estómago, el de adentro le contestó: “A mí también me ha caído mal esa portola”. Cuando calculó que ya todos estaban en las profundidades de la veta, se fue directamente al misterioso lugar y se dio con la sorpresa que se trataba de una tumba, pero una tumba muy agasajada, llena de flores, velas, palitos de incienso y hasta tenía un mechero cargado de kerosene, pero no había ni por asomo una cruz o algo que indicara el entierro de un cristiano. "Allí era donde, uno a uno, pedían oro esos malditos".

Al quinto día por la noche se quejó ante todos de un pasajero malestar estomacal y solo tomó un mate de la aromática muña que crece en esas punas. A la media noche se levantó muy sigilosamente de su cama y salió con mucho cuidado de la pequeña barraca donde dormía y se fue al lugar donde hacían sus necesidades. Cuando después de un buen rato se percató que todos seguían dormidos, se fue directamente a la mina. Con un fósforo encendió el mechero de la tumba, y a la luz de su tenue llama retiró todas las velas, las flores y las otras paganas ofrendas, y comenzó a cavar aquel lugar con mucho cuidado, hasta que a poca profundidad se tropezó con un gran saco de rafia y dentro de él pudo ver las ropas y hasta el rostro de su padre. “¡Papá, por fin, papacito lindo!” y se puso a llorar de rabia, de alegría, de satisfacción y de resignación.

Con mucha diligencia retiró el saco. Después se fue dentro de la mina para traer uno lleno de mineral y alzando un poco más el brillo del mechero, lo enterró y tapó con mucho cuidado, poniendo en su lugar cada una de las cosas que había retirado. Después salió de aquel socavón, llevándose a su padre al agujero que existía en la cima de aquel adoratorio andino que estaba a quinientos metros de distancia por encima de la mina, al que los socios le tenían mucho miedo, porque decían que en tiempos de los gentiles en ese Usno se ofrecía a la poderosa montaña que se levanta hasta los cielos, la sangre de los niños para pedirle algún favor al Apu que la habitaba.

Al día siguiente felizmente no pasó nada, porque los dueños de la mina tenían un gran apuro para sacar todos los sacos que todavía estaban metidos en el socavón, pues pasado el mediodía debía llegar un camión trayendo los víveres y el dinero para trasladar el mineral. “Más tarde todos vamos a tener mucha plata que no servirá para nada, porque todavía tenemos que estar metidos en este agujero por tres meses más, hasta que "el tío" nos haya soltado todo su oro, y después nos iremos a encontrarnos con la rica vida”, le dijo uno de ellos. Cargado el camión y recibido los víveres y el dinero de los compradores, como si no hubiera pasado nada, los mineros volvieron a la faena.

Para la extrañeza de todos los socios, al día siguiente desapareció el Narciso. Los mineros se sorprendieron no por su ausencia, sino por su astucia. “Este pendejo sabía que nunca iba a tener dinero, así que se fue por lo menos salvando su vida”, y otro replicó: “Pero de todos modos mala suerte para nosotros, porque con dos "pagos" “el tío” nos hubiera entregado todo su oro en solo un mes”.

A media jornada, Narciso escuchó un profundo y sordo estruendo en la montaña y sacando la cabeza del agujero donde tenía metido el cadáver de su padre, vio que salía una nube de polvo de la bocamina. Después de una hora se acercó, poco a poco y paso a paso hasta la entrada de la mina, de dónde salía un fuerte olor a azufre y a todo lo que se pudre. Cuando estuvo seguro que ninguno de los socios había logrado salvarse de ese derrumbe, se fue a las barracas y en el fondo del sitio donde se guardaba los alimentos, encontró una talega de tocuyo lleno del dinero que los malditos habían acumulado por “sabe dios” cuánto tiempo, y lo metió en su mochila. Cargó el saco donde estaba metido su padre en uno de los caballos que los mineros tenían para proveerse de leña de un bosque de cceuñas, que pasando una pequeña quebrada, crecía al otro lado de la veta. Y se fue para siempre de esos parajes desolados.

–¿Y por qué se habría derrumbado la mina? – preguntó el dueño de casa.

–Porque cuando el Supay no encontró al almita que lo distraía se fue a cuidar su oro, y cuando vio a los malditos mineros apoderándose tan conchudamente de su riqueza, montó en cólera y con los  poderes que tienen los diablos hizo caer la montaña sobre todos ellos, y porque diez "pagos" eran mejores que uno. –Dijo el hombre con una convicción rayana en la fe.

–Pero tarde o temprano el dueño del camión volverá, y la mina será suya. ¡Tanta chamba será solo para él! – Afirmó el dueño de la casa.

–No señor, en eso está usted muy equivocado, porque a ese hueco nadie podrá entrar jamás. Además con el paso de tiempo esos diez malditos también se habrán convertido en demonios, y así nunca por nunca nadie más podrá explotar una mina endiablada que ahora mismo debe estar oliendo a azufre porque ya es parte del mismísimo infierno. –Aclaró el trabajador eventual.






2 comentarios:

  1. Me encanta la manera cómo cuentas. Recibe mis felicitaciones sinceras y que sigas por el camino literario hasta alcanzar la grandeza de los hombres de letras. Un abrazo a la distancia.

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