DEL ANECDOTORIO ABANQUINO¡
(Narraciones de la Zona de Emergencia)
Como hacía dos
meses que no lo veía por los lugares que reúne a nuestras amistades, fui a su
casa para averiguar los motivos de su desaparición. Temí que hubiera enfermado
y que a estas alturas esté maldiciendo a los amigos que en las desventuras, no
lo son. Para ganar indulgencias, no bien me abrió su puerta le pregunté cuándo
había llegado. Me dijo que había ido más allá de los lugares donde ningún viaje
nos podría llevar, para hacer cosas que ni las aventuras consentían. A mis
reclamos sobre los detalles de lo que me estaba diciendo, me hizo pasar a su
cuarto y manteniendo la misma agitación que lo afectaba, después de ofrecerme
un vaso de cañazo, me contó más o menos esto.
►☼◄
No es necesario advertirte que
estamos pasando por unos momentos realmente difíciles y peligrosos. Aquí el que
sabe mucho se va al cielo a decirle a San Pedro los motivos de su prematura
llegada. Lo que voy a contarte tiene mucho que ver con esto de la Zona de
Emergencia. Creo que conoces tanto como yo que tener noticias sobre su movida
puede acarrearte un grave riesgo. ¿Recuerdas lo de aquellos cuatro muchachos
que murieron tratando de desarmar a unos policías? Bueno, todos eran
estudiantes, menores de edad y sin antecedentes policiales. Por lo general
cuando la gente se entera de quién ha muerto en esas acciones, casi de
inmediato le inventan un pasado malvado, asegurando que ese malandrín, un perro sin dueño, un ladronzuelo, un borrachín, un pandillero que había golpeado
a su madre antes de su desgracia. "Lo que se hace se paga",
Como yo sabía perfectamente que al menos uno de ellos
no tenía nada que ver con la torcida vida que le obsequiaban las malas lenguas,
decidí visitar a su madre para hacerle conocer mis opiniones sobre el muchacho
y consolarla de las grandes penas que la muerte de un hijo acarrea. Después de
escuchar mi discurso con la congelada atención que se presta a alguien que con
mesuradas palabras te recuerda una desgracia, me vi obligado a retirarme no sin
antes repetirle mis condolencias y hasta confesarle que por favor no se imaginara
que yo tuviera algo que ver con las investigaciones.
Cuando estaba preparando mi apresurada despedida,
después de un fugaz gesto de disculpa, la mujer rompió a llorar tomándose el
rostro con las manos para recibir sus copiosas lágrimas, lamentándose con palabras
que se ahogaban entre aquellos amargos sollozos. Más confundido aún, volví a
disculparme y asegurarle que no había sido mi intención traerle malos
recuerdos. Felizmente al cabo de un rato la sufrida madre se recuperó, hecho
que facilitó un punto final a éste mi atropellado comedimiento.
Cuando como cualquier visita que camina por delante,
escuché un puñado de palabras, como aquellas que lanzamos al aire cuando las
cosas nos salen inesperadamente mal y no hay a quien culpar, que decían:
"Si yo fuera varón o mi marido más hombre hace tiempo que hubiera matado a
ese perro que ríe tras el mostrador de su librería sin importarle el terrible dolor que
siembran los niños que manda a la muerte".
¡Te imaginas! O sea que detrás de todo estaba el
fulano que tú, yo y cualquiera de este pueblo conoce de qué pata cojea. No
contento con haber malgastado la herencia de sus padres en desmedro de los
derechos de sus hermanos menores, sofocar al sindicato hasta hacerlo
desaparecer con la intensidad de sus negociaciones políticas; dejar en el
abandono a tres mujeres llenas de hijos y haber trajinado por todas las
ideologías y credos; cuando todo el mundo se había acostumbrado a su amable
resignación de librero, aparece manipulando adolescentes que la pobreza de sus
padres los obliga a apostar por la quimera de sanguinarias esperanzas. ¡Por qué
no toma la carne de sus hijos y lo entrega al fanatismo de un detonador, a la
fría mesa de una morgue o a un entierro anónimo!
La idea de que aquella vez fueran cuatro y que más
tarde fueran más. La idea de que con algunos golpes a su favor pudiera manejar
muchos más adolescentes y por todo el tiempo que necesitara su abominable
quehacer, me revolvía las tripas y me trastornó por completo el liviano sueño
que me compadece. Tenía que hacer algo que fuera más allá de los procedimientos
policiales, que lejos de resolver algo, terminarían comprometiendo a esa
humilde madre y quizás a mí mismo.
Después de algunos días resolví recetar a ese maldito
su propia medicina. Le hice llegar una carta donde lo felicitaba por su nuevo
oficio y la brillante idea de terminar con la pobreza acabando con los pobres.
Le dije que lo teníamos cercado y que el nudo de su horca se iba cerrando lento
pero seguro, porque éramos los verdugos de los que fracasan con las vidas
ajenas, en fin, le dije muchas cosas más, que si te detallo podría pasarte
cientos de descargas eléctricas bajo la piel. Finalmente firmé la carta con el
seudónimo de "Anónimo", para que el criminal no tuviera ni el
consuelo de las sospechas. Al día siguiente pasé por la calle de su negocio y
éste permaneció cerrado durante tres días.
A la semana siguiente me lo encontré en la puerta de
la pensión donde comíamos, con un portaviandas en la mano. Ya no compartiría
con nosotros las mesas de la fonda. Comería en su casa porque así le parecía
más provechoso. A los quince días de la primera carta le hice llegar otra
ofreciéndole cinco maneras de morir, ninguna de ellas proponía una ejecución
expeditiva. Todas debían producirse dolorosa y brutalmente y con el toque de no
darle la menor oportunidad de conocer a su aniquilador. Pero todo podía
resolverse a su favor, si el día domingo a las cuatro de la tarde acudía al cementerio para dejar al pie de la tumba
de don Rogelio Marañón Urrutia, una lista con los nombres de la gente que
comandaba cubierta con un ramo de azucenas amarrados con un lazo negro.
El siguiente domingo después de aquel, propuse a mi
hermana una visita al camposanto porque había conseguido un buen ramo de flores
que valía la pena ofrecerlo a nuestros ausentes. Luego de rezar por los que
partieron antes, pasamos por la tumba de la beata del pueblo para encender la
vela de sus devotos, entonces fue cuando vi en un rincón de aquel altar tumba,
un ramo de marchitas azucenas enlazados con un crespón negro. Rogelio Marañón
Urrutia no murió jamás porque no había nacido nunca. Lo hice así para que ese
canalla en su afán de buscar la tumba de un no-muerto, se presentara ante todos
los muertos como él pronto lo sería. Cuando se dieron las condiciones que fue
diez días más tarde, le escribí una nota que decía: "Rogelio Marañón
Urrutia, eres tú"!
A media semana se apareció en la pensión para hacernos
saber que le habían propuesto un magnífico trabajo en Puno, en una empresa
minera que pagaba en dólares y que por eso la librería estaba en realización.
Anunció que los precios de los libros estaban por los suelos, pero si alguien
se decidía a comprar al por mayor, le saldrían casi de regalo. A los dos días
llegué a la librería y adquirí cuatro libros que en verdad estaban tan
rebajados como su vendedor. Al despedirme le recomendé se hiciera un chequeo
médico porque lo notaba bastante desmejorado. Agradeció mi preocupación y
comentó que probablemente se trataba de una antigua úlcera resucitada.
A modo de despedida le hice llegar una última esquela
donde le decía: "Ya estás muerto. ¿A dónde vas alma en pena?"! Con lo
que concluí mi íntima promesa de reparar el dolor de aquella humilde mujer.
►☼◄
Cuando terminó de hablar. Cómo
quería que aquel vaso vacío que tenía en la mano, fuera la botella llena. Como
no era posible, decidí reparar en la existencia
de mi reloj con el propósito de presentarle mi señal de despedida. Al
levantarme para alcanzar la puerta, le pregunté si había probado que el librero
estaba realmente involucrado en el asunto de la subversión y que además era el
jefe de algunos rebeldes. Muy suelto de huesos con la convicción de quien
merece una felicitación y espera se la cicateen, me respondió: "No lo sé,
pero si era inocente por qué no acudió a la policía".
Llegué a mi casa mareado por la
pesadez de aquella torcida historia. Agarré la botella de pisco que tenía
guardada para la visita de mi querida compañera y completé mi borrachera.
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