miércoles, 31 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (16)


[La piscina] 

Después de las pozas que con gran esfuerzo y alegría construíamos en los riachuelos que bajaban del Apu Ampay, las piscinas eran y siguen siendo el lugar de esparcimiento, sosiego y socialización de los abanquinos de todas las edades, pues el valle que alberga la ciudad tiene una temperatura promedio anual del 18 °C y en los tiempos de estiaje (setiembre, octubre, noviembre moderándose a partir de diciembre) supera los 30 °C.

La primera piscina que conocí fue una que estaba ubicada en la quinta “Infantas”. Seguramente la construyeron para el disfrute familiar y pasado algún tiempo debieron compartirlo con los ansiosos joros, que probablemente suplicaban por bañarse en sus aguas. A esa piscina se entraba por un caminito de herradura que comenzaba en algún punto de lo que hoy se llama la avenida Garcilaso de la Vega a la altura de la quinta “Canaval” y se dirigía hacia el Este, hasta una loma desde donde podía verse el río Kolkaqui, la pampa del estadio Condebamba, el cementerio general y con un poco más de curiosidad la piscina municipal.

También desde ese morro podían verse los viñedos de la quinta "Villa Gloria", que era una enorme pampa que fue parte de la encomienda de Condebamba asignado a Hernán Bravo de Laguna y después de la hacienda Patibamba. En tiempos de la colonia,  los jesuitas llegaron a ser los dueños de todas las haciendas de los valles de Abancay y Pachachaca, gracias a esa creencia de que si dejo mis bienes terrenales a la Santa Iglesia, por más que haya matado de todas las formas a decenas de indígenas, Dios en el cielo además de darme la vida eterna, me va a recompensar con creces.

La causa de estas "herencias" era porque estos hacendados no podían tener a su familia en Abancay, porque si querían conservar su linaje, los hijos de estos debían nacer en España, es decir ser "Chapetones", porque si nacían en el Perú serían criollos y por eso no podrían ocupar cargos administrativos al servicio de la corona española que era el más alto honor y ganancia de esos tiempos, y para el colmo estarían a la par de los mestizos, que eran los hijos de los españoles procreados en las indígenas. Por esa razón es que estos terratenientes vivían lejos de sus familiares. En esos tiempos la quinta "Villa gloria" era un alfalfar donde se criaban los caballos de estima y las poderosas mulas que debían trasladar el azúcar que se fabricaba en estos valles a la ciudad del Cusco.

Cuando Luis Petriconi compró la hacienda Patibamba, como buen italiano, cultivó en ese lugar un viñedo para la fabricación de vinos, donde además construyó una casa para el administrador, un amplio ambiente para los lagares o recipientes donde se pisaban las uvas  para comenzar el proceso de elaboración del vino, un gran depósito para los toneles de vinos y almacén para el vino embotellado y un vivero para la reproducción de las estacas e injertos de las futuras vides. Cuando en el año 1932, la hacienda Patibamba pasó a ser propiedad de Carlos de Luchi Lomellini y Gloria Carenzi, este lugar fue bautizado con el nombre de su nueva dueña: "Villa Gloria".     

Recuerdo que ese sendero a la piscina de la quinta "Infantas" estaba rodeado por varios solares y uno de ellos era de un tío  de mi madre que se llamaba Julio Miranda, donde tenía varios árboles de  duraznos blanquillos y abridores, que además de sabrosos eran muy jugosos. La piscina era pequeña y por eso mismo era la ilusión de los niños. Solo una vez me bañé en ella, no sé si me gustó, porque no pude nadar, bucear, hacerme el “muertito”, pues de todas partes llegaban los cuerpos a toparse con uno.

Como ya sabía nadar y muy bien, podía disfrutar en cualquier lugar donde hubiera agua estancada, pero siempre respetando al rio Mariño, no tanto porque sea un río grande, sino por su respetable caudal, pues esa corriente viene cayendo en un declive de 30 a 40 grados de inclinación, y su caudal puede variar de un día para otro, dependiendo de las lluvias que caen en las alturas de la laguna Rontoccocha, y por eso este torrentoso río no admitía que se construyera muchas pozas en su cauce, pues siempre las destruía.

Cuando uno llegaba a la piscina municipal que aún está ubicada a la margen izquierda del río Kolkaqui, que había sido construida sobre una terraza a la que se entraba por una puerta de fierro y luego de subir algunas gradas te tropezabas con un gran estanque de cemento de 15 metros de largo por 8 de ancho, construida con todas las artes y funciones que debía tener una piscina hecha y derecha. Estaba rodeada de una ancha vereda y a todos los joros su hondura nos tapaba en cualquier parte de su espejo de agua. Su parte más baja daba al Norte y la más profunda al otro extremo. Recuerdo que tenía dos escaleras de fierro galvanizado por donde podíamos abandonar la piscina y unas banquetas desde donde debían lanzarse los bañistas  cuando estaban de recreo o los competidores cuando había algún campeonato de natación.

Pegado al cerro tenía unas anchas gradas para solearse y al final de esas gradas unos vestidores. La entrada costaba diez centavos, pero como éramos recontra joritos, y aun  así verdaderos nadadores, gracias a Dios: "¡No nos cobraban!”. A esa edad, aquel frio estanque me parecía enorme y cansador, pero sin embargo durante mucho tiempo lo disfruté a mis anchas.








Pero no sólo fue esta piscina que yo, mi hermano y el resto de la patota conocimos por aquel lugar, sino también una pocita de cemento de unos cinco metros de largo y un poco menos de tres metros de ancho y más de un metro de profundidad. Aunque a esa menuda edad no sabíamos para qué exactamente servía ese pozo, con el correr de los años nos dimos cuenta que se trataba de un desarenador, para que las aguas que llenaban la gran piscina municipal llegaran sin arena, hojas o yerbas. También conocí que en tiempos lejanos en ese lugar había funcionado una pequeña central hidroeléctrica de gestión municipal.

Lo malo de esa piscinita era que varios mozalbetes del lugar se creían sus dueños y se mostraban muy agresivos con los que queríamos bañarnos sin su consentimiento.

Una tarde después de bañarnos en ese desarenador nos dimos a la aventura de saber de dónde llegaba el agua a esa poza que después llenaba la piscina municipal, así que nos echamos a andar aguas arriba de la acequia. Después de más de dos kilómetros, nos encontramos encima de las faldas de un cerro que tuvimos que voltearlo para por fin llegar a la toma, y sólo así pudimos enterarnos que ese elemento provenía de un riachuelo que los lugareños llaman Marcahuasi.

Cuando satisfecha nuestra curiosidad quisimos salir de ese lugar por el camino de herradura que llegaba a “Villagloria”, a varios malditos perros del tamaño de leones, solo les bastó vernos para apartarse y meterse entre las hierbas y arbustos de las inmediaciones, entonces supimos que se trataba de perros que se estaban preparando para atacarnos y mordernos con éxito. Como esa perruna treta ya la conocíamos en carne propia, tuvimos que devolvernos por el mismo camino con el sol ya metido en el cerro “cocodrilo” (Ccorahuire) y a punto de oscurecer. De esa aventura no quiero acordarme, porque no solo nos cayó nuestro merecido, sino que nos castigaron hasta que se olvidaron que nos habían castigado.

Más adelante cuando ya era más grande y por mi trabajo en casa tenía derecho a pedir una propina, previa la inquisidora pregunta: “¿Para qué quieres 50?” “¿Para comprar pan?, pues en aquella bolsa hay pan”, era la respuesta. Pero si además te habías portado muy bien, que no era estar amolado como un sonso, sino comedido y bueno para todo lo que se te ordenara, y además notabas que estaban de buen humor, podías decir con la mayor naturalidad, para la piscina, para el cine, para un helado, para un chupete. 

Cuando me daban para la piscina me iba por su puesto a la piscina “Cristal” de la quinta "Santa Isabel" de propiedad del doctor Díaz, un médico cusqueño, que se graduó en la Sorbona de Paris y solo dios sabe por qué se avecinó en el pueblo. Sí, aquel que quedó inmortalizado en un carnavalito que los mordaces abanquinos usan para burlarse o satirizar a sus vecinos, allegados  o a las instituciones,  que dice: "Doctorcito Díaz / dame una receta / que sería bueno / para el mal de amores / Y si la receta / no sería buena  / a los nueve meses / lavando pañales /", y en cuya memoria el hospital de la ciudad lleva con mucho orgullo su  nombre: "HOSPITAL REGIONAL GUILLERMO DÍAZ DE LA VEGA DE ABANCAY". En donde con mucha seguridad me encontraría con mi patota, y me haría amigo de otros que me simpatizaran, pero también me tropezaría con mis enemigos, que como en todo “pueblo pequeño e infierno grande” lo eran por gusto y porque les daba la gana, pero sobretodo encontrar y contemplar a la niña que no sé porque me gustaba de un modo que todos conocemos, pero que aún nadie, ni los mejores poetas,  han sabido expresar con exactitud.




Sobre esta experiencia y mi vida en las piscinas, hace un buen tiempo escribí esta nota, que creo puede ilustrar mejor lo que estoy tratando de decir:

“La piscina, mi otra casa,
donde aprendí a ser un pez
y una libre y calenturienta lagartija.

Donde tirado al sol
pude ver todas las formas
que las nubes dibujan en el cielo.
Donde aprendí a conocer
a qué hora debe irse la luz
para que vuelvan las sombras.

Ese pozo donde me ufanaba de mí mismo,
prometiendo muchas vueltas sin respiro,
donde hice mis tercas zambullidas
que solo a mí me gustaban y porque además  
me permitían meterme al fondo de sus aguas
donde mi mente le pertenecía a ese otro mundo,
ajeno a la superficie donde deambulan los mortales.

La piscina, la comida y el refresco
para mi piel mojada, aireada y quemada.
La piscina del feliz irse hasta el fondo,
hacia la libertad de ser uno mismo,
dentro de los seis lados de su cubo acuoso.

La piscina sin mentiras,
sin miedos, sin sospechas.
Solo agua, y más bendita agua
como al inicio de los tiempos.”



[El cine gratis y callejero] 

Recuerdo que las primeras películas que vi se proyectaban en las paredes de la catedral y de la Capilla del Señor de la Caída. Eran en blanco y negro. Las que vi en el muro de la iglesia mayor, eran de la propaganda de Anacín y Kolinos, que entre los dos o tres cortos que pasaban, proyectaban unos dibujos animados con sonido, donde mostraban al público asistente cómo una pequeña pastillita de “Anacín” podía quitar la fiebre y calmar el dolor de una cabezota enorme que se quejaba o de una muela gigante, y cómo una limpieza de la boca con la pasta dentífrica y cepillo marca “Kolinos”, mataba sin piedad a unos bichos metidos en una enorme bocaza, que con unos picos súper puntiagudos iban cavando sobre unos dientes inmensos hasta destrozarlos.

Después de esa propaganda, que igual nos gustaba, pasaban dos cortometrajes de Charles Chaplin y del Gordo y el flaco que nos mataban de risa a más no poder. Acabada la función nos levantábamos del duro empedrado con los potos adormecidos y fríos, pero aun maravillados y riéndonos de las divertidas, locas y peligrosas aventuras de sus personajes, y nos íbamos a nuestras casas con la esperanza de que al día siguiente se repita la función, pero eso nunca era posible, pues aquella ansiada proyección se repetiría, cuando menos lo esperásemos, algunos meses o sabe dios cuándo.

Unos años más tarde en una de las paredes de la capilla del Señor de la Caída, los padres canadienses que vivían en la casa cural de la esquina del jirón Grau y la avenida Prado, por lo menos una vez al mes y desde una de sus ventanas proyectaban películas de Charles Chaplin, el Gordo y el flaco (Laurel y Hardy), Buster Keaton y algunos cortometrajes de “Los tres chiflados”.
 
Esas noches eran de una felicidad inolvidable para todos los asistentes, pero muy especialmente para nosotros los niños, porque nos reíamos hasta que nos doliera la panza, y también porque a través de esas películas nos enterábamos de la existencia de otras gentes, de interminables campos de cultivos, máquinas increíbles y enormes ciudades con rascacielos. Así, la vida era inolvidablemente linda de verdad.







viernes, 26 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (15)

[La campiña abanquina] 

Durante las vacaciones escolares, sin que nos importara un pepino que coincidiera con el tiempo de las lluvias, nuestras curiosas andanzas por la campiña eran nuestro mayor entretenimiento. La distancia que podías alejarte del pueblo dependía de los parientes o amigos que tenían una chacra o una estancia ganadera a donde con mucho gusto te invitaban de paseo porque es muy conocido que los abanquinos somos gente hospitalaria. Pero si no había alguien de confianza  que te alejara del pueblo, a manera de aventura exploratoria,  era suficiente merodear por sus inmediaciones.

Por el Oeste, con los terrenos aun no habilitados para la expansión urbana de la ciudad de Abancay y que eran parte de la expropiación de la hacienda Patibamba, donde existía un gigantesco reservorio que tenía la fama de ahogar a todos los muchachos que se atrevieran a bañarse, porque ahí se había matado un hombre malo que le disgustaba que molestarán ese lugar haciendo ruido, tirando piedras al pozo y menos agitando sus aguas. Un poco más allá  estaba “Pucapuca” de donde traíamos arcilla roja, blanca y amarilla para jugar haciendo los animalitos o las fichas para jugar plic plac.

En esa misma dirección pero un poco más arriba por un camino que empezaba en el "Arcupuncu", alguna vez fuimos a conocer el sector de Moyocorral, que en otros tiempos se llamó "Muyuq", porque en la colina que ahora es el cementerio de Puca-Puca, existía un pequeño grupo arqueológico constituido por andenes circulares de factura inca y probablemente en su cima se ofrecía "pagos" a las deidades locales con hojas de coca y otros elementos y donde seguramente se adoraba a una "Huaca" sagrada. Durante el establecimiento de las haciendas coloniales, sus piedras fueron desmontadas para la construcción de estanques de agua, canales de irrigación y el cercado de algunas chacras. Más adelante los dueños de la hacienda con la bendición de la iglesia, consintieron que los nativos del valle sepultaran a sus muertos en esa colina.


Por el sur estaba el camino a la hacienda Illanya donde vivía una vieja mujer que mis hermanas mayores llamaban con mucho respeto y compasión: "La María Letona", con la leyenda de que tenía un montón de joyas de oro y de plata y un sin número de piedras preciosas y finos relojes suizos, miles de libras esterlinas de oro y ricos vestidos como de las reinas y las princesas, una vajilla de la más fina platería,  y que había tenido la desgracia de haberse casado con un venezolano que era un pobre diablo, dizque artista de circo, a quién había tenido que mantener con todos los vicios de un braguetero: apostador de póker y rocambor, fanático de las  peleas de gallos, de las carreras de caballos, concursos de tiro al blanco, grandes banquetes, buenos wiskis, vinos y champanes de Francia y muchas queridas. Sino ibas a Illanya podías pasear por la ex hacienda Patibamba y caminar sobre sus construcciones y finalmente subirte a la torre de su campanario para gritar lo que se te ocurriera como si estuvieras en la cima del mundo y contemplar la maravillosa y sangrienta puesta del sol detrás del Apu "Ccorahuire".

Casona de la hacienda Illanya

 Dormitorio de María Letona en la hacienda Illanya. Todo era de Europa

Torre de la hacienda Patibamba

Casona de la hacienda Patibamba, abandonada por el Ministerio de Cultura

Por el otro lado, pero siempre al Sur estaba la piscina Cristal del doctor Díaz y más abajo la selva del rio Mariño, donde aún se conservaba alguno que otro árbol de mora. Al frente, pero pasando el puente, nos gustaba visitar una derruida construcción, donde habían grandes tubos pintados de rojo que pertenecieron a una antigua central hidroeléctrica y donde crecían unas enormes y sabrosas ciracas. Una tarde, uno de los pikis de la pandilla, salió de una mata de arbustos para contarnos lleno de susto que un hombre estaba matando a una muchacha, y como no le creímos nos acercamos para saber de qué nos estaba hablando, fue entonces cuando un energúmeno y una mujer, más loca que una cabra, llenos de furia empezaron a tirarnos grandes piedras, y por supuesto salimos volando de aquel lugar y no paramos hasta alcanzar el Camal Municipal, que ahora es el cuartel de los bomberos voluntarios. Ya en la adolescencia me enteré que esos condenados, sólo estaban haciendo sus “ricas cochinadas”.

Por el Este, pasando el río Mariño podíamos visitar los restos de un antiguo molino donde había unas gigantescas piedras para moler granos, más tarde leyendo viejas crónicas, me enteré que ese molino fue propiedad del Encomendero de Condebamba llamado Hernán Bravo de Laguna y que lo mandó construir todavía en el año 1549. Después continuábamos  nuestra caminata hasta llegar al puente de calicanto en Aymas, donde al pie del triste abrigo de una roca vivía una joven desquiciada, pero bastante avejentada, en medio de la basura que ella misma trasladaba desde el pueblo. Esta pobre trastornada tenía la cabeza llena de heridas que ella misma se infligía con un hoja de afeitar  y andaba vestida con lo que siempre me pareció un haraposo hábito de monja Carmelita. Esta pobre mujer no inspiraba miedo a nadie, sino que más bien parecía asustada y fastidiada de todos. También podíamos tomar el camino que pasando por el Cementerio y el estadio Condebamba que era tan solo una pampa, podíamos dirigirnos hasta un lugar que se llamaba Marcahuasi, pero no nos gustaba este lugar por estar lleno de perros bravos que no le tenían miedo a nuestras hondas. 

Puente "Calicanto" en Aymas

 El río Mariño pasando por Aymas

Por el Norte, solíamos caminar por el antiguo camino inca hasta llegar al "Arcupunco" y  de allí a "Tinyarumi", que es una roca errática que seguramente hace miles de años se ubicó ahí en el tiempo de la desglaciación del nevado Ampay, que dicen los científicos llegaba hasta la laguna chica. Pero en esos años nos parecía un gigantesco peñón y nos lo imaginábamos del tamaño del morro de Arica de donde montado en su caballo y defendiendo la bandera peruana se lanzó el valeroso Alfonso Ugarte. Pero si seguíamos la carretera podíamos llegar a Tamburco donde en una esquina estaba una antigua y pequeña iglesia muy concurrida por los lugareños, que guardaba la imagen de un Jesucristo malamente azotado.


Capilla de Tamburco. Foto tomada por Hiram Bingham en 1909

Después visitábamos el “Usnomocco” que era una redonda construcción incaica muy abandonada, y seguíamos caminando hasta llegar a un bello puente de piedra labrada que dicen lo mandó construir un señor italiano que fue el dueño de la hacienda Patibamba y que se llama "Capelo", pero que en realidad se llama "Copello",  por donde pasaban los carros en su camino al Cusco, y un poco más allá la granja del Ministerio de Agricultura. Y más o menos un par de kilómetros arriba, llegábamos al "polvorín" que era un hoyo perforado en la roca del talud de la carretera con una puerta metálica que tenía un gran candado, donde decían  que se guardaba miles de cartuchos de dinamita, y de allí nos devolvíamos al pueblo porque ya era muy tarde.

Granja de "San Antonio" de la Dirección Regional Agraria de Apurímac

Casi siempre nuestras aventureras incursiones por esas desconocidas rutas acababan donde nos tropezábamos con perros bravos y mordedores, pues el que menos ya tenía sangrientos recuerdos en las piernas o en el poto, para la risa de los demás. Aunque en la casa acababas mintiendo que en la calle un perro bravo, sin más ni más, te había mordido. "¿En qué calle te mordió ese perro?  "En una calle mamá". “¿De quién era ese perro?” “No sé mamá”. ¿De qué color era ese perro?” “No me acuerdo mamá”. Si había alcohol, lavaban la herida con alcohol, sino había alcohol lo hacían con cañazo, ron de quemar o kerosene, para que te duela por mentiroso. Después de haber soportado tamaño castigo por algo que estabas escondiendo, ahí quedaba el asunto.

Pero decir que ese perro te había mordido en una chacra era condenarte a no salir más al campo, por lo menos el resto de esas vacaciones. Ya después por los chismosos que nunca faltan, en casa se enteraban que tu ataque no era citadino sino más bien campesino, entonces lo único que les quedaba decirte a los que te querían era que los mentirosos se iban al infierno.

Si la herida era grande y podía infectarse te llevaban al tópico de la beneficencia, para que previa la tortura del algodón con merthiolate en la punta de una tijera, te cosieran la herida a puntazos como si fueras una encomienda, y al final te parcharan con gasa y esparadrapo. En medio del dolor que te infligían los sádicos que te estaban curando, te jurabas que esa desgracia no te volvería a pasar, pero alejarte del campo o tenerle miedo, jamás.  Después de ese martirio, llegabas a tu casa como un herido de guerra, lleno de orgullo.

La gloria de salir con la pandilla al campo por el tiempo de las vacaciones era que podías acceder gratuitamente a recogerte y comer hasta la saciedad nísperos maduros y llevarte una buena cantidad a casa para que preparen un dulce o una mermelada. Muchas veces nos encontrábamos con plantas de zarzamora que tienen unos riquísimos frutos que localmente nosotros llamamos: “ciracas”, sin olvidarnos de recoger para la abuela de cualquiera de nosotros dos o tres ramas, para una infusión que calmando los nervios provocaba el sueño o, llevarles varias vainas de tara seca que abundaba en los cercos para secar la pezuña y curar la garganta irritada.

 
¡Ciracas!

También le dábamos duro a los "wiros" que eran los dulces y jugosos tallos de los maíces maduros, y los chupábamos hasta que su jugo se nos escapara por la comisura de los labios y sus cáscaras nos cortaran la lengua y las jetas. Los había de diferentes dulzores y hasta una con gusto a fermento. Para hacerle saber a los demás que éramos expertos conocedores de los mejores "wiros", les hacíamos degustar una mordida diciendo: "¡Prueba esto!", a lo que nos replicaban: "¡Prueba esto tú también!", y ambos conveníamos que éramos muy buenos en eso de escoger lo mejor. Igual placer nos brindaba la caña-caña que era una fina y pequeña hierba de la estación de lluvias que tenía en el tallo un zumo agridulce, cuando la encontrábamos tomábamos varias de ellas hasta llenarnos la boca y las mascábamos placenteramente. 

Otra delicia que nos resultaba gratis y en abundancia eran las nueces de los árboles de nogal, que nosotros llamábamos “cocos”, que si estaban secos los chancábamos con una piedra a modo de mazo contra otra piedra que servía de yunque, hasta que se rompieran y dentro de ese fruto encontrábamos una carnecita blanca metida entre unos laberintos, que para sacarla y disfrutar de su exótico sabor, tenías que hacerlo con un fino palo bien duro y puntiagudo, y mucho mejor si era con un alambre, reunir la cantidad suficiente y disfrutar a boca llena de tu trabajo.

Casi siempre al final de esas empanzadas de nísperos, duraznos, membrillos, manzanas, tunas, ciracas, caña-caña, frutos del tucnay, wiros, pacaes y tumbos nos daba lo que mi madre llamaba “fiebre intestinal” que era un permanente dolor de barriga y falta de apetito acompañado de una fiebre que te hacia sudar mucho, de modo que en ese estado no podías salvarte de una enema o lavativa, que era un cocido de una yerba llamada “cusmaillo”, lavazas de jabón de pepita y no sé qué otros menjunjes más, que desde una jarra de fierro esmaltada de blanco con un tubo de salida en la base a la que conectaban una manguerita que acababa en una llavecita negra de abrir y cerrar, te la metían de costado por el poto y cuando consideraban que ya habían vaciado lo suficiente en tus tripas, te agarraban de los pies y te sacudían varias veces, para después ordenarte que evacuaras una gran diarrea en una enorme bacinica. En ese momento era que te hacían ver varias cascaras y pepas de nísperos, junto a semillas de tucnay, tunas,  pequeños bagazos de los wiros y de nueces de nogal  y otras porquerías más que nadie podía adivinar.

Tucnay 

Después te fijaban una dieta por tres días, dentro de los cuales no se molestaban en hacerte saber que sí continuabas comiendo como un chancho o un chihuaco, te esperaba otra lavativa más, y que hasta la "moscarina" podía darte, y ahí nomás te morirías como el hijo de la fulana, de la zutana, de la mengana y del perencejo.

Por esos campos, especialmente los de Maucacalle, Sahuanay, Tamburco y San Antonio por unos centavos podías comprar un montón de duraznos blanquillos, abridores y los jugosos amarillos y unas enormes peras. Nunca compramos membrillos, porque además de pesar mucho no podías comértelos crudos debido a la dureza de su pulpa y a su sabor agrio, pero sí recomendábamos a la dueña de la chacra para que pasase por nuestras casas y se las vendieran a nuestras madres, para que prepararan la sabrosa mermelada de membrillo que le salía como una gelatina y que podía cortarse en pedacitos como los tofis. Pero en realidad estas señoras nunca pasaban por mi calle, ya que mi madre tenía sus caseras que le traían en su caballo, dos o tres arrobas de toda clase de duraznos, que los más sanos y deliciosos los disfrutábamos directamente y con el resto hacia mermelada y orejones. Lo mismo sucedía con los membrillos, pero de otra casera.

Recuerdo vivamente que algunas veces  en la chacra de un amigo, su madre nos invitaba a comer antiporotos, que son como unas habas grandes que crecen en un árbol muy bonito y floreado de rojo o naranja, que nos servía sancochadas y acompañadas con queso fresco. Eran muy harinosas y con un sabor especial, ahora que de adulto las volví a probar, bien podría decir que se trata de un sabor andino muy, pero muy antiguo, quizás de los tiempos de los primeros hombres que ocuparon este valle.
  
Una vez en el campo, la pandilla, que muchas veces era mixta, jugábamos incansablemente a un montón de juegos como las coboyadas, donde unos hacían de jovencitos “los blancos” y en otro bando estaban los "chunchos" o “apaches”, cada bando tenía su líder. Cuando éramos muy joritos disparábamos con las manos haciendo ruido con la boca: “¡Bang!”, “¡Bang!”. Mataba quien gritaba: “¡Bang!” al primero que veía. Pero a veces esas muertes no se respetaban, porque ambos alegaban que los dos habían disparado primero. Las que si se respetaban y en las que incluso podías tomar prisioneros era cuando los sorprendías por la espalda. No sé por qué, quizá sea porque acabábamos dándonos cuenta que ese juego era bien sonso, de un momento a otro nos reuníamos todos para inventar otro esparcimiento.

Las escondidas era lo mejor para ese lugar, aunque eso también acababa aburriéndonos  porque en el campo había muchísimos lugares donde podías esconderte sin que jamás te atraparan y entonces el buscador acababa rindiéndose.

Un poco más grandes, el juego se tornaba más real y peligroso, porque era a hondazos y con higuerillas, entonces sí la guerra era de verdad, porque si bien nadie moría había muchos heridos, y cuando uno resultaba bastante maltrecho parábamos la locura, porque nadie quería acabar igual de afectado. 

También jugábamos a los "chantaperros", que eran unos dardos que tenían un origen rural, porque los utilizaban los pilluelos del campo para espantar a los perros chocleros que entraban a dañar sus maizales. Consistía en coger el pistilo de la flor de una tuna y ponerle una espina de la misma penca en el extremo más ancho y una pajita muy fina en el extremo más delgado, hecho esto tenías un dardo "chantaperros". Con ellos jugábamos sobre una diana para tiro al blanco que con su propia espina dibujábamos sobre la penca de una cabuya, y concursábamos hasta que acabasen deteriorándose irremisiblemente. Jamás llegábamos a nuestra casa con estos chantaperros, porque nos lo tenían expresamente prohibido, advirtiéndonos que un desgraciado había convertido en tuerto a su mejor amigo y que por ese delito estaba preso en la correccional de menores del Cusco.

Nunca me olvidaré de mis arcos y flechas de huarango con su cuerda de pita de cabuya. Eran veloces y precisos y por eso peligrosos. Un poco más crecidos aprendimos a ponerle puntas de clavo y eso sí que ya no era un juguete, sino un arma prohibida: “¡Como vas a jugar con esta monstruosidad!” Y nos lo decomisaban para que más tarde, a nuestras espaldas, las metieran al fogón.

       Pasadas las vacaciones, cómo nos gustaba hacer “canchitas” con el crecido pasto seco que dejaban las lluvias. Las hacíamos en la escuela o en el campo, y simplemente consistía en cortar y juntar un montoncito de pasto y prenderlo con fósforos y estar atento a que revienten las semillas como  minúsculas palomitas de maíz y sacarlos de la candela aunque te quemaras los dedos. Después de juntar unos diez o veinte nos lo comíamos de muy buena gana, aunque nuestros ojos quedasen más rojos que la luz de un semáforo por culpa del humo, que también se había metido en nuestros pulmones.

El río Mariño y la ciudad de Abancay

martes, 23 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (14)


[Los aros] 

Era muy común ver casi todo el año, a uno o más niños, arreando con la mano o con una "palcca" un aro de jebe, que era el deshecho que le quedaba a los ojoteros de la calle Miscabamba. Es decir, esa parte de un neumático que los técnicos llaman “aro de talón”, dentro del cual se encuentra revestido de caucho sintético un rollo de alambres. ¿De qué llanta era tu aro? Si era para un niño era de un auto, si era para un adolescente podía ser de una camioneta o un medio camión, aunque algunos empalagosos se aparecían con el aro de la llanta de un camión.

El juego consiste en hacerlo rodar sobre el suelo, sin que pierda el equilibrio, impulsándolo con una “palcca” (horqueta) de madera que tenía un mango de unos 70 centímetros de largo. Por ahí, cuando este juego se ponía de moda y tenías que tener sí o sí un aro, se organizaban competencias de carreras de aros. Cuando se asfaltaron las calles aparecieron algunos pequeños aros de metal impulsados con una varilla de alambre que en un extremo tenía la forma de una U que se doblaba hacia el jugador a una distancia de más o menos un metro, ese era su mango, pero la verdad es que debido a su escasez muy pocos lo tenían.

Recuerdo que una de las frases favoritas de nuestros padres, cuando nos poníamos molestosos e insufribles con algún reclamo absurdo u ocurrencia que no podían o no tenían ganas de contemplar, era: "Saca tu aro y vete a pasear", que no era una invitación a que salieras a jugar, sino una velada advertencia. Eso más o menos era el equivalente de lo que ahora dicen: "¡No te pongas cargoso!", al tiempo que les muestran una correa o una chancleta.

Algunas muchachas intentaban jugar con aros livianos al “ula-ula” impulsándolo con un movimiento giratorio de sus caderas, lo bastante rápido como para mantenerlo girando en torno a su cintura, pero muy pocas lo lograban debido a su gran peso.

De este bendito juego tengo un gracioso recuerdo, aunque no lo fue para nada en su momento. Resulta que para alardear con los demás niños yo y mi hermano sacamos a la calle una llanta que teníamos en casa como residuo de la “góndola” que era como se llamaban a las combis de aquellos años y que fue propiedad de la familia por algún tiempo, y ante la admiración y celos de los otros niños nos pusimos a jugar con el neumático en las inmediaciones de nuestra casa que quedaba en la quinta cuadra de la calle Cusco, hasta no sé cuál de los dos, porque nos echamos la culpa mutuamente, el “araso” se nos escapó de control y ante los atónitos ojos y las bocas abiertas de todos los presentes se fue rodando calle abajo.

En la primera esquina saltó como de un trampolín y más abajo se llevó una lata de anticuchos y vimos cómo la lata junto a los palitos con sus carnecitas, tripitas, papitas, las brasas y el carbón saltaron por los aires. Felizmente a esas horas la dueña del negocio andaba metida en su chichería. En la otra esquina cobró aún más velocidad y acabó metiéndose a la tienda del señor Ezequiel Villafuerte pues en esta parte, como hasta ahora, esa calle está quebrada, y nunca supimos qué destrozos habría causado a su negocio. Solo vimos que nuestra víctima sacó y exhibió en la puerta de su tienda por muchos días la bendita llanta con la esperanza que su dueño la reconociera y tratara de recuperarla, porque este señor sabía de antemano que a algún mozalbete se le había escapado esa goma. Felizmente gracias a nuestras oraciones, no pasó nada.          


[¡¡A poroootos!!] 

Gracias a las lluvias, en tiempo de las vacaciones escolares aparecían los benditos porotos y jugar con  ellos se ponía de moda. La principal modalidad de este juego era hacer un hoyo en la tierra y desde una distancia de más o menos cuarenta centímetros, tincar con el dedo pulgar los porotos hasta meterlos en el orificio. Quién quería jugar debía pregonar a voz en cuello por la calle: “¡¡A porooootos!! ¡¡A porooootos!!”, hasta que aparecieran los rivales. Luego se ponían de acuerdo a cuántos porotos querían jugar: a tres, cuatro, cinco o más porotos. Si convenían que a cinco, cada uno sacaba de sus bolsillos la cantidad convenida.

El desafiante debía empezar a tratar de introducir en el hoyo el primer poroto, en seguida el segundo era tincado por el rival, y así sucesivamente hasta que los diez estuvieran en juego. Si un jugador introducía un poroto en el hoyo podía seguir jugando, pero si fallaba le tocaba al rival, pero si no fallaba porque todos estaban cerca del agujero y además tenía los nervios de acero debido a su experticia, acababa metiendo en el hoyo todos los porotos y ganaba los diez. Algunos jugaban a porotos en los tiros como en el caso de los lápices de color, pero a la mayoría no les gustaba, porque era mucho trabajo para poca cosa.

Los porotos más valiosos y que podías apostar como si se trataran de dos, eran las  “vaquillonas”. Estas eran unas raras semillas de color blanco y negro, parecidas a unas vaquitas Holstein, de allí su nombre. Los "toritos" que eran de color blanco y rojo indio, también eran valiosos pero no tanto, porque casi todos tenían siquiera un poquito. También eran codiciados los porotos amarillos ocre que eran muy finitos y tenían la radícula negra. Finalmente a nadie le faltaban los “chinqui porotos” que eran las semillas marrones de unas leguminosas silvestres, pero no servían de apuesta dentro de un juego serio, sino para jugar por jugar nomás, como entrenando.

También se jugaba por jugar con frijoles rojos, negros, bayos, canario, caballero, pero solo entre ellos, pues en realidad no eran muy “porotos” que digamos, porque los verdaderos debían ser silvestres y crecer en campos secretos, en cambio estos podías encontrarlos en la cocina de tu casa y hasta por costales. También se podía aceptar jugar con las semillas de la uña de gato, que se encontraban en abundancia en los cercos de los huertos, pero a quien se atreviera a querer jugar con panamitos se le recriminaba diciendo: “¿Vas a querer jugar con panamitos? ¡Vete a la cocina de tu casa a jugar con las ollas de tu abuela. Sonso!”





[El monta pelis] 

Desde Lima llegaba a nuestra ciudad en bolsitas de 50 centavos, los recortes de los fotogramas o cuadros de un rollo de celuloide de las películas en blanco y negro que eran pequeñas, y las más grandes de hasta 35 milímetros a colores. Era un placer poseer estas “pelis” como nosotros las llamábamos y hasta un honor tener un fotograma de una película donde Kirk Douglas aparecía inmortalizado como un vikingo o Espartaco, o que Charlton Heston apareciera como Ben-Hur o como Moisés en Los Diez mandamientos, o Víctor Mature en Sansón y Dalila o el Manto Sagrado, o en blanco y negro a Charles Chaplin, Johnny Weissmüller en cualquiera de sus películas de Tarzán o Jim de la Selva, su mujer Jane y la famosa mona Chita, los Tres Chiflados, el Gordo y el Flaco, el Llanero Solitario, el Zorro, King Kong o Godzilla, y cientos de otros personajes más que, o bien no los recuerdo, o me los inventaba porque esa película jamás la había visto.

Jugar al “monta pelis” consistía en que previo “yanquempó” (piedra, tijeras y papel), desde una grada más o menos alta, 20 centímetros por ejemplo, el perdedor debía hacer deslizar una de sus “pelis” hacia el plano inferior y si la segunda  lo montaba es decir si caía sobre la primera ganaba esa “peli”. Pero si no la montaba seguían deslizando, cada quien a su turno, una a una, más “pelis”, por aquí y por allá al comienzo, pero después había que afinar la puntería para que tu “peli” montara a alguna, entonces ganabas todas las que estaban en juego. Si una “peli” no caía sobre el mismo fotograma, sino que apenas picaba sus costados ahuecados, se llamaba “pica” y eso te daba derecho a repetir el juego, levantando tu “peli”. Ganar era todo un orgullo porque le habías quitado a sus vikingos, Ben-Hur, Moisés, Sansón, Chaplin, los tres chiflados, etc.

No faltaban los forajidos que en pleno juego soplaban las “pelis”, para que  salieran volando fuera del lugar del juego y luego ponerse a asaltar, como si se tratará del "cebo padrino".   

Cuando tenías “pelis” y una caja de zapatos, una lupa y un foco con su cordón y enchufe,  podías hacerte un cine haciendo un huequito rectangular en el centro superior de uno de los costados más pequeños de la caja y un corte en su base por donde podía entrar un cartón grueso que afuera se doblaba para arriba, donde debía instalarse una lupa. Después de colocar el foco dentro de la caja y quedar bien tapada, y colocada la “peli” en el cuadrito rectangular, que previamente había sido acondicionado con alfileres o chinches para que pudiera retener el fotograma,  se prendía el foco enchufándolo al tomacorriente, y luego de calibrar la distancia de la lupa se podía ver la “peli” reflejada en la pared, la primera vez volteada, pero cuando entendías el truco, jamás volvía a sucederte ese chasco. Cuando por fin logramos eso, los que participábamos en esa construcción, nos sentíamos verdaderos inventores.





[El tiempo de las cometas] 

Como en todas partes de estos andes, el mes de agosto es la temporada para hacer volar las cometas, porque es el tiempo de los vientos. “Agosto waira” le llaman en el campo y dicen que este mes encarga de reunir las nubes que han de provocar las primeras lluvias, que deben producirse en setiembre, donde en algunos lugares comienzan las labores de preparación de las tierras para sembrar el maíz y otros productos más.

De las cometas, que era una diversión de toda la familia, tengo memorias desde muy jorito. Recuerdo nítidamente la cometa que un poco más alta que yo, fabricó mi padre a partir de tres tiras de carrizos que básicamente tenía la forma de una H, pero con el palo central un poco más arriba del centro y salido para ambos lados. "La parte de arriba debe ser un cuadrado perfecto para que los tirantes sean equidistantes, y así la cometa equilibrada por el tamaño de su cola, pueda volar bastante quieta y sin cabecear", nos advertía al tiempo que nos enseñaba a hacerla. Luego le pasó dos veces  un hilo por todas sus puntas y la forró con papel cometa, la franja del centro de azul y por decir las alas, de rojo. Cuando acabó su construcción mi madre se apareció con la gigantesca cola de la cometa hecha de los trapos que ya no le servían, y esta fue amarrada de la pita que salía al final de la H que tenía las patas más largas. 

Ya en los campos que estaban más arriba de mi casa y que ahora están plenamente urbanizados. Con una bobina de hilo de cáñamo la hacía volar por unos minutos para calibrar el verdadero tamaño que debía tener la cola, que no podía ser ni muy larga que la hiciera pesada e incapaz de levantar un vuelo raudo y seguro, ni muy corta que  la hiciera cabecearse hasta partirse en el suelo. Luego nuestra mágica cometa comenzó a elevarse lejos y muy alto, cerca del cielo. Me acuerdo que voló sin parar hasta hacerse tan pequeñita como un avión. A nuestro turno, sin soltar la bobina nos daba el mando del vuelo. "¿Qué pasaría si dejo que la manejes tú solo?", nos preguntaba. "Me jalaría por los aires", respondíamos casi todos, porque sentíamos que jalaba fuerte, más fuerte que cualquiera de nosotros.

Después junto a todos mis hermanos, mandamos unas cartas que eran unos papelitos del mismo papel de la cometa, pidiendo a nuestros abuelitos muertos que sin duda estaban en el cielo, se nos cumpla aquello que más estábamos deseando por esos días. Para ese envío mi padre hacia un hueco al centro del papel y lo hacía elevarse por el hilo de la cometa, mientras  cada uno y a nuestro turno gritábamos llenos de alegría: “¡Mi carta. Ahí va mí carta!”. Finalmente cuando la tarde se estaba cerrando, como si fuera un asunto de algo mágico, sentíamos que todos nosotros habíamos volado también, y nos volvíamos a casa correteando y gritando con la cometa intacta con todo y su cola, lista para volar junto a nosotros el próximo domingo.

Más tarde, cuando crecimos y nos hicimos expertos en toda clase de hechuras, diabluras  y chifladuras, nosotros mismos hacíamos nuestras cometas y salíamos a los sitios donde los demás chicos volaban las suyas. De hacerla volar, las hacíamos volar, pero jamás regresábamos con las cometas, menos aún volvían las dos o tres canillas de hilo que habíamos llevado, sino tan solo un pequeño ovillo de algo que habíamos recuperado, y que era suficiente para construir las próximas cometas.

Recuerdo que las que hice yo para mí, siempre fueron de color rojo y azul.


viernes, 19 de julio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (13)

[El barro] 

La plastilina de esos tiempos era el barro, de preferencia si era de arcilla, pero de caliche bien cernido, también servía. Con esa plasta, especialmente las mujeres, hacían wawatantas, y todos los panes del mercado: pan común, rejillas, mistis, roscas, palitos, empanadas con todo y su relleno. Mientras a los niños nos gustaba hacer perritos, carneritos, vaquitas y algunas otras figuras más que aun que no se parecieran a lo que decíamos, nosotros insistíamos en que sí. No faltaba algún súper imaginativo que hacía un muñeco de barro y alucinándose Dios, le gritaba: ¡Adán, despierta!”, o Jesucristo: “¡Lázaro, levántate!”

Otro pasatiempo mixto con base en el barro era fabricar pequeños adobitos teniendo como molde las cajas de los fósforos. Con ellos levantábamos casitas que las cercábamos y dentro de ese resguardo le hacíamos su camino, su huerta, su gallinero, su corral con animalitos y todo, y cuando creíamos que todo estaba listo, lo sembrábamos de árboles y pasto. Esa era una distracción muy atrapante y divertida, porque todos queríamos demostrar que nuestro hogar era el más grande, el más lindo y el mejor.




[La cocinita y otros juegos] 

Un pasatiempo exclusivo de las niñas era jugar a la cocinita con las pequeñas ollitas de barro que les compraban sus madres en el mercado. En ellas cocinaban sobre un gracioso fogón, sopas y segundos de verdad, y cuando la comida estaba lista nos invitaban a comer  diciendo: “Don Hugo, pasé para comer el almuerzo” y así muy amablemente llamaban a cada uno de los invitados. Luego nos servían sus potajes en unos platillos tan minúsculos que nunca llegué a saber exactamente lo que estaba saboreando. Después nos despedíamos diciendo con mucha caballerosidad: “Muchas gracias doña Magda”.

Cuando se ponía de moda jugar con barro, también entraba la novedad de construir los mueblecitos de chapas de cerveza o gaseosas, a las que había que aplanar en toda su dimensión. Cuando teníamos las suficientes, a unas las doblábamos por la mitad hasta aplanarlas, a otras las doblábamos también por la mitad, pero sólo hasta un ángulo de noventa grados y otras quedaban enteras. Con varias piezas como esas, armábamos sillas, sillones, mesas, camas y otras figuras más. Era nuestro lego hecho en casa. Por su parte las niñas en tiempos de los carnavales, usando serpentinas y goma fabricaban coquetos mueblecitos de vistosos colores.       

Era común ver cómo las niñas con la ayuda de sus madres fabricaban sus muñecas de trapo que las rellenaban con lana de oveja, a las que después de darle un rostro bordado y un pelo amarillo, negro, marrón o verde, de acuerdo a la lana de tejer que disponían, y después de bautizarlas, les cocían sus vestidos, sus blusas,  sus mandiles y les tejían sus chompitas, sus gorritos y unos graciosos  zapatitos. Después hasta les hacían sus hijitos.

De ese modo, poco a poco, e insensiblemente comenzábamos a diferenciarnos y eso lo notábamos porque nuestras tareas y responsabilidades comenzaban a volverse señaladas.  Compras urgentes a la tienda o al mercado, encargos un poco lejos, cargar bultos, comprar chicha, traer a la puerta los caballos cargados de leña: varones. Barrer, limpiar, lavar, planchar, coser, tejer: mujeres. Pero sobretodo, dormir separados.





[Las hondas] 

La honda o jebe o como se le llama en otros lugares: tirachinas, balador, etc., era simplemente una tira elástica del jebe de las cámaras de las llantas de los carros, de más de 80 centímetros de largo por un centímetro y medio de ancho y tres milímetros de espesor, cuyos extremos se unían a un pedazo de cuero que se le llama "pampa" de ocho centímetros de largo por cuatro de ancho que tiene  agujeros en sus extremos contorneados, de donde debía asegurarse la goma fuertemente atada.

Su función era lanzar pequeñas piedras redondeadas de aproximadamente dos o más centímetros de diámetro. Aunque muchas veces me mostraron hondas atadas a una "palcca" o resortera, y hasta me regalaron una, nunca me convenció porque era un artefacto ajeno a mi cuerpo y porque me resultaba más fácil y práctico tomar mi honda desde su mitad o un poco más atrás y hacer mi propia "palcca" con la falange media del dedo índice de mi mano izquierda y el pulgar de la misma y estirar mi jebe desde la "pampa" donde tenía asido el proyectil, y soltarlo en el momento en que mi instinto cinegético me decía: "¡Ya!, todo está preparado para el hondazo perfecto".
    
Que todos los niños libérrimos tuviéramos una honda, era casi obligatorio, pues en mi casa jamás nos prohibieron tener una, salvo advertirnos que no la usáramos para hacer daño a otros niños o a los animales domésticos de la gente o a sus cosas.

Pero cosa distinta era en la campiña abanquina, pues podías ver que todo varón de cualquier edad tenía una, porque esa era un arma indispensable para espantar a la avifauna silvestre (loros, chihuacos, pichincos, checcollos, palomas, yutus, chaiñas, tuyas, etc.) y animales domésticos (vacas, toros, caballos, burros, chivos, cabras y perros ajenos) pero también a los zorros, zorrillos, osccollos, comadrejas, poronjoes, ratones y otros) que dañaran las sementeras o las manzanas, peras, capulíes, duraznos, ciruelos, nísperos, guayabas, rocotos, etc. Pero muchas veces les servía para cazar perdices y las enormes palomas cuculíes. Esta centenaria actividad se encuentra documentada en la "Nueva crónica y buen gobierno" de 1615, escrita por el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala.

Sobre eso de espantar a los loros de los maizales, tengo en la memoria una graciosa anécdota que me contó un campesino abanquino, y era que a su chacra llegó una gran bandada de loros que se posaron en el enorme molle que era parte del cerco de su pago, entonces fue que se apareció con su escopeta, y los loros muy inteligentes al ver en la distancia a un hombre armado y dispuesto a desplumarlos, no se atrevieron a volar y posarse sobre su maizal. Se mantuvo en esa actitud amenazante por casi tres horas, hasta que los loros decidieron largarse, seguramente hacia alguna chacra menos defendida. Ya en la tarde lo llamó un peón, para hacerle ver el gran daño que los malditos loros habían hecho a los choclos aquella mañana. "¿Cómo pasó esto?, si los loros no se movieron para nada del molle". La verdad fue que muy disimuladamente la mitad de los loros bajaron del molle al suelo y entraron al maizal para disfrutar de su festín favorito, mientras la otra mitad se mantenía en el árbol distrayendo al cazador. Cuando los primeros se saciaron subieron al molle, mientras poco a poco la otra mitad bajó por su ración. Cuando por fin todos quedaron satisfechos, los “wekros” satisfechos y llenos de contento se largaron  gritando: "¡Chau sonso, Chau sonso, Chau sonso!"     

Los que en la ciudad teníamos nuestras hondas, presumíamos de ser buenos cazadores, y para definir quién realmente era el mejor, en un descampado, realizábamos concursos de tiros a latas o botellas inservibles a una distancia de aproximadamente 15 metros. Pero cuando salíamos al campo no dejabamos de llevarlas, porque esa era nuestra mejor defensa contra los  perros bravos, territoriales y mordedores de las chacras, pero más para concursar tirándole a cualquier cosa: "¿Quién se baja esa ramita que está allá arriba en ese eucalipto" y a jebazos con ella. "¿Quién le da a esa tuna?", hasta que no quedara ni seña de su existencia. "¿Quién le pone ojos nariz y boca a esa penca grande? y a darle forma a la criatura.

            De mis hondas ciudadanas tengo aun malos recuerdos, porque por culpa de la tentación de disparar por disparar y hasta a veces apuntando, hice daño al poto y las espaldas de algunos y de igual forma recibí mi merecido, especialmente cuando las municiones eran el fruto de las higuerillas. Pero aun así no podía faltarme mi jebe colgado al cuello o en bandolera.       





[Las hondas de ligas] 

Cuando el pasto estaba crecido volvía el juego de las “tancas” con ligas, y consistía en hacerte una pequeña horqueta o "palcca" de alambre de cobre que salía de un cable de luz número 14 o 12, que los podías pelar cascándolo con los dientes o con una hoja de afeitar. Cuando por fin el cable quedaba desnudo, lo doblabas en dos y a la altura de tres o cuatro dedos de tu mano los abrías como una T, luego a tres centímetros de distancia los doblabas para arriba logrando formar una horqueta. Para terminar el trabajo, con un alicate doblabas las puntas para formar un par de orejas donde se sujetaban las ligas, que podían ser nacionales o extranjeras, estas últimas eran más grandes y gruesas y por eso las más malditas, en cambió las nacionales eran más pequeñas y delgaditas y por eso necesitabas cuatro y hasta seis para completar tu hondita.

            Después cogías el tallo de un pasto grueso que tenía varios nudos, y por estos que eran quebradizos, rompías la planta para llenar tus bolsillos con los entrenudos. Más tarde cuando estabas metido en la patota, doblabas la munición, la cargabas a tu arma y la disparabas a cualquier desprevenido muchacho de tu edad en la espalda e inmediatamente escondías la horqueta. Cuando daba en el blanco la víctima daba un salto como si lo hubiera picado una avispa, miraba con cólera a todos, porque no sabía quién le había disparado. Lo más que podían hacer era prometer su venganza, pero no faltaba alguno que sacaba su propia honda y le disparaba en la cara al que se estaba riendo y se echaba a correr, ante la risa de todos nosotros, el agraviado le metía un hondazo al autor y ahí quedaba todo. Algunos que ya estaban entrando a la adolescencia, le disparaban a las niñas, ya sea porque no les “daban bola” o no sé porque motivos más.

Dentro de la escuela o a la salida, a pesar de los gritos de advertencias y decomisos que nos hacían los profesores, no faltaban las guerras de las ligas. Algunos majaderos le ponían una “pampita” de cuero como a las hondas o jebes de verdad y lanzaban con ellas pequeñas piedritas, porotos o frijoles. Estas si te las decomisaban y te la destruían en tus narices porque podían dañar gravemente los ojos. 

Otro juego que se ponía de moda en tiempos de la escuela eran los cañoncitos con municiones de pepas de palta. Para tener esta arma, lo primero que debías poseer era una “mina” o carga de lapiceros de metal y disponer de un alambre que cupiera exactamente dentro del tubo de la carga. Lo que debías hacer para cargar tu disparador, era picar con ambos lados la pepa de una palta y luego empujar con un alambre logrando que la compresión del aire hacia el tapón del otro extremo saliera disparado haciendo un pequeño ruido similar al de una escopeta de aire. Este juego nunca fue muy popular, porque muy pocos podían tener una “mina” de metal, que solo tenían los lapiceros muy caros y por eso raros en el pueblo. Pero si llegabas a tenerlo te convertías en un tipo muy especial.        

[Las carretas] 

Cuando por fin comenzaron a pavimentar casi todas las calles, por todas partes surgieron las carretas. Todos los que queríamos tener una, debíamos fabricárnosla, porque nuestros padres jamás lo harían, porque según ellos sobre esos armatostes nos podíamos matar. Así que para empezar a ser dueño de una carreta debías agenciarte una buena tabla de más de un metro de largo, 1.20 era lo ideal y por lo menos 30 centímetros de ancho y una pulgada de grosor, dos piezas de madera de 3 pulgadas, una de unos 80 centímetros de largo para el eje delantero y otra de 40 centímetros para el eje trasero. Lo más difícil era conseguir las ruedas que debían ser por lo menos de 25 centímetros de diámetro con un hueco al centro de una pulgada y media de eje. Para eso, sí que tenías que recurrir a los carpinteros.

            Rogando y suplicando mí hermano y yo nos presentamos ante don Calixto Zevallos, el carpintero de nuestra calle. Teníamos algo de dinero, pero no el suficiente y trabajamos moviendo su torno, hasta que en uno de sus ataques de bondad y porque sentíamos que nos quería por ser zalameros y vivarachos, como si fuera nada con su diestro serrucho formaba las dos puntas de ambos ejes. Seguidamente trazando diestramente con su lápiz gordo y aplanado cortaba por ambos lados un extremo de la madera en punta roma, le hacía un agujero en el centro, luego tomaba el eje delantero y le hacia el mismo agujero al centro y después, gracias a Dios, buscaba y encontraba un tornillo y juntaba la tabla con el eje delantero que rotaba alrededor del tornillo para ser la dirección de la carreta, finalmente, en el otro extremo clavaba la madera al eje trasero y ya iba apareciendo nuestra anhelada carreta.

            Pero eso no era suficiente, pues había que fabricar las cuatro ruedas y para eso teníamos que trabajar como locos moviendo el torno, y cuando estábamos esperando que se pusiera a cortar con su serrucho calador los círculos de la rueda, para nuestra sorpresa e infinita alegría sacó de su cajón las cuatro llantas hechas y derechas, que eran más bonitas que la que nos habíamos imaginado. ¿Lo había hecho después que nos despedimos o era parte de una obra que alguien no había retirado? No nos importaba, eran nuestras.   

Ya en casa nosotros nos encargamos de escofinar las partes donde debían entrar las ruedas y cuando lo logramos, llevamos nuestra carreta al carpintero para que con su broca más fina le coloque el bocín que era una pequeña tabla cuadrada de madera más delgada y la chaveta que era el clavo que debía atravesar el eje para que las ruedas no se zafaran. Aun cuando la carreta estaba hecha, eso no era suficiente pues debíamos ir a los talleres de los ojoteros de la calle Miscabamba, para que nos vendan a precio de regalo, las tiras de las llantas que le sobraban para ponerle sus “zapatos” a las ruedas. Finalmente debíamos tomar un poco de la grasa que los camiones tenían en sus muelles con el objeto de lubricar los ejes y las ruedas de nuestra carreta,  para que no esté echando humo y oliendo a madera chamuscada.

De ese artefacto me quedan recuerdos gozosos, sudorosos y dolorosos. Porque de bajada eras el “Rey de las pistas”, pero no siempre porque a veces una mala maniobra, un chiquillo que cruzaba la calle, un maldito perro o un caballo campesino que de repente se aparecían, te obligaban a hacer una brusca maniobra y la carreta acababa volcándose y entonces sí que se producía un accidente donde el piloto era el más agraviado, porque era el primero en sentir la raspada del duro cemento en las manos, los codos y las rodillas que después se convertían en una o más serias llagas, y encima tenía que soportar el peso del copiloto que le caía encima.

De subida era todo un calvario cargar la “máquina”, aun cuando no pesaba mucho era casi de tu tamaño. En las calles planas el copiloto era el que tenía que sufrir empujando. Los que teníamos carreta nos gozábamos haciéndonos empujar por algunos niños que no la tenían,  y como pago de su servicio los dejábamos gozar del placer de ser conductores, pero sólo por algunos minutos. Raras veces esos accidentes acababan en roturas de los huesos de las piernas o los brazos, pero sí eso sucedía, se terminaba la diversión para el quebrado. Pero eso nada tenía que ver con nosotros, porque éramos mejores pilotos que esos sonsos, le decíamos a nuestra madre cuando nos advertía sobre ese peligro.

Recuerdo que la Municipalidad Provincial organizaba concurso de carretas por la bajada de la avenida Núñez, que era la calle más largamente pavimentada y creo que aún lo es todavía. Ese era un acontecimiento maravilloso para nosotros los joros, pues teníamos ocasión de ver cómo los más valerosos pilotos mostraban su destreza, su arrojo y valentía, especialmente aquellos que hacían la bajada en sus poderosas, ruidosas y veloces carretas, donde las ruedas eran cojinetes. Esas eran la “FORMULA 1” en la afición por las carretas.

Aun cuando aquellos concursos eran un "mate de risa" para los mayores, que sin ningún disimulo gozaban a mandíbula batiente de ver como los rapazuelos se “sacaban el ancho” en esas tablas rodantes. Acabada la función terminaban hipócritamente opinando que esas competencias eran peligrosas y que debían ser prohibidas por las autoridades.