lunes, 10 de junio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (3)

Más tarde, cuando el rey de España vio que era muy grande el poder y el territorio que había otorgado a esos adelantados y que en su lucha por el poder en estas tierras podían hacerle perder aquella enorme y remota ganancia real, les hizo la guerra, los venció y los sometió a su soberanía, creando el 20 de noviembre de  1542 el virreinato del Perú en reemplazo de las gobernaciones entregadas a Pizarro y Almagro.

Más adelante en 1569 envió a Francisco de Toledo, el quinto de sus virreyes, para reducir a los indígenas en pequeños poblados establecidos al modo de la traza romana: Plaza Mayor rodeada de manzanas y calles que albergaban varias parcelas con puertas a la calle. Allí, en esos vecindarios debían vivir, bajo pena de muerte y despojo de sus chacras y animales, todos los habitantes de los ayllus ubicados a una legua (5 o 6 kilómetros) a la redonda.

Aunque estos pueblos no funcionaron plenamente, la verdad fue que los fundaron para saber con cuánta mano de obra contaban, y a cuántos debían cobrarles los impuestos y convertirlos a la fe de su dios, para que así pudieran salvar sus almas de los demonios que habitaban en los Apus, las huacas, las lagunas, los ríos, las plantas, los animales, el mar océano, y también para librarlos de los malos pensamientos que anidaban en sus salvajes adentros.   
    
            Así fundaron mi tierra, mi cuna, mi pacarina1. Lo hizo un Licenciado en Derecho llamado Nicolás Ruiz de Estrada, nacido en Lima y regidor vitalicio de esa ciudad, nieto de Bartolomé Ruiz de Andrade, piloto experto de Cristóbal Colón y uno de los trece de la Isla del Gallo, el día 18 de enero del año 1572, el mismo día en que Francisco Pizarro fundó en 1535 la “Ciudad de los Reyes”, (hoy Lima) que después fue la capital de virreinato del Perú, y en su honor la llamó “Villa de los Reyes”, y como además los indígenas de este valle adoraban a “Illapa” el dios del rayo, lo llamó Santiago que era el apóstol que cabalgaba sobre los cielos de España anunciando las tormentas, y para que se supiera donde quedaba esta fundación le agregó: ABANCAY.

            Así como a mí Villa de los Reyes de Santiago de Abancay, a pesar de las penurias y riesgos que en esos tiempos significaba un viaje al nuevo mundo, siguieron llegando durante los siglos XVI, XVII y XVIII, a cientos de hermosos y productivos valles interandinos apurimeños, como Cachora, Curahuasi, Huanipaca, Huancarama, Andahuaylas, Chincheros, etc., etc., miles de familias españolas salidas de los campos de Andalucía, Extremadura, Castilla, León, Asturias, Galicia y otras regiones más, como los vascos, portugueses, genoveses, alemanes, griegos, flamencos, y otros tantos que no declararon su identidad y procedencia, trayendo consigo sus lenguas, sus dioses, sus creencias, sus temores, sus supersticiones, sus vestimentas, sus comidas, su medicina, sus conocimientos, sus herramientas, sus vacas, caballos, burros, ovejas, cabras, cerdos, abejas, cepas de vid, higueras, naranjos, limoneros, manzanos, peras, duraznos, ciruelos, cerezas, caña de azúcar, trigo, cebada y otras semillas, así como sus males y sus esperanzas.

Una parte de estos recién llegados eran parientes de los que ya moraban en estas tierras, pero la mayoría vinieron animados por las buenas noticias que llevaron a España los pocos que se hicieron ricos con el oro y la plata del abatido imperio incaico. Todos llegaron al nuevo mundo con el deseo de enriquecerse, mejorar su condición social o tener una mejor vida en tierras peruanas.

            La mayoría de estos emigrantes se asentaron exitosamente en los pueblos fundados a la traza romana en tiempos de la reducción de los indios ordenada por el virrey Francisco de Toledo, o en aquellos que del mismo modo, fundaron los nuevos allegados, y si prosperaron fue gracias a que contaron con la servidumbre gratuita de miles de indígenas.

A la usanza europea en cada pueblo no faltó el panadero, el herrero, el molinero, el carpintero, el arriero que también se encargaba del servicio postal, el talabartero, el sastre y las costureras, el tendero, el preceptor, el albañil, la iglesia, el cura, el corregidor y la soldadesca; más tarde se sumaron los agricultores, pastores, constructores, alfareros y tejedores nativos y las chicheras. En los pueblos más importantes se construyó el local del cabildo (ayuntamiento o consejo), el mercado de abastos y las posadas o tambos. Tampoco faltaron los curanderos y las parteras de ambas culturas.

            Con el correr de las centurias estos pioneros, con o sin matrimonio, fueron más o menos mezclándose con los nativos y variando sus comidas con las carnes y vegetales de estas tierras. Más adelante al cabo de dos o tres generaciones modificaron sus propias costumbres en función de los inmemoriales modos de explotación agrícola y ganadera de estas tierras y praderas. Al final acabaron amamantándose en quechua, curándose con las hierbas y pócimas de los nativos, y no pocas veces, sino adorando, por lo menos temiendo las fuerzas, que aun en nuestros días,  representan los “Apus” y las demás potencias naturales y sobrenaturales que aún perviven en las profundidades del inconsciente colectivo andino.

Así, poco a poco, fueron amoldando su rusticidad europea a las nuevas exigencias de estas altas montañas, aun cuando no habían alterado significativamente el color de su piel, y por eso mismo, desde entonces y hasta ahora, no falta ni faltará quienes reclamarán su herencia española, que en muchos casos sus mismos apellidos, paternos o maternos: Hernández, López, Luna, Soto, Pérez, Garay, Camacho, Palomino, etc., etc., lo dicen: fuerte y claro, y con los cuales se identifican solemnemente, pues el apellido es una de las señas de identidad más grandes que tenemos todos los hombres.

He conocido muchos de estos pueblos sumergidos en estos andes y olvidados desde los tiempos de la administración colonial, pasando por la republicana, donde la gente todavía es blanca, de pelo claro y ojos azules, verdes y grises, pero con su toquecito andino, pues como dijera Ricardo Palma: “El que no tiene de inga, tiene de mandinga”. Formidables quechua hablantes, pero sin dejar de hablar el castellano que es el idioma en que se alfabetizan. Amantes de los huaynos que expresan todas su alegrías y sus tristezas, y que lo interpretan con guitarras, mandolinas, charangos y arpas europeas, pero también con quenas, cascabeles y tambores nativos. Conozco sus bellas mujeres y sus hermosos vástagos.

Contrario a todo esto que pasaba en los valles interandinos, en las punas, estos inmigrantes fundaron estancias para la crianza de vacas, ovejas, caballos, llamas y alpacas, y en la soledad de aquellos fríos parajes fueron mezclándose más y más con los nativos hasta hacerse prietos y más rústicos aun. Como dicen sus parientes de los valles, se aindiaron, pero no por eso renunciaron a su origen transoceánico, ni aun cuando habían asumido apellidos quechuas que les llegaban de las deidades locales o como ellos querían llamarse en esas altiplanicies.

Así tenemos a los Orcco, que salieron de las profundidades de los cerros o que bajaron de sus alturas; a los Huamán que son los hijos de las águilas; a los Condori, que descienden de los poderosos cóndores; los Ccollque, que son los tenedores de la plata; etc. Magníficos apellidos que todo buen cholo citadino debía pronunciarlo y darlo con orgullo, pero sin embargo, vergüenza ajena, los esconden, abreviando sus apellidos así tenemos: un tal Wilberth C. (C. de Condori) Saavedra o un Richard Miranda H. (H. de Huamán) o simplemente Richard Miranda, como si no lo hubiera parido alguien.

Esa fue la sopa donde nos cocinamos los cholos de todas partes.

Los runas de los pueblos originarios, los descendientes de los que hace 20 mil años cruzaron el estrecho de Bering y que poco a poco hace 12 mil años llegaron y se instalaron en esta parte de los andes, que todavía son muchos, siguen sometidos a la ideología dominante que divide al mundo en blancos e indios, buenos y malos, virtuosos y  viciosos, hombres y la bestias, para justificar la violencia ejercida sobre el hombre andino, la pérdida de su libertad, para seguir tratándolos como objetos, como cosas sin derechos, sin dignidad, sin tradición y sin cultura.

En medio de este caos, plagado de discriminación y exclusiones centenarias y la extrema pobreza, muchos tuvieron que migrar a las grandes ciudades de la costa, para ser la servidumbre barata de las casas, fábricas y negocios de los ricos y poblar las barriadas y los que se quedaron, seguir siendo los condenados de esta tierra. Ellos que fueron el barro con que se creó el Perú y los peruanos.

Después de la segunda mitad del siglo XX, yo crecí en un pueblo de estos, pero que al tiempo de fundarse era un pueblo principal, corregimiento de indios  y cabecera de Curato y hasta tenía un Convento de Nuestra Señora de la O (2) que en 1575 fundó la Orden de los Agustinos, como lo es ahora, y era porque estaba cercado de grandes e importantes haciendas cañaveleras que se llamaban San Miguel de Pachachaca, San Gabriel de Ninamarca, Patibamba e Illanya con sus anexos Maucacalle y Sahuanay, donde se fabricaba el mejor azúcar de todas las Américas, con la fuerza, el sudor, las lágrimas y la vida de la servidumbre indígena y la maldición de negros esclavos, y que en su momento fueron una muy importante fuente de ingresos para la corona española y la república temprana.

Sobre estas haciendas Juan Bustamante en su obra: “Apuntes Observaciones Civiles, Políticas y Religiosas con Noticias adquiridas en este segundo viaje a la Europa”, hacia 1849, escribió:

"Salvado ya ese tan tremendo paso es preciso atravesar algunos cañaverales, entrando luego en una cuesta con cuatro leguas de descenso hasta llegar al pueblo de Abancay donde se ven otros muchos cañaverales é ingenios de un azúcar muy estimado por su consistencia y su blancura. Es pueblo bastante crecido; el vecindario muestra en su traje y en sus modales que goza de un bien estar general, y que no desconoce las leyes de la civilización, debida sin duda ninguna á varios de los principales señores argentinos allí avecindados, los, cuales vinieron brindándome con sus casas y su fina amistad. Su comercio de azúcares no está hoy tan en auge como hace algunos años por la baratura en que ha venido á caer ese artículo cuyo beneficio y cultivo cuesta sumas considerables, y no pocas víctimas entre los infelices jornaleros que concurren de diversos puntos buscando trabajo, y que vienen á ganar en el valle de Abancay unas tercianas mortíferas.

            A esa misma calamidad estan sujetos, (y aun acomete con mas fuerza), los que trabajan en las haciendas inmediatas al río Pachachaca donde se ve un hermoso puente cuyo anchor se estiende unas nueve varas, y sin mas que un arco ú ojo de extraordinaria magnitud."

         No quiero hablar de mi linaje, estirpe o casta, porque es como la de cualquiera otro paisano, aunque algunos quieran darle a este hecho una superlativa importancia para sentirse mejor de lo que están consigo mismos y/o con los demás. Sobre este punto mi abuela materna que sabía lo que todas las viejas cansadas de trabajar, parir, coser y cocinar decía, cuando algún paisano se le aparecía con ínfulas de ser descendiente de nobles o hacendados:

 “En este pueblo solo existen cuatro raleas: la de las panaderas, de las costureras, de las placeras y de las chicheras. El resto son chacareros, pastores, artesanos, comerciantes, peones, abigeos, contrabandistas de alcohol, y los otros son los empleados, aparceros, mejoreros, huacchilleros, yanaconas y huasipungos de las haciendas”.

Villa de los Reyes de Santiago de Amancay, hoy ciudad de Abancay
(Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo) 

Abancay, visto desde el cerro Quisapata 
Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo)

Así fundaron cientos de pueblos a la traza romana: Plaza Mayor, cuadras y calles
(Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo)

Cruces cristianas sobre una apacheta andina
(Foto: Ciro Víctor Palomino Dongo)



1 Mi lugar de origen.
2 La advocación de Nuestra Señora de la O, no es otra que la Virgen de la Expectación o de la Esperanza del Parto. “O Sapientia, O Adonai, O Enmanuel… veni!”

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