Los hombres y mujeres que vivían debajo de un mismo techo y compartían el
mismo lecho, tenían la obligación de soportar la carga que con los hijos que
les llegaba, supuestamente “con su pan bajo
el brazo”. El sexo de los hijos no era importante, lo sustancial era la
tarea de criarlos como mejor se pudiera, contando por supuesto con la infinita
misericordia de Dios, de modo que no era trascendental haber nacido hembra o
macho. Tus progenitores tenían la sabiduría ancestral de formarte como uno o
como otro, para que seas un hombre o una mujer de bien sobre esta tierra y una
bendición para la familia.
Cuando eras niño o niña tenías todo el derecho a ser el niño o niña que
querías ser, pero nunca más allá de lo que para tus padres y abuelos por
generaciones significaba lo que era ser niño o niña, de modo que no podías ser
un berrinchudo(a), un mandón(a), un abusador(a) o un autoritario(a). Para
evitar eso, además de las tareas escolares, todos teníamos nuestros quehaceres
personales y domésticos: lavarnos, peinarnos, vestirnos, hacer la cama, lustrar nuestros
zapatos, arreglar la mesa, barrer la casa, hacer los mandados, etc., etc., de
ese modo buscaban que desde muy temprano nos hiciéramos cargo de nosotros
mismos y también ser solidarios con los demás, y así, en todo momento y de muchos modos te
estaban diciendo que tú habías nacido para vivir tu vida, incluso te hablaban
de que todos teníamos un “yo propio”,
que eras tú mismo y con quien estas siempre. En otras palabras, te enseñaban,
sino a conocerte, por lo menos a explorarte.
Si eras varón tenías que serlo y para eso tus padres y las otras gentes que
habitaban el pueblo tenían la costumbre de tratarte como tal, hasta hacerte
sentir orgulloso de tu género, porque no se cansaban de repetírtelo que estabas
hecho para el trabajo, la disciplina, el entendimiento y el coraje. Lo mismo
pasaba con las niñas, aunque los modos de convertirlas en mujeres, eran más
discretos y hasta secretos. Bajo esa sabiduría jamás fuimos o nos sentimos el “tesorito”
preciado de papá y de mamá, menos sus mascotas o sus regalitos de Dios.
Esa voluntad social, no quería decir que estuviéramos sometidos a una
segregación por sexos como un mecanismo de discriminación social, no, había un gran
lugar común donde nos reuníamos todos: la necesidad de ser juntos, todo lo niño
o niña que pudiéramos antes de llegar a la adolescencia, y juntos gozar de los
maravillosos juegos que se alojaban en nuestras mentes.
No recuerdo que haya tenido necesidad de aprender las reglas de los juegos
de mi niñez o que me las hayan enseñado. Recapitulo que todos sin excepción,
desde los más tiernos hasta los más crecidos, sin ninguna distinción y hasta
con mucho cariño, teníamos nuestro lugar dentro de los mismos, especialmente
los que consistían en correr, saltar, cantar, girar, esconderse, adivinar, etc.
Ya al final de la niñez, alejados de la calle donde estaba nuestra casa, cada
quien, anduvo metido en los juegos peligrosos que solo eran para los más
valientes y avisados, pero también en otras andanzas que tenían que ver con el
campo, los ríos y algunas temerarias incursiones y largas excursiones.
[Las calles]
Como mi ciudad está asentada en el gran valle que forma las faldas de una gran montaña que sube entre florecidos bosques hasta llegar a una puna plagada de ichu, y sigue subiendo hasta coronar un nevado a más de 5,200 mil metros de sobre el nivel del mar, sus calles suben o bajan de norte a sur en una pendiente con una inclinación de 25 hasta a 35 grados y las cruzan otras calles que vienen del naciente hasta el poniente y viceversa.
Como mi ciudad está asentada en el gran valle que forma las faldas de una gran montaña que sube entre florecidos bosques hasta llegar a una puna plagada de ichu, y sigue subiendo hasta coronar un nevado a más de 5,200 mil metros de sobre el nivel del mar, sus calles suben o bajan de norte a sur en una pendiente con una inclinación de 25 hasta a 35 grados y las cruzan otras calles que vienen del naciente hasta el poniente y viceversa.
En los tiempos de mi niñez me parecían largas y pesadas, sobre todo cuando
había que subirlas para cumplir una obligación, como comprar o dejar un
mensaje, pero nunca cuando se trataba de jugar, porque las calles eran nuestro
lugar de ser y estar y cada quien lo era en la calle de su casa. No porque nuestras
casas sean pequeñas o estuvieran hacinadas, sino porque la calle era el patio
común de una bandada de niños que llegaban o se iban, pero nunca estaban
desiertas especialmente durante las vacaciones o después de la tareas escolares
y la cena, hasta que nos llamaran
para dormir o nos retiráramos voluntariamente, su bullicio se iba lentamente
apagando, y no quedaran más que los perros callejeros, los borrachos y los
fantasmas.
La mía tenía su calzada empedrada por donde de vez en cuando pasaba uno de
los pocos carros que recorrían el pueblo, y en un nivel más alto un par de
empedradas aceras a cada lado, por donde podían cruzarse saludándose dos
personas adultas y hasta cuatro niños abrazados. Un poco más arriba de estas,
las puertas de nuestras casas.
Yo en ese empedrado que le crecían algunos estropeados pastos y yerbas, podía
distinguir varias siluetas en una, dos y hasta tres piedras. De ese modo podía
visualizar un mapa del Perú, un sapo, un pez, un caballo, una olla, una cutana, pero la que más me gustaba era
mi descubrimiento de la cara de perfil de un viejo que tenía barba, una oreja,
una nariz, un ojo y una cabellera larga y descuidada que yo lo distinguía desde
cualquier lugar. Por supuesto que ninguno de los pikis1 a los que les mostré, podían verlo. Eso
jamás me importó porque esas figuras mías, no se dejaba ver por cualquiera, y
menos por unos mostrencos.
Cuando llovía de verdad, mi calle
era un río capaz de llevarse a los más joritos2, entonces sí que nos ponían a buen recaudo. Pero
los rapaces que estaban a borde de la adolescencia, saltaban sobre estas aguas
llenos de alegría y empujándose entre sí, buscando tumbar a más de uno, para
que las aguas los arrastran hasta donde podían, y cuando después de gran
trabajo se ponían de pie, corrían a por su venganza. Todos los
espectadores nos divertíamos con ese húmedo combate.
Por esa calle venían desde las cabañas que están en los altos bosques del
Ampay, penosos caballos cargados de leña y ágiles mujeres con abultadas llicllas3 en las que traían para la venta leche de
vaca en botellas de vidrio tapados con un pedazo de coronta, frutas de la
estación, alfalfa para los cuyes que moraban en los huecos de los fogones de
nuestras casas, maíz para las gallinas y para los chanchos que habitaban el
fondo de los patios, quesos frescos caseros que llamábamos “quesillos”,
indispensables para los chupes, hierbas aromáticas para las comidas y
medicinales para los mates, y algunas veces carne de res o de cordero y hasta
una gallina viva. Encima de toda esa pesada carga, un bebé en sus brazos y el
último de sus caminantes, a su lado.
Me conocía de memoria los tres gruesos postes de eucaliptos que le daban
luz a las inmediaciones de la calle donde estaba mi casa. El del frente, el de
abajo y el de arriba. Su exigua luz amarillenta, que desde sus alturas lanzaban
un opaco halo de no más de tres metros de diámetro, que hacían que la calle se
iluminará más o menos como para ver, nos permitían que siguiéramos viendo el
fantástico brillo de las estrellas, especialmente las que llamábamos “Las tres Marías”
y la Cruz de Sur, aunque en esa inmensidad plagada de millones de titilantes
luceros, algunos veían, como yo lo hacía, sus propias constelaciones.
Eso a nadie más le interesaba, lo que podías ver o lo que dejabas de ver, era asunto tuyo, lo
que importaba era que en las noches estrelladas no podía llover y podíamos
jugar a nuestras anchas a pesar del penetrante frío que muchas veces abreviaba
nuestra presencia en la vía. Cuando la luna llena llegaba seguía brillando con
todo su esplendor, pues poco le interesaba la pequeña luz artificial que
mezquinamente enviaban al suelo nuestros postes de alumbrado público, y
conmovidos por su generosa luminosidad hasta le cantábamos: "Luna lunera, cascabelera
/ dile a mi amorcito por dios que me quiera / dile que me muero que tenga
compasión / dile que se apiade de mi corazón….” imitando a algunos enamorados cantores de la radio.
Recuerdo que bajo el poste de la
esquina de mi casa, todas las noches hacía su infaltable vigilancia un Guardia
Civil, vestido con un grueso capote para librarse del frío, un gorro que le
cubría la cabeza, una gruesa chalina blanca alrededor del cuello, unas botas
con polainas y una luminosa linterna. No estaban allí porque hubiese ladrones u
otros malhechores, sino porque era su deber. Otro tanto lo hacían los
estudiantes pobres que no tenían luz eléctrica en sus hogares, o en las casas
donde se alojaban por ser de otros lugares.
A esos tenues faroles acudían toda clase de mariposas nocturnas que a pesar
de tener modestos colores marrones, pajizos, castaños y hasta grises, cuando de
muertas los veíamos a luz del día eran verdaderamente curiosas, porque nos
parecían que seguramente para volar de noche necesitaban abrigarse con casacas,
otras con pantalones, otras con las dos prendas. Algunas tenían una parte de
sus alas transparentes que nos hacían pensar que mientras volaban miraban para atrás a través de
esos espacios claros. Otras tenían dibujados sobre sus alas dos y hasta cuatro
ojos, y las demás nos mostraban bellos diseños geométricos que representaba
águilas, calaveras, arañas y otras raras formas y siluetas.
La aparición más espectacular de ellas, era cuando se aparecían con su especial
y susurrante vuelo los gigantescos taparacos,
que yo los veía como si fueran murciélagos, porque había unas de hasta 20
centímetros de envergadura, para que con los atrevidos golpes de su feroz
ataque tratar de apagar el pequeño foco, y algunas veces hasta lo lograban, no
porque los quebraran, sino porque lograban aflojarlos. Algunas veces para
espantarlos los muchachos le tiraban piedra y lejos de intimidarlas lograban
reventar el foco, y era entonces cuando esa parte de la calle se quedaba sin
luz hasta por una semana.
[“La pesca”]
Como si se tratarán de fogatas en mitad de la campiña o de salvadores faros, estás callejeras luces alumbraban nuestros juegos nocturnos, que unas veces eran agitados como “la pesca” que consistía en formar dos equipos bastante equilibrados en tamaños y sexos, que previo sorteo con una piedra plana que tenía dos lados, la seca y la mojada, y como en las monedas se preguntaba: “¿Seco o mojado?”, entonces el lado que quedaba arriba, ganaba. Los que perdían debían “pescar” o mejor dicho perseguir y chapar4 o “matar”.
Como si se tratarán de fogatas en mitad de la campiña o de salvadores faros, estás callejeras luces alumbraban nuestros juegos nocturnos, que unas veces eran agitados como “la pesca” que consistía en formar dos equipos bastante equilibrados en tamaños y sexos, que previo sorteo con una piedra plana que tenía dos lados, la seca y la mojada, y como en las monedas se preguntaba: “¿Seco o mojado?”, entonces el lado que quedaba arriba, ganaba. Los que perdían debían “pescar” o mejor dicho perseguir y chapar4 o “matar”.
Luego se fijaban varios puntos de resguardo o “cuevas”, en mi calle era la
línea de los tres postes y al frente, la puerta de la carpintería del maestro
Calixto Zevallos que por las tarde se iba a su casa en Tamburco, donde solo uno
de los perseguidos podía descansar de ser “muerto”, si llegaba otro la debía
abandonar, pero si los dos tocaban al mismo tiempo la “cueva” donde no podían
matarte, automáticamente el último en resguardarse quedaba “muerto” y fuera de
juego.
Cuando en esa carrera de cueva en cueva pescaban a un perseguido se le
gritaba: “¡muerto!”, y ahí, en ese mismo lugar, debía esperar a un partidario
que saliendo de una de las cuevas, corriera a tocarle la mano al “muerto”, que
para nada debía moverse, y devolverle la vida gritando: “¡Salvado”! y el juego
continuaba para él. Esa parte del juego terminaba cuando todos quedaban
muertos. Era entonces que los perseguidos pasaban a ser los perseguidores. Ese
juego finalizaba sólo cuando salía alguien de tu casa para decirte que tenías
que acostarte, sino la “pesca” podía
durar toda la noche.
En este juego se admitían a los “nonis” que eran los más pequeñitos que a
pesar de ser “muertos” tenían el privilegio de seguir con “vida”, incluso
cuando los equipos se cambiaban seguían “vivos”. Se hacía esto porque no podían
comprender que si eran muertos debían quedarse quietos en el lugar donde los
habían matado, pero los joritos
seguían corriendo erráticamente al cualquier lugar y casi siempre gritando llenos
de júbilo.
Fotos: Ciro Víctor Palomino Dongo
1 Niño.
2 Niños muy
tiernos.
3 Lliclla es una
manta tejida que llevan las mujeres en los Andes peruanos con múltiples usos.
Suele tener motivos, patrones y tamaños y colores que varían de acuerdo a la
región, etnia o nación del artesano.
4 Chapar,
chapado. Abanquinismo, que significa coger, atrapar, alcanzar, agarrar,
capturar. Pero también te pueden “chapar”
una mentira o una mala acción.
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