jueves, 13 de junio de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (4)

Los hombres y mujeres que vivían debajo de un mismo techo y compartían el mismo lecho, tenían la obligación de soportar la carga que con los hijos que les llegaba, supuestamente “con su pan bajo el brazo”. El sexo de los hijos no era importante, lo sustancial era la tarea de criarlos como mejor se pudiera, contando por supuesto con la infinita misericordia de Dios, de modo que no era trascendental haber nacido hembra o macho. Tus progenitores tenían la sabiduría ancestral de formarte como uno o como otro, para que seas un hombre o una mujer de bien sobre esta tierra y una bendición para la familia.

Cuando eras niño o niña tenías todo el derecho a ser el niño o niña que querías ser, pero nunca más allá de lo que para tus padres y abuelos por generaciones significaba lo que era ser niño o niña, de modo que no podías ser un berrinchudo(a), un mandón(a), un abusador(a) o un autoritario(a). Para evitar eso, además de las tareas escolares, todos teníamos nuestros quehaceres personales y domésticos: lavarnos, peinarnos, vestirnos, hacer la cama, lustrar nuestros zapatos, arreglar la mesa, barrer la casa, hacer los mandados, etc., etc., de ese modo buscaban que desde muy temprano nos hiciéramos cargo de nosotros mismos y también ser solidarios con los demás, y así, en todo momento y de muchos modos te estaban diciendo que tú habías nacido para vivir tu vida, incluso te hablaban de que todos teníamos un “yo propio”, que eras tú mismo y con quien estas siempre. En otras palabras, te enseñaban, sino a conocerte, por lo menos a explorarte.

Si eras varón tenías que serlo y para eso tus padres y las otras gentes que habitaban el pueblo tenían la costumbre de tratarte como tal, hasta hacerte sentir orgulloso de tu género, porque no se cansaban de repetírtelo que estabas hecho para el trabajo, la disciplina, el entendimiento y el coraje. Lo mismo pasaba con las niñas, aunque los modos de convertirlas en mujeres, eran más discretos y hasta secretos. Bajo esa sabiduría jamás fuimos o nos sentimos el “tesorito” preciado de papá y de mamá, menos sus mascotas o sus regalitos de Dios.

Esa voluntad social, no quería decir que estuviéramos sometidos a una segregación por sexos como un mecanismo de discriminación social, no, había un gran lugar común donde nos reuníamos todos: la necesidad de ser juntos, todo lo niño o niña que pudiéramos antes de llegar a la adolescencia, y juntos gozar de los maravillosos juegos que se alojaban en nuestras mentes.

No recuerdo que haya tenido necesidad de aprender las reglas de los juegos de mi niñez o que me las hayan enseñado. Recapitulo que todos sin excepción, desde los más tiernos hasta los más crecidos, sin ninguna distinción y hasta con mucho cariño, teníamos nuestro lugar dentro de los mismos, especialmente los que consistían en correr, saltar, cantar, girar, esconderse, adivinar, etc. Ya al final de la niñez, alejados de la calle donde estaba nuestra casa, cada quien, anduvo metido en los juegos peligrosos que solo eran para los más valientes y avisados, pero también en otras andanzas que tenían que ver con el campo, los ríos y algunas temerarias incursiones y largas  excursiones.

[Las calles] 

Como mi ciudad está asentada en el gran valle que forma las faldas de una gran montaña que sube entre florecidos bosques hasta llegar a una puna plagada de ichu, y sigue subiendo hasta coronar un nevado a más de 5,200 mil metros de sobre el nivel del mar, sus calles suben o bajan de norte a sur en una pendiente con una inclinación de 25 hasta a 35 grados y las cruzan otras calles que vienen del naciente hasta el poniente y viceversa.

En los tiempos de mi niñez me parecían largas y pesadas, sobre todo cuando había que subirlas para cumplir una obligación, como comprar o dejar un mensaje, pero nunca cuando se trataba de jugar, porque las calles eran nuestro lugar de ser y estar y cada quien lo era en la calle de su casa. No porque nuestras casas sean pequeñas o estuvieran hacinadas, sino porque la calle era el patio común de una bandada de niños que llegaban o se iban, pero nunca estaban desiertas especialmente durante las vacaciones o después de la tareas escolares  y la cena, hasta que nos llamaran para dormir o nos retiráramos voluntariamente, su bullicio se iba lentamente apagando, y no quedaran más que los perros callejeros, los borrachos y los fantasmas.

La mía tenía su calzada empedrada por donde de vez en cuando pasaba uno de los pocos carros que recorrían el pueblo, y en un nivel más alto un par de empedradas aceras a cada lado, por donde podían cruzarse saludándose dos personas adultas y hasta cuatro niños abrazados. Un poco más arriba de estas, las puertas de nuestras casas.

Yo en ese empedrado que le crecían algunos estropeados pastos y yerbas, podía distinguir varias siluetas en una, dos y hasta tres piedras. De ese modo podía visualizar un mapa del Perú, un sapo, un pez, un caballo, una olla, una cutana, pero la que más me gustaba era mi descubrimiento de la cara de perfil de un viejo que tenía barba, una oreja, una nariz, un ojo y una cabellera larga y descuidada que yo lo distinguía desde cualquier lugar. Por supuesto que ninguno de los pikis1 a los que les mostré, podían verlo. Eso jamás me importó porque esas figuras mías, no se dejaba ver por cualquiera, y menos por unos mostrencos.
           
            Cuando llovía de verdad, mi calle era un río capaz de llevarse a los más joritos2, entonces sí que nos ponían a buen recaudo. Pero los rapaces que estaban a borde de la adolescencia, saltaban sobre estas aguas llenos de alegría y empujándose entre sí, buscando tumbar a más de uno, para que las aguas los arrastran hasta donde podían, y cuando después de gran trabajo se ponían de pie, corrían a por su venganza. Todos los espectadores nos divertíamos con ese húmedo combate.  

Por esa calle venían desde las cabañas que están en los altos bosques del Ampay, penosos caballos cargados de leña y ágiles mujeres con abultadas llicllas3 en las que traían para la venta leche de vaca en botellas de vidrio tapados con un pedazo de coronta, frutas de la estación, alfalfa para los cuyes que moraban en los huecos de los fogones de nuestras casas, maíz para las gallinas y para los chanchos que habitaban el fondo de los patios, quesos frescos caseros que llamábamos “quesillos”, indispensables para los chupes, hierbas aromáticas para las comidas y medicinales para los mates, y algunas veces carne de res o de cordero y hasta una gallina viva. Encima de toda esa pesada carga, un bebé en sus brazos y el último de sus caminantes, a su lado.

Me conocía de memoria los tres gruesos postes de eucaliptos que le daban luz a las inmediaciones de la calle donde estaba mi casa. El del frente, el de abajo y el de arriba. Su exigua luz amarillenta, que desde sus alturas lanzaban un opaco halo de no más de tres metros de diámetro, que hacían que la calle se iluminará más o menos como para ver, nos permitían que siguiéramos viendo el fantástico brillo de las estrellas, especialmente las que llamábamos “Las tres Marías” y la Cruz de Sur, aunque en esa inmensidad plagada de millones de titilantes luceros, algunos veían, como yo lo hacía, sus propias constelaciones.

Eso a nadie más le interesaba, lo que podías ver o lo que dejabas de ver, era asunto tuyo, lo que importaba era que en las noches estrelladas no podía llover y podíamos jugar a nuestras anchas a pesar del penetrante frío que muchas veces abreviaba nuestra presencia en la vía. Cuando la luna llena llegaba seguía brillando con todo su esplendor, pues poco le interesaba la pequeña luz artificial que mezquinamente enviaban al suelo nuestros postes de alumbrado público, y conmovidos por su generosa luminosidad hasta le cantábamos: "Luna lunera, cascabelera / dile a mi amorcito por dios que me quiera / dile que me muero que tenga compasión / dile que se apiade de mi corazón….” imitando a algunos enamorados cantores de la radio.

            Recuerdo que bajo el poste de la esquina de mi casa, todas las noches hacía su infaltable vigilancia un Guardia Civil, vestido con un grueso capote para librarse del frío, un gorro que le cubría la cabeza, una gruesa chalina blanca alrededor del cuello, unas botas con polainas y una luminosa linterna. No estaban allí porque hubiese ladrones u otros malhechores, sino porque era su deber. Otro tanto lo hacían los estudiantes pobres que no tenían luz eléctrica en sus hogares, o en las casas donde se alojaban por ser de otros lugares.

A esos tenues faroles acudían toda clase de mariposas nocturnas que a pesar de tener modestos colores marrones, pajizos, castaños y hasta grises, cuando de muertas los veíamos a luz del día eran verdaderamente curiosas, porque nos parecían que seguramente para volar de noche necesitaban abrigarse con casacas, otras con pantalones, otras con las dos prendas. Algunas tenían una parte de sus alas transparentes que nos hacían pensar que mientras volaban miraban para atrás a través de esos espacios claros. Otras tenían dibujados sobre sus alas dos y hasta cuatro ojos, y las demás nos mostraban bellos diseños geométricos que representaba águilas, calaveras, arañas y otras raras formas y siluetas.

La aparición más espectacular de ellas, era cuando se aparecían con su especial y susurrante vuelo los gigantescos taparacos, que yo los veía como si fueran murciélagos, porque había unas de hasta 20 centímetros de envergadura, para que con los atrevidos golpes de su feroz ataque tratar de apagar el pequeño foco, y algunas veces hasta lo lograban, no porque los quebraran, sino porque lograban aflojarlos. Algunas veces para espantarlos los muchachos le tiraban piedra y lejos de intimidarlas lograban reventar el foco, y era entonces cuando esa parte de la calle se quedaba sin luz hasta por una semana.

[“La pesca”] 

Como si se tratarán de fogatas en mitad de la campiña o de salvadores faros, estás callejeras luces alumbraban nuestros juegos nocturnos, que unas veces eran agitados como “la pesca” que consistía en formar dos equipos bastante equilibrados en tamaños y sexos, que previo sorteo con una piedra plana que tenía dos lados, la seca y la mojada, y como en las monedas se preguntaba: “¿Seco o mojado?”, entonces el lado que quedaba arriba, ganaba. Los que perdían debían “pescar” o mejor dicho perseguir y chapar4 o “matar”.

Luego se fijaban varios puntos de resguardo o “cuevas”, en mi calle era la línea de los tres postes y al frente, la puerta de la carpintería del maestro Calixto Zevallos que por las tarde se iba a su casa en Tamburco, donde solo uno de los perseguidos podía descansar de ser “muerto”, si llegaba otro la debía abandonar, pero si los dos tocaban al mismo tiempo la “cueva” donde no podían matarte, automáticamente el último en resguardarse quedaba “muerto” y fuera de juego. 

Cuando en esa carrera de cueva en cueva pescaban a un perseguido se le gritaba: “¡muerto!”, y ahí, en ese mismo lugar, debía esperar a un partidario que saliendo de una de las cuevas, corriera a tocarle la mano al “muerto”, que para nada debía moverse, y devolverle la vida gritando: “¡Salvado”! y el juego continuaba para él. Esa parte del juego terminaba cuando todos quedaban muertos. Era entonces que los perseguidos pasaban a ser los perseguidores. Ese juego finalizaba sólo cuando salía alguien de tu casa para decirte que tenías que acostarte, sino la “pesca” podía durar toda la noche.

En este juego se admitían a los “nonis” que eran los más pequeñitos que a pesar de ser “muertos” tenían el privilegio de seguir con “vida”, incluso cuando los equipos se cambiaban seguían “vivos”. Se hacía esto porque no podían comprender que si eran muertos debían quedarse quietos en el lugar donde los habían matado, pero los joritos seguían corriendo erráticamente al cualquier lugar y casi siempre gritando llenos de júbilo. 

Fotos: Ciro Víctor Palomino Dongo












1 Niño.
2 Niños muy tiernos.
3 Lliclla es una manta tejida que llevan las mujeres en los Andes peruanos con múltiples usos. Suele tener motivos, patrones y tamaños y colores que varían de acuerdo a la región, etnia o nación del artesano.
4 Chapar, chapado. Abanquinismo, que significa coger, atrapar, alcanzar, agarrar, capturar. Pero también te pueden “chapar” una mentira o una mala acción.

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