DEL ANECDOTARIO ABANQUINO
EL EXPEDIENTE
(Narraciones de la Zona de Emergencia)
El viejo tomó el diploma, lo cubrió con sus ojos y
suspiro de alivio y satisfacción. Por fin se había cumplido su más caro sueño.
El niño que hizo sus estudios con grandes honores y diplomas en la Escuela
Fiscal de aquel pueblo había culminado satisfactoriamente su carrera
profesional en la facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la universidad de
la capital arqueológica de América.
Al viejo letrero de bronce con
letras negras que anunciaba MILCIADES
ALBORNOZ USTUA ─ ABOGADO, que permaneció
por más de cuarenta años clavado en la hoja derecha de la puerta de aquella
oficina, se agregó otra de vinilo negro con letras doradas que abrochado a la
hoja izquierda de la misma puerta, rezaba: ALBINO
ALBORNOZ QUINTERO ─ ABOGADO.
El pueblo celebró aquella nueva placa con una gran
fiesta ofrecida por los orgullosos padres del flamante Letrado, donde hicieron
generoso uso de la palabra todos los que debían, tenían o querían exponer las
flores de su verbo, los halagos que merecía el homenaje y la sincera admiración
por el joven que valientemente había decidido ejercer su profesión en la tierra
que lo vio nacer. Como en todas las fiestas que tienen éste propósito, ésta
acabó con las muy sutiles recomendaciones que le hicieron al homenajeado las madres
de todas las niñas de 15 a 40 años de edad sobre las bondades del alma y la
capacidad doméstica de sus joyas.
La vida y los asuntos de los moradores de ese pueblo pueden
seguir congelados desde que fue fundado, pero no para el doctorcito Albino. ¿Qué se haría en aquel montón de casas viejas y rústicas
cabañas sus modernísimos conocimientos sobre derecho comercial, industrial,
tributario, minero, laboral, ambiental, ecológico, internacional, etc., etc.?
¡Humo! Todo lo que podría lograr del futuro en ese poblado provincial sería
convertirse en abogado gamonales y abigeos, medio chacarero, medio ganadero,
medio comerciante, medio autoridad, medio alcohólico; finalmente tomaría una mujer
y acabaría siendo padre de diez hijos y por eso mismo más chacarero, más
ganadero, más comerciante, mandamás y borracho completo.
Aprovechando que el estudio jurídico contaba con un
nuevo abogado, el doctor Milciades Albornoz Ustua debió viajar a Lima
para un minucioso chequeo médico que después de tanta andanza y gasto, le
confirmó que aquellos ardores que no le permitían comerse a gusto los sabrosos
cuyes rellenos ni mucho menos "matarlos" con el dulce aguardiente del
fundo de su cuñado Eriberto, eran dos úlceras avanzadas y que aquella dolorosa
pesadez que le colgaba en las entrepiernas, era una abusadora prostatitis que
podía mutar a un cáncer.
Mientras tanto el joven Albornoz fue compartiendo sus
temores con los amigos de la casa con la esperanza de que al retorno de su
padre le ayudaran a convencerlo para mudarse de ese pueblo atrasado y sometido
a la incertidumbre de los estados de emergencia e incursiones subversivas, tal
y como lo habían hecho todos los vecinos notables y pudientes.
Para eso solo se necesitaría vender aquella casona que
le construyeron los hábiles albañiles y artesanos de la comunidad de Pachakchacra;
aquel hermoso huerto vergel que ganó en el juicio que siguió como apoderado de
don Mamerto Palacios Izquierdo y que por los costos del pleito, sus honorarios
y las demás angustias del proceso se hizo adjudicar en propiedad por el juez
especializado en lo civil de la provincia; aquel buen terreno urbano cercano a
la Plaza de Armas que como un regalo del cielo le vino de las manos de la viuda de Pablo Cornelio para que la
defendiera de los malvados asesinos de su esposo, porque para ella, él nunca se
había suicidado, puesto que eso era un pecado mortal que se paga con el
infierno, y aun cuando en el curso de las investigaciones, nunca se dio con
paradero de homicida alguno se lo pagó de muy buena gana. Rematar de un solo
golpe todas las reses que le cuidaban los indios de la comunidad de
Champaccocha. Todas las llamas que pastan en Antayauyos. Todas las alpacas que
trashuman en Ccarcco al cuidado de los indios litigantes que pueblan esos
parajes y finalmente venderlo todo, incluso los viejos muebles acumulados desde
los tiempos en que los Albornoz de España llegaron a estas tierras.
¿Para qué le servía vivir en aquel remoto y olvidado
lugar? Para nada. Lo ideal y futurista era irse de aquel pueblo de una vez por
todas, pero mientras tanto era necesario acelerar los juicios del viejo, que en
buena cuenta eran dos o tres trámites no contenciosos, dos procesos penales por
abigeato y otros dos por lesiones graves y un voluminoso expediente de
diecinueve cuerpos de los seguidos por la Comunidad Campesina de Huarmillacta
con la Comunidad Campesina de Ccaribamba, sobre reivindicación, pago de frutos
e indemnización de daños y perjuicios.
¡Qué extraños laberintos escondía aquellos descomunales
infolios! Todo lo que en él se había escrito y se había procesado era lo que
menos recomendaba la ciencia del derecho y sin embargo aquella ruma papeluchera
había viajado 32 veces a la capital del departamento y no menos de seis veces a
la mismísima capital de la República. Todo ese ambulante monumento a la ineptitud
judicial había durado 28 años, 4 meses y cinco días, hasta que al sexto día el
flamante abogado con los argumentos de un simple escrito que invocaba una de
las 26,500 leyes que por esos tiempos gobernaban y desgobernaban el Perú, puso
fin al pleito. Y de ese modo el voluminoso expediente fue a vérselas con la
voracidad de las polillas y los ratones que se alimentan con los escritos y
documentos de los litigantes que después
de tanta ilusión ganada o perdida, tarde o temprano acaban en algún oscuro y
húmedo rincón judicial.
A las dos semanas del fin de aquel
proceso, llegó el viejo Albornoz con ganas de enterrarse en su pueblo, porque
los médicos limeños, además de oscurecerle el porvenir, lo habían dejado
"más pelado que un odre". "Que tengo que morirme, no es ninguna
novedad, para eso no se necesita ser sabio, pero que tenga que trasladar el
fruto de mi trabajo a un matasanos, eso sí que es muy cojudo". Comentaba
agregando; "¡Aquí me quedo!"
Y ahí nomás se hubiera quedado muerto cuando se enteró
que su hijo había acabado, de una vez y para siempre, las correrías de aquel
errático expediente, sino fuera porque el final de aquel pleito también había
perjudicado a más de un enemigo, especialmente al abogado de la otra parte y primordialmente
al juez titular por haber recomendado al juez suplente, que por darse las
ínfulas de conocer la ciencia de derecho con igual elegancia y sutileza que el
doctorcito Albornoz, había fallado de aquella estúpida manera.
De todos los pesares que provocó ese desgraciado
incidente, la peor parte le tocó al ilusionado Albino Albornoz Quintero, porque
su enfermizo padre supo decirle:
─Hijo, en estos
pueblos agrarios todo se hace para más adelante y si es posible para siempre.
El agricultor siembra sus campos para cosecharlos después de seis meses; el criador
tiene que atender su rebaño durante casi un lustro para apreciar el fruto de
sus esfuerzos. Aquí nada se hace ni se ha hecho de la noche a la mañana.
Durante mi pequeña ausencia has dado fin a un caso que por mucho tiempo ha
procurado el pan para esta casa y los dineros que han pagado tu universidad,
pero no solamente nos has desgraciado a nosotros, sino que has dejado al borde
de la miseria a la mujer y los ocho hijos del secretario del juzgado y
arruinado las esperanzas del Juez titular, a quien se le ofreció una pequeña
fortuna por el fallo favorable a la parte que yo representaba, y eso no es
todo, ¿quién va a llenar la despensa del pobrecito Florencio Aymachoque
Dianderas, diligenciero del Juzgado? Sólo porque eres mi hijo no quiero hacerte
saber a cuánta pobre gente has perjudicado. Tu conciencia no podría soportar el
remordimiento por todo el daño que has causado. Pero de una cosa si estoy
convencido y es que ni este pueblo, ni tu padre, son para tus pretensiones. Así
que mañana mismo harás tus maletas. Yo por mi parte sabré darte una pequeña
suma para que puedas atender tus necesidades más inmediatas e instalar un
estudio, allí donde supongo debes conocer muy bien. Solo espero que aprendas a
manejar tus asuntos pensando primero en tu persona y nada más que en tu
persona, caso contrario serás hombre muerto, aquí o en cualquier parte del
mundo. ─Recomendó el viejo letrado sabiendo que con esa despedida ponía fin a
las muy conocidas y públicas pretensiones de su rapaz pichón.
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