“–Señor, durante la época de los carnavales, del fondo del río Apurímac, sale una hermosa mujer vestida de blanco, tocando una tinya, una quena y cantando bellas canciones de amor que jamás deberás escuchar. –Me advertía”.
Fue una noche antes, o la noche del día siguiente, no lo sé. Tampoco tiene importancia si fue un instante, muchas semanas, meses o años. Lo cierto es que yo conocí las maravillosas profundidades del río Apurímac.
Repaso que el afán de los tres fue irnos a pescar. Nunca consideramos si la pesca podía ser poca o abundante, eso no importaba, pues lo único que contaba era estar a las orillas de esa áspera y alucinante correntada que en tiempos antiguos fue considerado un dios tutelar de los quechuas que con mucho respeto y devoción lo llamaban "el poderoso que habla"; que tuvo un adoratorio que estaba al cuidado de una bella y fiel sacerdotisa llamada Asarpay, hermana del Inca, quién cuando los españoles saquearon y destruyeron su huaca, llena de dolor y tapándose la cabeza se arrojó al rio desde un altísimo despeñadero.
La aventura consistiría en estar un día pescando, pasar la noche en una de sus playas, seguir pescando al día siguiente y luego irnos a relajar en las aguas termales de Cconoc, y finalmente volver a nuestras casas.
Ya en sus orillas nos dedicamos a preparar los sedales, especialmente los reinales que debían medir más de 30 metros y que a espacios de un metro debían tener amarrados un pedazo de sedal con un anzuelo en el otro extremo. A este artefacto los pescadores le llaman "trampilla". Cuando por fin echamos todas las trampillas, nos cocinamos algo para comer y después acopiamos la leña para la fogata que debía encenderse cuando llegara la noche, y mientras eso sucedía me subí a una enorme piedra para que el refrescante viento que navegaba sobre las aguas, me aliviara del sofocón que aguanté todo aquel día.
Entonces fue cuando de un momento a otro oí una hermosa melodía seguida de un mágico canto que viajaba con el viento, pero prestando mayor atención escuché que esa maravilla salía de la base de la roca donde estaba subido, así que bastante distraído bajé para saber qué estaba pasando ahí abajo y por eso no recuerdo cómo fue que caí sobre la corriente que lavaba la otra cara de aquella roca. Pero eso no me importó, porque sobre esas aguas se escuchaba más nítidamente esa bellísima canción. Entonces de un momento a otro aquella sublime musicalidad desapareció, y cuando en su reemplazo oí un horizonte de bramidos, fue cuando me di cuenta que el río Apurímac me estaba llevando. Me estaba transportando a la muerte.
Se puede decir que un milagro me salvó, porque aún así de desesperado como estaba sentí que era arrastrado a la deriva por esa enloquecida torrentera que cae a plomada desde alturas nevadas. En esa horrible situación solo tenía derecho a desear que mi cadáver fuera hallado y sepultado en el camposanto donde descansan mis ancestros, porque ya sentía el vértigo del remolino de Cunyac que atrapa y muele todo aquello que viaja sobre la superficie, para arrojarlo en mil pedazos, muchos kilómetros más abajo, sobre las arenas de las playas de Cconoc.
Recuerdo que caí en una especie de torbellino que girando vertiginosamente, no acababa nunca, hasta que aquel tumulto de espumosos rugidos mezclados a los quejidos de las angustias de mi agonía, fueron súbitamente aplacados por la hermosa melodía que habitaba todo aquel húmedo espacio y que absorbía mansamente ese perverso torrente, hasta que solo quedó en toda la extensión de aquel mágico lugar sin nombre, la omnipresencia de esa canción jamás escuchada por mortal alguno en el cauce de ningún río del mundo, convenciéndome definitivamente, que me hallaba más allá de la muerte, incluso más allá de todas mis existencias, que según aprendí después, no eran pocas, ni eran todas.
Tras esa líquida y luminosa canción se apareció ¡Ella!, para conducirme a los campos sin lugar de su mundo. Allí vivimos como peces ociosos, gozando de todas las transparencias, consumiendo y siendo consumidos por un amor que vivió desde mucho antes del comienzo de los infinitos y que traspasaba nuestros cuerpos con la luz de millones de estrellas que me revelaron su bondadoso quehacer dentro de la danza celestial.
Las cosas me mostraban los signos de sus secretos; los animales y las plantas, la bondad de sus existencias en la interminable cadena de la vida. El tiempo sin apelar a recuerdos ni afanar futuras ilusiones que allí no tenían cabida, me decía que todo lo que es ahora, estaba así desde antes y para siempre; de modo que en ese fantástico mundo era el lugar donde mi alma pudo trocar sus fatigas y desesperanzas por algo más bueno que los benditos frutos de la Pachamama, y más bello aun, que todo el amor que conocemos los humanos.
Ahora
recuerdo que en esos instantes eternos gasté todo lo que quedaba de la pobre
vida que alienta mi alma en este mundo, pero solo así comprendí el sentido de todo aquello porque me muero.
►☼◄
Este espejo que me muestran mis amigos, solo me revela el desesperado rostro de un agónico alucinado. Yo no sé qué decirles, ni tampoco puedo darles noticia de algún hombre que con mi apariencia, recuerdos y sentidos, se haya salvado milagrosamente de las bravas aguas del río Apurímac, y que luego de ese milagro se haya puesto a trajinar como un loco sin rumbo por los cerros, los barrancos y las hondas quebradas que flanquean aquel profundo cañón, implorando a viva voz con un solo y trastornado estribillo, a un fantasma que escucharle no quiere o no puede, por no haber existido jamás para nadie y por haber llegado sólo para mí.
“!Sirena, de arena,
llévame pues,
si eres buena¡”
¿Quién podría llegar a semejante desvarío? Eso solo puede sucederle a quien como yo conoce las increíbles profundidades del río Apurímac.
¡Ojala! se fueran todos estos infelices que me miran llorando con sus sombríos rostros de apenada congoja, para decirle al señor cura que está aquí a mi derecha, que me dejen dormir en paz y que me cierre los ojos, por si estos, aun deslumbrados hubieran quedado abiertos.
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