domingo, 28 de junio de 2020

LA LOMOFINO


–¿Es verdad que “la lomofino” se va a casar con el Jefe en junio?

–No sé. ¿Pero quién sabe algo de alguien en este pueblo? –Preguntó esto para recordarle que en ese lugar, nadie sabía nada de nadie. Lo único cierto era que por culpa del terrorismo, no hacía mucho, casi todos habían llegado de todas partes, y que poco a poco, según sus intereses, se iban conociendo entre los que se resultaban extraños. –La única verdad que podemos conocer tú y yo, es que la cholita es gringacha y guapa, además de tener buena talla, buen rabo y tetas grandes. Entonces pues: “Caballo grande, aunque no ande”.

Aun cuando suene algo extraño. Lo cierto era que en ese pueblo, nadie sabía nada de nadie, pero sin embargo todos eran sospechosos de ser terrucos o soplones. Además a quién le interesaría saber algo de alguien, menos aun cuando no pudiera servirle para las una y mil necesidades que todos tenían. ¿Qué ganarían o perderían con ello?, nada. Y aun cuando supieran algo de alguien para qué le serviría, si solo se trataba de las penurias que llevan a todas partes los refugiados.

Muy pronto se disolvieron las quejas de sus males en la pobreza que encontraron por todas partes. Entonces cada quien comenzó a inventarse como pudo las historias de sus orígenes, su abolengo  y sus riquezas, pero eso tampoco importó, pues todos conocían que la guerra sucia había expulsado solo a los moradores de las más pobres y remotas aldeas. Más llenas de páramos y punas que de tierras de labranza.

Con mucho o poco dinero, con tierras, sin tierras o desterrados, todos eran los sobrevivientes de los hijos de aquel salvaje mestizaje que se produjo con la invasión española, de donde surgieron como nuevas hierbas esos cholos blanquiñosos, esos cholos prietos y aquellos indígenas acholados. Todos eran comuneros o campesinos que aprendieron por siglos a convivir en las reducciones de indios que fundaron los españoles y a perdurar con las desdichas que muy gustosamente obsequia la iniquidad de los hombres, y las felicidades que ofrecen las cosechas y el ganado logrado en estos magros pastos. Con el paso de los años fueron avecinándose a las villas que fundaron los latifundios para ser sus capataces, peones, colonos o huasipongos.

Más tarde,  gracias a que los nuevos tiempos sepultaron las haciendas,  recién pudieron construir las escuelas apoyados en la milenaria tradición de la ayuda mutua, y gracias a ello, muchos triunfando sobre la miseria que los acosaba, para bien o  para mal, se educaron. Más adelante se hicieron ciudadanos y se liberaron de la miseria que les entregaba aquellos pobres suelos, que con el correr de los años se fueron desvaneciendo de sus memorias, pero que en sus "nuevos recuerdos" eran llamadas haciendas. Muy atrás había que volver para recordar aquel poder que se medía con la extensión de las tierras poseídas, la cantidad de mano de obra que las exlotaba, la magnitud de las cosechas y la cuenta de los ganados logrados gracias al esfuerzo de los campesinos miserables sometidos por el hambre.

–Pero todos dicen que la fulana es una pendeja.

–¿Y quién no es pendeja cuando anda en celo? Todas las viejas que hablan mal de las chicas casaderas, no se acuerdan de todas las pendejadas que han debido hacer para conseguir marido, porque saben que después de lograrlo, automáticamente se convierten en damas respetables y adorables madres de familia. Lo malo es que muchas de ellas  desde la posición que les obsequia su ignorancia, se dan el lujo de reprochar a las muchachas todas sus pasadas  arrechuras, sin importarles que estas, empujadas por las hormonas deban merodear por los restaurantes y las discotecas en busca de su presa, porque en esos cruciales momentos, nadie les tocará sus puertas para regalarles una pareja.

–¡Claro pues compadre! Eso es normal, pero "la lomofino” se pasa para el carajo. –Y sin que se lo pidiera comenzó hacerle una detallada narración de las correrías de la muchacha, y el otro aparentando no tener el más mínimo interés en la bola de comentarios gratuitos que se venía, no dejó de parar las orejas. Total en ese trabajo desde el tiempo en que gobiernan los presidentes regionales electos, hay tiempo para ese y el resto de los chismes que las malas lenguas de este pueblo de recién llegados, produce a raudales.

En buena cuenta, como en ese vecindario nadie conocía lo de nadie, había que inventar todo lo de todos, y para eso solo se necesitaba convertirse en juez, testigo, verdugo y pregonero de todo lo que se dice, sin importar si eran verdades o fantasías.

Le dijo que la mismísima “lomofino” contaba a quien quería escucharle, que cuándo tenía trece años entraron a su pueblo unos terrucos y junto a otros estudiantes la secuestraron para meterlos a sus filas, pero cuando llegaron al campamento de los malditos, uno de los jefazos de aquella incursión que se hacía llamar "Rambo", esa misma noche con mucho placer y sadismo la violó y al día siguiente, haciendo disparos al aire, le hizo saber a toda la pandilla que a partir de esa mañana ella era su mujer y punto. Y como el resto también había logrado emparejarse así, con no poca envidia respetaron aquella decisión, y así la tuvo y la mantuvo solo para su provecho. Hasta que un día, no se sabe quiénes ni cómo, lo volaron en mil pedazos con un cartucho de dinamita metido entre sus huevos, y sólo así, después de más de ocho meses pudo por fin volver a su casa.

–Esa historia es muy cojuda, porque la pendeja no tiene la pinta de haber estado metida con los terrucos, sino tendría la piel y el alma bastante curtida y en menos de un mes la hubieran preñado. Lo que pasa es que en todos los pueblos donde ha entrado la guerra sucia, algunas niñas se han inventado ese cuento para protegerse de los arrechos que querían meterles un polvo aprovechando que estaban solas, porque sus padres debían andar escondidos o completamente borrachos para escapar de esa malvada movida, con la esperanza de que los violadores al enterarse que había sido mujer de un jefe subversivo, las respetaran. –Dijo esto y le hizo una señal para que siga contando, con el vivo deseo de conocer hasta dónde más podía llegar la leyenda de “la lomofino”.

–Bueno eso dicen. Pero si eso no es verdad, entonces es cierto que desde chica tiene bien metida en la sangre esa atrevida coquetería que despierta la arrechura de los malpensados. –Y continuó narrando.

Como los terrucos y los milicos se dieron al arduo trabajo de acabar con los pobres de todas las comunidades, no tuvieron tiempo ni ganas para encontrarse en una batalla campal para balearse como mandan las leyes y los usos de la guerra. “Si el uno entraba a un pueblo, el otro no llegaba; y, si el otro llegaba, nadie más debía entrar”, decían los paisanos. Entonces como la vaina estaba así de tan jodida no quedaba más remedio que largarse de aquel infierno y mientras las cosas se compusieran, suplicar a la parentela de todas partes para que los apoyen con los hijos menores.

A “la lomofino” la encargaron a una tía medio loca que vivía en Comas, que inmediatamente la convirtió en su “cenicienta”, para que hiciera en su casa todo lo que ella hacía de lunes a viernes en la mansión que tenían sus patrones en San Isidro. Mientras su primo Juancho, que era un pervertido sexual y por eso un fiel amante de la pornografía, después de ganarse su confianza, el muy hijo de puta, a veces por las buenas y muchas veces a la mala, le hizo todas las porquerías que se hacen en esas películas, aunque en realidad no hizo mucho para que a la moza le gustara todo lo que le podían hacer. Y así a punta de andar calata la mayor parte de la semana, se convirtió en la reina de su colchón y en la mujerzuela de todas las mamadas.

No bien acabó la secundaria se largó de aquel lugar para irse a convivir con un tombito de su pueblo, que al parecer era su medio pariente. Este además de enamorarse hasta los poemas, porque con un aerosol de pintura escribió en una de las paredes de su barrio un trozo de esta canción: “¡BESOS, TERNURA, QUE DERROCHE DE AMOR, CUÁNTA LOCURA!, QUE NO ACABE ESTA NOCHE, NI ESTA LUNA DE ABRIL, PARA ENTRAR EN EL CIELO, NO ES PRECISO MORIR…TE AMO LUCILA”.  Como creyó que la tenía para sí y para toda la vida, hizo el esfuerzo de pagarle la academia de Secretariado Ejecutivo Computarizado, pero la muy desagradecida le sacaba la vuelta con el profesorcito que la capacitaba. Pero ese romance tampoco prosperó, porque el hombre además de casado tenía la costumbre de “mejorar el rancho” con las más locas de sus alumnas, y nada más.

Finalmente y como estaba al día en el pago de sus pensiones recibió el gigantesco diploma que la certificaba como SECRETARIA EJECUTIVA COMPUTARIZADA, y cuando estaba en el afán de buscar un empleo debió viajar a su comunidad para enterrar a su padre, que como muchos paisanos que no pudieron escapar de la guerra sucia, se había vuelto alcohólico. Porque era mejor estar borracho cuando entraban al pueblo los tucos y podían decir de él con lástima: “Pobre hombre, así es como los embrutece el capitalismo!”, o cuando llegaban los milicos: “Mira a este pobre mojón de mierda. No sirve para nada y aun así tenemos que defenderlo”. En ese velorio maldijo al difunto por haberla mandado a servir a esa casa de locos de Comas, donde solo aprendió a sufrir.

Después de ese miserable entierro, donde también sepultó su poca pena, con las mismas se fue a vivir a la casita de abobe que por las afueras del pueblo sus parientes habían construido para protegerse de la subversión y la contra–subversión, desde donde se dio la buena vida que: “Una carita de blanca, unas tetas de chola y un culo de samba”, pueden lograr.

Con todo lo que le habían enseñado y lo que había aprendido por su cuenta, en medio del ambiente que suelen formar los palurdos de estos poblados, “la lomofino” se dio cuenta que muy fácilmente podía seducir a esos bellacos que desde sus provinciales egos estaban más que angurrientos de arrasar con los cuerpazos y los agraciados semblantes que las pendejas suelen mostrar. Como a casi todos esos bobalicones les encantaba mostrar los fajos de billetes que tenían, la condenada se los comía vivitos y coleando, aunque para eso, según el "punto", debía hacerse la ingenua que jamás iría a pecar, o mostrarse como una gran vampiresa que jamás alcanzarían siquiera tocar, pero sin dejar de darles esperanzas a todos.

Y así muy bonitamente se hacía obsequiar buenos celulares, cargar sus créditos, comprar carteras, zapatos y  ropas, y ni hablar de hacerse invitar toda la comida que se vendía en el pueblo, desde caldo de gallina o lechón en las mañanas, ceviches y mariscos a media mañana, platos extras a medio día, café con leche y pasteles por las tardes y pollo a la brasa todas las noches.

Le dijo que eso era lo que le daban sus muy enamorados y cojudazos pretendientes, pero su verdadero negocio era irse a las discotecas después que el último de sus "puntos", bien comida la dejaba en su casa. Por esos lugares era conocida y bastante manoseada por los administradores de esos antros, y sin que nadie se diera cuenta cómo, ni por qué, acababa sentada en las mesas donde gastaban a diestra y siniestra los pocos borrachos que acudían a esas covachas con dinero, y cuando notaba que uno de esos era el que pagaba todos los tragos, se pegaba muy melosamente al gastador y después de hacerle creer que era “el hombre” con quien cerraría su noche, le obligaba a emborracharse hasta vaciarle los bolsillos.

No faltaron las ocasiones en que a alguno de sus “puntos” no le quedaba efectivo, pero sí su tarjeta de crédito, entonces acompañaba al borracho hasta el cajero automático, y el muy baboso, como si se tratara de su mujer le confiaba su tarjeta y su contraseña ordenándole: “¡Saca cien!” y ella sacaba lo más que se podía. Después lo abandonaba con cincuenta soles en otra discoteca.  Otra noche cuando lo volvía a encontrar se hacía la molesta diciéndole que a ella no le gustaba que la golpearan.

Como a veces la vida no siempre es dura y fregada, en esas correrías tropezó con un admirador, que en su borrachera le dijo gritando: “¡No me interesa que no me quieras, pero debes saber que yo siempre te amaré!”, y para rizar el rizo, incluso se sofisticaba: “Si no existieras, jugaría a inventarte”, y nunca perdió la oportunidad para declararse su más ferviente admirador y amigo del alma,  y si ella quisiera su más ardiente amante. “¡Estoy, para lo que tú quieras, mamacita!” “La lomofino” se acordaba riendo de la  noche en que pasado de vueltas por los tragos, le dijo con tono de súplica y casi gritando: “¡Mamacita te quiero tanto, que si me lo pidieras me comería tu caca y me fumaría tus pedos”. Se trataba de Javier Prado Quispe, un alegre y enamoradizo empleado del Gobierno Regional, que cuando le caían algunos centavitos extras o alguien lo invitaba, porque desde su oficina le había hecho algún gran favor, se aparecía por esos lugares.

A ese amante platónico se arrimaba cuando nadie le daba importancia o cuando le faltaba dinero para sus necesidades o caprichos. El Japuco fue el que construyó el baño de su casa en el pueblo joven, y lo hizo tan bonito, elegante y muy bien iluminado, cubierto de fina cerámica, con un hermoso y moderno wáter con su respectivo lavatorio y una rapiducha eléctrica Rotoplas de 500 soles, que si era alguito más amplía, seguro que “la lomofino” hubiese trasladado su dormitorio a ese lugar. Tampoco dudó en darle de buena gana los cinco mil soles que tuvo que prestarse de la Caja de Ahorro y Crédito “Al Toque”, para que la condenada trajera desde Lima los restos mortales de su nunca bien llorado padre a su comunidad para darle cristiana sepultura.

En una de esas chinganas, una noche le presentaron a Nilton Moncada Caituiro, un pendejerete de los muchos que andan metidos en el gobierno regional para formular adefesiosos proyectos de inversión pública, que después de beneficiar a todos los que tienen la oportunidad de "meterle uña" a ese negocio, acaban en inservibles obras que los beneficiarios no lo usan nunca porque jamás las necesitaron, y aun cuando les hiciera falta, de poco le servía a la pequeña y frustrada población, que por la desgracia de tener que arrastrar una larga miseria, aún permanece cautiva en esos parajes sin dios, ni el demonio; y, que por andar metidos en la política regional, cuando eventualmente gana las elecciones regionales “su candidato”, por fin alcanzan a ocupar un puestecito público, embolsillarse los dineros de todo lo que se puede robar en esas dependencias. Porque de “ganar–ganar” en esos carguitos pichirruchis es imposible, pues sus miserables suelditos apenas si alcanzan para comer, chupar, putear, comprarse algunos trapitos y pagar un cuartito decente con baño propio.

No bien la vio de cuerpo entero, le preguntó si era abogada, cuando le dijo que no. “¿Magister?” No. “¿Ingeniera?” Nones. “¿Contadora?” Tampoco. “¿Administradora?” Na’ que ver. Cuando a final se dio por vencido, ella le dijo a modo de quien revela un acertijo que nadie podría acertar: “¡Secretaria  Ejecutiva  Computarizada!”.  Y  el  frustrado adivinador  con  la  cara  de  más  que sorprendido, gritó: “¡Eso es justo lo que necesito!” Y al día siguiente la sentó, donde desde hace más de treinta años se sentaba la eterna secretaria de aquella oficina, que a partir de ese momento debía prestar sus servicios en el archivo central, sin dejar de prestarle sus buenos y comedidos consejos a su flamante colega. Por supuesto que la "eterna" no tardó en salir dos meses de vacaciones, y el resto del año se enfermó todo el tiempo que le dio la gana, hasta que después de tanta depresión, no le quedó más remedio que jubilarse, como debió haberlo hecho hace más de ocho años.

Poco a poco, a punta de servir a los empleados con los encargos y las súplicas que le dejaban para que el jefe les firmara algún documento cutrero, o les hiciera algún “favor especial”, que luego ella se encargaba de pagar como sólo ella sabía hacerlo. Así "la lomofino” se fue haciendo de un lugar en esa oficina, y no pasó mucho tiempo para aprender lo que debía hacer. Y lo que no podía hacerlo lo hacían otros con la esperanza de que algún día podrían resultar ganadores de la lotería de sus favores, aunque no faltaban  los que lo hacían simplemente porque la pendeja sabía pedirlo de un modo bastante peculiar, con esa abierta coquetería con que sabía envolver muy disimuladamente sus moviditas de culo, el inocente cruce de sus largas piernas que le nacían desde una provocadora minifalda que apenas si le cubría las entrepiernas, sus pícaros guiños seguidos de sus involuntarios gemidos que como un tic se desprendían de sus ojos y sus labios.

Para provocar a los “sapos” que se ganaban con los ademanes de su cuerpo, muy suelta de huesos, a veces comentaba: “¡Ay, estoy tan acalorada que me gustaría ducharme con agua helada y tirarme desnuda en mi cama chupándome un helado de vainilla”. Cuando decía esto y otras perradas aún más provocativas, los más "pilas" de aquella oficina decían: “Se nota que a esta pendeja no la han calzado como debe ser y por eso no deja de andar arrecha. ¡Una noche, sólo denme una noche y la enderezo!”, y todos se rieron, cuando alguna graciosa dijo que con un manicito no se podía saciar a un elefante, y cuando alguien le preguntó que cómo sabía que ese huevas tristes tenía un manicito, mudo sus risas por una cara muy asorochada.

Después de dos meses, ya todo el mundo se enteró que "la lomofino” estaba de amores con el jefe Nilton. No a todos les sentó bien aquella noticia, por varias razones, unos porque:

–¡Que tal concha de este huevón! Primero, sin saber mi mierda se hace nombrar jefe de la oficina para que el Eskunqui y el cholo Llamocca se lo almuercen a su gusto, tal y como lo han hecho con toda la sarta de inútiles que los demás gobiernos regionales han mandado como jefes de esta pobre chamba, y para que los polvos le salgan gratis contrata una puta y la hace su secretaria. No contento con eso, para que la pendeja no se desbande con los demás empleados, la hace oficialmente su “hembrita”.

–Eso a mí no me importa, ni que estuvieran haciendo el amor en horas de oficina. Lo que me mortifica es que el concha de su madre se haya apropiado de la camioneta oficial para irse a pasear con esa puta todos los fines de semana al Cusco, Puno, Arequipa, Ayacucho y a todos los lugares donde haya fiesta, pagándose todos los viáticos habidos y por haber y gastando abusivamente  el combustible de la oficina, y nadie dice nada, porque este desfachatado conoce de qué pata cojean cada uno de los corruptos que tienen la obligación de denunciarlo y además porque el pendejo les hace morder, siquiera un poquito, del billete que dejan los proveedores y todos los rateros que con el cuento de la cesión en uso se apropian de los bienes de la oficina.

–En el colmo de la conchudez, nos ha enviado un memorándum prohibiéndonos el uso del Internet, obligándonos a que le entreguemos la contraseña de nuestros emails, dizque para saber si estamos usando esa huevada en horas de oficina y para nuestros asuntos personales, y también que dejemos apagadas las computadoras al mediodía porque eso: “ha elevado los gastos del fluido eléctrico que la Oficina no está en condiciones de solventar”. –Recordó casi riendo alguno que tampoco le gustaban los sinvergüenzas, porque sabía que todos los trabajadores habían obtenido nuevas cuentas de correos que nunca usaron, para entregarle al desfachatado sus contraseñas.

–¡Está bien pues!, nadie puede decir nada cuando dentro de un centro de trabajo, los jefes o los empleados se enamoran. Nadie puede oponerse, pero si el hombre es casado y tiene un hijito que mantener, eso sí que no está bien. En ese caso debería divorciarse y fijarle una pensión alimenticia a la criatura y a su señora, sino deberían expulsarlo por acoso sexual. –Así la defendían sus nuevas amigas.

–¡Así es pues: “A quién Dios se la dio, San Pedro se la bendiga”! –Decía uno de los que esperaba por largo tiempo y con muchas ansias su turno para llegar a ser el jefe de esa oficina.

Tal y como sucede en los tiempos de estos gobiernos regionales, todos los jefes son automáticamente cambiados a los siete meses, porque los mandamases que manejan la cosa pública en estas tierras, consideran que ese tiempo es más que suficiente para pagarles los pocos servicios que alguna vez le hicieron al presidente regional dentro de su campaña electoral. Lo triste es que cuando eso sucede, los defenestrados recién estaban aprendiendo a conocer de qué se trataba esa "huevada" que estaban dirigiendo. Y se marchan  sin  pena ni  gloria,  llevándose tras  ellos  a la  gente que un  día contrataron, a menos que estos tengan un amarre dentro de la corrupción que se mueve en las altas esferas regionales, entonces incluso pueden llegar a ser funcionarios de confianza y mantener su empleo hasta que caiga el elegido. Ya más tarde se apuntarán en la campaña del próximo ganador.

–¡Carajo!, todo es negocio en esta vida, y este es uno más. Aunque este trabajito no sirva para mucho, por lo menos te da para no morirte de hambre y si tienes suerte puedes acabar nombrado, y ahí se terminan todas tus angustias y la desgracia de tener que servir a tanto ladrón elegido. –Comentaba uno que había fracasado en toda clase de negocios y que en esa ocasión buscaba “la vencida”.

“La lomofino” se despidió de todos, agarrada del brazo de su amorcito. Y no pasó mucho tiempo para que con bombos, platillos y partes matrimoniales de por medio, anuncie su boda con Javier Prado Quispe.

–¿Qué no era con el jefe de la Oficina con quien debía casarse?

–¡No!, ese solo la hueveo, porque de un momento a otro se acordó que tenía una digna esposa profesional y un bello e inteligente hijito que lo esperaban en su tierra después de tantos meses de dolorosa separación.

–¿Acaso no sabían que el Japuco ha sido mi amor de toda la vida? –Aclaró al tiempo que muy feliz y harto orgullosa alcanzaba sus partes matrimoniales a todos los empleados de la oficina, incluso a los que se habían portado mal con ella, poniéndole el sobrenombre de “la lomofino”.

Aun cuando no se olvidó jamás de aquella zorra limeña que alguna vez le dijo: “Tienes buena pinta y un bonito cuerpo. ¿Cuántos admiradores tienes?” ella le dijo que varios. “Escoge entre todos ellos a los que más plata tengan, no porque lo hayan heredado, sino porque lo han hecho ellos mismos. De todos ellos escoge al más platudo”. Ella le confió que le gustaban los altos, blancos y guapos, y la zorra  le respondió. “De eso ni te preocupes, porque con la plata del cholito, negrito o chatito que atrapes, puedes tener no solo vestidos, joyas y casas, sino todo lo que tú quieras, incluso un vikingo”. Pero a pesar de la verdad que para ella encerraba ese viejo consejo, tenía que casarse.

A los siete meses, "la lomofino" le dio un lindo hijito al Japuco, que por capricho de su madre se llamó  Nilton, porque ese nombre le gustaba desde siempre, y no porque alguna vez tuvo un jefe que tenía en mismo nombre.

Pero además a quién le importaba saber algo de alguien en ese pueblo.


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