Después
de todo y al parecer, las cosas suceden como si estuvieran escritas desde
siempre en las hojas de algún libro sin nombre, para que dentro de esos días
que llamamos nuestro destino nos limitemos a representar, sin previo ensayo, el
papel que se nos ha asignado.
–¡Qué habrá pasado por
la mente del pobre Eulogio para matar tan salvajemente a la profesora Midori y
después degollarse! –Comentó alguno de los que fueron a ese paupérrimo sepelio
que los estudiantes habían organizado por medio de "una chancha" que
apenas alcanzó para pagar un mísero cajón y una solitaria noche en el velatorio
de la beneficencia, para después trasladarlo sin cura y sin rezos al cementerio
de los campesinos del pueblo.
–¿Sabe Dios en qué
pecados habría estado metida esa pacharaca,
que para olvidar sus culpas ha tenido que convertirse en una fanática
religiosa? –Dijo otro.
–No porque creamos
ciegamente en Dios, tenemos derecho a suponer que los demás son unos malditos
pecadores que no merecen ningún respeto, y que por el contrario hay que
mortificarlos hasta hacerles conocer la ira del supremo. –Opinó uno de aquellos
contertulios.
–¿Y a qué viene todo
eso que dices? –Preguntó el creyente del dios cósmico.
–Viene, porque yo creo
que nadie tiene derecho a meternos en su credo aprovechándose de nuestra
pobreza. –Contestó.
–Si pues, como lo hizo
la profesora Midori Matencio Pisani, que llevó su fanatismo religioso hasta el
extremo de provocar su propia muerte y el suicidio de aquel pobre estudiante de
Lambrashuaycco. –Terció alguno para redondear la idea.
–¡Si carajo! Esa se
aprovechaba de los patas misios que con el sueño de ser profesionales ingresan
a esta universidad. Pero lejos de recibir una educación universal en sus aulas,
estaban obligados a soportar el fundamentalismo de esa loca. –Aclaró alguien.
–¡Acaso eso nomás! ¿Y
la sicopatía, la avaricia, el acoso sexual y todas las demás huevadas de los
otros profesores? ¿Acaso eso también no cuenta? –Recordó otro.
–Pero para ser
realistas debemos admitir que no sólo en nuestra universidad pasan esas cosas.
En la otra tienen a una maldita chiflada que no solo se alucina una brillante
intelectual sino una gran líder religiosa, y se aprovecha muy bien del vivo
deseo que tienen sus alumnos de salvar sus cursos y así zafarse de sus garras.
Imagínense que para aprobar sus materias, ha tenido la conchudez de
obligar a sus alumnos a asistir por tres
días, previo pago por supuesto, a un retiro espiritual en el convento que tiene
una capilla, allá en la campiña de San Clemente. Cuentan los asistentes que en
ese lugar y por tres largos días, la huevona se rayó a su gusto, gritando como
una bruja en trance una y mil sonseras que según ella estaban escritas en la
biblia, y todo eso en compañía de su marido que estaba más loco que cien cabras
juntas, y que al final de ese desvarió los alumnos acabaron pidiéndole a Dios,
para que cuando terminara ese aquelarre se abran las puertas del infierno para
que caigan esos dos malditos tarados.
–¿Y qué pasó con los
alumnos que no fueron a ese retiro? –Preguntó un curioso.
–¡Simplemente los
desaprobó!, y cuando iban a reclamarle les decía: “¡Guerra avisada, no mata
moros!”. Más tarde cuando fueron a quejarse a las autoridades de la
universidad, estos les obligaron a pagar
50 soles para que la Midori les tomara un examen subsanatorio que al
final no subsanó nada, porque igual se los chupó.
Terminada
esa anécdota que no venía al caso a pesar que en algo se parecía a la historia
que estaban abordando, los muchachos recordaron que la Midori tenía la
costumbre de arrimarse a los patas
pobres y sin parientes. De esos que andan metidos en los cuartuchos de alquiler que existen por las afueras del
pueblo. No se les acercaba por el gusto que tienen las mujeres por los hombres,
sino por un gusto que a cualquiera así nomás no se le antoja.
Todos
recordaron que esa loca se metía en sus vidas con el cuento de la palabra de
Dios y el estudio de las sagradas escrituras. Pero cuando los muchachos caían
en sus redes, ya no le interesaba en lo más mínimo su pobre vida, su hospedaje,
su alimentación, su ropa, su aseo, sus estudios, sus horarios, su ocio, sus fotocopias, su futbol en la tele, su
navegación por el internet y todo eso que tenía que ver con gastar dinero. Pero
sin embargo como si fuera una docta en todo lo que le gusta a los muchachos de
estos tiempos, le encontraba uno y mil defectos y no pocos pecados a sus modos
de vivir y de llevar sus cosas, diciéndoles que ella tenía el secreto para
lograr una vida mejor. Cuando lograba
despertar el interés de su presa en lo que ella le proponía, que en buena
cuenta no se sabía a ciencia cierta de qué se trataba, empezaba metódica y
sistemáticamente a controlar la vida del incauto que había logrado atrapar.
–Si no eras pendejo
para zafarte bonito nomás, sin que ella lo notara, te jodías. Porque de allí en
adelante ibas a tenerla encima de ti, mandándote, controlándote y gobernándote
como si fueras su querida mascota, pero si no querías que la loca te tratara
como si fueras la presa de su cacería, entonces no te quedaba más remedio que
mandarle a la mierda, si no querías volverte loco. Aunque después nunca aprobarías
sus cursos. –Recordaba uno de esos estudiantes solitarios.
–¿Pero esa profesora no
se daba cuenta que su psicótica conducta era harto conocida por todos los
profesores y los estudiantes? –Preguntó muy extrañado uno de los contertulios.
–¡Pues si se diera
cuenta, no sería loca! –Contestó otro haciéndole las señas que se les hacen a
los tontos, y agregó. –Acaso no se dan cuenta que con roche o solapa nomás,
cada uno de los profesores tiene su cuota de locura.
–Pero en algún momento
las autoridades universitarias han debido llamarle la atención por esa conducta
que nada tiene que ver con el quehacer universitario. Incluso han debido
echarla de la universidad, si es que la mujer no tenía conciencia de lo que
estaba haciendo.
–¡Y para qué crees que
existe el Poder Judicial!, pues para amparar a un montón de locos y chiflados
que creen que tienen más derechos que los propios dioses. Pero si tuvieran la
valentía para despedir a una loca, entonces tendrían que despedir a todos los
coimeros, los acosadores sexuales, los cabros solapas y a todos esos inmorales
que se creen los grandes formadores de la inteligencia regional. Y si como se
tratara del país de las maravillas esto llegara a suceder, la universidad se
quedaría vacía.
Después
de esas aclaraciones siguieron recordando que el Eulogio, que de por sí ya
estaba un poco tocado, como de hecho lo están muchos de esos muchachos que
llegan desde sus pueblos y que gracias a que “hace más el que quiere que el que
puede” logran ingresar a cualquiera de sus universidades y conseguir algún
dinerito para establecerse en el pueblo. Porque encontrar trabajo en ese lugar
es casi nulo, de modo que hay que ser muy "mosca" para ganarse una propina y así poder pagar en
parte las fotocopias, el Internet, los pasajes, el detergente para lavar los
cuatro trapos y esas otras necesidades que muchas veces inventa la universidad
para recordarte que la educación es un negocio, y que al igual que en los
restaurantes o las cantinas, tienes que pagar por lo que consumes.
–Bueno pues al grano.
¿De qué se trató eso del pobre muchacho?
–¡Ah, claro! Dicen que
la loca logró impresionarlo con todas esas pichuladas con que se llenaba la
boca, y que porque era una profesora todos tenían la obligación de creerle como
si se tratará de algo tan vital como las proteínas, los carbohidratos o el
agua. Así que después de lograr ajustar la conducta de su "punto" de
turno a lo que ella quería, lo comenzaba manipular a su regalada gana
convirtiéndolo en su esclavo sicológico. “Eso no se hace..... Mateo X–4”. “Eso
no se dice...... Filipenses CVII–9–14”, “Así me gusta...... Ezequiel LXXI–9”, y
un montón de otras chifladuras más que a veces ni siquiera venían al caso, pero
que como estaban escritas en la biblia, eran la palabra del mismísimo dios de todos
los dioses. Y como a las mascotas o a los animales de los circos, por cada
buena acción u orden cumplida le iba obsequiando una propinita para las
fotocopias, una propinita para entrar al estadio, una propinita para los
pasajes y de vez en cuando un polito por que le daba la gana.
–Pero supongo que la
cojuda estaría enamorada del pobre Eulogio y aprovechando que estaba solo en
este pueblo, cuántos polvos le habría obligado a tener que meterle.
–¡Qué polvos ni qué
ocho cuartos! Esa era una reprimida sexual hasta su remaceta, y por culpa de
esa tara le venía el gusto de hacer sufrir a los hombres.
Después
el grupo recibió el testimonio de una de sus víctimas. Les contó que al
principio todo era la palabra de Dios. Después los adoctrinaba en el largo tormento
que debían pasar sus discípulos para demostrar su fe, si de todo corazón
querían que llegara a sus vidas los milagros y portentos que el supremo hacedor
les tenía asignados. Que pasado ese ablandamiento mental, sin que se dieran
cuenta, la loca se montaba sobre el alma de sus víctimas y lograba hacerles
sentir que estaban en deuda con su bondad y que cualquier desviación de lo que
ella esperaba, sería una diabólica traición, que no sólo se la estaban haciendo
a ella, sino al mismísimo Dios que está en los cielos, que todo lo sabe porque
todo lo ve.
–¿Y porque el pata no
se habrá quejado? –Preguntó uno, esperando que alguien le aclaraba esa duda.
–¿Y a quién podía
haberse quejado? A nadie, menos aun cuando se encontraba en la aterradora
situación de sentir que en cualquier momento todo su mundo se le iba a caer
encima y que después enloquecería. A una persona gravemente deprimida todo le
parece imposible, y lo peor es que creen sin la menor duda, que todo lo que les
pasa o lo que sienten es por su propia culpa. Lo que necesitaba el pobre
Eulogio era una urgente asistencia médica especializada, no una loca que
aprovechándose de su jodida situación, le venga con el cuento de las
tentaciones de Satanás y el pecado para manipularlo a su antojo, porque así
estaba señalado en las sagradas escrituras.
–¿O sea que la Midori
también estaba enferma y en vez de buscarse un médico loquero o aunque sea un
chamán, la huevona pensaba que se curaba enfermando más y más a sus
"puntos"?
–¡Claro! Esa era una
vampira mental, porque necesitaba absorber la energía de sus víctimas para
seguir viviendo. Pero no era como los vampiros que saben que son vampiros y se
cuidan de serlo, sino que a esa chiflada se le metió en la tutuma que el
supremo creador le había confiado las almas de todos los estudiantes, para que
ella con su infinita bondad los salvara de las garras del alcohol, las drogas y
las malas mujeres que según su parecer existen y hasta sobran en este pequeño
pero movido pueblito, y que haciendo esas buenas acciones, ella misma se
salvaría de la posesión demoniaca que desde niña le había hecho sentir su
padrastro, que era el más connotado líder de esa iglesia que un día la expulsó,
porque alguna vez se atrevió a confesarle a una chismosa, que de chiquilla el
marido de su madre la violaba con la venia de esta.
–¿Y tú, cómo sabes eso?
–Le preguntó con cierto enfado, uno de esos a quienes no les gustan los
lenguaraces y luego agregó a modo de sarcasmo. –Estas igual a esos “Chauchillas”
de mierda que todo lo saben solo porque se lo imaginan. ¿O tú también ya te has
vuelto periodista?
–Todo se sabe en esta
vida, y mucho más se sabe de la gente que anda metida en esas sectas para dar
testimonio de su perra vida en calles y plazas. "¡Yo era un
alcohólico!" "¡Yo era un violador!" "¡Yo era una
prostituta!" "¡Yo era un drogadicto!" En esas cofradías todos
deben saber lo de todos, para que sus líderes puedan lavarles las mentes y así
controlar mejor sus vidas. Menos mal que nosotros los católicos les confesamos en secreto a nuestros curas un poquito de
todo lo malo que hemos hecho para librarnos de nuestras culpas, y después como
si nada volvemos a las mismas andanzas con la confianza de que podemos regresar
a confesarnos.
Un
día de esos, de los tantos que tienen que pasar a lo largo del año, unos
pendejeretes le dijeron que cuánto le cobraba a la vieja por meterle todos los
polvos que la tía le exigía. “¡Cóbrale bien a esa tacaña!” le dijo uno, a lo
que otro agregó: “¡A mí me pagaba con un octavo de pollo y cincuenta versículos
que como un chorro de baba le salía de la boca mientras me devoraba ese
bocadito”. Como no supo que decirles, porque desde el tiempo en que le dolía la
nuca, no podía decirle nada a nadie, y una vez más solo optó por callarse.
El
silencio, era mejor. Ignorarlos, era mejor. Y cómo la pandilla no quería
callarse sin más ni más, comenzaron a decirle que se quitara de esa vieja
porque era una mierda que ya había loqueado a más de seis muchachos que
prefirieron largarse de la universidad para no verla más, porque era mejor no
ser profesional que la mascota de una pervertida.
A
pesar del mal que lo torturaba, desde ese día comenzó a levantar la cabeza, y
poco a poco empezó a darse cuenta que esa mujer no tenía ningún derecho a
mangonear su vida, y que la biblia que estaba en la cabecera de su cama podía
ser leída sin necesidad de que alguien le dijera de qué se trataba. También
recordó que había sido bautizado en la fe de sus padres por los curas gringos
que habían reparado la vieja iglesia de su pueblo, así que decidió zafarse de
una vez por todas de su empalagosa presencia.
Para
empezar comenzó por faltar a los estudios inductivos de la biblia que ella le
daba en su iglesia "para que conociera la fuente original y respetara
totalmente su autoridad".
Una
tarde le suplicó al estudiante vecino para que echara candado a su cuarto con
él adentro, y cómo el vecino sabía de qué se trataba, de buena gana le hizo el
favor. No tardó ni dos minutos después de aquel encierro para que se apareciera
la mujer, que al ver la habitación cerrada optó por retirarse. A la media hora
volvió a venir y volvió a irse y esas inútiles venidas se repitieron hasta
cuatro veces más. Ya sin moros en la costa el acosado se fue a cenar a su
pensión y ahí mismo se la encontró, para preguntarle casi gritando, ¿dónde
diablos se había metido?, ¿qué estaba haciendo? y todo lo que hay que decirle a
un sometido que debe responder por todos los actos de su vida, pero nunca le
dijo que lo había ido a buscar varias veces en ese día. Eulogio que jamás hablaba
cuando le reprochaban, ni mucho menos respondía cuando le gritaban, se calló
como se callaba siempre que sentía que lo atacaban como para matarlo.
De
un momento a otro se levantó sin esperar que le sirvieran la cena. Se fue
rápidamente a la puerta de la pensión y de allí se echó a correr como un
enajenado por varias cuadras, pero cuando sintió que ese calor que lo hacía
sudar casi hasta bañarlo se estaba enfriando y que su corazón que se le iba a
salir por la boca se estaba calmando, comenzó a caminar lentamente por las
calles vacías contando sosegadamente sus pasos, de diez en diez, de cincuenta
en cincuenta, de cien en cien, hasta que por fin a la una de la mañana pudo
irse a dormir el pequeño y ligero sueño que se apiadaba de sus cansancios.
La
silenciosa rebeldía del estudiante iba creciendo cada día más y más dentro del
encierro voluntario que lo libraba de darle cuenta a esa mujer lo que pensaba,
lo que le pasaba y lo que quería hacer con sus días, incluso puso fin a su pensión de comida, para
picar aquí y allá un poco de todo, sin darse cuenta que su
"desaparición" estaba provocando en la Midori la más loca
desesperación que pudiera haber visto quien por casualidad hubiera llegado a
enterarse.
Eso
no podía estar sucediéndole a quien como ella, solo quería conducir a tanta
juventud perdida por los caminos del Señor. Eso era cosa de aquel demonio que
desde su infancia la estaba acechando, pero esta vez no para quitarle su
inocencia, sino para arrebatarle a un inocente, y eso no debería volver a sucederle.
Menos ahora que se había hecho fuerte en la palabra de dios y que había crecido
espiritualmente. Esta vez no habría fuerzas de la tierra o del infierno
que pudieran arrebatarle el alma del Eulogio. Esta vez no podrían
vencerla. ¡Esta vez estaba decidida a todo!
En
otra ocasión se apareció en el alojamiento del universitario con dos policías.
Les señaló el cuarto y como vieron que estaba cerrado los oficiales le dijeron
que por la noche harían una batida para dar con el denunciado. Entonces la mujer
montó en cólera y pateó la puerta de la habitación hasta que el candado chino
saltó en pedazos, ingresó al cuarto y en su
interior encontró al muchacho. Al grito de la mujer, inmediatamente los
policías se le abalanzaron y le pusieron unas esposas en las manos, luego
buscaron y rebuscaron todos los rincones del pequeño cuchitril y revolvieron
las pocas y pobres pertenencias del universitario y no encontraron ni un solo
centavo de los cinco mil dólares que le había robado.
Cuando
estaban a punto de llevárselo preso, la mujer suplicó a los policías para que
la dejaran un rato a solas con el detenido. Como eso no era parte del protocolo
de una intervención policial no aceptaron, y menos aun cuando la mujer con
lágrimas en los ojos les rogaba que los dejaran solos. Esto los desconcertó
porque otra había sido su actitud cuando presentó su denuncia por robo de
moneda extranjera, y otra muy distinta al momento de suplicarles para procurar
esa captura.
–¡Papacitos, yo voy a
hablar con él! ¡Yo voy a hablar con él y él me lo dirá todo! ¡Si se lo llevan
jamás voy a recuperar mi dinero¡ ¡Por favor, por favorcito! Ustedes ya saben
cómo es su cara y dónde vive.
Entonces
la mujer les hizo una seña para que salieran afuera. Lejos de las gentes que
vivían en esa casa y de los que estaban siendo testigos de aquel raro
espectáculo, les ofreció 300 soles para que se olvidaran del asunto. Después de
conferenciar, los policías recibieron de buena gana esa oferta, porque no les
convenía que más adelante se supiera que se había roto un candado para allanar
sin orden judicial el cuarto del denunciado, y también porque al parecer se
trataba de un asunto sentimental. Además el rostro del muchacho, lleno de una
profunda tristeza, revelaba que no era un ladrón. Después de esa reunión
ingresaron a la vivienda para quitarle los grilletes, al tiempo que le
ordenaban que a más tardar a las seis de la tarde debía presentarse en la
comisaría para continuar una investigación pendiente. Luego en voz muy bajita
como para que no escuche nadie uno de los policías le aconsejó:
–La profesora te ha
denunciado por el robo de cinco mil dólares que estaban en el dormitorio de su
casa, ahora lo que te conviene es arreglar con ella para que se calme, sino
vamos a tener que seguir con las investigaciones.
–¡Pero yo no le he
robado nada! Ni siquiera conozco su casa. –Se defendió el estudiante.
–Aclara eso pues, te
conviene. –Y los oficiales se fueron tranquilos como si nada hubiera pasado o
como si algo bueno les hubiera pasado.
Después
de ese episodio el muchacho se metió a su cuarto y detrás de él, casi a la
fuerza la Midori, para decirle que de su casa se habían robado cinco mil
dólares de los diezmos que la iglesia le había confiado para girar a la central
de EE.UU., y por eso la policía estaba sospechando no solo de él, sino de todos
sus discípulos.
El
muchacho se calló, como siempre se callaba cuando la vida se le enredaba. Y la
mujer siempre insistiendo en saber por qué se había escondido, porqué le tenía
miedo, por qué quería perder su amistad, pero como la respuesta no llegaba
nunca, el silencio se fue abriendo como un profundo abismo entre los dos. Un abismo que se
llenaba de una sombra espesa como el petróleo, que hacía que las palabras de
ella se escucharán muy lejanas, como si nunca hubieran salido de sus labios,
mientras que el silencio del Eulogio iba mezclándose con esa pesada negrura que
poco a poco iba inundando aquel pobre lugar. Y en medio de esa pesadilla ella
obligándole a escuchar lo que le decía y él sintiéndose caer en las sombras de
ese abismo que esta vez sí, acabaría en la locura.
De
pronto como en la cámara lenta de las películas, él se vio tomar una de las
pesadas tablas del tabique que soportaba el magro colchón donde dormía, y calló
a esa terca voz que le regañaba, que le mandaba, que le vapuleaba desde el otro
lado de aquellas sombras; y cuando se acabó el último quejido que al ras del
suelo expulsaba aquella terca boca, inesperadamente las sombras comenzaron a
disiparse, dejando tan solamente un espeso charco rojo que se iba desbordando
por un delgado hilo, como si se tratara de una estela que dejaba el inesperado
paso de la muerte.
Súbitamente,
como si de repente aquel profundo silencio le hubiera aclarado la mente,
mirando la sangre que se iba esparciendo por el minúsculo piso de aquel
cuartucho, sintió que ésta le estaba diciendo que nunca había sido necesario
nacer, crecer, vivir, sentir, creer, temer, reír, soñar, desear, llorar, rezar
y que inclusive pensar, estaban de más.
Entonces
para ayudarse a salir de esa terrible lucidez trajo a su mente todos los
felices recuerdos de su infancia y adolescencia. Cuando de repente otra vez
volvió a esa claridad que le mostraba un torbellino de imágenes donde se veía
sumergido en las rocambolescas investigaciones de la policía y dentro de los
oscuros y pestilentes pabellones de una cárcel hacinada. Se vio también
cabizbajo ante las interrogantes sin palabras de sus padres. Se vio en la
lengua de todos los que lo habían conocido y de los que jamás lo conocieron. Se
vio exhibido en los descarnados tribunales como juguete central de la parodia
que deben representar aquellos que nunca llegarían a conocer la verdad de lo
que sucedió dentro de su vida y su cabeza, así que como el tiempo de estar solo
con su alma y sus miserias se le estaba acabando, decidió hacer lo que debía
para que esa nada que lo invadía, sea total.
Al
día siguiente con inmensas y horribles fotografías a colores, los periódicos
del pueblo ventilaron la noticia de la trágica muerte de la Midori y el
Eulogio. La una con la cabeza destrozada con una pesada tabla de eucalipto y el
otro con la yugular malamente dividida por un motoso y oxidado cúter.
A su
modo, el vecindario se encargó de darle vida a los infinitos pormenores de esa
desgracia, que se resumieron así: Ella, profesora universitaria de 43 años y
prominente líder de una iglesia protestante; el, un estudiante de 20 años nacido y bautizado en la santa iglesia
católica, apostólica y romana, que prefirieron acabar con sus vidas antes de
darle una insufrible existencia a un amor imposible. El resto fue más de lo
mismo.
Más
tarde la madre tierra se encargó del descanso de sus cuerpos, y después el
olvido de todo y de todos, fue el alivio eterno para esas dos almas.
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