–¿Es verdad que “la
lomofino” se va a casar con el Jefe en junio?
–No sé. ¿Pero quién
sabe algo de alguien en este pueblo? –Preguntó esto para recordarle que en ese
lugar, nadie sabía nada de nadie. Lo único cierto era que por culpa del
terrorismo, no hacía mucho, casi todos habían llegado de todas partes, y que
poco a poco, según sus intereses, se iban conociendo entre los que se
resultaban extraños. –La única verdad que podemos conocer tú y yo, es que la
cholita es gringacha y guapa, además
de tener buena talla, buen rabo y tetas grandes. Entonces pues: “Caballo
grande, aunque no ande”.
Aun
cuando suene algo extraño. Lo cierto era que en ese pueblo, nadie sabía nada de
nadie, pero sin embargo todos eran sospechosos de ser terrucos o soplones. Además a quién le interesaría saber algo de
alguien, menos aun cuando no pudiera servirle para las una y mil necesidades
que todos tenían. ¿Qué ganarían o perderían con ello?, nada. Y aun cuando
supieran algo de alguien para qué le serviría, si solo se trataba de las
penurias que llevan a todas partes los refugiados.
Muy
pronto se disolvieron las quejas de sus males en la pobreza que encontraron por
todas partes. Entonces cada quien comenzó a inventarse como pudo las historias
de sus orígenes, su abolengo y sus
riquezas, pero eso tampoco importó, pues todos conocían que la guerra sucia
había expulsado solo a los moradores de las más pobres y remotas aldeas. Más
llenas de páramos y punas que de tierras de labranza.
Con
mucho o poco dinero, con tierras, sin tierras o desterrados, todos eran los
sobrevivientes de los hijos de aquel salvaje mestizaje que se produjo con la
invasión española, de donde surgieron como nuevas hierbas esos cholos
blanquiñosos, esos cholos prietos y aquellos indígenas acholados. Todos eran
comuneros o campesinos que aprendieron por siglos a convivir en las reducciones
de indios que fundaron los españoles y a perdurar con las desdichas que muy
gustosamente obsequia la iniquidad de los hombres, y las felicidades que
ofrecen las cosechas y el ganado logrado en estos magros pastos. Con el paso de
los años fueron avecinándose a las villas que fundaron los latifundios para ser
sus capataces, peones, colonos o huasipongos.
Más
tarde, gracias a que los nuevos tiempos
sepultaron las haciendas, recién
pudieron construir las escuelas apoyados en la milenaria tradición de la ayuda
mutua, y gracias a ello, muchos triunfando sobre la miseria que los acosaba,
para bien o para mal, se educaron. Más
adelante se hicieron ciudadanos y se liberaron de la miseria que les entregaba
aquellos pobres suelos, que con el correr de los años se fueron desvaneciendo
de sus memorias, pero que en sus "nuevos recuerdos" eran llamadas
haciendas. Muy atrás había que volver para recordar aquel poder que se medía
con la extensión de las tierras poseídas, la cantidad de mano de obra que las
exlotaba, la magnitud de las cosechas y la cuenta de los ganados logrados
gracias al esfuerzo de los campesinos miserables sometidos por el hambre.
–Pero todos dicen que
la fulana es una pendeja.
–¿Y quién no es pendeja
cuando anda en celo? Todas las viejas que hablan mal de las chicas casaderas,
no se acuerdan de todas las pendejadas que han debido hacer para conseguir
marido, porque saben que después de lograrlo, automáticamente se convierten en
damas respetables y adorables madres de familia. Lo malo es que muchas de
ellas desde la posición que les obsequia
su ignorancia, se dan el lujo de reprochar a las muchachas todas sus
pasadas arrechuras, sin importarles que
estas, empujadas por las hormonas deban merodear por los restaurantes y las
discotecas en busca de su presa, porque en esos cruciales momentos, nadie les
tocará sus puertas para regalarles una pareja.
–¡Claro pues compadre!
Eso es normal, pero "la lomofino” se pasa para el carajo. –Y sin que se lo
pidiera comenzó hacerle una detallada narración de las correrías de la
muchacha, y el otro aparentando no tener el más mínimo interés en la bola de
comentarios gratuitos que se venía, no dejó de parar las orejas. Total en ese
trabajo desde el tiempo en que gobiernan los presidentes regionales electos, hay
tiempo para ese y el resto de los chismes que las malas lenguas de este pueblo
de recién llegados, produce a raudales.
En
buena cuenta, como en ese vecindario nadie conocía lo de nadie, había que
inventar todo lo de todos, y para eso solo se necesitaba convertirse en juez,
testigo, verdugo y pregonero de todo lo que se dice, sin importar si eran
verdades o fantasías.
Le
dijo que la mismísima “lomofino” contaba a quien quería escucharle, que cuándo
tenía trece años entraron a su pueblo unos terrucos
y junto a otros estudiantes la secuestraron para meterlos a sus filas, pero
cuando llegaron al campamento de los malditos, uno de los jefazos de aquella
incursión que se hacía llamar "Rambo", esa misma noche con mucho
placer y sadismo la violó y al día siguiente, haciendo disparos al aire, le
hizo saber a toda la pandilla que a partir de esa mañana ella era su mujer y
punto. Y como el resto también había logrado emparejarse así, con no poca
envidia respetaron aquella decisión, y así la tuvo y la mantuvo solo para su
provecho. Hasta que un día, no se sabe quiénes ni cómo, lo volaron en mil
pedazos con un cartucho de dinamita metido entre sus huevos, y sólo así,
después de más de ocho meses pudo por fin volver a su casa.
–Esa historia es muy
cojuda, porque la pendeja no tiene la pinta de haber estado metida con los terrucos, sino tendría la piel y el alma
bastante curtida y en menos de un mes la hubieran preñado. Lo que pasa es que
en todos los pueblos donde ha entrado la guerra sucia, algunas niñas se han
inventado ese cuento para protegerse de los arrechos que querían meterles un
polvo aprovechando que estaban solas, porque sus padres debían andar escondidos
o completamente borrachos para escapar de esa malvada movida, con la esperanza
de que los violadores al enterarse que había sido mujer de un jefe subversivo,
las respetaran. –Dijo esto y le hizo una señal para que siga contando, con el
vivo deseo de conocer hasta dónde más podía llegar la leyenda de “la lomofino”.
–Bueno eso dicen. Pero
si eso no es verdad, entonces es cierto que desde chica tiene bien metida en la
sangre esa atrevida coquetería que despierta la arrechura de los malpensados.
–Y continuó narrando.
Como
los terrucos y los milicos se dieron
al arduo trabajo de acabar con los pobres de todas las comunidades, no tuvieron
tiempo ni ganas para encontrarse en una batalla campal para balearse como
mandan las leyes y los usos de la guerra. “Si el uno entraba a un pueblo, el
otro no llegaba; y, si el otro llegaba, nadie más debía entrar”, decían los paisanos.
Entonces como la vaina estaba así de tan jodida no quedaba más remedio que
largarse de aquel infierno y mientras las cosas se compusieran, suplicar a la
parentela de todas partes para que los apoyen con los hijos menores.
A
“la lomofino” la encargaron a una tía medio loca que vivía en Comas, que
inmediatamente la convirtió en su “cenicienta”, para que hiciera en su casa
todo lo que ella hacía de lunes a viernes en la mansión que tenían sus patrones
en San Isidro. Mientras su primo Juancho, que era un pervertido sexual y por
eso un fiel amante de la pornografía, después de ganarse su confianza, el muy
hijo de puta, a veces por las buenas y muchas veces a la mala, le hizo todas
las porquerías que se hacen en esas películas, aunque en realidad no hizo mucho
para que a la moza le gustara todo lo que le podían hacer. Y así a punta de
andar calata la mayor parte de la semana, se convirtió en la reina de su
colchón y en la mujerzuela de todas las mamadas.
No
bien acabó la secundaria se largó de aquel lugar para irse a convivir con un
tombito de su pueblo, que al parecer era su medio pariente. Este además de
enamorarse hasta los poemas, porque con un aerosol de pintura escribió en una
de las paredes de su barrio un trozo de esta canción: “¡BESOS, TERNURA, QUE DERROCHE DE AMOR, CUÁNTA LOCURA!, QUE NO ACABE
ESTA NOCHE, NI ESTA LUNA DE ABRIL, PARA ENTRAR EN EL CIELO, NO ES PRECISO
MORIR…TE AMO LUCILA”. Como creyó que
la tenía para sí y para toda la vida, hizo el esfuerzo de pagarle la academia
de Secretariado Ejecutivo Computarizado, pero la muy desagradecida le sacaba la
vuelta con el profesorcito que la capacitaba. Pero ese romance tampoco
prosperó, porque el hombre además de casado tenía la costumbre de “mejorar el
rancho” con las más locas de sus alumnas, y nada más.
Finalmente
y como estaba al día en el pago de sus pensiones recibió el gigantesco diploma
que la certificaba como SECRETARIA
EJECUTIVA COMPUTARIZADA, y cuando estaba en el afán de buscar un empleo
debió viajar a su comunidad para enterrar a su padre, que como muchos paisanos
que no pudieron escapar de la guerra sucia, se había vuelto alcohólico. Porque
era mejor estar borracho cuando entraban al pueblo los tucos y podían decir de
él con lástima: “Pobre hombre, así es como los embrutece el capitalismo!”, o
cuando llegaban los milicos: “Mira a este pobre mojón de mierda. No sirve para
nada y aun así tenemos que defenderlo”. En ese velorio maldijo al difunto por
haberla mandado a servir a esa casa de locos de Comas, donde solo aprendió a
sufrir.
Después
de ese miserable entierro, donde también sepultó su poca pena, con las mismas
se fue a vivir a la casita de abobe que por las afueras del pueblo sus
parientes habían construido para protegerse de la subversión y la contra–subversión,
desde donde se dio la buena vida que: “Una carita de blanca, unas tetas de
chola y un culo de samba”, pueden lograr.
Con
todo lo que le habían enseñado y lo que había aprendido por su cuenta, en medio
del ambiente que suelen formar los palurdos de estos poblados, “la lomofino” se
dio cuenta que muy fácilmente podía seducir a esos bellacos que desde sus
provinciales egos estaban más que angurrientos de arrasar con los cuerpazos y
los agraciados semblantes que las pendejas suelen mostrar. Como a casi todos
esos bobalicones les encantaba mostrar los fajos de billetes que tenían, la
condenada se los comía vivitos y coleando, aunque para eso, según el
"punto", debía hacerse la ingenua que jamás iría a pecar, o mostrarse
como una gran vampiresa que jamás alcanzarían siquiera tocar, pero sin dejar de
darles esperanzas a todos.
Y
así muy bonitamente se hacía obsequiar buenos celulares, cargar sus créditos,
comprar carteras, zapatos y ropas, y ni
hablar de hacerse invitar toda la comida que se vendía en el pueblo, desde
caldo de gallina o lechón en las mañanas, ceviches y mariscos a media mañana,
platos extras a medio día, café con leche y pasteles por las tardes y pollo a
la brasa todas las noches.
Le
dijo que eso era lo que le daban sus muy enamorados y cojudazos pretendientes,
pero su verdadero negocio era irse a las discotecas después que el último de
sus "puntos", bien comida la dejaba en su casa. Por esos lugares era
conocida y bastante manoseada por los administradores de esos antros, y sin que
nadie se diera cuenta cómo, ni por qué, acababa sentada en las mesas donde
gastaban a diestra y siniestra los pocos borrachos que acudían a esas covachas
con dinero, y cuando notaba que uno de esos era el que pagaba todos los tragos,
se pegaba muy melosamente al gastador y después de hacerle creer que era “el
hombre” con quien cerraría su noche, le obligaba a emborracharse hasta vaciarle
los bolsillos.
No
faltaron las ocasiones en que a alguno de sus “puntos” no le quedaba efectivo,
pero sí su tarjeta de crédito, entonces acompañaba al borracho hasta el cajero
automático, y el muy baboso, como si se tratara de su mujer le confiaba su
tarjeta y su contraseña ordenándole: “¡Saca cien!” y ella sacaba lo más que se
podía. Después lo abandonaba con cincuenta soles en otra discoteca. Otra noche cuando lo volvía a encontrar se
hacía la molesta diciéndole que a ella no le gustaba que la golpearan.
Como
a veces la vida no siempre es dura y fregada, en esas correrías tropezó con un
admirador, que en su borrachera le dijo gritando: “¡No me interesa que no me
quieras, pero debes saber que yo siempre te amaré!”, y para rizar el rizo,
incluso se sofisticaba: “Si no existieras, jugaría a inventarte”, y nunca
perdió la oportunidad para declararse su más ferviente admirador y amigo del
alma, y si ella quisiera su más ardiente
amante. “¡Estoy, para lo que tú quieras, mamacita!” “La lomofino” se acordaba
riendo de la noche en que pasado de
vueltas por los tragos, le dijo con tono de súplica y casi gritando: “¡Mamacita
te quiero tanto, que si me lo pidieras me comería tu caca y me fumaría tus
pedos”. Se trataba de Javier Prado Quispe, un alegre y enamoradizo empleado del
Gobierno Regional, que cuando le caían algunos centavitos extras o alguien lo
invitaba, porque desde su oficina le había hecho algún gran favor, se aparecía
por esos lugares.
A
ese amante platónico se arrimaba cuando nadie le daba importancia o cuando le
faltaba dinero para sus necesidades o caprichos. El Japuco fue el que construyó
el baño de su casa en el pueblo joven, y lo hizo tan bonito, elegante y muy
bien iluminado, cubierto de fina cerámica, con un hermoso y moderno wáter con
su respectivo lavatorio y una rapiducha eléctrica Rotoplas de 500 soles, que si
era alguito más amplía, seguro que “la lomofino” hubiese trasladado su
dormitorio a ese lugar. Tampoco dudó en darle de buena gana los cinco mil soles
que tuvo que prestarse de la Caja de Ahorro y Crédito “Al Toque”, para que la
condenada trajera desde Lima los restos mortales de su nunca bien llorado padre
a su comunidad para darle cristiana sepultura.
En
una de esas chinganas, una noche le presentaron a Nilton Moncada Caituiro, un
pendejerete de los muchos que andan metidos en el gobierno regional para
formular adefesiosos proyectos de inversión pública, que después de beneficiar
a todos los que tienen la oportunidad de "meterle uña" a ese negocio,
acaban en inservibles obras que los beneficiarios no lo usan nunca porque jamás
las necesitaron, y aun cuando les hiciera falta, de poco le servía a la pequeña
y frustrada población, que por la desgracia de tener que arrastrar una larga
miseria, aún permanece cautiva en esos parajes sin dios, ni el demonio; y, que
por andar metidos en la política regional, cuando eventualmente gana las
elecciones regionales “su candidato”, por fin alcanzan a ocupar un puestecito
público, embolsillarse los dineros de todo lo que se puede robar en esas
dependencias. Porque de “ganar–ganar” en esos carguitos pichirruchis es imposible, pues sus miserables suelditos apenas si
alcanzan para comer, chupar, putear, comprarse algunos trapitos y pagar un
cuartito decente con baño propio.
No
bien la vio de cuerpo entero, le preguntó si era abogada, cuando le dijo que
no. “¿Magister?” No. “¿Ingeniera?” Nones. “¿Contadora?” Tampoco. “¿Administradora?”
Na’ que ver. Cuando a final se dio por vencido, ella le dijo a modo de quien
revela un acertijo que nadie podría acertar: “¡Secretaria Ejecutiva
Computarizada!”. Y el
frustrado adivinador con la
cara de más
que sorprendido, gritó: “¡Eso es justo lo que necesito!” Y al día
siguiente la sentó, donde desde hace más de treinta años se sentaba la eterna
secretaria de aquella oficina, que a partir de ese momento debía prestar sus
servicios en el archivo central, sin dejar de prestarle sus buenos y comedidos
consejos a su flamante colega. Por supuesto que la "eterna" no tardó
en salir dos meses de vacaciones, y el resto del año se enfermó todo el tiempo
que le dio la gana, hasta que después de tanta depresión, no le quedó más
remedio que jubilarse, como debió haberlo hecho hace más de ocho años.
Poco
a poco, a punta de servir a los empleados con los encargos y las súplicas que
le dejaban para que el jefe les firmara algún documento cutrero, o les hiciera algún “favor especial”, que luego ella se encargaba
de pagar como sólo ella sabía hacerlo. Así "la lomofino” se fue haciendo
de un lugar en esa oficina, y no pasó mucho tiempo para aprender lo que debía
hacer. Y lo que no podía hacerlo lo hacían otros con la esperanza de que algún
día podrían resultar ganadores de la lotería de sus favores, aunque no
faltaban los que lo hacían simplemente
porque la pendeja sabía pedirlo de un modo bastante peculiar, con esa abierta
coquetería con que sabía envolver muy disimuladamente sus moviditas de culo, el
inocente cruce de sus largas piernas que le nacían desde una provocadora
minifalda que apenas si le cubría las entrepiernas, sus pícaros guiños seguidos
de sus involuntarios gemidos que como un tic se desprendían de sus ojos y sus
labios.
Para
provocar a los “sapos” que se ganaban con los ademanes de su cuerpo, muy suelta
de huesos, a veces comentaba: “¡Ay, estoy tan acalorada que me gustaría
ducharme con agua helada y tirarme desnuda en mi cama chupándome un helado de
vainilla”. Cuando decía esto y otras perradas aún más provocativas, los más
"pilas" de aquella oficina decían: “Se nota que a esta pendeja no la
han calzado como debe ser y por eso no deja de andar arrecha. ¡Una noche, sólo
denme una noche y la enderezo!”, y todos se rieron, cuando alguna graciosa dijo
que con un manicito no se podía saciar a un elefante, y cuando alguien le
preguntó que cómo sabía que ese huevas tristes tenía un manicito, mudo sus
risas por una cara muy asorochada.
Después
de dos meses, ya todo el mundo se enteró que "la lomofino” estaba de
amores con el jefe Nilton. No a todos les sentó bien aquella noticia, por
varias razones, unos porque:
–¡Que tal concha de
este huevón! Primero, sin saber mi mierda se hace nombrar jefe de la oficina
para que el Eskunqui y el cholo Llamocca se lo almuercen a su gusto, tal y como
lo han hecho con toda la sarta de inútiles que los demás gobiernos regionales han
mandado como jefes de esta pobre chamba, y para que los polvos le salgan gratis
contrata una puta y la hace su secretaria. No contento con eso, para que la
pendeja no se desbande con los demás empleados, la hace oficialmente su
“hembrita”.
–Eso a mí no me
importa, ni que estuvieran haciendo el amor en horas de oficina. Lo que me
mortifica es que el concha de su madre se haya apropiado de la camioneta
oficial para irse a pasear con esa puta todos los fines de semana al Cusco,
Puno, Arequipa, Ayacucho y a todos los lugares donde haya fiesta, pagándose
todos los viáticos habidos y por haber y gastando abusivamente el combustible de la oficina, y nadie dice
nada, porque este desfachatado conoce de qué pata cojean cada uno de los
corruptos que tienen la obligación de denunciarlo y además porque el pendejo
les hace morder, siquiera un poquito, del billete que dejan los proveedores y
todos los rateros que con el cuento de la cesión en uso se apropian de los
bienes de la oficina.
–En el colmo de la
conchudez, nos ha enviado un memorándum prohibiéndonos el uso del Internet,
obligándonos a que le entreguemos la contraseña de nuestros emails, dizque para
saber si estamos usando esa huevada en horas de oficina y para nuestros asuntos
personales, y también que dejemos apagadas las computadoras al mediodía porque
eso: “ha elevado los gastos del fluido eléctrico que la Oficina no está en
condiciones de solventar”. –Recordó casi riendo alguno que tampoco le gustaban
los sinvergüenzas, porque sabía que todos los trabajadores habían obtenido
nuevas cuentas de correos que nunca usaron, para entregarle al desfachatado sus
contraseñas.
–¡Está bien pues!,
nadie puede decir nada cuando dentro de un centro de trabajo, los jefes o los
empleados se enamoran. Nadie puede oponerse, pero si el hombre es casado y
tiene un hijito que mantener, eso sí que no está bien. En ese caso debería
divorciarse y fijarle una pensión alimenticia a la criatura y a su señora, sino
deberían expulsarlo por acoso sexual. –Así la defendían sus nuevas amigas.
–¡Así es pues: “A quién
Dios se la dio, San Pedro se la bendiga”! –Decía uno de los que esperaba por
largo tiempo y con muchas ansias su turno para llegar a ser el jefe de esa
oficina.
Tal
y como sucede en los tiempos de estos gobiernos regionales, todos los jefes son
automáticamente cambiados a los siete meses, porque los mandamases que manejan
la cosa pública en estas tierras, consideran que ese tiempo es más que
suficiente para pagarles los pocos servicios que alguna vez le hicieron al
presidente regional dentro de su campaña electoral. Lo triste es que cuando eso
sucede, los defenestrados recién estaban aprendiendo a conocer de qué se
trataba esa "huevada" que estaban dirigiendo. Y se marchan sin
pena ni gloria, llevándose tras ellos
a la gente que un día contrataron, a menos que estos tengan un
amarre dentro de la corrupción que se mueve en las altas esferas regionales,
entonces incluso pueden llegar a ser funcionarios de confianza y mantener su
empleo hasta que caiga el elegido. Ya más tarde se apuntarán en la campaña del
próximo ganador.
–¡Carajo!, todo es
negocio en esta vida, y este es uno más. Aunque este trabajito no sirva para
mucho, por lo menos te da para no morirte de hambre y si tienes suerte puedes
acabar nombrado, y ahí se terminan todas tus angustias y la desgracia de tener
que servir a tanto ladrón elegido. –Comentaba uno que había fracasado en toda
clase de negocios y que en esa ocasión buscaba “la vencida”.
“La
lomofino” se despidió de todos, agarrada del brazo de su amorcito. Y no pasó
mucho tiempo para que con bombos, platillos y partes matrimoniales de por
medio, anuncie su boda con Javier Prado Quispe.
–¿Qué no era con el
jefe de la Oficina con quien debía casarse?
–¡No!, ese solo la
hueveo, porque de un momento a otro se acordó que tenía una digna esposa
profesional y un bello e inteligente hijito que lo esperaban en su tierra
después de tantos meses de dolorosa separación.
–¿Acaso no sabían que
el Japuco ha sido mi amor de toda la vida? –Aclaró al tiempo que muy feliz y
harto orgullosa alcanzaba sus partes matrimoniales a todos los empleados de la
oficina, incluso a los que se habían portado mal con ella, poniéndole el
sobrenombre de “la lomofino”.
Aun
cuando no se olvidó jamás de aquella zorra limeña que alguna vez le dijo:
“Tienes buena pinta y un bonito cuerpo. ¿Cuántos admiradores tienes?” ella le
dijo que varios. “Escoge entre todos ellos a los que más plata tengan, no
porque lo hayan heredado, sino porque lo han hecho ellos mismos. De todos ellos
escoge al más platudo”. Ella le confió que le gustaban los altos, blancos y
guapos, y la zorra le respondió. “De eso
ni te preocupes, porque con la plata del cholito, negrito o chatito que
atrapes, puedes tener no solo vestidos, joyas y casas, sino todo lo que tú
quieras, incluso un vikingo”. Pero a pesar de la verdad que para ella encerraba
ese viejo consejo, tenía que casarse.
A
los siete meses, "la lomofino" le dio un lindo hijito al Japuco, que
por capricho de su madre se llamó
Nilton, porque ese nombre le gustaba desde siempre, y no porque alguna
vez tuvo un jefe que tenía en mismo nombre.
Pero
además a quién le importaba saber algo de alguien en ese pueblo.