ABANCAY EN LA OBRA DE AURELIO MIRO QUESADA SOSA
Hacia 1938, el Dr. Aurelio Miro Quesada Sosa,[1]
publicó el libro de sus viajes al interior del Perú, denominado “Costa, Sierra
y Montaña”.[2]
A través de sus páginas y por medio de una prosa transparente, fluida y
elegante, su fino autor nos conduce por una larga travesía de paisajes,
costumbres y sicología de los pueblos sumergidos en la vasta inmensidad del
territorio peruano, y de las gentes que los habitan.
El relato de ésta peregrinación por el tiempo y los espacios de estas
tierras, muy pronto se convirtió en un clásico de la bibliografía nacional. Y
no solo eso, sino que ahora se ha convertido en un referente de la ecología
nacional, así lo señala Martha Meier MQ en un artículo publicado en el diario El
Comercio de Lima, el día 14 de mayo de
1997, leamos:
“TERRITORIO
HECHO LIBRO
De su
monumental producción intelectual, felizmente recopilada en su gran mayoría, es
indudablemente "Costa, Sierra y Montaña", uno de sus libros más
importantes en lo que se refiere al tema que nos ocupa cada semana: el ambiente
y sus problemas, las riquezas naturales y culturales, la ecología.
La voluminosa
publicación es el feliz resultado de sus incontables viajes a los más
recónditos rincones de nuestro país, a lomo de mula, por tren, barco, avión o
automóvil.
"Costa,
Sierra y Montaña" fue originalmente editado en 1938, y dada su demanda ha
sido reeditado en diversas oportunidades. Un libro ameno y, al mismo tiempo,
erudito. Leer y releer esas páginas es viajar de la mano de un hombre cultísimo
que describe paisajes y recuerda pasajes históricos y leyendas, es mirar a
través de los ojos de quien busca respuestas en cada gesto de la diversidad de
razas que puebla nuestro territorio, en cada resto arquitectónico, en cada
rastro de pasadas culturas.”
En esa exquisita obra nos brindó con amplia y generosa maestría
sus impresiones del paisaje, la dulzura y picardía de la letra de sus canciones
y sobre todo acerca de la alegría de los abanquinos por el tiempo de los
carnavales de finales de los años 30’ del siglo pasado, a través de estas
cálidas y evocadoras palabras:
“En busca del
paisaje más amable discurro luego por las rutas del campo. Dejando las calles
empedradas, voy hacia las huertas protegidas por pircas, o los pastizales en
que pace el ganado. Algunas veces me cruzo con autos vocingleros o con
arrogantes caballos de paso. Otras veces son indígenas, que bajo la sombra de
los sauces y los "patis" oscuros, se detienen para gustar, entre un
denso perfume de eucaliptos, la triple frescura del maíz: hervido en el mote,
molido en la mazamorra y tostado y sonoro en la "cancha". Por otro
lado, magueyes de altas varas, cañaverales de lindo color verde o dorado,
molles, tunas, naranjos, cultivos de panllevar, cafetales. Más lejos,
chiquillas que lavan ropa en las acequias o en el rio, o que se bañan con
gracioso impudor, totalmente desnudas. Así quedarán más frescas, para volver
luego a la ciudad con el vaivén alegre de sus cuerpos trigueños.
No podrán, sin
embargo, usar sus antiguos vestidos pintorescos, porque la indumentaria en la
actualidad es muy sencilla. Los hombres calzan "ojotas" o sandalias,
hechas ahora con trozos de llantas de automóvil, y visten, por lo común,
pantalón y chaqueta de tela ligera; seguramente, entre otras razones, por el
clima, ya que en un valle cálido como este el poncho resulta muy pesado. Las
mujeres conservan más rezagos del traje antiguo, pero con elementos propios.
Veo manteletas o llicllas, distintas en todo de las del Cuzco y semejantes a
las de Ayacucho; aunque todavía más estrechas y cortas, según se me dice para
lucir la fina cintura, en cuya delgadez se cifra tanto orgullo. El vestido, por
lo demás, lo componen una falda amplia y ceñida a la cintura y una blusa con
adornos y encajes que hacen recordar algo a la moda de comienzos del siglo XX.
Por lo general, se cubren con un sombrero de paja de ala ancha, que vela con
una sombra suave la expresión blanda y sosegada del apacible rostro de las
indígenas de aquí.
Algunos de
estos rostros han despertado los elogios y han puesto su gracia en las
canciones en que es tan pródigo el repertorio musical de Apurímac. Como en
todas las zonas del Perú donde la fusión racial es acentuada, aquí también la
afición por los cantos es intensa y no se detiene en las capas populares sino
llega a impregnar los más diversos elementos sociales. Casi no hay en Abancay
quien no sepa tocar algún instrumento o no conserve en la memoria alguna letra
de arraigo local. Palabras sencillas, sin preocupaciones literarias, que se
acompañan con los varios instrumentos de cuerda: guitarras, bandurrias o
"charangos", o que en los días de carnaval entonan las
"pandillas" al son de las quenas y las "tinyas". Expresadas
en castellano o en el mestizado quechua de Apurímac, hablan de ríos y de
cerros, de vuelos de aves o de lluvias tenaces.
A veces los
celos se insinúan, o el amante se inquieta porque ha visto pasar un forastero
que ─como en el "huayno" conocido─ llega sonando sus
"ojotas" o mascando su Coca:
cocachampas
achum achum,
usutachampas
challan, challan.
Otras veces, en
cambio, la vibración sentimental se cambia por una alegre nota irónica:
Atatau,
atatau
casado
vidacca,
tetehuan,
cobrehuan
hallin
remachascca.
Añañau,
añañau
soltero
vidary,
ccorehuan
ccolccehuan
sumacc
casquillasca.
Lo que
traducido más o menos libremente viene a decir:
Qué
fea, qué fea
la
vida del casado,
bien
remachado
con
plomo y con cobre.
Qué
linda, qué linda
la
vida del soltero,
hermosa
y adornada
con
oro y con plata.
Es tan solo una
burla del momento, porque más impresiona a los espíritus la letra del
"huayno" emocionado que habla de un dolorido corazón que siente las
angustias de un amor sin fortuna:
Al
cielo pido la muerte,
pero
no llega.
Quiero
ese sueño
sin
despertar, para olvidarte.
Guardo todavía
en el oído algunos ecos de estos cantos, cuando se me lleva a presenciar el
espectáculo de la puesta del Sol desde la gruesa torre, con sonora campana, que
se eleva en la hacienda Patibamba. Por la firme escalera de cal y canto subo a
la parte alta. Allí veo los juegos de rojos y naranjas, las nubes que cambian
su vivo tono blanco por velos transparentes, cada vez más lejanos y más
pálidos: violetas, verdes, azules, rosas, perla. Lentamente, va cayendo la noche.
Por los caminos de la hacienda, cercados por "pircas" y bardales,
avanzan, entre nubes de polvo, las ovejas, o resuena el trote agitado de las
mulas que vienen a gozar, desde quién sabe qué campos cercanos, del sabroso
reparo de la "inverna".
[1] Nacido en Lima el
15 de Mayo de 1907 y muerto en la misma ciudad el día 26 de Septiembre de 1998.
Fue periodista, investigador, literato, viajero y maestro universitario. Vivió estrechamente
vinculado a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, desde su ingreso como
estudiante, después profesor, luego Decano de la Facultad de Letras y Rector
entre 1962 a 1967. El Inca Garcilaso de la Vega es el tema símbolo de toda su
obra, dentro de la cual ha revelado importantes hallazgos sobre la base de los
cuales ha aportado interpretaciones definitivas.
Es padre de una amplia producción de
artículos, conferencias, opúsculos y otros escritos. Dirigió el Diario “El
Comercio” desde 1980 hasta 1998. Fue Director de la Academia Peruana de la
Lengua, Presidente de la Academia Nacional de Historia y Presidente de la Sociedad Geográfica de Lima.
Los estudiosos de la obra de Aurelio Miró
Quesada Sosa, señalan que fue un pulcro escritor y cuidadoso investigador que
legó a la humanidad, entre otros libros
como “Costa, sierra y selva”, sobre esta obra el crítico Estuardo Núñez señala
que el agradable ritmo y la sugerente sencillez de la obra nos conducen,
salvando la topografía, hacia un conjunto integral de bellezas de curiosidades
y de impresiones sociológicas y psicológicas de las diferentes regiones que
recorrió.
[2] MIRO QUESADA
SOSA, Aurelio. COSTA, SIERRA Y MONTAÑA.
Segunda Edición aumentada. Editorial Cultura Antártida. Lima. 1947. Págs.
302-305.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario