lunes, 19 de febrero de 2018

EL CARNAVAL ABANQUINO (6)

ABANCAY EN LA OBRA DE AURELIO MIRO QUESADA SOSA


Hacia 1938, el Dr. Aurelio Miro Quesada Sosa,[1] publicó el libro de sus viajes al interior del Perú, denominado “Costa, Sierra y Montaña”.[2] A través de sus páginas y por medio de una prosa transparente, fluida y elegante, su fino autor nos conduce por una larga travesía de paisajes, costumbres y sicología de los pueblos sumergidos en la vasta inmensidad del territorio peruano, y de las gentes que los habitan.

El relato de ésta peregrinación por el tiempo y los espacios de estas tierras, muy pronto se convirtió en un clásico de la bibliografía nacional. Y no solo eso, sino que ahora se ha convertido en un referente de la ecología nacional, así lo señala Martha Meier MQ en un artículo publicado en el diario El Comercio de Lima, el día 14  de mayo de 1997, leamos:

“TERRITORIO HECHO LIBRO

De su monumental producción intelectual, felizmente recopilada en su gran mayoría, es indudablemente "Costa, Sierra y Montaña", uno de sus libros más importantes en lo que se refiere al tema que nos ocupa cada semana: el ambiente y sus problemas, las riquezas naturales y culturales, la ecología.

La voluminosa publicación es el feliz resultado de sus incontables viajes a los más recónditos rincones de nuestro país, a lomo de mula, por tren, barco, avión o automóvil.

"Costa, Sierra y Montaña" fue originalmente editado en 1938, y dada su demanda ha sido reeditado en diversas oportunidades. Un libro ameno y, al mismo tiempo, erudito. Leer y releer esas páginas es viajar de la mano de un hombre cultísimo que describe paisajes y recuerda pasajes históricos y leyendas, es mirar a través de los ojos de quien busca respuestas en cada gesto de la diversidad de razas que puebla nuestro territorio, en cada resto arquitectónico, en cada rastro de pasadas culturas.”

En esa exquisita obra nos brindó con amplia y generosa maestría sus impresiones del paisaje, la dulzura y picardía de la letra de sus canciones y sobre todo acerca de la alegría de los abanquinos por el tiempo de los carnavales de finales de los años 30’ del siglo pasado, a través de estas cálidas y evocadoras palabras:


“En busca del paisaje más amable discurro luego por las rutas del campo. Dejando las calles empedradas, voy hacia las huertas protegidas por pircas, o los pastizales en que pace el ganado. Algunas veces me cruzo con autos vocingleros o con arrogantes caballos de paso. Otras veces son indígenas, que bajo la sombra de los sauces y los "patis" oscuros, se detienen para gustar, entre un denso perfume de eucaliptos, la triple frescura del maíz: hervido en el mote, molido en la mazamorra y tostado y sonoro en la "cancha". Por otro lado, magueyes de altas varas, cañaverales de lindo color verde o dorado, molles, tunas, naranjos, cultivos de panllevar, cafetales. Más lejos, chiquillas que lavan ropa en las acequias o en el rio, o que se bañan con gracioso impudor, totalmente desnudas. Así quedarán más frescas, para volver luego a la ciudad con el vaivén alegre de sus cuerpos trigueños.

No podrán, sin embargo, usar sus antiguos vestidos pintorescos, porque la indumentaria en la actualidad es muy sencilla. Los hombres calzan "ojotas" o sandalias, hechas ahora con trozos de llantas de automóvil, y visten, por lo común, pantalón y chaqueta de tela ligera; seguramente, entre otras razones, por el clima, ya que en un valle cálido como este el poncho resulta muy pesado. Las mujeres conservan más rezagos del traje antiguo, pero con elementos propios. Veo manteletas o llicllas, distintas en todo de las del Cuzco y semejantes a las de Ayacucho; aunque todavía más estrechas y cortas, según se me dice para lucir la fina cintura, en cuya delgadez se cifra tanto orgullo. El vestido, por lo demás, lo componen una falda amplia y ceñida a la cintura y una blusa con adornos y encajes que hacen recordar algo a la moda de comienzos del siglo XX. Por lo general, se cubren con un sombrero de paja de ala ancha, que vela con una sombra suave la expresión blanda y sosegada del apacible rostro de las indígenas de aquí.

Algunos de estos rostros han despertado los elogios y han puesto su gracia en las canciones en que es tan pródigo el repertorio musical de Apurímac. Como en todas las zonas del Perú donde la fusión racial es acentuada, aquí también la afición por los cantos es intensa y no se detiene en las capas populares sino llega a impregnar los más diversos elementos sociales. Casi no hay en Abancay quien no sepa tocar algún instrumento o no conserve en la memoria alguna letra de arraigo local. Palabras sencillas, sin preocupaciones literarias, que se acompañan con los varios instrumentos de cuerda: guitarras, bandurrias o "charangos", o que en los días de carnaval entonan las "pandillas" al son de las quenas y las "tinyas". Expresadas en castellano o en el mestizado quechua de Apurímac, hablan de ríos y de cerros, de vuelos de aves o de lluvias tenaces.


A veces los celos se insinúan, o el amante se inquieta porque ha visto pasar un forastero que ─como en el "huayno" conocido─ llega sonando sus "ojotas" o mascando su Coca:

cocachampas achum achum,
usutachampas challan, challan.

Otras veces, en cambio, la vibración sentimental se cambia por una alegre nota irónica:

Atatau, atatau
casado vidacca,
tetehuan, cobrehuan
hallin remachascca.

Añañau, añañau
soltero vidary,
ccorehuan ccolccehuan
sumacc casquillasca.

Lo que traducido más o menos libremente viene a decir:

Qué fea, qué fea
la vida del casado,
bien remachado
con plomo y con cobre.

Qué linda, qué linda
la vida del soltero,
hermosa y adornada
con oro y con plata.

Es tan solo una burla del momento, porque más impresiona a los espíritus la letra del "huayno" emocionado que habla de un dolorido corazón que siente las angustias de un amor sin fortuna:

Al cielo pido la muerte,
pero no llega.
Quiero ese sueño
sin despertar, para olvidarte.



Guardo todavía en el oído algunos ecos de estos cantos, cuando se me lleva a presenciar el espectáculo de la puesta del Sol desde la gruesa torre, con sonora campana, que se eleva en la hacienda Patibamba. Por la firme escalera de cal y canto subo a la parte alta. Allí veo los juegos de rojos y naranjas, las nubes que cambian su vivo tono blanco por velos transparentes, cada vez más lejanos y más pálidos: violetas, verdes, azules, rosas, perla. Lentamente, va cayendo la noche. Por los caminos de la hacienda, cercados por "pircas" y bardales, avanzan, entre nubes de polvo, las ovejas, o resuena el trote agitado de las mulas que vienen a gozar, desde quién sabe qué campos cercanos, del sabroso reparo de la "inverna".





[1] Nacido en Lima el 15 de Mayo de 1907 y muerto en la misma ciudad el día 26 de Septiembre de 1998. Fue periodista, investigador, literato, viajero y maestro universitario. Vivió estrechamente vinculado a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, desde su ingreso como estudiante, después profesor, luego Decano de la Facultad de Letras y Rector entre 1962 a 1967. El Inca Garcilaso de la Vega es el tema símbolo de toda su obra, dentro de la cual ha revelado importantes hallazgos sobre la base de los cuales ha aportado interpretaciones definitivas.
Es padre de una amplia producción de artículos, conferencias, opúsculos y otros escritos. Dirigió el Diario “El Comercio” desde 1980 hasta 1998. Fue Director de la Academia Peruana de la Lengua, Presidente de la Academia Nacional de Historia y Presidente  de la Sociedad Geográfica de Lima.
Los estudiosos de la obra de Aurelio Miró Quesada Sosa, señalan que fue un pulcro escritor y cuidadoso investigador que legó a la humanidad, entre otros  libros como “Costa, sierra y selva”, sobre esta obra el crítico Estuardo Núñez señala que el agradable ritmo y la sugerente sencillez de la obra nos conducen, salvando la topografía, hacia un conjunto integral de bellezas de curiosidades y de impresiones sociológicas y psicológicas de las diferentes regiones que recorrió.
[2] MIRO QUESADA SOSA,  Aurelio. COSTA, SIERRA Y MONTAÑA. Segunda Edición aumentada. Editorial Cultura Antártida. Lima. 1947. Págs. 302-305.


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