Ya era el cuarto año en que la Pachamama sufría en su vientre generoso la ardiente jornada de un sol que deseaba brillar y calentar hasta quemar la copa de los árboles.
Los pastos de los cerros y los arbustos que los salpican iban tomando el color amarillento de los muertos, y de un momento a otro se incendiaban por días enteros, porque algunos supersticiosos creían que del humo de aquellas inmensas hogueras podían surgir algunas nubes cargadas de la bendita lluvia, mientras los campos y las sementeras se iban agrietando por culpa de esa sedienta maldición; en tanto los ríos abandonaban su alegre cantar, para deslizarse como recatadas lágrimas en sus cauces más profundos y ocultos.
En su desesperación, la gente de aquellos pueblos llevó a pastar su ganado hasta los prohibidos lugares donde están enterrados los gentiles y donde pululan a sus anchas los fieros pumas. La seca muerte de un caballo o de una vaca los apenaba grandemente, pero llegaron a temer dolorosamente la muerte de las ovejas, y aún más de los cabritos, porque estaban seguros que a esas pérdidas les seguirían la de los perros y tras los perros comenzarían a sucumbir, primero las wawitas[1] y los machulas[2] después.
Al final, después que se marcharon todos los que tenían un lugar a dónde llegar, sólo quedó un grupo de hombres y mujeres sin sombras, con las caras chupadas, la frente grande y los ojos hundidos, moviéndose sobre unos huesos forrados de una ajada y reseca piel.
Los que se quedaron a sufrir aquella agonía, lanzaron a los cuatro vientos de aquella cordillera todas sus milenarias plegarias, pero desgraciadamente no fueron oídos por los dioses de sus ancestros, y a su turno y del mismo modo tampoco fueron escuchadas por los traídos desde ultramar a los altares de sus iglesias, y aún a pesar de todo lo que solían hacer cuando les llegaba una sequía, el azul del inconmensurable cielo se abría más y más todavía, dejando ver sus estrellas en plena luz del día, para dejarlas caer en miles de aerolitos durante las sofocantes noches de aquel cruento estío.
Poco a poco, todo se hizo más pequeño, débil e inútil, pero no aquella remota
laguna desde donde nacía el agua que llegaba para todos esos pueblos. Solamente aquel
líquido espejo que reflejaba todos los verdes de la floresta y los azules del
abierto cielo, no había resumido, escanciado, ni elevado una sola gota de sus
frías aguas. Estaba llena y completa, sin duda decían los más ancianos por encontrarse poseída por el
Amaru, la poderosa serpiente con cara de llama que se desliza sobre esas vastedades.
Las gentes de las cabañas más próximas contaban que esa charca
no tenía aguas vivas y sanas, sino potentes venenos estancados, y por eso la
maldecían arrojándole cenizas cuando podían.
Cuando el pueblo consultó al que mira los signos en las hojas de la madre coca, en las cabeceras de los Apus y en las estrellas, sobre el principio y el fin de aquella desgracia, les respondió que ellos mismos eran los culpables de esa desgracia, pues su origen radicaba en la poca voluntad que habían mostrado las gentes de aquella comarca para hacer, según su generación, lo que les correspondía a fin de evitar que el Amaru engorde en aquella laguna con la fuerza que perdieron sus almas a lo largo de todos esos años de buenas cosechas y despilfarros sin fin.
Les dijo que si hubieran tomado el agua de todas las lagunas construyendo presas, canales de riego, grandes estanques, bellos andenes, como lo habían hecho sus antepasados los incas, entonces su suerte sería distinta. Pero como habían inclinado sus pobres almas hacia el abuso de la comida, la falsa alegría que ofrece el alcohol y los venenos de la codicia, la envidia y la vanidad, debían sufrir hasta morirse como carrizos secos y vacíos, salvo que dentro de ellos haya unos mozos valientes y decididos a luchar contra al Amaru que avariciosamente se había apoderado del líquido de la laguna, vencerla y arrebatarle el agua para dejarla fluir hacia sus campos y sementeras.
Se consultó a las Asambleas de los pueblos secos, sobre quiénes podrían realizar esa hazaña, pero todos amaron sus tristes vidas y peores agonías. Se ofreció grandes recompensas a los voluntarios que desearan provocar el desalojo del Amaru, pero tampoco apareció alguno, a pesar de existir muchos taimados que apostaban sus vidas a los cuernos de los toros en las corridas de las grandes fiestas. A sufrir los más fieros latigazos en los carnavales o que danzando arrebatadamente atravesarse un alambre entre los labios, sentarse sobre punzantes espinas y comer el filudo vidrio de las botellas ante la atónita mirada de los incrédulos y el feliz aplauso de los temerosos.
Solo un niño que amaba de verdad la maravillosa espiritualidad que le da vida a las plantas y multiplica los animales, y que además extrañaba aquella feliz existencia que hacía reír a los niños, acunar el sueño de los ancianos y mantener la serena paz que nace del productivo trabajo familiar y colectivo, preguntó por los secretos y peligros de aquella confrontación.
Se le respondió brindándole públicamente todos los detalles, solo con el propósito de que alguno más capaz, tomando la alternativa, se decida y …….nada.
Al día siguiente, Salvador el indagador de los misterios de la laguna envenenada, se levantó muy de mañana. Tomó un viejo porongo de la cocina y se fue al seco lecho del río donde cavó profundamente en sus arenas hasta llegar a la poquísima agua viva que aun corría dentro de sus entrañas. Llenó el tiesto y tomándolo por las asas con una soga se lo hecho a la espalda y resueltamente caminó hacia la puna donde quedó estancaba la rechoncha laguna. Al final de la tarde llegó a hasta sus orillas, y le gritó así:
–¡No te sientas muy tranquila! No vayas a creer que porque tienes delante de ti a un ccoro,[3] solo su miedo habrás de sentir. He llegado hasta aquí para obligarte a devolver el agua que le robaste a la Pachamama[4] con el propósito de matar a mi pueblo. ¡Conozco el precio!
Dichas estas palabras, sobre todo con la resolución y valentía con que se dijeron, la laguna comenzó a sacudir sus ociosas aguas formando grandes olas que como largos brazos querían atrapar al niño para ahogarlo, pero este logró esquivar todos los intentos de aquel líquido furioso. Después de azotarla fieramente con la soga y arrojarle piedras desde sus más elevados costados, derramó sobre el vientre de la charca pestilente el agua viva que contenía el porongo.
En ese instante se calmaron las inquietas aguas y luego de un silencio capaz de eternizar los instantes, comenzó a elevarse una negra nube sobre el ponzoñoso espejo de aquel maligno estanque que luego se convirtió en el lastimero rumor del viento que antecede a las tempestades. De pronto en lo alto de aquel oscuro nubarrón se apareció el Amaru, la enorme sierpe andina echando mortales rayos por la boca, las narices y los ojos. Una de aquellas poderosas descargas cayó sobre niño, abriendo en el lugar de su aniquilamiento una zanja ancha y profunda por donde se vació la hinchada panza de la laguna, junto con la rabia y el poder de aquella mítica serpiente.
Al día siguiente de esa hazaña, desde aquellas punas bajó un hermoso rio que con sus cristalinas y alegres aguas entonaba canciones de júbilo, que unos meses después mecidos por el viento repetían en coro los maizales de todos los campos de aquellos pueblos redimidos:
“Yo nací para la
vida;
me muero por
vivir,
otra cosa no se sentir.”
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