–¡Si vas a ir a nadar al río chitándote[1] de la escuela, vas a acabar sancochado y en la panza de unos ingenuos! –Está era la más cruel advertencia que podían hacerle al placer de remojarte en las cristalinas aguas del río durante los calurosos días que preceden a las lluvias, en los que el sol quema hasta ponerte negro el pellejo del cogote.
Al calor del fogón y a la luz de un moribundo mechero y de una luna que mansamente se asomaba por la ventana de la cocina mostrándonos la silueta de un gato que seguramente estaba esperando quedarse a solas para cometer sus fechorías, una noche de octubre la abuela, con voz de espanto y de vieja que sabía lo que decía, nos contó esta historia.
–Un día doña Felicia Martínez, que vivía frente al horno de la calle que va al río, en su necesidad de contar con la ayuda de una empleada doméstica, pegó un aviso en la puerta de su casa escrito en un pedazo de cartulina blanca con las letras rojas de un lápiz gordo, que decía:
“SE NECESITA MUCHACHA
CON CAMA ADENTRO”
Eso quería decir que le urgía una trabajadora para que atendiera la cocina, la lavandería y el aseo de su hogar, con la condición de vivir dentro de su casa.
–¡Yyyyyyyyy! –Con este angustioso grito en coro forzábamos a la abuela para que avanzara con su narración.
–Al cuarto día se apareció una muchacha con un rostro que no tenían, ni por asomo, las mujeres del pueblo. Esa extraña jovencita era muy seria, callada pero bastante respetuosa, aseada y otras especiales maneras de ser. Decía haber trabajado en el Cusco, Puno, Arequipa y Ayacucho y que estaría un tiempo por estas tierras, porque su padre había sido contratado como maestro de obra, para construir la fachada de piedra de una rica iglesia que por esos tiempos se estaba levantando en la provincia de Grau, y que en seis u ocho meses, cuando acabara la construcción, se irían otra vez a vivir a Arequipa donde su familia era conocida como grandes maestros del tallado en piedra sillar. La dueña de la casa pensó para sus adentros: “No hay duda que eres hija de picapedreros, porque tienes la cara y la mirada de pura piedra”.
–¡Yyyyyyyyy! –Volvimos a gritar.
–La contrató, y al cabo de dos semanas doña Felicia vio con mucha satisfacción que la muchacha, que se llamaba María, era muy diligente en todo lo que hacía, pues sabía cocinar potajes muy sabrosos en los que mostraba mucho conocimiento de ingredientes, condimentos y algunos secretos que cuando tuviera tiempo debía de aprender, sin dejar de lavar y planchar impecablemente toda la ropa sucia y limpiar con mucho esmero todos los rincones de la casa. Gracias a esa gran ayuda la señora pudo por fin dedicarse casi exclusivamente a atender el bazar que tenía en la calle principal del pueblo.
–¡Yyyyyyyyy abuelita!
–Después de un tiempo sus patrones le confiaron los gastos del mercado, de la panadería, las compras del forraje para los cuyes y de todos aquellos víveres que de puerta en puerta ofrecen las campesinas en estos pueblos, y como de costumbre María siempre daba satisfactoria cuenta de todos los gastos que hacía.
–Abuelita y ¿cuántos vivían en aquella casa? –Preguntó la curiosa Ana. A lo que la anciana respondió con otra pregunta. –¿Cuántos vivimos en esta casa?
–Tú abuelita, el abuelito, mi mamá, mi papá, yo y mis siete hermanos, pero también vienen a comer todos los días la señora costurera y la chica que ayuda en el bazar, y de vez en cuando el peón que cuida la chacra con su esposa y sus hijitos. –Respondió la niña.
–También ellos eran muchas personas y por eso los gastos de la comida eran muy altos, pero a pesar de la apretada cantidad que le asignaban para las compras del mercado, la sabrosa comida que preparaba María, era abundante, sobre todo en carnes y menudencias, lo que confirmaba la poca honestidad de las otras empleadas que tuvieron.
–¡Yyyyyyyyy abuelita!
–De repente, de la noche a la mañana, comenzaron a sentirse extraños ruidos dentro de la casa de doña Felicia y alguno de sus niños afirmaron haber visto sombras y pequeños bultos que trajinaban por los pasillos, especialmente en el patio donde estaba el cuarto de la empleada. Más adelante, como si fueran invisiblemente lanzados comenzaron a romperse con estrepitoso ruido dos floreros, una azucarera y a caerse las ollas y los cuadros de las paredes. Todos creyeron que era por culpa de los gatos, pero el abuelo dijo que podrían ser las almitas de los niños que se escapaban de la escuela para irse a bañar al río, y no se sabía por qué comenzaron a ahogarse sin que sus cuerpecitos jamás fueran hallados. Los ancianos del pueblo solían decir con el desdén de los que suponen conocer todo: “Los ríos casi nunca devuelven a los que se llevan, solo el mar es el que los bota”
–¡Yyyyyyyyy abuelita!
–Pasado un tiempo y sólo por las noches comenzaron a oírse algunos extraños ruidos como el murmullo de un doloroso coro infantil, que hacía soltar a los gatos un pavoroso maullido de espanto, y si los gatos que no le tienen miedo a nada, se espantaban, entonces la cosa era bastante extraña como para ser el pequeño penar de unos niños que murieron ahogados y que solo estaban recogiendo sus pequeños pasos por los lugares de las casas que conocieron como visitas o amistades de los hijos de sus dueños. Lo más extraño de todo ese pavor fue que el perro que sabe mirar más allá de lo que nosotros vemos, ya no quería dormir en esa casa.
–¡Yyyyyyyyy abuelita!
–El día 2 de noviembre, como casi todo el pueblo, la familia se fue al cementerio para asear la tumba de sus parientes fallecidos y ofrecerles algunas flores y oraciones por ser Día de los Muertos. Luego que todos acabaron de almorzar en la kermese que se monta en las afueras del camposanto, sus padres enviaron a los chicos a la casa, porque los adultos deseaban brindar algunos licores con los otros vecinos y deudos. Sería a eso de las nueve de la noche cuando los mayores volviendo del cementerio se encontraron con la sorpresa de ver a sus hijos en pijamas, regados por la calle y medio muertos de miedo.
–¡Yyyyyyyyy abuelita!
–¿Qué pasa? ¡Qué está pasando! –Preguntó el padre. –¡Papá! –Explicó la hermana mayor. –Cuando llegamos del cementerio, todo estaba en orden, pero apenas se puso el sol y comenzó la noche, todos los perros de la calle aullaron sin cesar y los gatos desde los tejados maullaron imitando el llanto que se suelta en los velorios, hasta que vimos pasar por los pasillos a un grupo de hombrecitos sin rostro que caminando por el aire se fueron hasta al cuarto de la empleada y golpeando con fuerza la puerta le pedían con gritos lastimeros: “¡¡María Marimaaaaacha, devuélveme mis carneciiiiitas!!! ¡¡María Marimaaaaacha, devuélveme mis tripiiiiitas!!! ¡¡María Marimaaaaacha, devuélveme mi corazonciiiiito!!! ¡¡María Marimaaaaacha, devuélveme mis huesiiiiitos!!!”. Y así siguieron reclamándole hasta que la Maria, como alma que se lleva el diablo, salió despavorida de la habitación y nosotros tras de ella, pero ella siguió corriendo a toda velocidad con dirección al río, y como no pudimos correr como ella, es que decidimos esperarles aunque sea toda la noche en la puerta, porque nos da mucho miedo volver a entrar solitos.
–¡Yyyyyyyyy abuelita!
–Al día siguiente sobre
la piedra grande que usan los niños para lanzarse a la poza que construyeron en
el río, algunas lavanderas encontraron la ropa, las calaveras y los huesos sin
carne de hasta ocho chitones,[2]
que después recogió la policía. Cuando por todo el pueblo se esparció la noticia de este macabro
hallazgo, doña Felicia corrió a la Iglesia para que el señor cura echara agua bendita por todos los rincones de
su casa y especialmente en el cuarto de la empleada, para de ese modo apaciguar a las
almitas de aquellas desesperadas criaturas.
–¿Y la María Marimacha abuelita?
–¡Nunca más se supo de ella! Desapareció como había aparecido: de la nada. La Guardia Civil averiguó que no existía un templo que con fachada de piedra sillar se estaría construyendo en ningún pueblo de la provincia de Grau. Ya durante la misa que se hizo para sepultar los restos de los chitones, el señor cura explicó a los feligreses, que el Juicio Final existe y precisamente por ello, las almas de esos niños habían vuelto del más allá a reclamarle a la María que les devuelva las partes de sus cuerpos que ella había cortado después de matarlos, aprovechando que estaban solos y sin ningún amparo en la poza de aquel río, porque como bautizados en la santa Iglesia Católica, estos debían estar completos para presentarse ante la presencia del Divino Juzgador, ya sea para entrar al cielo o caerse para siempre en el infierno.
–¿Y la María Marimacha abuelita? –Volvimos a preguntar.
–Como desapareció sin dejar ningún rastro, muchos sospechan que es un demonio que con otro rostro y otro nombre anda metido en alguna otra casa, esperando en algún otro río a los chitones que faltando o escapándose de la escuela se van a nadar y divertir, para hacer con sus carnes y menudencias las ricas comidas que ella sabe cocinar para la satisfacción y ahorro de sus patrones.
FOTOS E IMAGENES DE INTERNET
Allinmi ñiñucha llaqtanchikpa yachaynin mastarisqayki, chayna kaptinqa ñawpa willakuyninchuk manam qullunqachu manam chinkanqachu. Qipa tarpuykunaqa anchatam chaninchasunki, kawsayninchikta qillqaspa riqsichiptiyki. Qamña allinlla.
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