viernes, 11 de diciembre de 2020

EL DERRUMBE - DE "CUENTOS PARA CCOROS" - 07

O FOTO

De un tiempo a esa parte, el Juancha se levantaba muy temprano. Después de desayunar apresuradamente partía con mucho entusiasmo a pastar las ovejas, regresando muy entrada la tarde con el rebaño completo. Esa prematura madurez enorgulleció a sus padres que estaban felices por la súbita responsabilidad que impulsaba al pequeño, pero sobre todo por la gran alegría que derrochaba  en su nuevo aliento.

Una noche mientras dormían, algo así como el sonido de unos pasos diminutos se dejaron oír alrededor de la choza, poniendo en alerta  a Huayki, el perro guardián, que ladró tan furiosamente que el hombre de la casa,  encendiendo  el  mechero tuvo que salir a inspeccionar el entorno, pero como no había más novedad que el atolondrado miedo del animal y un raro y pestilente olor, regresó a terminar su interrumpido sueño, no sin antes cubrir al niño que dormía algo desarropado. En ese instante notó que su ccoro[1] había hecho caer entre los pliegues de las frazadas una bolita dorada, que seguramente tenía en uno de sus puños antes de quedarse dormido. El padre muy confundido tomó aquel extraño y pesado metal con el propósito de averiguar su procedencia.

Al día siguiente no bien despertó, el Juancha comenzó a buscar con desesperación su bolita bruñida. Cuando su ansiedad por encontrar su preciosa pertenencia llegó hasta las lágrimas, su padre le dijo: “¿Acaso buscas esto, quién te la dio?” El niño respondió que hacía un buen tiempo había hecho amistad con un enanito que vestía un poncho rojo, chullo blanco y unas ojotas doradas. Él le había prestado aquella canica para que jugaran mientras las ovejas pastaban. Ante esa inocente revelación el padre palideció y ordenó que de inmediato le mostrara el lugar de sus andanzas con aquel menudo amigo.

Sin hablar recorrieron las faldas del Apu[2] tutelar de aquella comarca, llegando hasta una gran terraza. El niño señaló a una explanada como el lugar de sus juegos con el enanito. Enseguida el padre indagó por el sitio por donde llegaba y se despedía su pequeño camarada, en respuesta él le indicó un enorme roquedal que subía hasta la cima de la montaña.

Después de un atento paseo al pie del peñascal, tropezaron con un gran abrigo rocoso, donde en tiempos muy remotos los runas que trashumaban por estos lugares habían pintado en rojo ocre varias llamas, muchos venados y una gran serpiente devorándose a un enorme sapo. Al costado de ese rupestre mural encontraron un pequeño pero profundo agujero de donde salía un olor insoportable. A los costados de ese orificio advirtieron dos profundas grietas. Una iba ascendiendo hacia la cumbre y la otra se alejaba bordeando la montaña hasta perderse en unos matorrales que ocultaban su zócalo. 

"¡Este Apu está herido!, lo están matando esos enanos mineros que se encargan de romper el espinazo metálico de las montañas para provocar su derrumbamiento", murmuró el padre del Juancha, lleno del brutal temor que engendra lo desconocido.

Con desesperada prisa volvieron a su casa. A su orden él y su esposa cargaron en los caballos los trastos, las herramientas, los vellones de ovejas, las frazadas, las ollas, las semillas, las aves, los cuyes y los gatos, y alguna otra prenda que pudiera servirles mejor y arreando todo su ganado se fueron por el camino que baja al río y sube por las faldas de la montaña del frente.

Después de cruzar el puente de cabuyas que desde el tiempo de los incas se tiende y renueva sobre el profundo río, ascendieron infatigables hasta la casa del compadre Leoncio, a quien narraron las secretas andanzas del Juancha. El padrino del niño los acogió de muy buena gana y recomendó ofrecer una samincha[3] como remedio para calmar la tristeza del Apu que habitaba aquel cerro.

Cuando la noche congeló el aire y la luz del plenilunio plateó aquella cordillera, se oyó por toda su inmensidad un largo y gigantesco estruendo que subía desde el valle, levantando el vuelo de las aves, encendiendo el pavoroso grito de la fauna de esas serranías, provocando el  atolondrado ladrido de todos los perros de la comarca y alzando desde lo profundo de la piel y los corazones, los atávicos temores sin respuesta de los hombres de esta parte del mundo.

Cinco días después que el polvo de aquel derrumbe se hubo por fin asentado, pudieron ver que la rocosa montaña había caído sobre el río como un Dios vencido. Luego desde la distancia contemplaron cómo el torrente, frenando su caudal, era mansamente contenido por aquel fortuito dique que los escombros habían formado. Al sétimo día los compadres bajaron al valle para conocer la magnitud del derrumbe, pudiendo ver asombrados sus más de mil metros de largo, 300 de ancho y hasta 60 de altura. Pasada la media tarde, aparecieron cargados de grandes peces que habían mansamente atrapado en los pequeños pozos en que el río quedó convertido, aguas abajo de la colosal charca que el acorralado torrente iba colmando.

Cuando los pueblos de la parte baja de sus riberas vieron al río sin sus aguas, hicieron rápida mudanza hacia lugares más altos y seguros, porque conocían desde los tiempos en que estas cordilleras cobijaron a los hombres, que podría venirse una mortal avalancha, si es que llegara a reventar aquel inmenso estanque donde el Apu decidió alojarse.

Casi dos años después, un inmenso espejo de agua de casi una legua de largo terminó de llenarse y habitarse de peces. Tres años más tarde, vieron que alegre el río se escapaba de aquella laguna cayendo por unas altas, hermosas y cantarinas cascadas. 

Cuando dejó de sentirse el pestilente olor de los codiciosos enanos mineros, la familia decidió construir su hogar al borde de la nueva laguna rodeada de preciosas flores, y que en su orilla opuesta tenía un manantial de aguas termales que manaban de una enorme roca bermeja que según la narración de las gentes de aquel lugar esas aguas son la sangre de la montaña y por eso se llama Yahuarapu. Más tarde los lugareños bautizaron a ese embalse como Apuccocha[4] y no solo eso, sino que por los días cuando se produjo el derrumbe le hicieron su fiesta anual con danzantes de tijeras, música, danzas, cantos y todo lo demás, porque estaban seguros que el Camac o la fuerza primordial que había levantado aquella montaña vencida, se había alojado dentro de la nueva laguna y ahí convertido en un Ccorisoncco estaría cultivando hermosos huertos llenos de árboles y frutas que todavía no conocemos.

Al momento de inaugurar la casa nueva, el padre del Juancha, tiró la bolita de oro al centro de la laguna, para que sus dueños que eran unos chinchillicos[5] apestosos, porque no les gustaba el agua, jamás volvieran a encontrarla.



FOTOS E IMAGENES DEL INTERNET

[1] Niño.

[2] Divinidad andina.

[3] Bendición.

[4] Laguna del Apu.

[5] Míticos enanos mineros andinos.


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