Aun se cuenta en estos remotos pueblos cordilleranos, la historia de un matrimonio que vivía holgadamente gracias al tenaz trabajo del varón de la casa, pues este era uno de esos hombres rudos que en otros tiempos transportaban mercancías sobre los lomos de fuertes mulas, pasando sus días caminando durante largas jornadas, metido en medio de las bestias, las lluvias y los sudores. Era un arriero de esos que casi siempre andan fuera de su casa, trajinando por caminos antiguos, subiendo escarpadas montañas, remontando elevadas abras y bajando a valles calurosos, solo para cruzar por estrechos puentes tendidos sobre estruendosos ríos profundos y nuevamente seguir subiendo.
La fama del blanco y bello rostro adornado con una larga, negra y sedosa cabellera de la esposa era conocida a muchas leguas del pueblo donde vivían. Como las ausencias del dueño de casa eran prolongadas, la mujer que a pesar de ser muy buena administradora de las ganancias de su marido, tenía el aborrecible defecto de aprovechar su alejamiento para organizar secretas francachelas con los otros arrieros que pasaban por aquel lugar. Ese pérfido vicio mantenía muy crispados al cura y a los vecinos de aquel caserío, sobre todo por el amor y la ciega confianza que el sacrificado arriero tenía en su mujer.
Cuando el marido pasaba una corta temporada en el pueblo, los vecinos le contaban, sin mayores detalles, el desvergonzado comportamiento de su mujer durante sus ausencias, pero nunca pudieron probar nada de lo que le decían, porque esos extraños visitantes a los que su mujer presuntamente recibía, solo eran viajeros sin más señas que la apariencia que tienen todos los que vienen por allí y se marchan por allá. Solo sabían que dejaban alguna que otra mercadería en la enorme tienda que administraba la señora, pero nunca pudieron averiguar sus nombres, su procedencia, ni mucho menos los detalles de los supuestos íntimos encuentros que la mujer les ofrecía.
Para el esforzado viajero, este asunto no pasaba de ser un chisme insano que en todas partes inventan los envidiosos contra los que tienen la alegría y gracia de una mujer hermosa junto a una apreciable fortuna, que para mayor desazón de los chismosos aumentaba con su esforzado pero lucrativo trabajo, sumándose a ella las generosas cosechas de sus muchas chacras, el incesante incremento de su ganado y los ventajosos negocios que su señora hacía con las mercaderías que él y otros viajeros traían a su tienda, de tal suerte que no había motivo para que las malas lenguas espantaran la felicidad que se había instalado en su hogar.
Una noche mientras cenaba en una de esas fondas de mala muerte que suelen tener los caminos, escuchó a unos pícaros hablar de sus andanzas de arrieros y como era su costumbre, sin mencionar, pueblo, casa o persona, hablaron de una remota aldea y de una casi inexistente mujer de largos cabellos negros que ofrecía generosamente los frutos de su casa y los placeres de su cuerpo a los hombres que sabían llenarle la cabeza con esas cosas, que como una llave maestra abren el corazón de las mujeres. El parloteo le pareció muy interesante por la cantidad de detalles que dizque sucedían en aquellos encuentros. Para terminar los bellacos concluyeron que esa sería una historia digna de seguir contándose en poemas y hasta en canciones, pero lo que de momento convenía era solo noticiarse entre ellos y en secreto, porque se trataba de la mujer de un arriero como ellos. Eso les partía su chusco corazón.
“¿La mujer de un arriero, han dicho estas bestias?” Murmuró para sus bien adentros, al tiempo que le invadía una tristeza mesclada con una ira que le obligaba a retornar inmediatamente a su casa y descubrir el engaño de su infame mujer. Pero luego se consolaba pensando: “Acaso soy yo el único arriero casado. Además los que hablan en estas sucias fondas son unos mostrencos ignorantes y pobretones, como los envidiosos vecinos del pueblo donde prosperó gracias al esfuerzo de mi mujer”. Pero luego, con renovado brío le asaltaban las dudas y otra vez se consolaba y otra vez las dudas y una vez más los inútiles consuelos y así…… como si miles de gusanos se lo comieran por dentro. Pero algo se calmó al enterarse que a cuatro jornadas de ese lugar quedaba el pueblo donde vivían los más famosos adivinos andinos. A ellos les confiaría la fiereza de las angustias y la furia que le carcomían el alma, para saber qué le aconsejaban.
Entregando la mercancía que traía de las sierras y acabando de comprar los vinos, medicinas y herramientas que debía llevar de regreso, como si se tratara de una simple curiosidad, le preguntó al administrador de aquel almacén.
–Señor, será cierto que en este pueblo existen unos poderosos adivinos y brujos que saben toda clase de curaciones y hechizos y que hasta sanan enfermedades incurables para la ciencia, o son simples charlatanes que se aprovechan de la humilde gente que llega a este pueblo por ser un puerto para otros de la costa, la sierra y algunos de la selva.
–Mire señor, le voy a decir que la mentira dicha solo para engañar, no dura. Este pueblo no es de ahorita, está lleno de antiguas ruinas y entierros que son testigos de que todo este inmenso valle ha sido habitado por miles de años, es por eso que los españoles al ver que era una antigua e importante encrucijada del Ccapacñan,[1] fundaron a su usanza este pueblo desde donde emprendieron muchas de las crueles hazañas de su invasión. Aquí, créalo o no, aún se conserva la poderosa sabiduría de nuestros ancestros y sus custodios no son adivinos, ni hechiceros, ni simplones chamanes, sino venerables Yachac,[2] que ahora los sociólogos y antropólogos, por no saber los misterios de su destruida ciencia y sobretodo por andar intoxicados con las foráneas teorías de su profesión, los han rebajado hasta el nivel de brujos supersticiosos.
–Y quién es el más sabio de todos estos Yachac. El maestro de todos, ¿Por qué su sabiduría debe ser una ciencia que se proclama y enseña? –Preguntó con inquietud.
–Ese es don Julián. Cuando ves los ojos de ese hombre no ves una mirada, sino una visión que viaja por las profundidades de otras dimensiones.
–Muchas gracias por la ilustración caballero, disculpe mi ignorancia. –Dijo a modo de disculpa el arriero.
Luego tomó el rumbo de la más famosa chichería del lugar para indagar por la morada de don Julián, a quien debía encontrar y consultar antes que esa maldita duda acabe de enloquecerlo. La gorda y alegre mujer que atendía ese negocio, le dijo que allí mismo estaba el famoso Yachac. Con mucho respeto el arriero se acercó al hombre señalado saludando y suplicando una consulta con su persona. Cuando el anciano lo miró en seguida supo que la atención de aquel ruego era muy urgente, pues tenía ante sus ojos a un hombre con el alma visiblemente torturada. Con las indicaciones del caso lo citó a su casa a las diez de la noche.
Las horas no pasaban para el arriero, y no pasaban porque ya hace casi tres se encontraba en la puerta de la modesta vivienda de aquel sabio andino, y cuando ya se encontraba al borde del delirio, por fin dieron las diez, y a su llamado se abrió la puerta. Antes que pueda expresar siquiera su saludo, el anciano le dijo.
–No deberíamos preocuparnos tanto por las cosas que no dependen de nosotros. Cuando alguna de ellas no son de nuestro dominio no debemos meterlas dentro de nosotros como un veneno, sino salir a buscar aquello que desde fuera nos está perturbando, que las más de las veces son simples tonterías y aun cuando son graves estos asuntos, con el tiempo acaban siendo lo mismo. Acomódese con calma en aquel poyo y cuando sienta que está bastante cómodo me hace una señal.
Luego de encontrar el lugar de su agrado, le hizo una seña de satisfacción y el Yachac continuó. –¡Cálmese! Llegado el momento de la verdad siempre se sabe qué hacer, mientras tanto está demás preocuparse. Para todo hay solución en esta vida, menos para la muerte, aunque en buena cuenta eso ni siquiera es un final, sino una parición a otra mejor. Si lo vemos bien, todo el breve tiempo que dura nuestra vida en este mundo se nos pasa en la búsqueda de condiciones para que nuestra pasajera existencia sea bienaventurada a los ojos de los demás, sin reparar que tan solo el hecho de sentir que estamos vivos ya es una felicidad. ¿Ahora cuénteme que es lo que le está mortificando tan malamente?
–Gracias maestro. Discúlpeme estoy muy confundido. –Y pasó a contarle los chismes del pueblo y los detalles de aquel malcriado parloteo que escuchó a otros ambulantes como él en aquella pobre fonda caminera. Finalmente un poco más calmado por el afable rostro y la amigable voz del viejo, le dijo que para la paz de su alma y la felicidad de su hogar, debía resolver de todos modos la incertidumbre que tan cruelmente lo agobiaba.
–Las personas o la mujer que amamos no siempre pueden o deben amarnos. El amor no es un derecho que por convención humana nos deba corresponder, sino es un regalo que Dios ha puesto en nuestros corazones para compartirlo entre los hombres y brindárselo a la naturaleza, pero muchas veces no todos los que amamos están obligados a correspondernos. Infortunadamente nunca conoceremos el mundo interior de los otros para saber cómo y cuánto nos aman o quizás, tan solamente, son nada más que amables o respetuosos con nosotros. Pero como estamos malacostumbrados a dar para recibir, siempre estamos esperando algo a cambio del amor que damos, como si este noble sentimiento fuera una mercancía que para tener, debe pagarse.
–Tiene usted mucha razón maestro, pero ahora qué hago con esta mi vida? –Preguntó, como esperando una respuesta definitiva o una mágica receta.
–La duda que tiene debe resolverla usted mismo, pues nadie puede vivir y hacer las cosas que sólo conciernen a su alma. Vuelva a su casa sin aviso alguno y llegue de noche. Con mucho sigilo entre en su alcoba, si ve a su mujer tendida en la cama sin la cabeza en su lugar, vaya a la cocina, tome un puñado de ceniza de la cconcha,[3] espárzala en su cuello y espere escondido en algún lugar a que volando retorne la testa de su mujer a su sitio. Pero si su esposa se encuentra completa, despiértala cariñosamente, llénela de besos y caricias, confiesele sus dudas, pídale perdón por su desconfianza y renuévele su juramento de amor eterno.
–¡Gracias, muchas gracias maestro, eso sin duda haré. ¿Cuánto le debo? –Preguntó un tanto más calmado el atribulado arriero.
–Compre cuatro docenas de chancacas, y en el triste pueblo que tenga punas sin límites, regálaselo a los niños que viven en él. La alegría de esos críos será mi pago.
Cuentan que a eso de las doce de la noche, sin hacer el menor ruido, el arriero entró a su casa y aposento, y al encontrar a su mujer completamente desnuda pero sin la cabeza en su lugar, se espantó grandemente, pero al recordar la mirada sin tiempo y la suave voz de don Julián, tomó coraje y comenzó a ver cómo dentro de aquel decapitado cuerpo aun latía un corazón y cómo por un tubo que debía ser la tráquea, entraba y salía un vientecillo igual al que hacen los pequeños fuelles que usan los sastres de los pueblos para avivar el fuego de sus planchas a carbón. Por pudor cubrió aquel cuerpo con una sábana, pero este se alborotó hasta tirarla por los suelos.
Ya más calmado bajó a la cocina, tomó un buen puñado de cenizas y procedió a frotar el airado cuello con esos residuos. Como quería saber en qué acabaría todo esto que le estaba pasando, se escondió en un rincón del aposento, precisamente en el vacío que dejaban la cómoda y el gran ropero. Allí sentado en el piso, cubierto con un poncho esperó a que la cabeza volviera después de vagar volando por el mundo comiendo caca como castigo por sus pecados.
A eso de las cuatro de la mañana, cuando sintió que la pacapaca[4] que había ululado toda la noche se espantó por el comienzo del alba, por una pequeña ventana que estaba abierta entró volando la cabeza de su mujer con los cabellos revueltos, los ojos brillantes como los de un gato y con la boca llena de caca. Luego empezó a tratar de pegarse a ese cuerpo desnudo, pero no pudo lograrlo por más que lo hacía de muchos modos, porque la ceniza había quemado todas las nervaduras del cuello.
Cuando la cabeza se percató que había sido separada definitivamente, entró en una agitación de rabia y pánico, mirando desesperadamente para todos lados buscando al culpable de lo que le estaba sucediendo, cuando por fin dio con su marido oculto, siempre volando, se acercó para pedirle con grotescas muecas que le diera un beso en aquella sucia boca de un rostro que empezaba a parecerse al de los demonios. Presa de espanto y medio loco el arriero salió despavorido a la calle.
Más tarde los vecinos encontraron la cabeza voladora enredada por sus largos cabellos en las ciracas[5] que rodean el cementerio del pueblo. El arriero pagó al sepulturero por el entierro del cuerpo desnudo y de esa apestosa cabeza, porque ni el cura ni los vecinos quisieron asistir al funeral de los restos de aquella infiel pecadora.
Más adelante el juez del pueblo se encargó de la venta de la casa, las chacras y el ganado del infortunado matrimonio, y unos días después por el mismo camino que lo trajo hasta ese pueblo, con su recua de mulas en reatas de cinco, el arriero se fue perdiendo, allá lejos, por el lugar en donde este planeta busca al sol para despertar sus días.
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