lunes, 30 de marzo de 2020

EL CORTADITO

DEL ANECDOTARIO ABANQUINO

                                                      (Narraciones de la Zona de Emergencia)    

–¡Yo no sé pues hermano! Puede ser que seas inocente, eso tú nomás lo sabes. Eso está en tu conciencia. –Le recriminó con aires de moralizador y continuó: –Pero de todas maneras tienes que hacer algo para defenderte. Si no te mueves, nunca vas a salir de esta prisión, y como ya has visto con tus propios ojos, aquí están detenidos un montón de "terrucos" que quieren escaparse. Un día de estos se arma una revuelta de la gran flauta y segurito que los tombos se van a desesperar y meter bala como cancha y los primeros en morir, serán los que nada tienen que ver con ese pleito. Porque los verdaderos saben usar armas y técnicas de protección, de modo que cuando "reviente el chupo" se van a escapar incendiando la cárcel con todos los que se quieran quedar. Pero felizmente todo se puede arreglar, para eso las gentes sabemos hablar.

Aprendió a caminar juntando las sillas del cuchitril que hacía de comedor, cocina, dormitorio y cuyero. Después de las sofocantes noches del borracho amor de sus padres, sus ojos se abrían mirando la pared a la que se arrimaba la única cama que cabía en ese cuarto, y para seguir viviendo debía correr al patio a buscar desesperadamente el aire que acabara con el ahogo que le producía el amoroso tufo de su madre que tantas veces estuvo a punto de asfixiarlo. Más tarde con un pellejo de carnero y una vieja frazada doblada en dos le improvisaron una cama en una gran batea de madera que ocupaba el espacio que habitaba debajo de la mesa, y otra vez debía amanecer en el patio esperando la llegada del sol que lo ayudara a desvestirse del frío que lo acuchillaba.

–Muchas gracias doctor, no faltará tiempo ni buena voluntad para que le pague todo lo que quiere hacer por mí.

–De eso no te preocupes, yo para mí no quiero nada. Así como a ti, ya no me acuerdo a cuántos he ayudado solo por ser paisanos de mi mujer.

Sus primeros pasos, lejos de darle rumbo, lo perdieron. De modo que muchas veces fue felizmente encontrado en la comisaría. Más tarde esas huellas volvieron a encontrarse en ese mismo lugar por culpa de sus primeras fechorías. A los seis años conocía los cinco continentes y los siete mares de su pueblo. Creció pues, como le estaba admitido, a tumbos, levemente muriendo. Aprendió a contar y descontar dinero antes que a leer y escribir, talante que le acarreó la desgracia de ser rápidamente destituido del cargo de cajero de confianza del bar, restaurante, picantería, tetería y chichería de la propiedad familiar y condenado a no pisar más ese lugar mientras no hubiera alguien, so pena de recibir la paliza que todas sus carnes conocían. Hasta los clientes conocedores de su hábito rapaz, aprendieron a proteger con sus avisos oportunos las economías del negocio.

–Perdón doctor. ¿De dónde es nuestra mamá? –preguntó el “reo en cárcel”.

–¿De dónde eres tú? –replicó con gesto de quien tiene algo que decir en la punta de la lengua y no acierta.

–De Parhuaní doctor –respondió el paisano con ganas de aclararle la duda.

–Pues de allí mismo es mi mujer, pero de una familia antigua que hace mucho tiempo ya no vive en ese pueblo.

            Cuando arribó a los doce años sus padres huyeron de su  presencia, cerrándose las puertas de su casa con él afuera. Se negaron a pagar todos sus  pecados. Además, si al rapaz, ni a latigazos se le quitaba con nada la pendencia, la rapiña y la maledicencia, porqué debían ellos soportar las hazañas de su "angelito" sin compartirlo con el vecindario. De ese modo fue que se lo  regalaron al pueblo y sus alrededores.

Cerrado el negocio de la caja propia, enseñó a sus amigos a abrir la de sus padres, reservándose el derecho de administrar sus fondos, función que le enseñó el difícil arte de tomar decisiones sobre las cosas ajenas. "Debo guardar todo lo que hemos comprado con tu plata, porque si llevas algo a tu casa tu viejo puede darse cuenta que le has robado". Su negocio de la caja ajena se pagó en el cuero de sus socios en sangrantes y vergonzosas azotainas en pleno patio de la comisaría. 

Acabado el dinero fácil, comenzó con el difícil negocio de la cosa ajena. No había día que no anduviera de mudanza. Trasladó y ayudó a trasladar ollas, vasos, herramientas, libros, discos, herramientas, ropa vieja, en fin todo lo que vale y lo que no vale también, hacia los cuatro puntos cardinales del pueblo, aun cuando no obtenía ni siquiera la décima parte del valor de lo robado. Si se hubiera dedicado a lustrar zapatos quizá hubiera obtenido algo más. Le pasó la escuela con sus matemáticas, su lenguaje y los cuentos de sus historias con la misma facilidad con que le pasaba el hambre, el dolor y la tristeza.

–En ese pueblo pues había nacido mi mujer, aunque desde muy chica vive por aquí. Pero como te repito, todos los documentos no pasan solamente por mis manos, en la oficina hay muchos colegas que deben dictaminar. Lo que yo debo hacer para ayudarte es banquetearlos en mi casa. Allí podremos preparar el convido, que no sólo va a mejorar tu situación, sino hasta puede salvarte de la muerte.

–¿Cómo sería eso doctor? –Preguntó el campesino más asustado que interesado.

–!Fácil! –Respondió y siguió proponiendo. –Te traes diez gallinas, no me vas a decir que no tienes, ¿entonces qué clase de campesino serías? y plata para comprar diez cajas de cerveza, porque hay que invitar como a diez personas, pues esos conchudos se aparecen hasta con sus mujeres. ¡Saca tu cuenta! Como mi esposa es tu paisana le voy a suplicar que nos prepare un tallarín de casa con gallina, rocoto relleno y japchi de chuño. Después de la comida y cuando todos estén alegres y picaditos por el licor, les cuento tu problema, les digo que el convido es de tu parte y les suplico para que te ayuden, y como en otros casos, en una semana te vas de este infierno. !Eso déjalo de mi cuenta! –Culminó jactanciosamente.

            Ya nadie habla de los rincones donde acabó su errática adolescencia. No hubo pena que no sufriera ni alegría que no gozara su mundo escondido. Escuchó todas las voces, hizo todos los esfuerzos en todas las direcciones y algunos acabaron en trabajo. Cuando sorprendía a alguien tratando de tomar lo que señalaba como suyo, aunque esto sólo fuera en sus sueños, no conoció el perdón porque jamás fue perdonado, y el ladrón que roba a ladrón, terminaba cruelmente masacrado.

–No va a ser fácil papá porque ya plata no tengo. He pagado al abogado y todo lo que ha comido y tomado por donde me ha llevado. –Suplicó con ganas de recibir otra respuesta.

–!Ese es tu problema! Usurpas la chacra de tu vecino, te robas sus cinco chanchos, lo metes en la casa de tu cuñado, los matas a escondidas y vendiéndolo clandestinamente te haces chapar cojudamente con la carne de medio chancho con triquina encima, y quieres que yo, comprometiendo mi respeto, mi casa, mi familia, mi trabajo y mi dinero te ayude a salir de la cárcel. ¡Qué pendejo eres!

–Pero papá yo no he robado nada. Todo son falsas calumnias.

–¡Huevón! Si no hubieras robado no estarías metido aquí y en peligro de muerte. ¿Cómo puedes atreverte a pensar que voy a hacer comer y chupar al juez Mamerto Pocco Condori con mi plata, si ese condenado puede tragarse medio chancho sin eructar y tomarse hasta una docena de cervezas sin orinar, y eso no es todo, después ese indio leído se desconoce y comienza a joder e insultar a todo el mundo, especialmente al que le está sirviendo. Después conchudamente sale a la calle a ventilar su borrachera como un demente y luego retornar al lugar donde empezó la borrachera, para tratar de romper la puerta que con tanto cariño le habían abierto. Y ahí no acaba todo, al día siguiente hay que “curarle la cabeza”, que es otra tranca igual o peor que la anterior; aunque esta vez es sin comida, pero no por eso más barata. 

–Señor doctor y por qué no le damos platita nomás al señor juez. –Propuso el prisionero.

–No dices que estás misio, ¿cuánto tienes?

–Mi mujer dice que puede reunir hasta quinientos soles prestándose de sus parientes.

–Eso debe ser el producto de la venta de la carne triquinosa. A ver tráeme pues, para ver que se puede hacer con esa miseria. –Respondió con aire de estafado.

Acabado de crecer, tendría que usar por todo el resto de su vida la misma moda que conoció sus bellacos años y la misma cicatriz en medio de la mejilla izquierda que le abrevió su nombre a "el cortadito". Sus ojos que antes le ofrecían paisajes para desteñirlos con su andar, ahora sólo le permiten ver. Ver la riqueza de éste y la pobreza de aquel y sobre todo los modos de las gentes y la forma de las cosas que vienen. Al borde de la cárcel donde le había llevado la gran borrachera que le enseñó a humillar al débil, adular al fuerte, golpear mujeres, apostar a los gallos y en los juegos de azar y conocer el rincón más cálido de los calabozos; conoció, comprendió y santificó el arte de pesar los pecados ajenos para vendérselos a los propios pecadores. Tomó partido por la justicia, se hizo justiciero recorriendo los difíciles caminos de los sabios maestros que para estos menesteres nos solo existen, sino que hasta sobran. Después de ser guardaespaldas, matón, confidente, soplón, sirviente y alcahuete de abogados, jueces y fiscales, acabó sus brillantes propósitos como diligenciero del Juzgado Penal de Atunrumi.

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–Doctor Pocco, en el expediente sobre usurpación y robo de ganado, chanchos creo. ¿Qué opinión le merece la participación de Albino Espinoza Prada, es culpable o inocente? –preguntó el empleado con humillada curiosidad y tratando de disimular su interés.

–¡Culpable! –Le respondió el dueño del delito al tiempo que le lanzaba ésta suspicacia: –¿Acaso te interesa?

–No señor juez, simple curiosidad nomás y solo para saber cómo acaban esos desgraciados que les roban a los pobres campesinos. –Respondió "el cortadito", antes de darle a conocer al prisionero que todo estaba arreglado y que también él sabía cumplir su promesa con los que cumplen su palabra.


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