martes, 13 de agosto de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (19)

[La escuela]

Después del kindergarden (guardería) o jardín de la infancia, que la mía estaba ubicada en lo que ahora es la Sociedad de Artesanos de Abancay, donde no recuerdo exactamente qué más hacíamos, además de dar vueltas en rondas y cantar, se vino la escuela porque le tocaba venir, pues mi mellizo y yo, ya habíamos crecido y cumplido los años necesarios para que nos abriera sus puertas.

En alguna parte del mes de marzo después del almuerzo se habló de matricularnos, y en uno de esos días nos cocieron unos simpáticos bolsones de tela con sus bolsillos para los lápices y una gruesa pretina de la misma tela, para colgárnoslo del cuello, cruzándonos el torso hasta quedar instalado a la altura de nuestro bolsillo derecho, porque éramos diestros. El primero que yo recuerdo era color kaki.

Bañados, bien peinados, con nuestros zapatos de puente bien lustrados, camisa impecable  y pantalones cortos, llenos de curiosidad, nos fuimos solitos a la escuela donde nos presentaron a nuestra “señorita” o maestra, nuestra aula, nuestra carpeta de color marrón que era para dos estudiantes. Tenía un escritorio ligeramente inclinado y en la parte superior mostraba a todo lo largo una canaleta para poner los lápices. Debajo de ese tablero había un cajón separado por el centro que servía para alojar los bolsones, la fruta o los juguetes que llevábamos a la escuela. Ya era un estudiante y desde aquella vez, nunca deje de serlo.


Durante ese tiempo, no recuerdo que mi madre y menos mi padre hayan ido a la escuela a enterarse como me desenvolvía en mi quehacer escolar, pero eso no quería decir que no se dieran cuenta de que en esa obligación estabas o no avanzando y quizá hasta destacando. Pues notaban que cantabas, recitabas y que con la vista pegada a tu libro “Coquito”, y apuntando con el dedo índice sobre sus grandes letras habías aprendido a leer: “a, e, i, o, u”, y más adelante les demostrabas que sabías contar del 1 al 10 y más.

Unos meses más tarde te sabias de memoria el abecedario y casi al final del año, siempre apuntando con el dedo índice sobre las letras de tu libro o tu cuaderno, demostrabas lleno de orgullo que habías aprendido a leer o casi: “m-a, ma, m-a, ma: mamá”, y así “papá”, “mi mamá me mima”, y esos primeros balbuceos que salían de las enseñanzas que muy seriamente te metías en la cabeza, y después gratamente sorprendidos veían que agarrando torpemente el lápiz, escribías “mamá”, “papá”, “pepe”, etc., y eso no era todo sino habías aprendido a garabatear el 1, el 2, el 3, el 4, el 5 y así hasta el 10. 


Otro conocimiento humano que me enseñaron en la escuela era el dibujo y el manejo de los colores. Un hombrecito se podía hacer con cinco palitos coronado con un círculo que era su cabeza. Una mujercita te salía con ocho palitos, porque había que hacerle su falda con un triángulo. Un caballo se hacía con diez palitos, pero si era más chiquito y sus orejas grandes te salía un burro, y si tenía la cola arriba y las orejas caídas podía ser un perro. Si este mismo perro tenía barba y en vez de orejas cachos era un chivo, y si tenía panza y su cola en forma de un espiral era un chancho. Pero si en vez de panza tenía un montón de espirales era una oveja.

También me encantaba dibujar varias caras con su pelo, su frente, sus ojos, sus orejas, su boca, si además tenía el pelo largo y a los costados, era una mujer. Para hacer un chino solo me bastaba poner dos rayas en vez de ojos y un triángulo sobre el círculo. Para un asustado los ojos grandes y los pelos en punta. Para un llorón lágrimas en los ojos y la boca para abajo. Para un emocionado atónito, los ojos y la boca en forma de círculo. En estos tiempos de redes sociales han aprovechado esos dibujos infantiles, para dizque inventar lo que ellos llaman emoticones y así ganar un dineral.  

Que maravilloso resultaba saber que combinando los colores amarillo y azul resultaba verde. Que el rojo + el amarillo, resultaba anaranjado. Que el azul + el rojo, resultaba morado. Y que echando más de este y un poco menos de aquello resultaba otro color. No había duda, las pinturas eran mágicas y se podía pintarrajear sobre el cuaderno blanco de dibujo todos los colores que podíamos ver, solo había que saber la combinación.

Cómo me gustó comenzar a dibujar y pintar el paisaje de mi pueblo, con los cerros elevados que lo rodean y el sol color amarillo lleno de rayos elevándose por encima de la cordillera, el cielo azul, las verdes praderas y los caminos marrones. Los árboles con sus verdes ramas y sus tallos color café, amarillas las chacras y el agua del río que bajaba desde la montaña, color celeste.


En las aulas de aquella escuela, gracias al afán cotidiano y bondadoso de mis maestros y maestras, desde las letras grandes de aquel mi primer libro, aprendí que existía una infinidad de mundos que nos rodean, que solo se necesita descubrirlos y hacerlos crecer dentro de nosotros, para que le demos gracias a la vida por tanta maravilla. Así desde esos tempranos años, aprendí lo bueno que era ser feliz y amar la libertad.       

Nadie, probablemente porque no sabían, te decía gratuitamente marrullerías, piropos o ternuras que te descocieran, eras un hombrecito y debía sentirte y ser tratado como tal, sin que ello quiera decir que no te querían, pues eso te lo decían con la comida, con el aseo de tu cama y de tu ropa, con los juguetes que te obsequiaban, con las golosinas que hacían para ti, con los permisos para hacer lo que tenían que hacer los niños: jugar, pero sobretodo alentar tu educación. Recordando eso se me vino a la memoria la frase de John Dryden, que dice: “Cuanto antes trates a tu hijo como un hombre, más pronto será uno”.


Un día mi madre se había encontrado en el mercado con mi maestra, y no sé exactamente qué es lo que le había dicho de mí, pero me dijo: “Tu señorita te quiere”, y desde ese día yo la quise más que ella a mí, cumpliéndole todos sus deseos, pero supongo que no era yo solo, porque cuando ordenaba: “¡”Estudien!”, todos estudiábamos porque nos habían explicado el valor del estudio. “¡Escriban!”, y todos escribíamos porque sabíamos lo bueno que era eso. Cuando nos decían: “¡Pórtense bien!”. “¡No corran!”. “!No hagan bulla!”, lo hacíamos de buena gana porque sabíamos que no era una orden para inmovilizarnos, sino para estar quietos pero atentos y siempre respetando a los demás y como no éramos brutos, pronto comprendimos que la escuela éramos todos: el director, los profesores, los alumnos el personal de servicio, la limpieza, el respeto y todo los conocimientos que aprendíamos para el resto de nuestras vidas.

Los años de la escuela transcurrieron tan rápido como lo hace un río debajo de un puente. Aun así podría escribir muchas páginas acerca de los gratos recuerdos que de su paso por mi vida aún sobreviven en mi memoria y mi corazón.

¿Fueron felices?, sí, porque toleraron todas mis travesuras gracias a que sabían que eso era parte de ser niños, y si algunas fueron atrevidas, solo me regañaron de un modo muy sutil, como buscando que me diera cuenta con la cabeza que eso no servía para mí, ni para nadie, porque era peligroso, molesto o tonto, y lo hacían con el objetivo de que no se me olvidara y por tanto no se repitiera. Confieso que gracias a eso aprendí a querer solo lo racional y lo bueno, y a Ser lo que soy a mi manera.

¿Fueron gloriosos?, sí, como sólo podrán serlo en la imaginativa cabecita de un niño y en los lejanos y melancólicos recuerdos de un viejo.

[Los paseos escolares]

Dos veces al año, por el día de la escuela y el día de la primavera, los profesores nos anunciaban que iríamos de paseo escolar. Recuerdo que mi primer paseo fue a un campo abierto que quedaba por las inmediaciones del “Arcupuncu”. Para esa ocasión mi madre me preparó un rico lomo saltado que lo sirvió en uno de los pocillos de un portaviandas de metal cubierto de porcelana blanca y lo tapó con un platito del mismo material, luego lo ató con una servilleta y lo puso en mi bolsón de tela junto a una taza del mismo material, y para mi sorpresa también puso una enorme botella de Kola Andahuaylina, sabor a limón, ¡que felicidad, para mí solito!, y varias frutas más y un par de melcochas. Lo mismo hizo para mi hermano.

            Aquella feliz mañana, salimos de la escuela en una larga fila de a dos en fondo, cantando a voz en cuello las canciones que nos habían enseñado: “De colores / de colores se visten los campos en la primavera / De colores / de colores son los pajaritos que vienen de afuera. / De colores / de colores es el arco iris que vemos lucir. / Y por eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí. / Canta el gallo / Canta el gallo / canta con el gallo / Quiri, quiri, quiri, quiri, qui / La gallina, La gallina con el cara, cara, cara, cara cara / Los pollitos, los pollitos con el pio, pio, pio, pio, pi / Y por eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí. / Y por eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí.” 

Y cuando los profesores notaban que alguno de los excursionistas comenzaban a fatigarse, nos ordenaban seguir adelante porque éramos hombrecitos y volvíamos a cantar a voz en cuello: “A pulgarcito le invitaron / a pulgarcito le invitaron / a dar un vue-vue- vuelo en un avión / a dar un vue-vue- vuelo en un avión / ¡¡Ole, ole, ola!! / y cuando estaba muy arriba / y cuando estaba muy arriba / la gaso-li-li-lina se acabó / la gaso-li-li-lina se acabó / y pulgarcito cayó al agua / y pulgarcito cayó al agua / y una balle-lle-lle-na lo comió / y una balle-lle-lle-na lo comió / ¡¡Ole, ole, ola!! / Pero amiguitos no lloren / no lloren, no-no lloren más / que pulgarcito se salvó / que pulgarcito se salvó / ¡¡Ole, ole, ola!!"

            Y así, canción tras canción, de pronto llegamos a nuestro destino. Después de una breve reunión los profesores nos advirtieron cual sería el espacio en el que podíamos movernos: “No más allá del cerco de aquella chacra porque su dueño tiene unos perros devoradores de niños. No más allá de ese molle. No crucen el río y no vayan más allá de ese camino porque se los pueden robar. Solo pueden estar en un lugar donde puedan vernos y nosotros también. Los que quieran pueden dejar sus fiambres a nuestro cuidado. ¡Rompan filas”. Pero nadie les dejó nada. “Y si se toman mi Kola Andahuaylina. No, eso no”, seguramente pensamos todos. Además nos advirtieron que ellos harían sonar sus silbatos para empezar a comer nuestros fiambres, porque no querían que alguien se comiera temprano lo que había traído y después ponerse a llorar por volver a su casa para la hora del almuerzo.  

Los grupos que ya estaban formados desde las aulas, comenzamos a corretear por aquí y por allá como unos demonios. Enseguida con el mío nos pusimos a jugar a hacer carreteras por los cerros, las llanuras y los barrancos de un enorme montículo de tierra cubierto de pasto, y por supuesto no faltaron los puentes sobre imaginarios ríos, y a la vera de esa vía, varios pueblitos. Esa carretera era gigantesca porque tenía más de 20 metros. Nuestros carros eran piedras rectangulares que según su tamaño podía ser un camión de carga,  un ómnibus de pasajeros,  una camioneta o un automóvil y de rodillas o echados movíamos nuestros coches con sus motores encendidos que decían: ¡¡ran, ran, ran….!! Como no era una carrera de automóviles podías hacer varios viajes de ida y vuelta.

            Cuando me aburrí de mi carro, me fui a caminar por la orilla del riachuelo que a partir de ese lugar comenzaba a llamarse “El Olivo”, para buscar una piedra más bonita que sería mi nuevo coche, entonces vi cómo unos niños de quinto año, jugaban a masacrar lagartijas y toda clase de insectos, especialmente a los huaironjos (moscardones), jesjentos (cigarras) y kaspicuros (insectos palo), desprendiéndoles con paciente sadismo sus alitas y sus patitas. A la lagartija la habían despanzurrado y cuando me acerqué para verla, uno de ellos me preguntó: “¿Tú te bañas en este río?” “Si, más abajo tenemos una poza”, le respondí. “Entonces te salvé la vida, porque este lagarto con el tiempo se iba a convertir en un cocodrilo que podía comerte mientras te bañabas”, como los demás se pusieron a reír, me alejé de esos malvados, y cuando todavía podía verlos les grité: "¡Pero yo soy Tarzán y tengo mi cuchillo!", para decirles que ningún cocodrilo me podía asustar.

            Al mediodía sonaron los silbatos de nuestros profesores. ¡Hora de almorzar! Sacamos lo que restaba de nuestra bolsa, porque las frutas y los dulces ya no existían y  de la Kola Andahuaylina que venía en botella de cerveza, ni una gota, así que solo nos faltaba echarle diente al lomo saltado. Después de devorarlo en un dos por tres, nos pusimos a patear una pelota de trapo que alguien había traído. Entonces vimos cómo poco a poco iban apareciendo los papás y las mamás de los mimados, para llevárselos personalmente a casa.

Fue entonces que el director de la escuela, como si fueran unos alumnos más, les dijo autoritariamente: “Señores padres de familia, los niños han salido de la escuela y en la escuela deben recogerlos”. Jugamos un poco más, hasta que sonaron los silbatos y los gritos de los profesores llamándonos a formación, y por las mismas calles volvimos a la escuela cantando a voz en cuello: Estaba el señor Don Gato Ron Ron / sentado sobre el tejado Ron Ron / tejiendo la media media ron ron  / del zapatito calado Ron Ron / En eso pasó la  gata Ron Ron con sus tremendos ojazos Ron Ron / El gato por darle un beso Ron Ron / cayo de techo abajo Ron Ron / Llamaron a los ratones Ron Ron / para que haga su testamento Ron Ron / De todo lo que ha robado Ron Ron / una barra de salchicha Ron Ron y dos pellejitos secos Ron Ron.” Mientras que los padres rescatistas seguían el desfile de los paseantes por las veredas.

            A partir de esa fecha, los profesores solían advertirnos que si no hacíamos las tareas, que si no veníamos limpios, que si no hacíamos caso a los profesores y no respetábamos a los compañeros, etc., etc., jamás saldríamos de paseo. En otro paseo nos llevaron a “Tinyarumi” que es una gigantesca roca errática que seguramente quedó varada en ese lugar luego del deshielo del nevado Ampay, que después supe que en la era glacial comenzaba en la laguna chica. Esa roca me pareció una montaña y al pie de ella me prometí que cuando sea grande la iba a trepar como lo había hecho con las rocas más pequeñas y que desde allí podría ver todo Abancay, todo Tamburco, todo Maucacalle, todo Chinchichaca y todo el mundo.


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