[La escuela]
Después del kindergarden (guardería) o jardín de la infancia, que la mía estaba
ubicada en lo que ahora es la Sociedad de Artesanos de Abancay, donde no
recuerdo exactamente qué más hacíamos, además de dar vueltas en rondas y
cantar, se vino la escuela porque le tocaba venir, pues mi mellizo y yo, ya habíamos
crecido y cumplido los años necesarios para que nos abriera sus puertas.
En alguna parte del mes de marzo
después del almuerzo se habló de matricularnos, y en uno de esos días nos
cocieron unos simpáticos bolsones de tela con sus bolsillos para los lápices y
una gruesa pretina de la misma tela, para colgárnoslo del cuello, cruzándonos
el torso hasta quedar instalado a la altura de nuestro bolsillo derecho, porque
éramos diestros. El primero que yo recuerdo era color kaki.
Bañados, bien peinados, con
nuestros zapatos de puente bien lustrados, camisa impecable y pantalones cortos, llenos de curiosidad,
nos fuimos solitos a la escuela donde nos presentaron a nuestra “señorita” o
maestra, nuestra aula, nuestra carpeta de color marrón que era para dos
estudiantes. Tenía un escritorio ligeramente inclinado y en la parte superior
mostraba a todo lo largo una canaleta para poner los lápices. Debajo de ese
tablero había un cajón separado por el centro que servía para alojar los
bolsones, la fruta o los juguetes que llevábamos a la escuela. Ya era un
estudiante y desde aquella vez, nunca deje de serlo.
Durante ese tiempo, no recuerdo
que mi madre y menos mi padre hayan ido a la escuela a enterarse como me
desenvolvía en mi quehacer escolar, pero eso no quería decir que no se dieran
cuenta de que en esa obligación estabas o no avanzando y quizá hasta
destacando. Pues notaban que cantabas, recitabas y que con la vista pegada a tu
libro “Coquito”, y apuntando con el dedo índice sobre sus grandes letras habías
aprendido a leer: “a, e, i, o, u”, y más adelante les demostrabas que sabías
contar del 1 al 10 y más.
Unos meses más tarde te sabias de
memoria el abecedario y casi al final del año, siempre apuntando con el dedo
índice sobre las letras de tu libro o tu cuaderno, demostrabas lleno de orgullo
que habías aprendido a leer o casi: “m-a,
ma, m-a, ma: mamá”, y así “papá”, “mi mamá me mima”, y esos primeros
balbuceos que salían de las enseñanzas que muy seriamente te metías en la
cabeza, y después gratamente sorprendidos veían que agarrando torpemente el
lápiz, escribías “mamá”, “papá”, “pepe”, etc., y eso no era todo sino habías
aprendido a garabatear el 1, el 2, el 3, el 4, el 5 y así hasta el 10.
Otro conocimiento humano que me
enseñaron en la escuela era el dibujo y el manejo de los colores. Un hombrecito
se podía hacer con cinco palitos coronado con un círculo que era su cabeza. Una
mujercita te salía con ocho palitos, porque había que hacerle su falda con un
triángulo. Un caballo se hacía con diez palitos, pero si era más chiquito y sus
orejas grandes te salía un burro, y si tenía la cola arriba y las orejas caídas
podía ser un perro. Si este mismo perro tenía barba y en vez de orejas cachos
era un chivo, y si tenía panza y su cola en forma de un espiral era un chancho.
Pero si en vez de panza tenía un montón de espirales era una oveja.
También me encantaba dibujar
varias caras con su pelo, su frente, sus ojos, sus orejas, su boca, si además
tenía el pelo largo y a los costados, era una mujer. Para hacer un chino solo
me bastaba poner dos rayas en vez de ojos y un triángulo sobre el círculo. Para
un asustado los ojos grandes y los pelos en punta. Para un llorón lágrimas en
los ojos y la boca para abajo. Para un emocionado atónito, los ojos y la boca
en forma de círculo. En estos tiempos de redes sociales han aprovechado esos
dibujos infantiles, para dizque inventar lo que ellos llaman emoticones y así
ganar un dineral.
Que maravilloso resultaba saber
que combinando los colores amarillo y azul resultaba verde. Que el rojo + el
amarillo, resultaba anaranjado. Que el azul + el rojo, resultaba morado. Y que
echando más de este y un poco menos de aquello resultaba otro color. No había
duda, las pinturas eran mágicas y se podía pintarrajear sobre el cuaderno
blanco de dibujo todos los colores que podíamos ver, solo había que saber la
combinación.
Cómo me gustó comenzar a dibujar
y pintar el paisaje de mi pueblo, con los cerros elevados que lo rodean y el
sol color amarillo lleno de rayos elevándose por encima de la cordillera, el
cielo azul, las verdes praderas y los caminos marrones. Los árboles con sus
verdes ramas y sus tallos color café, amarillas las chacras y el agua del río
que bajaba desde la montaña, color celeste.
En las aulas de aquella escuela,
gracias al afán cotidiano y bondadoso de mis maestros y maestras, desde las
letras grandes de aquel mi primer libro, aprendí que existía una infinidad de
mundos que nos rodean, que solo se necesita descubrirlos y hacerlos crecer
dentro de nosotros, para que le demos gracias a la vida por tanta maravilla.
Así desde esos tempranos años, aprendí lo bueno que era ser feliz y amar la
libertad.
Nadie, probablemente porque no
sabían, te decía gratuitamente marrullerías, piropos o ternuras que te
descocieran, eras un hombrecito y debía sentirte y ser tratado como tal, sin
que ello quiera decir que no te querían, pues eso te lo decían con la comida,
con el aseo de tu cama y de tu ropa, con los juguetes que te obsequiaban, con
las golosinas que hacían para ti, con los permisos para hacer lo que tenían que
hacer los niños: jugar, pero sobretodo alentar tu educación. Recordando eso se
me vino a la memoria la frase de John Dryden, que dice: “Cuanto antes trates a tu hijo como un hombre, más pronto será uno”.
Un día mi madre se había
encontrado en el mercado con mi maestra, y no sé exactamente qué es lo que le
había dicho de mí, pero me dijo: “Tu señorita te quiere”, y desde ese día yo la
quise más que ella a mí, cumpliéndole todos sus deseos, pero supongo que no era
yo solo, porque cuando ordenaba: “¡”Estudien!”, todos estudiábamos porque nos
habían explicado el valor del estudio. “¡Escriban!”, y todos escribíamos porque
sabíamos lo bueno que era eso. Cuando nos decían: “¡Pórtense bien!”. “¡No
corran!”. “!No hagan bulla!”, lo hacíamos de buena gana porque sabíamos que no
era una orden para inmovilizarnos, sino para estar quietos pero atentos y
siempre respetando a los demás y como no éramos brutos, pronto comprendimos que
la escuela éramos todos: el director, los profesores, los alumnos el personal
de servicio, la limpieza, el respeto y todo los conocimientos que aprendíamos
para el resto de nuestras vidas.
Los años de la escuela
transcurrieron tan rápido como lo hace un río debajo de un puente. Aun así
podría escribir muchas páginas acerca de los gratos recuerdos que de su paso
por mi vida aún sobreviven en mi memoria y mi corazón.
¿Fueron felices?, sí, porque
toleraron todas mis travesuras gracias a que sabían que eso era parte de ser
niños, y si algunas fueron atrevidas, solo me regañaron de un modo muy sutil,
como buscando que me diera cuenta con la cabeza que eso no servía para mí, ni
para nadie, porque era peligroso, molesto o tonto, y lo hacían con el objetivo
de que no se me olvidara y por tanto no se repitiera. Confieso que gracias a
eso aprendí a querer solo lo racional y lo bueno, y a Ser lo que soy a mi
manera.
¿Fueron gloriosos?, sí, como sólo
podrán serlo en la imaginativa cabecita de un niño y en los lejanos y
melancólicos recuerdos de un viejo.
[Los paseos escolares]
Dos veces al año, por el día de
la escuela y el día de la primavera, los profesores nos anunciaban que iríamos
de paseo escolar. Recuerdo que mi primer paseo fue a un campo abierto que
quedaba por las inmediaciones del “Arcupuncu”.
Para esa ocasión mi madre me preparó un rico lomo saltado que lo sirvió en uno
de los pocillos de un portaviandas de metal cubierto de porcelana blanca y lo
tapó con un platito del mismo material, luego lo ató con una servilleta y lo
puso en mi bolsón de tela junto a una taza del mismo material, y para mi
sorpresa también puso una enorme botella de Kola Andahuaylina, sabor a limón,
¡que felicidad, para mí solito!, y varias frutas más y un par de melcochas. Lo
mismo hizo para mi hermano.
Aquella
feliz mañana, salimos de la escuela en una larga fila de a dos en fondo, cantando
a voz en cuello las canciones que nos habían enseñado: “De colores / de colores se visten los campos en la primavera / De
colores / de colores son los pajaritos que vienen de afuera. / De colores / de
colores es el arco iris que vemos lucir. / Y por eso los grandes amores / de
muchos colores me gustan a mí. / Canta el gallo / Canta el gallo / canta con el
gallo / Quiri, quiri, quiri, quiri, qui / La gallina, La gallina con el cara,
cara, cara, cara cara / Los pollitos, los pollitos con el pio, pio, pio, pio,
pi / Y por eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí. / Y por
eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí.”
Y cuando los profesores notaban
que alguno de los excursionistas comenzaban a fatigarse, nos ordenaban seguir
adelante porque éramos hombrecitos y volvíamos a cantar a voz en cuello: “A pulgarcito le invitaron / a pulgarcito le
invitaron / a dar un vue-vue- vuelo en un avión / a dar un vue-vue- vuelo en un
avión / ¡¡Ole, ole, ola!! / y cuando estaba muy arriba / y cuando estaba muy
arriba / la gaso-li-li-lina se acabó / la gaso-li-li-lina se acabó / y
pulgarcito cayó al agua / y pulgarcito cayó al agua / y una balle-lle-lle-na lo
comió / y una balle-lle-lle-na lo comió / ¡¡Ole, ole, ola!! / Pero amiguitos no
lloren / no lloren, no-no lloren más / que pulgarcito se salvó / que pulgarcito
se salvó / ¡¡Ole, ole, ola!!"
Y así,
canción tras canción, de pronto llegamos a nuestro destino. Después de una
breve reunión los profesores nos advirtieron cual sería el espacio en el que
podíamos movernos: “No más allá del cerco de aquella chacra porque su dueño
tiene unos perros devoradores de niños. No más allá de ese molle. No crucen el
río y no vayan más allá de ese camino porque se los pueden robar. Solo pueden
estar en un lugar donde puedan vernos y nosotros también. Los que quieran
pueden dejar sus fiambres a nuestro cuidado. ¡Rompan filas”. Pero nadie les
dejó nada. “Y si se toman mi Kola Andahuaylina. No, eso no”, seguramente
pensamos todos. Además nos advirtieron que ellos harían sonar sus silbatos para
empezar a comer nuestros fiambres, porque no querían que alguien se comiera
temprano lo que había traído y después ponerse a llorar por volver a su casa
para la hora del almuerzo.
Los grupos que ya estaban formados
desde las aulas, comenzamos a corretear por aquí y por allá como unos demonios.
Enseguida con el mío nos pusimos a jugar a hacer carreteras por los cerros, las
llanuras y los barrancos de un enorme montículo de tierra cubierto de pasto, y
por supuesto no faltaron los puentes sobre imaginarios ríos, y a la vera de esa
vía, varios pueblitos. Esa carretera era gigantesca porque tenía más de 20
metros. Nuestros carros eran piedras rectangulares que según su tamaño podía
ser un camión de carga, un ómnibus de pasajeros, una camioneta o un automóvil y de rodillas o
echados movíamos nuestros coches con sus motores encendidos que decían: ¡¡ran,
ran, ran….!! Como no era una carrera de automóviles podías hacer varios viajes
de ida y vuelta.
Cuando me aburrí de mi carro, me fui a
caminar por la orilla del riachuelo que a partir de ese lugar comenzaba a
llamarse “El Olivo”, para buscar una piedra más bonita que sería mi nuevo
coche, entonces vi cómo unos niños de quinto año, jugaban a masacrar lagartijas
y toda clase de insectos, especialmente a los huaironjos (moscardones), jesjentos
(cigarras) y kaspicuros (insectos
palo), desprendiéndoles con paciente sadismo sus alitas y sus patitas. A la
lagartija la habían despanzurrado y cuando me acerqué para verla, uno de ellos
me preguntó: “¿Tú te bañas en este río?” “Si, más abajo tenemos una poza”, le
respondí. “Entonces te salvé la vida, porque este lagarto con el tiempo se iba
a convertir en un cocodrilo que podía comerte mientras te bañabas”, como los
demás se pusieron a reír, me alejé de esos malvados, y cuando todavía podía
verlos les grité: "¡Pero yo soy Tarzán y tengo mi cuchillo!", para
decirles que ningún cocodrilo me podía asustar.
Al mediodía
sonaron los silbatos de nuestros profesores. ¡Hora de almorzar! Sacamos lo que
restaba de nuestra bolsa, porque las frutas y los dulces ya no existían y de la Kola Andahuaylina que venía en botella
de cerveza, ni una gota, así que solo nos faltaba echarle diente al lomo
saltado. Después de devorarlo en un dos por tres, nos pusimos a patear una
pelota de trapo que alguien había traído. Entonces vimos cómo poco a poco iban
apareciendo los papás y las mamás de los mimados, para llevárselos
personalmente a casa.
Fue entonces que el director de
la escuela, como si fueran unos alumnos más, les dijo autoritariamente:
“Señores padres de familia, los niños han salido de la escuela y en la escuela
deben recogerlos”. Jugamos un poco más, hasta que sonaron los silbatos y los
gritos de los profesores llamándonos a formación, y por las mismas calles
volvimos a la escuela cantando a voz en cuello: “Estaba el señor Don Gato Ron Ron / sentado sobre el tejado Ron Ron /
tejiendo la media media ron ron / del
zapatito calado Ron Ron / En eso pasó la
gata Ron Ron con sus tremendos ojazos Ron Ron / El gato por darle un
beso Ron Ron / cayo de techo abajo Ron Ron / Llamaron a los ratones Ron Ron /
para que haga su testamento Ron Ron / De todo lo que ha robado Ron Ron / una
barra de salchicha Ron Ron y dos pellejitos secos Ron Ron.” Mientras que
los padres rescatistas seguían el desfile de los paseantes por las veredas.
A partir de esa fecha,
los profesores solían advertirnos que si no hacíamos las tareas, que si no
veníamos limpios, que si no hacíamos caso a los profesores y no respetábamos a
los compañeros, etc., etc., jamás saldríamos de paseo. En otro paseo nos
llevaron a “Tinyarumi” que es una gigantesca roca errática que seguramente
quedó varada en ese lugar luego del deshielo del nevado Ampay, que después supe
que en la era glacial comenzaba en la laguna chica. Esa roca me pareció una montaña
y al pie de ella me prometí que cuando sea grande la iba a trepar como lo había
hecho con las rocas más pequeñas y que desde allí podría ver todo Abancay, todo
Tamburco, todo Maucacalle, todo Chinchichaca y todo el mundo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario