[Nada era gratis]
Si querías que
te dieran dinero para ir al cine, la piscina, comprar tiros, un trompo,
helados, melcochas, revistas (comics), chupetes, pasteles, gaseosas, permiso
para ir a bañarte en la poza que tenías en el río o jugar en las calles o en el
campo con tus amigos, tenías que cumplir fiel y diligentemente, en primer
lugar, las tareas escolares, el arreglo de tu persona y tus cosas, pero también
los mandados a los mercados, las tiendas, esperar las cargas de leña, dar
avisos a los vecinos o parientes cercanos y lejanos y para cualquier emergencia
más.
No había nada
gratis y de nada servía que fueras el “hijito lindo” de mamá o de papá. Te
querían, de eso no había ninguna duda y el pago por ese cariño, era tu cariño y
sobretodo tu respeto. No existía el amor paternal o filial que ahora
recomiendan los libros de psicología o autoestima, solo existía el amor por el
amor nomas, que era bueno como el pan nuestro de cada día. Porque a ellos, como
a todos los demás vecinos del pueblo, sus destinos y el diario afán de trabajar
para mantener a sus familias dentro de una sociedad semi feudal y una economía
básicamente agraria, poblada de colonos, yanaconas, aparceros, huacchilleros,
huasipongos de las haciendas y otros condenados de la tierra que no ganaban ni
un solo centavo y que prestaban sus servicios personales por un plato de comida
o por el usufructo de una mísera parcela dentro de los latifundios, no eran
precisamente muy gananciosos ni placenteros. La vida en general era dura, pero
eso no quería decir que no podían ponerle: “A mal viento, buena cara” e incluso
a pesar de todo eso, disfrutar de sus días en medio de todas esas limitaciones.
[Las compras en la tienda]
Temprano y por
turnos íbamos a la tienda de don Oscar que estaba un poco más arriba de casa, a
pedir: “Medio kilo de quaker, medio kilo de azúcar, seis barras de chocolate
Continental” y otras cosas que adicionalmente te ordenaban. El tendero tenía un
cuaderno donde en una de sus páginas estaba escrito el nombre de mi madre y
anotaba la fecha 12-04-1960 y luego en líneas separadas cada uno de los pedidos
con su peso, cantidad y precio, después cuando mi mamá pagaba, se escribía en
una o dos de las hojas de ese cuaderno la palabra: CANCELADO y la fecha de
cancelación, y la próxima vez tus pedidos empezaban en una nueva página.
Dependiendo del cliente don Oscar solo podía fiar, una y máximo hasta dos
páginas, jamás pasaba a la tercera, porque hasta ahí nomás llegaba su
confianza.
Otro arrancaba
volando a la panadería a por el pan para el desayuno. La recomendación era una
panadería específica y un determinado pan. ¡Ay pobrecito de ti!, si comprabas
en otro sitio o el pan que te viniera en gana, te ordenaban que lo devolvieras
y en ese afán hasta tenías que llorar en la tienda para que te hagan caso.
Desde pequeños aprendimos a saber que las órdenes eran las órdenes, y la
obediencia, la obediencia, de manera que si no queríamos tener problemas
debíamos hacer lo que se nos mandaba, pero no solo eso, sino en el plazo
adecuado y de la mejor manera. Sobre este último punto, mi padre tenía una
frase que la lanzaba a sus hijos, los peones y a cualquier persona que
eventualmente estaba a sus órdenes: “¡Solo hay una forma de hacer las cosas!”,
y cuando se le preguntaba de qué forma o cómo, respondía: “¡BIEN HECHA!”.
[Las compras urgentes]
Recuerdo que cuando a mi madre o a mis hermanas
se les había olvidado comprar algo en el mercado o porque en esos momentos se
había agotado, a los niños nos animaban diciendo: “Mi obediente fulanito va ir
corriendito al mercado para comprar un quesillo (dos rocotos, una chancaca, una
lechuga, etc., pero nunca más de dos encargos) para que la comidita salga
riquísima”. Y el fulanito, como un perro inquieto, saltaba diciendo que sí,
pero con una condición: “Pero me compro una chicha blanca”. “No importa pero el
encargo es para ahorita”. Entonces el chaski salía corriendo como un galgo,
llegaba al mercado que estaba al frente del Palacio Municipal que tenía un
bonita fachada de arco de medio punto, seguidos de muro de piedras labradas de manos o menos un metro de altura y encima de ellas unas elegantes rejas de fierro fundido, separadas por unas gruesas columnas de piedra; buscaba con ojo de águila el encargo,
lo compraba, pero jamás se tomaba la chicha blanca, sino que se compraba casi
un puñado de melcochas y llegaba a la meta jadeando, entregaba el encargo y se
metía en el lugar donde le gustaba esconderse para disfrutar su ganancia.
[El servicio de luz eléctrica]
A pesar que
por Ley Nº 7871 del 19 de octubre de 1933, se había consignado una partida de
S/. 20,000.00 (una pequeña fortuna para esa fecha) para los fines de atender
los gastos que demandaran los estudios y trabajos para la implementación del
servicio oficial de alumbrado eléctrico, que dieron pie a que la Municipalidad
de Abancay construyera lo que hoy diríamos una mini central hidroeléctrica en
el lugar donde a la actualidad está ubicada la abandonada piscina municipal,
que según los informes de esos tiempos, rápidamente quedó obsoleta debido al
vertiginoso crecimiento de la ciudad, porque se había interconectado por
carretera a las ciudades de Lima, Cusco y Andahuaylas.
Y también a
pesar que mediante Ley Nº 11174, del 30 de setiembre de 1949, se aprobó un
crédito suplementario ascendente a S/. 740,000.00, para que se cubriera los
gastos que demande la construcción de la nueva central hidroeléctrica de
Matará, por aquellos tiempos de mi niñez el servicio de luz eléctrica, era tan
precario e irregular, que por mucho tiempo creí que ese servicio debía ser
naturalmente así, y que la magia de la electricidad que acortaba la oscuridad
de las noches y encendía las radios y los tocadiscos y permitía el
funcionamiento del cine Nilo, tenía su propio humor, algunas veces alegre y
duradera, pero lo malo era que cuando ya nos habíamos acostumbrado a su
deslumbrante presencia, se iba porque le daba la gana de irse por semanas
enteras, especialmente por el tiempo de las vacaciones.
Durante esos
largos apagones debíamos acostumbrarnos a escuchar la cantaleta de los adultos
que decían que la culpa la tenía: “El derrumbe del canal que llevaba el agua a
las turbinas”. “Que una de las turbinas se fundió”. “Que un rayo destrozó la
sala de máquinas”. “Que la central hidroeléctrica debía entrar en mantenimiento
sino se fregaba todo”, incluso llegaban a echarle la culpa a los directivos y
trabajadores de la empresa generadora de la energía, por ser los seres malignos
que querían privarnos del servicio, y finalmente no faltaban los pesimistas que
decían que el pueblo todavía no estaba preparado para tener electricidad, o sea
al final la culpa acababa siendo nuestra.
No faltaba algún noctivago que se
daba el pisto de salir con un Petromax, que era una lámpara a gas de kerosene
que encendía una pequeña bombilla de tela que se llamaba "camiseta" y que
alumbraba con una potente luz blanca a casi veinte metros de distancia, y por
eso las mariposas nocturnas volaban a donde fuera esa luminaria. Recuerdo que
yo me sentía orgulloso que en mi casa tuviéramos un Petromax, me parecía un
lujo.
También existían las lámparas de
mesa que eran casi toda de vidrio. Su tanque con su asa como de una taza para
transportarla, encima de este adherido a
un seguro de metal su bombona de cristal para proteger la llama, su mecha y la
manecilla para controlarla. Por las noches en el comedor o los dormitorios
veíamos cómo las mariposas nocturnas se quemaban las alas dentro de ellas.
Estas lámparas que en esas épocas fueron las causantes de muchos amagos de
incendios, ahora son muy apreciadas como elementos decorativos de una sala o un
comedor.
No faltaban los lamparines que se les llamaban
“mecheros”, que estaban hechas con latas vacías de leche evaporada o con las
botellas tapa rosca metálicas de los medicamentos, que hasta un niño podía
fabricarlas. Solo era cuestión de hacerle un hoyo en el centro y si eran de
botellas el agujero debía ser en su tapa por donde debía salir la mecha que era
un grueso pabilo de algodón, llenarlas de kerosene y meter el resto de la mecha
en el envase, encenderlos y listo. Claro que después los artesanos los hicieron
más vistosos y prácticos, coronándolo con una chapa de cerveza o gaseosa y
agregándoles un pequeño tubito en el centro por donde aparecía la mecha,
soldarle su asa de lata y pintarlas de vivos colores.
Por culpa de
esa falta de luz, una noche que mi hermano y yo llegamos tarde a casa después
de jugar hasta el cansancio en otro barrio, nos comimos una amarga sopa que
estaba en una olla del fogón, que debido a la oscuridad, ni sal pudimos
echarle. Al día siguiente mi madre me preguntó por qué no nos comimos el
segundo que estaba en la sartén, yo le respondí que habíamos tomado la sopa que
estaba en la olla grande. Al oír eso se rió de buena gana, después un poco
afligida nos dijo que en esa olla había hervido los trapos que se usaban en la
cocina, para finalmente acabar recriminando: "¡Eso les pasa por no llegar
a la hora!"
[Lavar y planchar]
Lavar la ropa era la tarea
familiar de todos los sábados. Se hacía manualmente y en el lugar más soleado
del patio de la casa y con jabón de pepita, que los fabricantes obtenían del
aceite que contenían las semillas del algodón. El jabón que me enviaban a
comprar se llamaba COPSA que quería decir: Compañía Oleaginosa del Perú
Sociedad Anónima. Se lavaba en bateas de madera, las había chicas, medianas y
grandes.
La ropa más difícil de lavar era
la de los varones. Esa no se podía frotar y por eso se lavaba en la misma
batea, pero sobre una tabla y con una escobilla de paja muy dura insertada en
un grueso pedazo de tabla. Me acuerdo que la restregaban con mucha energía una
y otra vez hasta que saliera toda la tierra, la grasa y las manchas de las
hierbas, mientras mi madre nos regañaba diciendo: “¡Qué fácil es ensuciar!
¿No?”.
En mi casa todos hacíamos ese
trabajo. A los niños nos invitaban a frotar y enjuagar, y aunque solo
remojábamos nuestras manos en las resbalosas lavazas y buscar que por aquí o
por allá salieran algunas burbujas, mi madre nos advertía que desde niños
debíamos aprender a ser limpios y el único modo era bañarse solos y lavar
nuestra propia ropa, y nos daba esa tarea sólo para que supiéramos que el aseo
de la ropa no era ninguna fiesta, sino
un pesado quehacer. Y en ese juego aprendí que las sábanas blancas y las fundas
de las almohadas se lavaban aparte. Las camisas blancas, aparte. La ropa de
color, aparte. Los pañales de los bebes que se hervían en jabón escamado,
aparte.
En las lavazas que sobraba se
remojaban de un día para otro las “suisunas”
que eran los trapos que servían para limpiar la mesa, sacar las ollas del
fogón, etc., que generalmente eran costales de harina o los restos de alguna
ropa vieja.
Lavar las frazadas era toda una
fiesta, porque nos íbamos de paseo a un lugar preferido de mi padre en el río
Mariño y allí en una pequeña poza todos nos dedicábamos a pisar las cobijas
bailando. Muchas de ellas eran tejidas artesanalmente con lana de oveja y
pesaban un montón y mojadas pesaban diez veces más, pero también teníamos las seculares
y famosas frazadas “Tigre” de Maranganí. Después las tendíamos sobre la copa de
los arbustos que crecían en los alrededores.
Sobre estas frazadas “tigre” me contaron este
chascarro, y es que dos compañeros de trabajo se fueron en comisión de
servicios a un pueblo, donde amablemente el Alcalde los alojó en su casa. Al
día siguiente el alcalde se quejó a uno de ellos diciendo: “Anoche con mucha
confianza he tendido sus camas con unas frazadas “tigre”, pero resulta que su
compañero, me las ha cambiado por unas que no tienen los tigres, por favor
dígale que me las devuelva”. “No se preocupe señor Alcalde, lo más seguro es
que los tigres se han escapado, porque él no es ratero pero si muy apestoso.
Tienda sus frazadas en el patio y verá como por la noche vuelven los felinos.”
Mientras esperábamos que las
enormes frazadas se secaran, nosotros seguíamos jugando y bañándonos. Llegada
la hora del almuerzo nos servían un rico escabeche de gallina y carne mechada
metida en un pan común junto a un mate de alguna yerba medicinal que crecía por
el lugar y para finalizar un plátano con otro pan común. Eso porque habíamos
trabajado mucho. Ya avanzada la tarde volvíamos a casa con todo lo que habíamos
llevado, pero esta vez limpiecito.
Después de algunos años
aparecieron los detergentes en polvo y las bateas de plástico, entonces el
jabón de pepita sólo se usó para lavar la ropa delicada o para hervir los
pañales de los bebés.
El planchado
de las ropas se hacía los domingos por la tarde, o en cualquier momento de los
días de la semana cuando las circunstancias lo exigían. Nuestra plancha tenía
un depósito para el carbón que debían volverse brasas en su interior, y una
tapa en su parte superior donde tenía un mango para el agarre que era de
madera. En su parte superior delantera tenía un seguro para la tapa en forma de
un gallo muy guapo. En su parte inferior trasera tenía un orificio y varios en
sus laterales para que entre el aire y mantenga el carbón encendido. La tapa
también tenía ranuras para ese mismo propósito.
Esta tarea
también era muy laboriosa, pues mi madre tenía que llenar esa pesada plancha de
fierro fundido con trozos de carbón vegetal, encenderlos y sacarla a la acera
de la calle, que era el lugar donde sí corría el viento que podía avivar el
fuego de los carbones. Una vez caliente cerraba la plancha con el seguro del
gallo, y se ponía a restregar un grueso trapo para que la pulida base de la
plancha se limpiara. Después de eso comenzaba su tarea entre el calor que
despedía el artefacto y el humo que salía cuando se debía avivar las brasas.
Primero planchaba las ropas de mi padre, después la de sus vástagos y al
último, ya sudorosa y ofuscada por la humareda, las suyas propias.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario