jueves, 8 de agosto de 2019

EL TIEMPO DE OTRO TIEMPO (18)


[Nada era gratis]

Si querías que te dieran dinero para ir al cine, la piscina, comprar tiros, un trompo, helados, melcochas, revistas (comics), chupetes, pasteles, gaseosas, permiso para ir a bañarte en la poza que tenías en el río o jugar en las calles o en el campo con tus amigos, tenías que cumplir fiel y diligentemente, en primer lugar, las tareas escolares, el arreglo de tu persona y tus cosas, pero también los mandados a los mercados, las tiendas, esperar las cargas de leña, dar avisos a los vecinos o parientes cercanos y lejanos y para cualquier emergencia más.

No había nada gratis y de nada servía que fueras el “hijito lindo” de mamá o de papá. Te querían, de eso no había ninguna duda y el pago por ese cariño, era tu cariño y sobretodo tu respeto. No existía el amor paternal o filial que ahora recomiendan los libros de psicología o autoestima, solo existía el amor por el amor nomas, que era bueno como el pan nuestro de cada día. Porque a ellos, como a todos los demás vecinos del pueblo, sus destinos y el diario afán de trabajar para mantener a sus familias dentro de una sociedad semi feudal y una economía básicamente agraria, poblada de colonos, yanaconas, aparceros, huacchilleros, huasipongos de las haciendas y otros condenados de la tierra que no ganaban ni un solo centavo y que prestaban sus servicios personales por un plato de comida o por el usufructo de una mísera parcela dentro de los latifundios, no eran precisamente muy gananciosos ni placenteros. La vida en general era dura, pero eso no quería decir que no podían ponerle: “A mal viento, buena cara” e incluso a pesar de todo eso, disfrutar de sus días en medio de todas esas limitaciones.

Por hacer la tarea de la escuela, tal y como quería la maestra, no te daban un bocado extra, mucho menos un centavo, pues eso tenías que hacerlo sí o sí, sino querías ser un “burro” y que tus compañeros lo gritaran en la escuela o en la calle. De manera que tenías que ser “muy burro” para que te dieran una cuera por esa negligencia y que encima te insultaran públicamente, y sobre las otras tareas que debías hacer, lo hacías porque simplemente era la división del trabajo en la fábrica de hacer hijos, que era tu propio hogar. En mi casa fuimos ocho y ese era el promedio de todo el vecindario. Total los padres se consolaban diciendo: "Cada niño viene con su pan bajo el brazo", y las madres levantando los ojos al cielo: "¡Hay que cumplir la tarea que nos envía el Señor!", para señalar que cada embarazo era una bendición y la voluntad de dios, y no una falta de planificación familiar que por esos tiempos, ni el término existía.    

[Las compras en la tienda]

Temprano y por turnos íbamos a la tienda de don Oscar que estaba un poco más arriba de casa, a pedir: “Medio kilo de quaker, medio kilo de azúcar, seis barras de chocolate Continental” y otras cosas que adicionalmente te ordenaban. El tendero tenía un cuaderno donde en una de sus páginas estaba escrito el nombre de mi madre y anotaba la fecha 12-04-1960 y luego en líneas separadas cada uno de los pedidos con su peso, cantidad y precio, después cuando mi mamá pagaba, se escribía en una o dos de las hojas de ese cuaderno la palabra: CANCELADO y la fecha de cancelación, y la próxima vez tus pedidos empezaban en una nueva página. Dependiendo del cliente don Oscar solo podía fiar, una y máximo hasta dos páginas, jamás pasaba a la tercera, porque hasta ahí nomás llegaba su confianza.

Otro arrancaba volando a la panadería a por el pan para el desayuno. La recomendación era una panadería específica y un determinado pan. ¡Ay pobrecito de ti!, si comprabas en otro sitio o el pan que te viniera en gana, te ordenaban que lo devolvieras y en ese afán hasta tenías que llorar en la tienda para que te hagan caso. Desde pequeños aprendimos a saber que las órdenes eran las órdenes, y la obediencia, la obediencia, de manera que si no queríamos tener problemas debíamos hacer lo que se nos mandaba, pero no solo eso, sino en el plazo adecuado y de la mejor manera. Sobre este último punto, mi padre tenía una frase que la lanzaba a sus hijos, los peones y a cualquier persona que eventualmente estaba a sus órdenes: “¡Solo hay una forma de hacer las cosas!”, y cuando se le preguntaba de qué forma o cómo, respondía: “¡BIEN HECHA!”.

Como todo el vecindario, a las compras del mercado iban nuestras madres y los domingos con nuestras hermanas también, para que como mujercitas fueran aprendiendo el afán de comprar lo mejor al menor precio, y para lograr eso había que ser una consumada encantadora. Los sábados no, porque se estudiaba por las mañanas. Qué hacían o cómo lo hacían, no recuerdo, pero si me acuerdo que mi mamá debía hacer el mercado todos los días, porque en aquellos tiempos no existían las refrigeradoras de hoy. Había unas a kerosene, pero al parecer no eran muy fiables en cuanto a su funcionamiento o porque de un momento a otro podía no haber kerosene en las tiendas del pueblo, debido a que algún tramo de la carretera se había derrumbado. En buena cuenta comíamos todo fresco y sano.

[Las compras urgentes]

Recuerdo que cuando a mi madre o a mis hermanas se les había olvidado comprar algo en el mercado o porque en esos momentos se había agotado, a los niños nos animaban diciendo: “Mi obediente fulanito va ir corriendito al mercado para comprar un quesillo (dos rocotos, una chancaca, una lechuga, etc., pero nunca más de dos encargos) para que la comidita salga riquísima”. Y el fulanito, como un perro inquieto, saltaba diciendo que sí, pero con una condición: “Pero me compro una chicha blanca”. “No importa pero el encargo es para ahorita”. Entonces el chaski salía corriendo como un galgo, llegaba al mercado que estaba al frente del Palacio Municipal que tenía un bonita fachada de arco de medio punto, seguidos de muro de piedras labradas de manos o menos un metro de altura y encima de ellas unas elegantes rejas de fierro fundido, separadas por unas gruesas columnas de piedra; buscaba con ojo de águila el encargo, lo compraba, pero jamás se tomaba la chicha blanca, sino que se compraba casi un puñado de melcochas y llegaba a la meta jadeando, entregaba el encargo y se metía en el lugar donde le gustaba esconderse para disfrutar su ganancia.

[El servicio de luz eléctrica]

A pesar que por Ley Nº 7871 del 19 de octubre de 1933, se había consignado una partida de S/. 20,000.00 (una pequeña fortuna para esa fecha) para los fines de atender los gastos que demandaran los estudios y trabajos para la implementación del servicio oficial de alumbrado eléctrico, que dieron pie a que la Municipalidad de Abancay construyera lo que hoy diríamos una mini central hidroeléctrica en el lugar donde a la actualidad está ubicada la abandonada piscina municipal, que según los informes de esos tiempos, rápidamente quedó obsoleta debido al vertiginoso crecimiento de la ciudad, porque se había interconectado por carretera a las ciudades de Lima, Cusco y Andahuaylas.

Y también a pesar que mediante Ley Nº 11174, del 30 de setiembre de 1949, se aprobó un crédito suplementario ascendente a S/. 740,000.00, para que se cubriera los gastos que demande la construcción de la nueva central hidroeléctrica de Matará, por aquellos tiempos de mi niñez el servicio de luz eléctrica, era tan precario e irregular, que por mucho tiempo creí que ese servicio debía ser naturalmente así, y que la magia de la electricidad que acortaba la oscuridad de las noches y encendía las radios y los tocadiscos y permitía el funcionamiento del cine Nilo, tenía su propio humor, algunas veces alegre y duradera, pero lo malo era que cuando ya nos habíamos acostumbrado a su deslumbrante presencia, se iba porque le daba la gana de irse por semanas enteras, especialmente por el tiempo de las vacaciones.

Durante esos largos apagones debíamos acostumbrarnos a escuchar la cantaleta de los adultos que decían que la culpa la tenía: “El derrumbe del canal que llevaba el agua a las turbinas”. “Que una de las turbinas se fundió”. “Que un rayo destrozó la sala de máquinas”. “Que la central hidroeléctrica debía entrar en mantenimiento sino se fregaba todo”, incluso llegaban a echarle la culpa a los directivos y trabajadores de la empresa generadora de la energía, por ser los seres malignos que querían privarnos del servicio, y finalmente no faltaban los pesimistas que decían que el pueblo todavía no estaba preparado para tener electricidad, o sea al final la culpa acababa siendo nuestra.

Algunas noches sin luz me gustaban porque podía ver todas las estrellas del firmamento abanquino y la bonita y brillante luz de la luna llena. También me encantaba ver por la calle a algunos caminantes con sus lámparas a kerosene de color gris metálico con su tanque bajo del que salían dos brazos que se unían en la parte superior a una especie de vaso invertido y luego otro con varios agujeros para que entre el aire y salga el humo. Del tanque salía una mecha o quinqué plano de un tejido de algodón, que la mayor parte se hundía en el recipiente y solo un poquito salía hacia afuera para que se encendiera la llama que se podía graduar con una manecilla. Luego le seguía un tubo de vidrio hinchado por el centro que protegía la flama de los vientos o de la lluvia. Encima de todo, aquellas lámparas tenían un asa para transportarlas.



No faltaba algún noctivago que se daba el pisto de salir con un Petromax, que era una lámpara a gas de kerosene que encendía una pequeña bombilla de tela que se llamaba "camiseta" y que alumbraba con una potente luz blanca a casi veinte metros de distancia, y por eso las mariposas nocturnas volaban a donde fuera esa luminaria. Recuerdo que yo me sentía orgulloso que en mi casa tuviéramos un Petromax, me parecía un lujo.



También existían las lámparas de mesa que eran casi toda de vidrio. Su tanque con su asa como de una taza para transportarla,  encima de este adherido a un seguro de metal su bombona de cristal para proteger la llama, su mecha y la manecilla para controlarla. Por las noches en el comedor o los dormitorios veíamos cómo las mariposas nocturnas se quemaban las alas dentro de ellas. Estas lámparas que en esas épocas fueron las causantes de muchos amagos de incendios, ahora son muy apreciadas como elementos decorativos de una sala o un comedor.


No faltaban los lamparines que se les llamaban “mecheros”, que estaban hechas con latas vacías de leche evaporada o con las botellas tapa rosca metálicas de los medicamentos, que hasta un niño podía fabricarlas. Solo era cuestión de hacerle un hoyo en el centro y si eran de botellas el agujero debía ser en su tapa por donde debía salir la mecha que era un grueso pabilo de algodón, llenarlas de kerosene y meter el resto de la mecha en el envase, encenderlos y listo. Claro que después los artesanos los hicieron más vistosos y prácticos, coronándolo con una chapa de cerveza o gaseosa y agregándoles un pequeño tubito en el centro por donde aparecía la mecha, soldarle su asa de lata y pintarlas de vivos colores.



Por culpa de esa falta de luz, una noche que mi hermano y yo llegamos tarde a casa después de jugar hasta el cansancio en otro barrio, nos comimos una amarga sopa que estaba en una olla del fogón, que debido a la oscuridad, ni sal pudimos echarle. Al día siguiente mi madre me preguntó por qué no nos comimos el segundo que estaba en la sartén, yo le respondí que habíamos tomado la sopa que estaba en la olla grande. Al oír eso se rió de buena gana, después un poco afligida nos dijo que en esa olla había hervido los trapos que se usaban en la cocina, para finalmente acabar recriminando: "¡Eso les pasa por no llegar a la hora!"
     
[Lavar y planchar]

Lavar la ropa era la tarea familiar de todos los sábados. Se hacía manualmente y en el lugar más soleado del patio de la casa y con jabón de pepita, que los fabricantes obtenían del aceite que contenían las semillas del algodón. El jabón que me enviaban a comprar se llamaba COPSA que quería decir: Compañía Oleaginosa del Perú Sociedad Anónima. Se lavaba en bateas de madera, las había chicas, medianas y grandes.



La ropa más difícil de lavar era la de los varones. Esa no se podía frotar y por eso se lavaba en la misma batea, pero sobre una tabla y con una escobilla de paja muy dura insertada en un grueso pedazo de tabla. Me acuerdo que la restregaban con mucha energía una y otra vez hasta que saliera toda la tierra, la grasa y las manchas de las hierbas, mientras mi madre nos regañaba diciendo: “¡Qué fácil es ensuciar! ¿No?”.

En mi casa todos hacíamos ese trabajo. A los niños nos invitaban a frotar y enjuagar, y aunque solo remojábamos nuestras manos en las resbalosas lavazas y buscar que por aquí o por allá salieran algunas burbujas, mi madre nos advertía que desde niños debíamos aprender a ser limpios y el único modo era bañarse solos y lavar nuestra propia ropa, y nos daba esa tarea sólo para que supiéramos que el aseo de la ropa  no era ninguna fiesta, sino un pesado quehacer. Y en ese juego aprendí que las sábanas blancas y las fundas de las almohadas se lavaban aparte. Las camisas blancas, aparte. La ropa de color, aparte. Los pañales de los bebes que se hervían en jabón escamado, aparte.


En las lavazas que sobraba se remojaban de un día para otro las “suisunas” que eran los trapos que servían para limpiar la mesa, sacar las ollas del fogón, etc., que generalmente eran costales de harina o los restos de alguna ropa vieja.

Lavar las frazadas era toda una fiesta, porque nos íbamos de paseo a un lugar preferido de mi padre en el río Mariño y allí en una pequeña poza todos nos dedicábamos a pisar las cobijas bailando. Muchas de ellas eran tejidas artesanalmente con lana de oveja y pesaban un montón y mojadas pesaban diez veces más, pero también teníamos las seculares y famosas frazadas “Tigre” de Maranganí. Después las tendíamos sobre la copa de los arbustos que crecían en los alrededores.


 Sobre estas frazadas “tigre” me contaron este chascarro, y es que dos compañeros de trabajo se fueron en comisión de servicios a un pueblo, donde amablemente el Alcalde los alojó en su casa. Al día siguiente el alcalde se quejó a uno de ellos diciendo: “Anoche con mucha confianza he tendido sus camas con unas frazadas “tigre”, pero resulta que su compañero, me las ha cambiado por unas que no tienen los tigres, por favor dígale que me las devuelva”. “No se preocupe señor Alcalde, lo más seguro es que los tigres se han escapado, porque él no es ratero pero si muy apestoso. Tienda sus frazadas en el patio y verá como por la noche vuelven los felinos.”



Mientras esperábamos que las enormes frazadas se secaran, nosotros seguíamos jugando y bañándonos. Llegada la hora del almuerzo nos servían un rico escabeche de gallina y carne mechada metida en un pan común junto a un mate de alguna yerba medicinal que crecía por el lugar y para finalizar un plátano con otro pan común. Eso porque habíamos trabajado mucho. Ya avanzada la tarde volvíamos a casa con todo lo que habíamos llevado, pero esta vez limpiecito.

Después de algunos años aparecieron los detergentes en polvo y las bateas de plástico, entonces el jabón de pepita sólo se usó para lavar la ropa delicada o para hervir los pañales de los bebés.  


El planchado de las ropas se hacía los domingos por la tarde, o en cualquier momento de los días de la semana cuando las circunstancias lo exigían. Nuestra plancha tenía un depósito para el carbón que debían volverse brasas en su interior, y una tapa en su parte superior donde tenía un mango para el agarre que era de madera. En su parte superior delantera tenía un seguro para la tapa en forma de un gallo muy guapo. En su parte inferior trasera tenía un orificio y varios en sus laterales para que entre el aire y mantenga el carbón encendido. La tapa también tenía ranuras para ese mismo propósito.

Esta tarea también era muy laboriosa, pues mi madre tenía que llenar esa pesada plancha de fierro fundido con trozos de carbón vegetal, encenderlos y sacarla a la acera de la calle, que era el lugar donde sí corría el viento que podía avivar el fuego de los carbones. Una vez caliente cerraba la plancha con el seguro del gallo, y se ponía a restregar un grueso trapo para que la pulida base de la plancha se limpiara. Después de eso comenzaba su tarea entre el calor que despedía el artefacto y el humo que salía cuando se debía avivar las brasas. Primero planchaba las ropas de mi padre, después la de sus vástagos y al último, ya sudorosa y ofuscada por la humareda, las suyas propias.

Si estabas curioseando lo que estaba haciendo con ese fierro infernal, no desperdiciaba la oportunidad de enseñarte esa tarea: "Planchar es un juego de manos, primero hay que saber por dónde empezar a estirar la tela arrugada y después ponerle con cuidado la plancha.... y así poquito a poco hasta terminar, pero si te apuras o te descuidas lo quemas". Luego me mostraba la camisa perfectamente planchada. “¿Qué te parece? ¿Te das cuenta que planchar la ropa es como bañarse, andar bien vestido, limpio y bien peinadito?”. “Si mamá”.


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