[Los desfiles escolares]
Debo confesar que los desfiles
escolares siempre fueron una maldición para mí y algunos niños más, porque a
esa edad no podíamos comprender por qué en las Fiestas Patrias y los días
festivos del departamento, la ciudad y otras tantas más, debíamos asistir a la
puerta de la catedral o a algún sitio de la Plaza de Armas, perfectamente
uniformados y mantenernos en la fila con el sol sobre nuestras cabezas por más
de tres horas hasta que acabara la solemne y larga misa, y después tener que
desfilar por varias cuadras delante de una tarima donde estaban subidas las
autoridades, rodeadas por una expectante muchedumbre que en algunas
oportunidades era el pueblo entero. Nunca faltaban los cuatro o más desmayos de
algunos estudiantes que probablemente habían asistido sin desayunar.
“Wauuuuu”, ese era el final de un
sacrificio que empezaba como tres semanas antes, donde ensayábamos el paso
marcial que debíamos mostrar cuando nos tocará desfilar delante de la Tribuna
de Honor. “¡UN, DOS! ¡UN, DOS! ¡UN,
DOS!”. “¡No se olviden que el bombo es para el pie izquierdo!” “¡Alcen más
alto la pierna!" ¿Acaso no son hombres?” “BATALLOOOÓN…PASO DE DESFILE......DEEE FRENTEEEE….ARRRRCHEN”.
Pobrecitos el embanderado, los miembros de la escolta y los brigadieres, porque
a ellos les exigían mucho, pero mucho más, y lo hacían de buena gana porque
seguramente querían ser militares o a sus padres también les gustaba desfilar y
por eso los animaban con mucho orgullo. Cuando los profesores consideraban que
el ensayo de ese día había acabado, nunca se olvidaban de advertirnos que nos
faltaba mucho más para lograr lo que ellos querían, y gracias al cielo
finalmente ordenaban: "¡ROMPAN
FILAS!". De allí salía volando para comprarme un refrescante chupete
que aplacara la fiera sed que me producía ese afán.
Aun sabiendo que a muchos no nos
gustaba ese sacrificio, a todos nos deleitaba que nuestros padres y demás
familiares, especialmente nuestras mamás, nos felicitaran por el modo altivo,
gallardo y distinguido, “con la mirada al frente” cómo habíamos marchado y que
nuestra escuela fue la más sobresaliente de todas, y que de los batallones de
nuestra escuela, nuestra aula fue la que mejor había desfilado, y que de todos
los marchantes, mi hermano y yo fuimos los más, más. Eso no estaba nada mal, porque
en mi niñez los halagos gratuitos no eran frecuentes, pues hacías lo que tenías
que hacer, porque ese era tu deber y punto. A esta distancia de mi vida creo
que esto último estaba bien, porque cuando abundan las marrullerías, muchos
acaban creyéndose que son eso.
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[Los paseos de antorchas]
Los paseos de antorchas. Esos sí
que me gustaban a rabiar, porque me parecía maravilloso y hasta mágico, que de
un momento a otro nuestras casi oscuras calles se llenaran de marchantes luces
de colores, y nos solo eso, sino que podías conversar, cantar y gritar a tu antojo. Entonces querías de
todo corazón que tu antorcha siguiera prendida y alumbrando y que no se quemara
como la de aquellos bellacos.
Mi primera antorcha me la hizo
enseñándome mi padre, y lo hacía así, como muchas otras tareas de su oficio,
porque era artesano y entonces debías necesariamente aprender a hacer de todo y
para eso debía enseñártelo. Era una
estrella de cinco puntas. Primero obtuvo de un buen carrizo diez varitas de
unos cincuenta centímetros de largo, y para que yo entendiera lo que iba a
hacer tomó un lápiz y sobre un pedazo de papel, hizo un trazo diciéndome: “Primero un palo horizontal, otro palo que
baja, otro palo que sube. Otro palo que baja y otro que vuelve a subir hasta
encontrarse con la otra punta del palo horizontal”, y mágicamente tenía el
dibujo de una estrella, y luego ató diestramente los primeros cinco palos hasta
formar una estrella, y cuando estuvo formada la segunda, las unió por las
puntas.
Después con unos palitos de unos
veinte centímetros separó ambas estrellas por las uniones del pentágono que
formaban su centro y así, gracias a dios, mi antorcha iba saliendo “gorda y
grandaza”. Después en el lugar de uno de estos palitos engordadores encajaba el
final de un carrizo de más de tres metros de largo que se unía fuertemente
atada a mi antorcha dejando en su punta un candelero para la vela. Finalmente
la forraba con papel de cometa del color distintivo que debíamos llevar los
niños del “1ro. A”. Recuerdo que la primera antorcha que orgulloso y feliz
paseé fue color amarilla y que mi padre le pintó unas letras negras que decían:
“1ro. “A” - EPV Nº 661”.
Entonces mi antorcha brilló como
ninguna en medio de las otras antorchas con formas de avión, helicóptero, barcos,
flores de colores forradas con papel celofán, faroles chinos y muchas otras
más. “No
son nada, ni en nada se parecen a mi rosa” había dicho el “Principito”
de Antoine de Saint – Exupéry. Mi antorcha era la más bonita, la más luminosa,
la única, porque era mi antorcha, y mientras la exhibía jubiloso, deslumbrado
gritaba a voz en cuello: “¡Viva!” “¡Que viva!”, como respuesta a lo que
gritando nos animaban los profesores.
Con el paso del tiempo aprendí a
fabricar las mías propias y siempre fueron una estrella. Pero para esos años yo
ya no era tan tiernamente inocente, pues esas antorchas jamás volvieron a mi
casa, porque me dediqué con mucho entusiasmo a sumarme a la lucha de antorchas
que se producían al final de cada paseo, sin importarnos los gritos de los
maestros o de nuestros padres, porque no estábamos en la escuela, ni en la
casa, y porque además las antorchas eran de nuestra factura y propiedad, y
porque el carrizo era gratis y se podía arrancar en cualquier lugar de la
campiña de este amplio valle.
Foto del Internet
[Las kermeses]
Otro recuerdo infantil que tengo
de los tiempos de mi infancia escolar son las kermeses, que es una palabra que
deriva del flamenco Kerkmisse, (de kerk, iglesia y miss, misa), que eran las
fiestas parroquiales que se celebraban en Holanda, donde se rifaban objetos con
fines benéficos. No sé cuándo ni cómo habría llegado esa costumbre a mi ciudad,
pero el hecho es que, previa reunión obligatoria de los padres de familia, se
convenía realizar una kermés, a fin de recaudar fondos para reparar o realizar
alguna mejora a la infraestructura de la escuela.
La organización corría a cargo
del Director, pero la realización era responsabilidad de cada profesor de aula
y de los padres de los niños, quienes debían presentar un quiosco dónde debía
venderse el potaje que ellos habían acordado preparar para esa actividad: arroz
con pato, tallarín de casa con estofado de gallina y rocoto relleno,
chicharrones con papas doradas, mote de maíz blanco y ensalada, caldo de
gallina, carapulcra, etc., etc. El financiamiento, la elaboración y
comercialización del potaje convenido estaba a cargo de los padres de familia,
quienes acordaban poner la cuota necesaria para financiar su costo. La
preparación estaría a cargo de la señora o señoras que habían propuesto ese
potaje, pero contando con la ayuda de todas. El amueblamiento del quiosco y la
atención a los comensales estaba a cargo de los padres de los niños, quienes en
unos arranques de emoción se ofrecía: “Yo prestaré los cubiertos”. “Yo los
platos”. “Yo una mesa,”. “Yo seis sillas”. “Yo tres bancas”.
Nunca debía faltar el siempre
ganancioso quiosco infantil plagado de pasteles, tortas de todas las clases,
helados, chupetes, dulces, melcochas y un montón de postres, como tampoco el
quiosco de gaseosas y cervezas que estaba a cargo de la directiva de la
asociación de padres de familia.
Cuando los quioscos levantados
sobre palos de eucaliptos con techos y paredes de retamas estaban adornados con
banderines y cadenas de papel cometa y perfectamente amoblado con grandes mesas
cubiertas de preciosos manteles y rodeadas de sillas y bancas, además de unos
letreros grandes que ofrecían: “1ro.
“A” ARROZ CON PATO A LA NORTEÑA”. A
eso de las diez de la mañana empezaba a sonar la festiva algazara que generalmente era música criolla y
tropical, lo que quería decir que ya estaba empezando la kermés.
Los padres de familia bien
vestidos y acompañados de su esposa,
hijos y otros allegados iban asomándose a la kermés. Si mi aula había acordado
preparar y vender arroz con pato, lo primero que hacíamos era dirigirnos a
nuestro quiosco y comer por lo menos tres platos de nuestro arroz con pato,
porque existía un concurso no concertado, de qué quiosco había agotado en el
menor tiempo posible su guiso, para ufanarse que eso había sucedido porque era
el más sabroso y apetitoso. Sólo después de eso podían antojarse de otro
potaje.
Después que todos los quioscos se
quedaran con las ollas vacías, podía decirse que había acabado el almuerzo,
entonces era cuando los niños nos alborotábamos porque nos dieran dinero para
consumir las delicias del quiosco infantil, comprar gaseosas en la “CANTINA” y jugar a las argollas para
ganar chocolates, al juego de cuy para ganar plata, a la tómbola para ganarnos
las bonitas cosas que se estaban sorteando o tumbar las latas para ganarnos un
juguete. Después de eso como locos, loquitos nos dedicábamos a corretear por
toda la escuela como si no la conociéramos.
A media tarde se organizaba una
pequeña pero muy divertida gincana, donde en la carrera de encostalados, la
carrera del huevo en la cuchara, la carrera de carretillas, el baile de la
silla faltante, etc., participaban muy entusiastamente nuestros padres.
Cuando la tarde iba decayendo y
los borrachos iban aumentando, aparecía una orquesta compuesta de los mismos
músicos que tocaban en la banda del pueblo, pero esta vez vestidos de otro
modo, y comenzaban a tocar la música bailable de moda, entonces los varones
sacaban a bailar a las señoras y las damiselas. Ya cuando la fiesta se
calentaba, unas damitas muy gentilmente se acercaban a los bailadores, para que
previo pago, pegarles un ticket en el bolsillo de la camisa o en la solapa del
saco, lo que les daba derecho a bailar hasta el final de la fiesta, que de niño
nunca la vi, porque nos moríamos de sueño y como unos zombis empachados de
golosinas y gaseosas andábamos por las calles reclamando: “¡Mi cama, mi
cama!”.
Algunos me preguntarán ¿y el
Bingo?, solo sabré responderles que en los tiempos de mi infancia aun no
existía ese juego en forma masiva y pública, sino cómo juego de salón en
nuestras casas. Ya en mi adolescencia se aparecieron las máquinas de los bingos
públicos que ofrecían suculentos premios, donde el negocio era vender un gran
número de cartones de la suerte. Aunque conservaba algo del aire de la kermés
de mi infancia, porque aún se vendían algunos potajes, cerveza y gaseosa, ya no
era lo mismo, porque acabado el juego la gente se iba dejando un basural con
sus cartones rotos y maldiciendo a los organizadores y al animador del bingo,
porque según ellos, el juego había sido arreglado con los ganadores.