Los mortales del Tawantinsuyo entregaban su cuerpo a la Pachamama junto a todas las riquezas que la constancia de su trabajo o el empuje de sus audacias les habían obsequiado. Solo se heredaban los linajes y los frutos de la tierra. Los muertos viajaban cargados de sus cosas a los lejanos destinos de Wiracocha, el Dios universal, que todo lo da porque todo lo tiene.
Hacia esas lindes debían partir con las mejores semillas, los más finos tejidos y las más deslumbrantes galas y joyas de metales y piedras preciosas. Esos ricos entierros tenían como destino el ukupacha, el mundo profundo y oscuro de los muertos. Y aunque por todo sitio y en todo tiempo los desvelos de la codicia de los saqueadores hurgan esas fortunas, lo que partía con ellos eran asuntos de la otra vida en otro mundo. Era propósito de los dioses y por eso nadie debe trazar su destino en el valor terrenal de esos tesoros, a menos que quisiera caminar entre los gentiles.[1]
Después llegaron de España los que vivían de las
guerras, del sudor y sufrimiento de los vivos y de la fortuna de los muertos.
No contentos con saquear los sagrados tesoros de los templos y palacios
incaicos, despojaron a los que habían partido de este mundo de las galas y las
joyas de sus entierros y sin ninguna misericordia por la madre tierra,
penetraron hasta el corazón de las montañas, tras el sudor del Inti dios
convertido en áureo metal codiciado y la palidez selenita de la plata.
Mientras ardía la ofrenda, Bernardino rezaba en quechua y castellano una oración que solo él conocía o que ahí mismo se la inventaba, en tanto los otros fumaban cigarrillos de tabaco negro y soplaban aguardiente de caña hacia los cuatro costados de la gruta, rogando al cielo fortuna para su empresa y reiterando su voluntad de repartirse con exacta justicia lo que guardaba el dueño del "tapado".[3] Terminado el rito de la "contra", para que nada entre ni nada salga, demarcaron con orines podridos el área que iban a excavar, finalmente colocaron gruesos ramos de ruda en los cuatro costados de lo que sería la zanja.
En tanto los otros excavaban suavemente para no estropear algo de valor que pudiera asomarse, el Bernardino con un poderoso látigo daba fuertes azotes al aire y cortaba fieramente la atmosfera con el filo de su machete con el propósito de espantar a los celosos espíritus guardianes de la momia y sus tesoros. Estos se le aparecían en forma de alucinantes pumas sedientos de sangre, feroces osos ucumari asesinos, la mortal serpiente Amaru y cóndores hambrientos.
Cuanto era más acosado por esos horribles espantos, Bernardino se entregaba con más y más ardor a su etéreo combate, mostrando todos los gestos de la furia, sudando copiosamente por el esfuerzo que representa la bravura de cortar el aire con un fiero látigo y un pesado machete, porque a medida que sus socios se acercaban al esqueleto y las joyas del difunto, los recelosos guardianes de la tumba atacaban con más y más rabia y celo, hasta que por fin tropezaron con los toscos maderos de una podrida cripta que contenía al gentil con sus secas carnes por donde se dejaban ver sus amarillentos huesos, envuelto en ricos tejidos, adornado de hermosas joyas de oro y plata, rodeado de finos trastos, elaboradas herramientas y de toda la parafernalia de sus entierros.
Antes de tocar alguna pieza de aquel tesoro, vertieron kerosene y aguardiente para espantar el gas mortal que se acumulan en esos entierros y que los sacrílegos llaman "antimonio", luego se pusieron a musitar por su cuenta algunas oraciones y finalmente haciendo la cruz de los cristianos, bautizaron a la momia con agua bendita para quitarle la maldad de los que no conocieron al Dios que vino de ultramar.
Aun poseído por el fragor de la imaginaria batalla, Bernardino reclamó para sí la máscara de oro del difunto, los otros respondieron que no habría ningún reparto en ese lugar, sino que se reuniría con calma todo lo valioso posible y ya fuera de la cueva y con la luz del día, se haría el reparto conforme a las antiguas costumbres de los "huaqueros"[4]. Bernardino asintió su acuerdo, pero volvió a reclamar para sí, la rica máscara funeraria. Los otros se limitaron a vaciar lo que les interesaba de la tumba sobre un gran poncho de algodón.
A medida que iban saliendo las joyas de aquel mancillado príncipe andino, fue apoderándose de Bernardino, la ansiedad de la codicia, basada en un sin fin de sinrazones, como que ese "tapado" estaba en su propiedad, lo que no era cierto pues ese lugar estaba ubicado en tierras comunales; que mucho antes que nadie solo él era el único conocedor de los secretos de esa cueva; que los otros dos solo eran sus invitados, ni siquiera eso, eran sus peones; y que si se logró algún tesoro fue gracias a su fiero y victorioso combate con los guardianes de la momia, porque si hubiera perdido esa batalla después de matarlos esos espantos acabarían trasladando la tumba y sus riquezas a otro lugar. ¿Por qué tendría que compartir las riquezas de su tesoro con esos miserables?
Un terrible menosprecio por sus socios iba
creciendo dentro de su alma, cada vez más y más y a la par que crecía el valor
de aquel entierro. Y a medida que iba aumentando el aguardiente de los brindis
jubilosos, su razón se fue oscureciendo.
Al día siguiente de sus intenciones, cayó
súbitamente enfermo. Su piel se tiñó de una palidez cadavérica y sus huesos de
tanto dolerle no respondían a las órdenes de su voluntad. Al segundo día comenzó a hincharse por los cuatro costados, al tercer día de las fiebres
tuvieron que cambiarle el colchón, porque
el anterior estaba completamente mojado por los apestosos sudores que brotaban
sin cesar por todos los poros de sus verdes carnes. Al quinto día a golpe de
escalofríos comenzó a enfriarse hasta morir con un brillo de metal en sus ojos
abiertos.
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