En un hermoso rincón de estas cordilleras vivía una familia de pastores. El padre y la madre eran hijos de la raza de los que dominaron la piedra y construyeron sobre la cumbre de las montañas, un lugar para vivir cerca del sol y del vuelo de los cóndores.
Damián era el hijo mayor y Plácida se llamaba la pequeña. A sus doce años Damián había aprendido a sembrar los alimentos y a cocer el barro con la forma de las gentes, los animales y los frutos de los árboles. Plácida de diez años ya sabía hilar, tejer y cocinar. Todos sabían pastar las llamas y las alpacas de la familia.
Allá por Machaypucro estaban los más largos y sabrosos pastos del lugar. Pero solo el jefe de la casa llevaba el ganado hasta a ese peligroso paraje, rodeado de pequeños, húmedos y frondosos bosques, pero al filo de profundos barrancos y que algunas veces era visitado por pumas y zorros hambrientos. Al final de su más ámplia terraza y a los pies de una gran peñolería se exhibía una caverna que se como el bostezo de un gigante se abría para sus oscuros y desconocidos fondos. A sus costados y un poco dentro de ella mostraba antiguas pinturas de color rojo que representaban llamas, venados, pajaros y otros animales que ya no se conocen ahora, así como unas lineas semejantes a dedos y otras que se enroscaban desde un centro que tenía la forma de la cabeza de una serpiente.
Llenos de temor los abuelos contaban que aquel forado era la
puerta de entrada al reino de los demonios y por eso nadie se atrevía siquiera
a acercarse a ese siniestro lugar. En su boca de entrada habían crecido algunos
matorrales y todavía podía verse el antiguo muro de piedras que lo tapiaba a
medias, para que el ganado no entrara a perderse en sus profundidades.
Un día, a la hora que el sol anunciaba su zambullida en la noche, empezó una fiera tormenta de zigzagueantes rayos, deslumbrantes relámpagos y ensordecedores truenos que espantaron a los rebaños y a todas las alimañas de la comarca. Pasado aquel pavoroso espectáculo, la noche se vistió con su poncho más negro para cubrirse de las cataratas de agua que cayeron del cielo para hacer crecer los ríos, caer los huaicos y levantar los pastos, los árboles y las siembras.
En su casa Damián y su madre hicieron fuego toda la noche esperando con mucha preocupación la vuelta del pastor. No bien el sol hizo las señas de su regreso, salieron rumbo a Machaypucro llevando ropas secas y comida caliente. Todo estaba en su lugar como en un día cualquiera, las llamas y las alpacas felizmente completas, solo faltaba papá. Buscaron y gritaron su nombre por aquí, por allá, arriba, abajo, más allá y solo el silbido del viento les respondió. El padre de aquel hogar había desaparecido por completo, como si la tierra se lo hubiera tragado. “¿Cómo si la tierra se lo hubiera tragado?”, pensó Damián y en ese mismo instante reparó en echar un vistazo a la cueva.
Grande fue su tristeza y aflicción cuando sobre el muro de la gruta vieron el poncho, el sombrero y las ojotas del extraviado. Gritaron hacia el fondo del socavón y solo el eco de sus propias voces y los chillidos de los murciélagos les respondieron, pero igual gritaron hasta que sus gargantas y el día se apagaron. Ya bien entrada la noche, con los ojos llorosos y una gran pena en sus corazones, salieron de aquel paraje arreando el rebaño. A pesar de no haber dormido bien, Damián se levantó como el jefe y pastor principal de ese hogar, y pese a la prohibición de su madre, llevaba muy temprano el ganado a Machaypucro con la esperanza de tener noticias de su padre.
Un buen día, antes que el sol se asome por la más
alta montaña, se le apareció un hombre alto con ojos que brillaban como la
candela. Mirando siempre al cielo como si temiese que la luz del sol pudiera
aparecerse de pronto y hacerle daño, le preguntó si quería ver a su padre, el
contestó lleno de alegría que sí, “¡Claro que sí!”, a esa clara y alegre
respuesta el extraño respondió: “Si
quieres ver de nuevo a tu padre, debes pagarme su rescate con un fino poncho de vicuña, la piel de
la más venenosa serpiente y un regio pañuelo de seda”, cuando terminó su
propuesta corrió hacia la cueva y desapareció en sus profundidades en el
preciso momento en que el brillo del día llegaba a esa planicie.
Más tarde el niño le contó a su madre la grave oferta del maligno. Ella se puso más triste aun, porque aquellas prendas eran imposibles de conseguir por esos lugares. Habría que andar por las más altas y lejanas punas para conseguir la lana de las vicuñas; llegar a la profundidad de la selva para suplicar a los chunchos por la piel de una culebra, y remontar hasta dos cordilleras para arribar hasta el mar y la gran ciudad, donde vendían los más finos pañuelos de seda venidos de ultramar. Lo único que les quedada era llorar y maldecir aquel cruel destino. Damián dijo "¡No! y mil veces "¡No!". Y se hizo hombre aquel mismo día.
Una semana después, con la bendición de su madre
salió a buscar las prendas del rescate. Caminó más de una semana para llegar al altiplano y trabajó como pastor de alpacas durante muchos meses, en medio de
las nieves y las soledades de aquellas inhóspitas alturas, para ganar cada una
de las madejas de lana de las vicuñas capturadas durante el chaco del
solsticio de invierno, porque estas ya no eran tantas como en otros tiempos por
culpa de la ambición de criminales
cazadores, que las habían matado hasta hacerlas muy pocas, al igual que las
huallatas, las tarucas y las vizcachas. Pero si podía salvar a su padre con
aquellos pequeños ovillos, valía la pena cualquier sacrificio, porque la vida
siempre será más valiosa que cualquier cosa de este mundo.
Cuando la destreza de las manos de su madre
terminó un bellísimo y suntuoso poncho, partió a la selva. Al cabo de dos meses
de recorrer por los fangosos caminos que caen a esa verde inmensidad, por
fin llegó a la jungla. Después de
cocer al modo cómo había aprendido, más
de 100 ollas grandes de barro y otros cientos de trastos más, los agradecidos
nativos le regalaron la piel de la víbora más letal de aquellos bosques y lo
felicitaron por llegar a tiempo, pues muy pronto se iría a terminar aquel frágil
paraíso, ante el estruendo de unas poderosas máquinas que arrancaban los
árboles con todo y sus raíces y de otras que perforaban la tierra hasta sacarle un sudor
negro, y también por la llegada de muchísimos hombres enloquecidos por
encontrar oro, mucho oro en las orillas y las playas de sus ríos, y de
otros perversos que convertían la hoja sagrada de la coca en un malvado polvo
blanco por el que mataban o se morían.
Cumplida
esa misión partió
a la costa, hacia las playas dolientes de un
océano torturado. Caminando por seis semanas sin apenas descanso hacia el norte
de aquellas regiones, de pronto tropezó con la gran ciudad envejecida hasta el cansancio.
Allí se enteró que un pañuelo de seda y hasta dos le regalarían si juraba no
entrar jamás a ese relleno humano, porque habían llegado tantos como él, que no
había espacio para uno más, pero si quería quedarse tendría que luchar como una
fiera para tomar el lugar y la vida de algunos de los muchos que ahí sobraban.
El respondió que salvar una vida era su misión y tomó aquel hermoso pañuelo.
Con agradecido y alegre andar, volvió a su hogar allende los andes, desde donde
llega la luz y bajan las aguas para estos desolados desiertos.
Dos años han pasado desde que recibió aquella
cruel oferta y un año más desde que dejó
el pago del rescate en la boca del forado de Machaypucro, hasta que un buen
día, cuando toda esperanza ya se había perdido, apareció su padre, feliz de
estar entre los suyos, contando que había salido de aquel encierro por la boca
de otra cueva de un lejano lugar. Damián le narró todo lo que había hecho y
aprendido en sus viajes.
Para terminar les reveló que a esos demonios no
les gusta que los hombres sean lo que son, sino que toditos sean iguales, casi
parecidos a los hatos de animales, sin sombreros, sin ponchos, ni calzados que
pudieran distinguirlos y para que todos se quejen de la misma suerte, caminen
por el mismo destino y terminen muriéndose de la misma muerte que esos malvados
les asignan.